Capitulo 7
Se metieron todos en dos carruajes, pero esta vez el conde no puso ninguna objeción a que los mellizos viajaran con Meg y él. Como los dos niños podían estar hablando sin parar, la joven se sintió aliviada de no tener que preocuparse por la conversación.
Cuando llegaron a su antigua casa, se sonrió ante los comentarios de los dos pequeños.
- Mirad, ED -dijo Richard-, el trapero.
- Tiene mala pinta -añadió Rachel-, pero es muy bueno. Y ahí está la señora Pickett con el perro.
- Muerde, señor. Hay que tener cuidado con él. Esa tienda de ahí es la mercería, un sitio horrible.
- De eso nada, tienen cintas preciosas, hebillas, botones…Hay de todo. ¡Mirad!, la librería y los sombrereros.
- ¡Sombreros! ¡Qué asco!
- Pues mira, el conde lleva uno.
- Pero seguro que se los hacen a medida, ¿no es verdad, señor?
- Pues sí, aunque no sé muy bien cuál es la diferencia.
- A los hombres no nos gustan los que llevan flores, ¿a qué no, señor?
Mientras los mellizos discutían sobre si eran mejores los sombreros de caballero o los de señora, el conde miró la nueva toca de Meg.
- Definitivamente, la próxima será con flores.
De manera instintiva, ella se llevó la mano a su nuevo casquete de terciopelo.
- Tal vez a mí me gusten los estilos más sencillos. -Pero a veces a mí me agrada el efecto de una toca más frívola, con flores.
Una parte de Meg deseó tener una así, mientras que otra parte de ella se resistía. Por un lado anhelaba complacer a aquel hombre, y por otro sentía la necesidad de enfrentarse a él.
- ¡Eh, mirad! -exclamó Richard- Ahí está nuestra casa. Es la de la puerta azul, justo al lado de la hostería Nag's Head.
Al contemplar el edificio con ojos de extraña, Meg se sintió avergonzada de su sencillez, pero contenta porque era una casa respetable. Al menos no darían la impresión de ser los absolutos paupérrimos que eran. Supuso que debía agradecérselo a sir Arthur; como casero, había sido considerado.
Hasta aquel momento no había pensado en que tendrían que dejar la casa, y sintió una punzada de dolor. Habían salido de allí aquella misma mañana y, por alguna razón, sólo se había hecho a la idea de que regresarían, con todos los problemas resueltos. Pero ahora tenían que recoger sus pertenencias y dejar la casa vacía para que la ocupara otra familia.
Los dos elegantes carruajes estaban creando cierta expectación en la calle; los paseantes se paraban a mirarlos, y los vecinos salían de sus casas para ver qué pasaba. Como los mellizos iban los dos con la cara pegada a las ventanillas, la mayoría de los observadores no tardaron en saber quiénes eran los recién llegados y, al tiempo que los saludaban y sonreían, se preguntaban seguramente muchas más cosas.
Para Meg, a quien nunca le había gustado que la gente se enterara de su vida, aquel circo resultaba muy embarazoso. Dio gracias al cielo porque ninguno pudiera saber la verdad.
De pronto fue como si el conde le estuviera leyendo el pensamiento; cuando el carruaje se hubo parado, dijo en voz baja:
- Supongo que no será necesario contar toda la historia.
- Espero que no.
Los mellizos estaban entusiasmados saludando a sus amigos y parecían ansiosos por bajarse.
- ¿Qué le dijisteis a vuestra familia?
Meg se sonrojó al acordarse de su mentira.
- Que nos habíamos conocido en casa de los Ramilly, donde trabajé de institutriz.
- ¿Y nos enamoramos perdidamente?
- Por supuesto que no. Eso sería absurdo.
El arqueó las cejas.
- ¿Os parece absurdo el amor?
- No, pero entre vos y yo… -Se calló ante la mirada de él-. Me refiero a un flechazo. Es imposible.
- Vivís en un universo muy racional.
- Puede ser -se apresuró a decir Meg-. Les conté que, cuando después os enterasteis de que me encontraba en una acuciante situación de necesidad, y estando vos en la obligación de casaros, me propusisteis este arreglo.
- ¡Qué encantadoramente cerebral y práctico! De acuerdo, me atendré a vuestra historia. y os sugiero que si alguien hace más preguntas, lo resolvamos con un aristocrático toque de altivez-. El conde bajó del coche y le tendió la mano para ayudarla a salir.
- Pero yo no sé hacer eso.
- Practicad, mi querida condesa, practicad.
Meg no pudo evitar una sonrisa, al tiempo que buscaba las llaves dentro de su bolso. Pero en ese momento se abrió la puerta y apareció sir Arthur.
La joven se quedó sin aliento. Se había olvidado totalmente de que aquel día concluía la semana que le había dado de plazo. Paralizada, hubiera creado una situación de verdadera incomodidad de no ser por los mellizos, que corrieron presurosos hacia él para contarle todas las buenas nuevas.
Sus ojos de pez se quedaron fijos sobre Meg y Laura.
- ¿Es cierto lo que me cuentan los niños?
Meg forzó una amplia sonrisa.
- ¿No le parece fantástico, sir Arthur? Se alegrará usted de no tener que preocuparse más por nosotros.
Ante la mirada de ira del casero, Meg no habría sido capaz de aproximarse a la puerta y enfrentarse él si no llega a ser porque el conde tiró de ella en esa dirección. Durante unos instantes, se temió que sir Arthur no les dejara entrar, pero el caballero se echó hacia atrás en el vestíbulo, con el rostro empalidecido, pero aún con capacidad para sonreír.
- Si ha encontrado usted alguna manera de mantener a su familia, ello es motivo de alegría para cuantos somos sus amigos. -Miró con ojos aviesos a Laura, y Meg pudo reconocer su vileza en aquella mirada.
Casi de inmediato, Sir Arthur demostró su capacidad de controlarse para ponerse a la altura de las circunstancias.
- ¿Viene a enseñarle el antiguo hogar a su nuevo esposo?
- La condesa ha venido -dijo el conde- a recoger las pertenencias personales de su familia. -Para sorpresa de Meg, su esposo volvió a sacar los impertinentes.
- Deseo agradecerle su amabilidad para con ella, señor. Y por supuesto, remita usted a mi secretario las cantidades que se le adeudan.
Con aquella lección de altivez aristocrática, Saxonhurst condujo a Meg al interior de la casa, pasando junto a sir Arthur.
- Enseñádmelo todo, querida. Me interesa mucho conocer dónde jugabais cuando erais pequeña.
Meg siguió adelante, sintiendo cierto placer malicioso al ver a sir Arthur tratado como un criado. Definitivamente la altivez podía resultar muy útil.
Fue enseñándole la casa a su nuevo esposo, al tiempo que los mellizos hacían lo mismo por otras habitaciones con el paciente señor Chancellor. Estaría muy bien tener a alguien así para…
Dirigiéndose al conde, dijo:
- ¿Podría contratar a un secretario?
- Contratad a quien os plazca. Pero quizá sería más apropiada una secretaria, para que hiciera las veces de acompañante.
Se encontraban en ese momento en el pasillo, y Meg acababa de abrir un armario, del que empezó a sacar la ropa de cama que estaba en buenas condiciones separándola de la que estaba ya muy gastada.
- Querida -dijo él, mientras volvía a meter en el armario una funda de almohada muy amarillenta-, no necesitamos más sábanas. Será mejor que dejéis todo esto, a menos que tenga un significado sentimental.
Meg recordó las largas horas que había pasado zurciendo toda aquella ropa, y cerró satisfecha la puerta.
- Que sea guapa, pura y etérea.
Con ojos de sorpresa, Meg preguntó:
- ¿Quién?
- Vuestra secretaria.
- ¿Por qué?
- Lamentablemente ése es el gusto de Owain.
- ¿Lamentablemente?
- Querida, que sea hermosa me parece muy bien, pero lo de la pureza puede ser un aburrimiento terrible.
Con tono de indignación, ella replicó:
- Yo soy pura.
- A mí no me lo parece.
- ¡Señor!
El conde se sonrió, inmutable ante la indignación de su dama.
- No quiero decir que tengáis un pasado oscuro, Minerva. Pero si no fuerais tan plenamente consciente de los deseos más impúdicos, no estaríais tan nerviosa.
La recorrió de arriba a abajo con los ojos, mas no fue una mirada insultante; había en ella demasiada calidez, demasiada admiración para resultar ofensiva. En todo caso, se puso nerviosísima. Aquella mirada auguraba algo. Algo que ella conocía, sin saber exactamente qué; y sintió cómo un intenso rubor le cubría las mejillas, al tiempo que su respiración se aceleraba.
- ¿Lo veis? -dijo él con dulzura.
Meg se volvió bruscamente.
- Seguro que tenéis el mismo efecto en todas las mujeres.
- Digamos que lo intento, Minerva, lo intento.
Ante aquella respuesta, Meg volvió la cabeza con desdén, elevando la barbilla.
- ¿Y si os dijera que espero de vos que me seáis fiel?
Comprobó entonces con satisfacción que aquello le había dejado desconcertado.
- En tal caso, vos tendríais que estar siempre a mi disposición.
- O quizá vos debierais refrenar vuestra lujuria. Arqueando las cejas, el conde replicó:
- ¿Y qué sabéis vos de lujuria?
- Os burláis de mí. -Meg se dio la vuelta y se tocó con las dos manos las mejillas que le ardían en ese momento-. ¿Por qué me forzáis a hablar de estas cosas? No deberíamos tener estas conversaciones.
La rodeó suavemente el cuello con una mano y, aunque en absoluto fue agresivo, a ella le produjo un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo.
- Desde luego no estamos en el sitio apropiado para ello -murmuró él, al tiempo que le apretaba suavemente la piel del cuello con un solo dedo-. Pero más tarde, podrá ser una conversación deliciosa.
Bajó la mano lentamente hasta el hombro y le rozó la nuca con los labios.
- Tenéis una nuca maravillosamente frágil, fina, muy atractiva…
Al momento, él retrocedió.
- Me parece oír a mis criados armando demasiado jaleo -La tomó de la mano y la condujo por el pasillo-. Vamos. Será mejor que recorramos con ellos todas las habitaciones, no vayan a llevarse cosas que no sean vuestras ni a dejar aquí lo que realmente os pertenezca.
Meg lo siguió, percibiendo en su interior que el sentido común la abandonaba y que perdía para siempre el control sobre su persona.
Al cabo del rato, los sirvientes iban sacando todo lo que ella les indicaba. Viendo que sir Arthur comprobaba todos y cada uno de los objetos, Meg optó por ser moderada. No estaba segura de si les pertenecían mucho de las cosas medio desvencijadas que había por la casa ni si los habían comprado sus padres, y no quería crear situaciones incómodas. Además, como había dicho el conde, no tenía ningún interés llevarse los cacharros de cocina ni los muebles viejos.
Justo cuando indicaba a la servidumbre los pocos artículos que quedaban en la habitación de sus padres, se acordó de la sheelagh-ma-gig. Apenas podía distinguirla porque la bolsa en la que estaba metida era del mismo color que las cortinas que rodeaban el dosel, pero ella sabía muy bien que estaba allí.
¿Cómo ingeniárselas para pedir que la bajaran y llevársela? El que estuviera allí arriba, como escondida, suscitaría seguramente todo tipo de preguntas y, ¿cómo explicar su interés por llevarse una vieja figurita de piedra de una mujer desnuda y tosca? ¿Cómo le explicaría a su nuevo marido que sólo ella podía tenerla y que nadie más estaba autorizado a tocarla?
Pensó en tenerle que contar que se había servido de la magia pagana para inducirlo a su extraño matrimonio, y se quedó horrorizada; no sabía qué era peor, si haber hecho aquello o tener que confesarlo.
Sin que el conde lo supiera, ella lo había obligado a aquella unión tan desigual. Se le veía contento, pero la realidad era que Meg no tenía nada que ofrecerle. Todas las precauciones serían pocas para que no llegara nunca a sospechar la verdad.
Casi temblando de pánico, intentó con excusas hacerle salir de la habitación. Si se quedaba sola, podría subirse rápidamente en la cama y coger la estatuilla; después, conseguiría de alguna forma llevársela escondida a su nueva mansión, dentro de una sombrerera o, tal vez, camuflada en algún almohadón que insistiría en llevarse consigo.
O quizá fuera mejor que Laura saliera de la casa con el almohadón; no podía arriesgarse a tener la piedra tan cerca y volver a sentir sus efectos.
Pero no hubo manera de que él se apartara de su lado, y sir Arthur estaba pendiente de todo, como temeroso de que le fueran a robar.
Decidió entonces que la única solución sería robar la sheelagh. Tampoco se trataría de un robo exactamente; pero no le iba a quedar más remedio que volver a hurtadillas a la casa y llevársela en secreto. Ni ella misma podía creerse la decisión que estaba tomando.
Se quedó mirando a la cama de sus padres con una frustración paralizadora. De pronto, el conde preguntó:
- ¿Malos recuerdos?
Como si aquella pregunta los hubiera conjurado, los dolorosos momentos que había vivido allí le vinieron a la mente.
Aquella casa nunca le había parecido especialmente importante, pero ahora que tenía que dejarla, la invadía una sensación de tristeza.
Obviamente, aquella tristeza era la añoranza de sus padres. Había estado tan preocupada de salir adelante que apenas le había quedado tiempo para entristecerse, pero aquello era el final, el final de la vida familiar que siempre había conocido.
Su padre había muerto en aquella cama, y encontraron allí también junto a él a su madre. La muerte del padre no fue ningún misterio, porque estuvo precedida de muchos meses de enfermedad, dolores y hemorragias, hasta que las infecciones terminaron por agotarlo. Según dijo el médico, había sido un milagro que durara tanto tiempo con vida.
Sin embargo, el fallecimiento de la madre fue totalmente inesperado, incluso para los médicos. Aparte del cansancio comprensible por tener que cuidar de su esposo, era una mujer de muy buena salud. Al no poder emitir ningún diagnóstico, el doctor Hardy decidió que la madre había muerto de tristeza y desesperación.
Meg también lo creyó así, pues sus padres siempre habían estado muy unidos.
Los dos se habrían disgustado muchísimo al verla casarse por conveniencia, pero tampoco es que la hubieran dejado más opciones. Siempre se habían preocupado tanto el uno del otro que no habían reparado en prever el futuro de sus hijos.
- ¿Minerva?
Al instante sintió la caricia de él, al tiempo que le decía mirándola de frente:
- No os aflijáis, querida.
Meg no dijo nada, pues no se sentía capaz de explicarle sus sentimientos a un extraño, ni siquiera aunque fuera su marido. No lloraría delante de un desconocido, pero le agradeció profundamente su tierno abrazo.
- Minerva, tal vez sea mejor llorar que contenerse.
- Estoy bien -dijo ella, separándose de él y apretando los dientes.
El conde la miró con cierta perplejidad, pero sin oponerse.
- Muy bien. Tenemos que irnos. Los otros ya han ido saliendo, pero sir Arthur espera a que le devolváis las llaves.
- Lo siento -dijo Meg, con un profundo suspiro.
Y poniéndole el dedo en los labios, él le dijo:
- No es necesario que digáis lo siento. Si no es para consolarnos el uno al otro, ¿de qué sirve el matrimonio? -y, mirando a la habitación, añadió-: ¿Deseáis que nos llevemos esta cama? Noto que os produce una gran tristeza dejarla aquí -y, con un gesto de impaciencia, concluyó-. ¡Maldita sea! Si vos queréis, puedo comprar la casa entera.
- No, no -contestó Meg con una sonrisa y sintiéndose profundamente conmovida-. Os lo agradezco, Saxonhurst, pero no es necesario.
Sólo cuando bajaba las escaleras, Meg cayó en la cuenta de que tal vez había rechazado la única solución posible. Si le compraba la casa…
Pero no; al desmantelarla, la sheelagh saldría a la luz.
Aunque quizá debería haber aceptado su ofrecimiento por muy descabellado que fuese.
¿Por qué no se le habría ocurrido todo aquello antes de marcharse para la iglesia? Lo podría haber previsto. Qué tonta había sido.
Sir Arthur esperaba con expresión de mártir. Se sintió tentada de decirle algo cortante, pero se reprimió. Sobre todo porque tenía el extraño convencimiento de que si dejaba ver el más mínimo indicio del terrible plan de sir Arthur, el conde podía montar en cólera.
Mientras entregaba el manojo de llaves al casero, Meg dijo:
- Gracias otra vez, sir Arthur. Sólo por su paciencia hemos podido sobrevivir los últimos meses. -Aquello era rigurosamente cierto y obligó al caballero a esbozar una sonrisa.
Tal vez en su interior no fuera tan malvado y sólo al final se había dejado llevar por la tentación.
- Vuestro padre me encomendó que cuidara de todos vosotros, lady Saxonhurst. Lamento únicamente no haber podido hacer más.
Captando la doble intención de sus palabras, Meg descartó cualquier buen pensamiento hacia la persona de aquella comadreja y se sintió complacida de guardarse a escondidas la llave de la puerta de atrás, de la que había dos juegos. Tras despedirse de él con firmeza, se dirigió hacia la calle.
Allí se encontró con un buen número de conocidos y vecinos, deseosos de despedirla y de satisfacer su curiosidad. Por un momento temió verse acosada por los acreedores. Si eso ocurría en presencia del conde, desearía que se la tragara la tierra. Pero no tardó en darse cuenta de que estaba rodeada sólo de rostros sonrientes.
El señor Chancellor se había encargado de hacer correr la voz por la vecindad de que las deudas de la familia Gillingham quedarían saldadas. Era evidente que alguien, probablemente Laura, había difundido la historia de un romántico amor a primera vista, que, pese a todas las dificultades, había conseguido abrirse camino al final. Algunas de las mujeres más sensibleras se secaban las lágrimas de emoción con los delantales.
Además, era una ocasión única en la vida de codearse con un conde. Resultaba admirable la facilidad con que él recibía todas aquellas atenciones, las miradas embobadas, las preguntas torpes. Se mostraba amable con todos y no volvió a sacar los impertinentes. Meg supuso que debía de estar acostumbrado. ¿Cómo lograría ella acostumbrarse a semejantes situaciones?
Por fin se marcharon, y ella se acomodó en el asiento del carruaje, con un suspiro de alivio.
- No cabe duda de que les hemos dado diversión para todo el año.
- Nosotros existimos para divertir. ¿Qué otra razón, si no, tiene la nobleza?
- ¿Nobleza?
En aquel momento de dio cuenta de que ahora ella era una aristócrata. Qué raro todo.
- Llega uno a acostumbrarse. ¿Os sentís mejor? Él la miraba con amabilidad.
- Sí, sí, ya estoy bien. Es que apenas he tenido tiempo de llorar la muerte de mis padres; y la de mi madre, al menos, fue demasiado inesperada. Al pronunciar aquellas palabras, Meg reparó en que tal vez interesara al conde saber todos los detalles sobre la muerte de su madre, lo que originaría algunas preguntas respecto a la forma de vida de sus padres. Se preguntó cómo interpretaría él todo aquello.
Sin embargo, lo único que el conde dijo al final fue:
- ¿Y cómo es posible que de dos románticos empedernidos saliera la sensata Minerva Gillingham?
- Alguien tenía que ser sensato. - Ya estaba diciendo cosas inconvenientes. Siempre se había sentido obligada a mantener la firmeza contra la desorganización de sus padres, que casi llegaba a ser negligencia, ante los aspectos más realistas de la vida; pero detestaba criticarlos.
Por primera vez se preguntó si su madre no habría utilizado la Sheelagh para facilitarse la existencia. Ciertamente, su falta de previsión no había sido acertada, pero, aunque el desastre los había estado rondando toda la vida, nunca llegó a ocurrirles nada malo, y los dos vivieron despreocupadamente.
Pero, si la piedra siempre tenía una contrapartida, ¿cuál había sido para ellos?
¿La terrible enfermedad de su padre?, se preguntó Meg por primera vez. ¿La aciaga muerte de los dos?
- No pongáis esa cara tan triste -sugirió el conde-. Me vais a hacer sentir que soy un marido miserable. Definitivamente, debo conseguir que seáis más frívola.
Meg intentó disipar sus preocupaciones y concentrarse en él.
- Me temo, señor, que no lo vais a conseguir. Desde el día en que nací he sido tediosamente sensata. Mi alumbramiento fue justo a la hora prevista, exactamente en mitad del día.
Él hizo caso omiso de las palabras de ella.
- Tenemos que comprar unas cuantas cosas para vos, e insisto en que sean frívolas. Sombreros de esos inútiles que enloquecen a los hombres. Medias de seda, tan finas y delicadas, que se rasgan con la primera puesta. Pañuelos bordados, de ésos que nadie se atrevería a utilizar para sonarse las narices.
Meg pensó que, con aquel hombre, la ristra de insensateces no tendría fin.
- ¿Y vos, señor? ¿Qué extravagancias os gustan?
- Las mujeres existen para que los hombres encuentren algún sentido en gastarse el dinero. Pero, a veces, nosotros también intentamos emularlas -y, al decir esto, se desabrochó la chaqueta de color verde oscuro y dejó ver un resplandeciente chaleco, bordado con serpientes doradas.
Sin pensar, Meg tocó una de aquellas serpientes, pues se trataba de un bordado maravillosamente hecho. Al instante, retiró la mano como si la tela quemara.
- En todo caso -dijo el conde con tono suave-, muchas veces merece la pena gastar en frivolidades.
Meg se dio media vuelta para dejar de mirarlo. Hasta entonces, se las había arreglado bastante bien para ignorarlo, es decir, para no prestar atención a su cuerpo, pero en aquel momento le flaquearon las fuerzas, y fue consciente con absoluta intensidad de que, bajo aquellas elegantes ropas y sus encantadores modales, había un robusto cuerpo de varón, que despertaba en ella una gran alarma.
Un cuerpo robusto y viril al que debería entregarse aquella misma noche. Además de otras preocupaciones, también aquella misma noche o al día siguiente, muy de mañana, tendría que colarse de alguna forma en la casa y robar la sheelagh.
Santo cielo.
- Mi señor…-dijo, dándose la vuelta e intentando incluso sonreír.
- Saxonhurst. Os será mucho más fácil si me llamáis Saxonhurst.
Respirando profundamente, Meg continuó:
- Saxonhurst, tal vez os haya dado la impresión, antes, cuando regresábamos de la iglesia…
- ¿Sí?
Qué hombre tan burlón. Sabía perfectamente lo que intentaba decirle, pero no tenía la menor intención de colaborar. En una parte de sí misma, se sentía aliviada, pues de alguna manera aquello indicaba que él tenía interés en ella como mujer. Si sintiera rechazo, cualquier excusa le habría servido para evitarla.
Pensó entonces que ese interés era en verdad un problema, no una ventaja. Lo que ella intentaba era librarse de él aquella noche.
Humedeciéndose los labios, siguió hablando:
- Quizá os haya dado la impresión, señor, quiero decir, Saxonhurst, de que estoy ansiosa por…-lo miró, suplicándole con los ojos. que pusiera algo de su parte. Sin embargo, él le devolvió una mirada de perplejidad, salvo por un suave destello de malicia.
- Vuestras serpientes, señor, son un símbolo heráldico muy apropiado para vos.
- ¿Mis serpientes? -bajó la mirada como si estuviera sorprendido y se pasó la mano por el tejido bordado de su chaleco. Se entretuvo recorriendo con el dedo, una y otra vez, el dibujo de una de las serpientes. Meg se quedó extasiada siguiendo con la vista el recorrido de la mano, hasta que él dejó de moverla justo en el borde en que el chaleco venía a encontrarse con el principio de sus ceñidos pantalones de ante. Aquella piel de color claro, sumamente apretada sobre su carne…
De repente, la tomó por la cintura y la sentó en sus muslos.
- Me habéis puesto en unas alturas indecentes, querida esposa. Será mejor que me tapéis un poco.
Ella intentó bajarse, dejar de estar allí, pero él la retuvo. Meg sintió deseos de gritar, pero hubiera resultado totalmente inoportuno. Cuando estaba casi a punto de protestar con la excusa de que alguien podía verlos, él se inclinó y bajó las persianillas a ambos lados del carruaje, con lo que se quedaron sumidos en la penumbra, y ella tuvo que estabilizar su posición para no perder el equilibrio.
- ¡Mi señor!
- Sí, sí -dijo él-, ya sé que esta posición no es la más adecuada para ayudarme a descender de las alturas, y menos si seguís con esos quiebros; pero es demasiado agradable para renunciar a ella.
Meg se quedó rígida y quieta, sin poder ignorar la turgencia del conde.
- ¿No más quiebros? -preguntó él, al tiempo que se recostaba en el asiento, como si no tuviera encima a una mujer a horcajadas.
A mi señor Saxonhurst, pensó Meg le gustan las travesuras. Pero ella era una experta institutriz y sabía cómo tratar a los niños.
Pese al calor que le abrasaba las mejillas, decidió seguirle el juego:
- Me temo que los quiebros no os ayuden a…bajar, Saxonhurst.
- ¿A bajar?
- De las alturas.
- ¡De las alturas! -dijo él, con gesto burlón-. ¿Queréis decir que soy un fatuo?
Meg no pudo evitar un mohín de reproche.
- Qué chiste tan malo.
- ¿Ahora os ponéis crítica?
Meg se sorprendió al comprobar que el estar sentada sobre él le daba una sensación de seguridad, incluso de poder. Estiró las piernas y observó complacida que con aquel movimiento le obligaba a mover las caderas.
- ¿Os parece que retomemos la conversación?
- Tened en cuenta que ésa ha sido la razón por la que he ascendido a las alturas.
- No me parece muy inteligente que intimemos tan pronto.
- ¿Por qué no? -dijo él, poniéndole una mano suavemente sobre la falda-. A mí me parece que lo estamos haciendo muy bien.
Meg lo miró y repitió desconcertada:
- ¿Por qué no?
- Habláis de inteligencia y de razón, Minerva. Supongo entonces que habrá una explicación lógica.
Fue deslizando la mano por la falda, acariciándole el muslo, mientras dibujaba curvas con el dedo sobre la sencilla prenda de algodón, como si tuviera serpientes bordadas.
- Dejad me que os diga, mi querida esposa, que los hombres cuando ascienden a una posición elevada, sienten tanto interés por la razón y la inteligencia como la masa del pan cuando empieza a subir el calor del horno.
Le bordeó los senos trazando un ocho con el dedo.
Tensa, Meg se apartó.
- Es demasiado pronto.
- Pero, ya que hemos contraído matrimonio y que será preciso consumarlo, ¿qué importa hacerlo antes o después?
- Si nos damos más tiempo, yo, los dos, nos acostumbraremos el uno al otro y podremos adaptarnos a nuestro nuevo estado.
Él movió ligeramente las caderas y sonrió.
- A veces la costumbre no es deseable, querida. ¿Creéis realmente que si nos acostumbramos lo pasaremos mejor? Ya veis con qué rapidez me he adaptado a nuestro nuevo estado. Os he dado una prueba de lo más empírica.
Le rodeó las caderas con las manos, y ella pudo notar la fuerte presión de aquel abrazo por encima del corsé, el vestido y la capa.
Sintió la necesidad de apartarse, pero, viendo la llama que ardía en sus ojos, se quedó quieta y dijo:
- Os ruego que me dejéis.
- ¿Os estoy haciendo daño?
- Sabéis perfectamente que no.
- Entonces ¿por qué he de dejaros? -La tentaba con la sonrisa, pidiéndole que se abandonara a las delicias del amor.
Sin duda, alguna mujer lo bastante firme sería capaz de dominar a aquel hombre.
- Ya os he dicho, Saxonhurst, que es demasiado pronto para esto.
- Sin embargo, no os oponéis por principio. Tomándole las manos, se las acercó a la boca sin dejar de mirarla.
- Sois la digna condesa de Saxonhurst.
Tras un hondo suspiro, Meg preguntó:
- ¿Porque no estoy dispuesta a seguir con vuestros juegos?
- No, porque los seguís admirablemente bien. ¿No veis que cuando os beso las manos no os molesta?
Ella intentó soltarlas.
- Sí.
- No. -Le besó los nudillos una y otra vez-. Os inquieta, pero no os molesta. Lo que sentís no es miedo ni agresión.
Meg tuvo que aceptar que «agresión» no era la palabra apropiada.
- Muy bien. Lo acepto, pero no quiero sentirme inquieta, y esta postura a la que me forzáis me hace sentirme indigna.
- No.
- Dejad de decir "no".
Él se sonrió.
- Dejad vos de decir tonterías. Lo que ocurre es que esta postura os pone nerviosa por las muchas posibilidades que ofrece. Y eso os agita, pero de una manera no del todo desagradable. Os ruboriza de una forma deliciosa, pero no os hace sentir indigna. Sois una esposa demasiado sensata para sentiros indigna por algo así. ¿Acaso no tengo razón?
Meg fue a protestar, pero se contuvo.
- Si lo expresáis en esos términos, señor, ¿cómo voy a oponerme?
La satisfacción invadió el rostro del conde.
- Os ponéis adorable al enfadaros.
- ¡Yo nunca me enfado!
- Está bien, querida. Como queráis. -Con un último beso en las manos, la levantó de sus piernas y la depositó de nuevo en el asiento-. De momento me rindo, pero me temo que insistiré en que tengo derecho a excitar vuestros sentidos, aunque os irrite. -Le pasó un dedo por los labios, por la ardiente mejilla y por el lóbulo de la oreja.
Después, el roce fue descendiendo por el cuello hasta el pecho…
Meg cerró los ojos temblando y preguntándose de dónde sacar fuerzas para contener aquel nuevo avance de su cazador.
Pero, en ese preciso instante, el carruaje se detuvo. Él dejó de acariciarla y, con un malicioso gesto de frustración, dijo:
- Vaya, hemos llegado -y con absoluta calma, subió las persianillas.
Se abrió la puerta, y Meg pudo ver a los inevitables criados esperando.
El conde bajó y le tendió la mano para ayudarla a salir.
- Más tarde continuaremos nuestra interesante exploración, querida.
- Pero os he dicho que…
- Más tarde. -Y, colocando la mano de ella sobre su brazo, la condujo hasta cruzar el umbral de la gran mansión, que ahora era su hogar.
Estaban rodeados de criados por todas partes, todos ellos sumamente atentos a sus palabras, por lo que Meg decidió guardar silencio. Una parte de su ser deseaba romper con todo aquello y salir corriendo. Huir de las sensaciones que aquel hombre era capaz de provocar en ella con un leve roce, casi mágico.
Pero se estaba comportando como una tonta. El matrimonio se basaba fundamentalmente en el lecho connubial, y si su marido era ardoroso y entusiasta, ¿de qué se quejaba? En todo caso, cuando se quedó sola en sus aposentos, se sintió como si acabara de librarse de las fauces de un tigre hambriento.
Pensó entonces en la idea que ella se había hecho de cómo sería el conde. En su imaginación, no se trataba sólo de un hombre feo y excéntrico, sino también tímido y torpe en las lides de amor. Aquel conde de su mente habría tardado semanas en atreverse tan siquiera a besarle la yema del dedo.
Después reparó en que le iba a costar mucho trabajo tener tiempo para sí en su nueva vida.
Yendo de un lado a otro entre la cámara y el vestidor, Susie y otra criada se afanaban en colocar su escaso vestuario dentro de los armarios. No pudo oír ningún cuchicheo, pero estaba segura de que las criadas esperarían encontrar prendas muy diferentes a las suyas. ¿Y qué pensarían de su ropa interior? Ningún extraño había tenido acceso antes a todos sus secretos. Eso la incomodaba, pero era otro de los precios que estaba obligada a pagar por ver cumplidos sus deseos.
Aquél era su hogar ahora, su nueva posición, su futuro. No podía seguir pensando que se trataba de una situación provisional.
Irguió la espalda como para darse fuerzas. Muy bien. Aquellas habitaciones eran ahora sus aposentos. Él había dicho que estaban sin utilizar desde la muerte de su madre y que nadie se había encargado de modernizar las. Tal vez fuera divertido cambiar el mobiliario, pero no tenía ni idea de cuál sería la moda en boga.
Tendría que comprarse ropa nueva acorde con su posición. No quería que se rieran de ella. Pero tampoco sabía bien cuáles serían los gustos adecuados.
Meg se resignó a aceptar que toda su resistencia ante su nueva vida no era más que miedo, miedo a lo desconocido, a aceptar su ignorancia, a comportarse de forma improcedente.
También, y sobre todo, en el lecho matrimonial. ¿Qué sabía ella de esas cosas? Pese a los comentarios de él respecto a su falta de pureza, su esposo no podría esperar, ni por lo más remoto, que Meg tuviera alguna experiencia.
Sentía una profunda aversión hacia las personas cobardes y no estaba dispuesta a comportarse como una de ellas: si su destino era el de las condesas, se esforzaría por ser la mejor de todas, dentro y fuera del lecho.
Como primera medida, decidió tomar posesión del tocador. Aunque sus objetos de baño eran simples e insignificantes, los fue colocando todos en una mesa de caoba, que en uno de sus cajones resultó contener piezas de juego. Puso después los libros en las estanterías, situadas sobre una mesa de bordar. Puso la caja de costura de su madre junto a una silla tapizada de bordados y se acordó de otro motivo por el que debía sentirse contenta: al final no había tenido que vender aquel costurero. Se preguntó si el conde le adelantaría algo del dinero para sus gastos, y así podría volver a comprar parte de las cosas que habían vendido.
Estaba segura de que si se lo pedía, él haría que encontraran todas las cosas y se las compraran. Aquello le hizo sonreír, al tiempo que ladeaba la cabeza. No era su deseo alimentar las extravagancias del conde, pero no podía negarse que se trataba de un hombre amable.
Intermitentemente, los pensamientos sobre la sheelagh la atenazaban. Sentía que no podía seguir viviendo y adaptarse a todos aquellos cambios sin tenerla consigo. Pero, cuando la recuperara, ¿dónde la iba a esconder? En aquella casa, nada pasaba oculto a los ojos de los criados. Había llaves en el escritorio, pero los cajones no eran lo suficientemente grandes para guardar allí la piedra. Tampoco podía dejarla a la vista de todo el mundo; había que encontrar un sitio seguro donde poder tenerla bajo su control.
Tal vez, lo mejor sería dejarla a la vista de todos y explicar que se trataba de una curiosidad familiar de valor sentimental. Se estremeció con aquella idea. El conde era de ese tipo de personas a quienes les gusta enseñar las rarezas a todos sus invitados. Meg no tenía ni idea de cuántas personas en el mundo serían capaces de ejercer el poder sobre la estatuilla, pero en ningún caso le interesaba averiguarlo.
Se dio cuenta en aquel momento de que estaba de pie frente a un jardín casi vacío, en el que había sólo unos cuantos árboles enormes, desnudos de hojas. No merecía la pena preocuparse por el futuro. Cada cosa a su tiempo. Lo más importante era recuperar la piedra; y debía hacerlo cuanto antes mientras la casa de Mallett Street estuviera vacía.
Observó que al final del jardín había una verja cubierta de hiedra. Quizá podría marcharse en ese mismo momento. Pero no le sería posible salir de allí sin ser vista; además, los vecinos de su antiguo barrio advertirían su presencia al verla por allí.
No; lo mejor sería ir por la noche. O tal vez, por la mañana muy temprano. Sí, a primera hora del día, cuando sólo algunos criados estuvieran despiertos y las calles empezaran a llenarse con los carros de mercancías procedentes del campo; ése sería un buen momento; antes de que la mayoría de la gente saliera para su trabajo.
Fue con ese pensamiento cuando se dio cuenta de que, definitivamente, aquella noche tenía que darle largas a su esposo. El tenía sus propios aposentos, pero los padres de ella siempre habían dormido juntos. Si consumaban el matrimonio, era muy probable que el conde deseara pasar la noche con ella, y no podría salir de la casa por la mañana temprano.
Ay, señor, señor.
Tenía que darle largas como fuera.
Pero dar largas al conde de Saxonhurst sería como intentar posponer un ciclón. Haría caso omiso de lo que Meg le dijera y acabaría haciendo lo que le viniera en gana. Y, no podía negarlo, ella se dejaba llevar por él como una barca de vela arrastrada por el viento.
Reparó en que llevaba un buen rato andando por la habitación y decidió parar. No tenía sentido preocuparse tanto. Intentaría resolver los problemas uno a uno, a medida que fueran surgiendo; no pudo contener una risita nerviosa. Se repitió a sí misma que de momento no estaba preparada para ocuparse de todo a la vez.
El conde no iba a violarla. Por curioso que pudiera resultar, de eso estaba completamente segura. Si conseguía mantenerse firme, si no le dejaba que la provocara con sus caricias, él se daría por rendido hasta mejor ocasión. Todo lo que necesitaba era una noche. Después, aceptaría entregarse a sus perversidades.
Se dio ánimos haciendo un gesto de afirmación con la cabeza. Con absoluta cortesía, aquella noche conseguirla mantener distanciado a su esposo. Al día siguiente se levantaría bien pronto, iría a pie hasta Mallet Street y recuperaría la sheelagh. A su regreso a la casa, la escondería en algún lugar seguro y estaría ya dispuesta para disfrutar con su nueva posición de condesa de Saxonhurst.
La ansiedad la comenzaba a deshacer por dentro. No podía esperar.
Con una risa de culpabilidad, se dirigió al piso de arriba para ver cómo les iba a los demás en el cuarto de estudio. Pensó que Jeremy, a sus diecisiete años, tal vez pusiera alguna objeción a compartir habitación con Richard, pero el joven no expresó ninguna queja.
- Espero irme pronto a Cambridge -fue todo lo que dijo.
Era evidente que no se sentía descontento con nada.
Richard y Rachel dormían en el mismo cuarto en su antigua casa, pero ya era hora de que tuvieran habitaciones separadas. Meg se alegró de que a ninguno de los dos les importaran los cambios. Para ellos, compartir habitación con otro hermano mayor de su mismo sexo significaba que ya no los trataban como a niños pequeños. Laura hizo un leve gesto de fastidio, pues estaba acostumbrada a compartir el cuarto con Meg, pero, con su habitual buen carácter, aceptó la situación.
Mientras todos se ocupaban felizmente en buscar acomodo para sus posesiones, Meg se refugió unos momentos en la tranquila habitación de los bebés, para decir en silencio una oración de gracias. La sheelagh era pagana, pero, según le había dicho su madre, seguía habiendo figuritas así en algunas iglesias de Irlanda, por lo que Meg decidió otorgarle atributos cristianos. Así, su buena suerte procedería de Dios.
Dio gracias porque sus hermanos estuvieran contentos y porque se encontraran protegidos. Dio gracias porque Laura ya no estuviera expuesta a sir Arthur ni a ningún otro hombre malvado. Dio gracias también porque su esposo fuese como era; un poco travieso, pero amable y generoso, casi todo el tiempo.
Realmente, la fortuna le sonreía, y, si no fuera por la idea de la sheelagh, se hubiera sentido la mujer más feliz del mundo.
Pero la antigua figurita pagana aparecía en medio de toda aquella dicha como una babosa sobre un rosal florecido. No sólo porque necesitara urgentemente recuperarla para tenerla bajo su control, sino también porque siempre había una contrapartida cuando concedía deseos. Pagana o cristiana, sus dones no eran nunca gratuitos.
¿Qué sería lo malo?
"¡Para de una vez!" se dijo Meg en voz alta. Quizá las malas consecuencias de otras veces se debieron a no haber formulado adecuadamente el deseo. Ella había tenido mucho cuidado. Quizá lo había expuesto para recibir exactamente lo que quería. Más incluso de lo que jamás hubiera podido soñar.
Miró alrededor de aquella habitación, tanto tiempo sin utilizar, que esperaba desde hacía tantos años renovarse con el llanto de un niño. Se acercó a tocar la madera labrada de la cuna, de la que colgaban unas cortinas con encajes en color crudo. ¿Dormiría allí su hijo algún día?
El hijo de ella y…del conde.
También eso era parte del matrimonio, y una parte que Meg anhelaba. Otra razón para aceptarle en su lecho.
Pero antes tenía que recuperar la sheelagh.
La función del Astley fue todo un éxito, pues como era especial para el día de Año Nuevo incluía trucos de magia, con luces, agua, llamas y hasta algunas explosiones.
Los mellizos se sentían como si estuvieran en el cielo, y cuando hubieron terminado de cenar en Camille, se pusieron a discutir apasionadamente sobre quién de los dos sería capaz de montar a un caballo al galope para rescatar a una pobre víctima raptada por una pérfida águila gigante.
- Cuando vayamos a Haverhall -dijo el conde podréis montar en todos los caballos que queráis. Pero siempre con la adecuada supervisión.
- ¿Caballos de verdad? -preguntaron los dos al unísono, pues a pesar de su discusión nunca habían montado en caballos de verdad.
- Al principio, quizá ponies. Pero mis caballerizas son muy famosas, y mis caballos se merecen el mayor de los respetos. Nada de brusquedades ni de jinetes nerviosos. Y no podréis hacerles ninguna broma sin mi permiso o el de mi mozo de cuadra.
Meg sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y el miedo se apoderaba de su corazón. Las lágrimas eran por la felicidad que le invadía al ver lo bien que estaba saliendo todo, y el miedo por si el precio de la sheelagh llegaba a ser equivalente a las bondades que les había concedido.
No tenía ni idea de cómo resultaría todo.
Era innegable que había tendido una trampa al conde, y nunca se sentiría tranquila por ello. Quizá el precio que debía pagar fuera aquel desasosiego. Era algo parecido a robar, robar a una persona. La única forma de enmendar ese mal sería preocuparse de que su familia no le creara problemas y ser ella misma la mejor de las esposas.
También en la cama.
Deseó en ese momento poder aceptarlo en su lecho aquel mismo día cuando fueran a dormir, pero antes era perentorio recuperar la sheelagh. Sólo Dios sabía lo que podría ocurrir si caía en malas manos.
Se mantuvo callada en el viaje de regreso a casa. Como era un trayecto corto, fueron todos juntos en un coche. El señor Chancellor iba hablando con el conde de sus asuntos, y Meg no tuvo que preocuparse esta vez por los juegos amorosos. Se limitó a oír la conversación como si fuera un ruido de fondo. A decir verdad, se sentía muy cansada. Había sido un día largo y tenso, y no había dormido bien la noche anterior.
Pero tampoco iba a poder dormir aquella noche o no se despertaría para la hora en que tuviera que salir de la casa.
- ¿Minerva?
La voz del conde la sacó de su ensimismamiento, y se dio cuenta de que el carruaje se había parado y los demás ya estaban fuera.
- Ya hemos llegado -dijo él-. Se os ve agotada. Aguijoneada por sus últimos pensamientos, se enderezó y dijo:
- No, no, estoy muy despejada.
Él arqueó las cejas, se sonrió y dijo:
- ¡Me complace oír eso! -Mientras él la ayudaba a bajar, Meg se dio cuenta de que su respuesta había sido un error táctico.
- Eso no quiere decir que…
- Dentro de muy poco, querida -interrumpió el conde, al tiempo que le cedía el paso junto a los sirvientes, que permanecían de pie al lado de la escalera. No iban a la habitación de ella, sino a los aposentos de él.
- Los mellizos…
- Los criados se encargarán de acostarlos. Están rendidos. -La condujo hasta una habitación, una especie de gabinete privado para un caballero, amueblado con cómodas sillas y lleno de libros.
Había también una gran jaula, en la que Meg pudo ver un pájaro gris.
Parecía que el animal estaba dormitando, pero al oírlos se despabiló.
- Buenos días, encanto -dijo el loro, sorprendentemente con la misma voz que el conde. Después, añadió-: ¡Aaaagh! ¡Eva, Dalila!
Meg miró al ave con cara de asombro; el conde se acercó y le dio una golosina, al tiempo que le dirigía expresiones cariñosas entre susurros. El pájaro parecía contestarle también con susurros.
El conde se volvió hacia ella.
- He creído conveniente evitar las presentaciones. Por desgracia, el dueño anterior de Knox lo adiestró para que profiriera expresiones de alarma a las mujeres y ante cualquier mención sobre el matrimonio.
- Me alegro entonces de que esté enjaulado.
- Nunca ha atacado a una dama; así que no hay por qué alarmarse.
Meg temió que sus palabras le hubieran molestado. ¿Tendría que vérselas con un pájaro misántropo y celoso? -¿Vive siempre en esta habitación? -preguntó esperanzada.
- Suele estar libre casi todo el tiempo, en especial si yo estoy en casa de hecho, en ese preciso instante, el conde estaba abriendo la jaula-. Pero se queda en mis aposentos. Es un ave tropical y acusa mucho el frío. Intento que la casa esté siempre caldeada, pero os ruego que tengáis el máximo cuidado.
- Por supuesto. -Meg no lograba imaginarse andando despreocupadamente por los aposentos de su marido.
El pájaro revoloteó hasta la puerta y de allí pasó al hombro de Saxonhurst, sin dejar de mirar a Meg. A continuación, el conde se acercó adonde ella estaba.
- Knox, te presento a Minerva. Salúdala.
- ¡Eva! ¡Dalila! -Tras decir esas palabras, el pájaro se puso de espaldas.
Meg no pudo evitar una carcajada.
- Tengo que padecer los desplantes de un pájaro!
- Es verdad. Debe de haber un poco de fruta en esa caja; a ver si conseguimos engatusarlo.
- No creo que sea necesario…
- Sí es necesario. Está muy acostumbrado a estar conmigo.
Un poco extrañada de las prioridades de su esposo, Meg se acercó a la caja. Dentro había uvas de invernadero. Cogió una y se colocó a la espalda de su marido para ver de frente al loro, pero rápidamente el animal se dio la vuelta.
El conde lo cogió con las manos.
- Dama guapa -dijo, dirigiendo la atención del pájaro hacia Meg-. Dama guapa, enseñadle la uva.
Meg se la mostró y el ave la agarró en un veloz movimiento.
- No he dicho que se la dierais. Enseñadle otra. Meg, que empezaba a sentirse fascinada por la situación, sacó otra uva de la caja.
- Dama guapa -dijo el conde otra vez, al tiempo que acariciaba suavemente al pájaro-. Dama guapa.
- Dama guapa -dijo por fin el loro, aunque no sonó demasiado sincero.
Por propia iniciativa, Meg le ofreció la uva. El loro la cogió, pero, tan pronto como el conde dejó de sujetarlo entre las manos, se le subió al hombro de un salto y volvió a esconderse encorvando el cuerpo.
- Ya aprenderá -dijo él, con una carcajada de satisfacción-. Sobre todo si le seguís dando sus golosinas favoritas.
- ¿No será más fácil que me limite a evitar su compañía?
- No, si deseáis estar conmigo. Se pondría muy triste si no me viera con frecuencia. -Se apartó de ella, con el loro al hombro, y abrió una puerta que daba a otra habitación contigua.
Meg se puso tensa, pero él atravesó el cuarto hasta llegar a otra puerta que, al abrirla, resultó dar a los aposentos de ella.
- ¡Ah! Aquí tenemos a Susie dispuesta a acicalaros -dijo el conde, dirigiéndose a la sonriente criada, que respondió con una reverencia-. ¡Qué correcto todo! -Acariciando suavemente a Meg en la mejilla, le dijo-: Enseguida estaré con vos, querida.
Meg se quedó mirando a la puerta que se cerró tras él.
- Su prima Daphne estaba en lo cierto. No tiene sentido del decoro.
Susie se rió nerviosamente.
- Pero es un diablillo encantador, ¿no es cierto, milady?
Meg la miró con cara de asombro. Había olvidado que no estaba sola. Se había quedado paralizada ante la promesa de su esposo de que volvería enseguida, pero también porque sus rivales para tener la atención de él fueran un perro y un loro.
No podía negar que estaba perpleja de la destreza con que los trataba. Temía que fuera a adiestrarla a ella también con esa maestría. Había previsto que su matrimonio podría toparse con muchas dificultades, pero jamás se le habrían ocurrido ninguna de aquellas peculiaridades.
Susie se aproximó a ella para quitarle la capa; Meg la dejó hacer, pero no tenía ni idea de cómo comportarse con una doncella personal. Y menos aún con Susie, que tanto sabía de toda la historia.
- Acompañadme, mi lady -dijo la criada con amabilidad, al tiempo que la dirigía hacia el vestidor-. Tengo aquí el agua caliente para lavaros, y vuestro camisón ya está preparado.
Meg volvió a reparar en que todas aquellas estancias estaban muy caldeadas. Aunque, al parecer, era sobre todo para que el loro se sintiera a gusto.
Los dedos hábiles de la criada deshicieron la toca de Meg y le desabrocharon el corpiño, y comenzaron después a desabotonarle la parte delantera del vestido.
Meg decidió que si no tenía más remedio que comportarse como una condesa, sería un poco excéntrica. Se echó hacia atrás.
- Lo haré yo sola, Susie.
- Ya sé que lo podéis hacer sola -dijo la criada-, pero, ¿para qué molestaros? -Continuó con su trabajo, bajándole el vestido y deshaciéndole los lazos, como si Meg fuera una niña.
Con la cabeza llena de otras muchas preocupaciones, Meg no tuvo fuerzas para resistirse. Además, la criada sabría muy bien cómo preparar a una mujer para el lecho del conde. Había previsto a la perfección que ella, no demasiado atraída por el loro, estaría en su cámara, y no en los aposentos del conde.
Meg dudaba mucho de que otras amantes de su marido hubieran recibido semejantes atenciones, aunque seguramente tampoco tendrían un camisón tan desgastado como el suyo, dispuesto sobre un estante junto al fuego para mantenerlo caliente. Durante el tiempo que pasó con los Ramilly, en su solitario lecho no vio nunca la necesidad de comprarse un camisón nuevo, pero ahora el algodón estaba ya amarillento y resultaban demasiado obvios los zurcidos.
Cuando Susie fue a quitarle la enagua, Meg se negó a que lo hiciera. Se la dejó puesta mientras se lavaba y despidió después a la criada con la palangana de agua sucia. Susie insistió en quedarse con ella hasta que le hubiera deshecho todo el tocado del pelo para cepillárselo.
- Ahora, mi lady -dijo-, relajaos y procurad disfrutar. Todas las mujeres de Londres os envidiarían esta noche.
Seguidamente la criada se marchó, dejando a Meg sin habla. ¿Es que era así el matrimonio? Lógicamente, todo el mundo sabría lo que hace una pareja en su noche de bodas, pero ¿era preciso que lo fueran divulgando de esa forma tan frívola?
Poniéndose las manos en las mejillas, recordó además que su objetivo era contener a su esposo.
Se miró en el espejo. Tal vez el pelo suelto resultara más atractivo que la trenza que solía hacerse todas las noches cuando se iba a acostar.
Quizá debiera quedarse con la enagua puesta; estaba más nueva que el camisón y adornada en los bordes con encajes blancos y verde claro…
Santo cielo. Lo que pretendía era zafarse de él, no estimularlo más. Atenta a cualquier sonido que indicara su llegada, se quitó la enagua y se puso el viejo camisón, asegurándose de abotonarlo hasta el cuello y en las muñecas. A continuación, se hizo una trenza.
¿Y ahora, qué?
Tenía unas ganas inmensas de esconderse bajo las sábanas, pero aquello podía interpretarse como incitante. Su bata, ¿dónde estaba?
Temiendo que él entrara en cualquier momento, buscó nerviosamente por los cajones, casi todos vacíos, hasta que encontró por fin la bata, que estaba doblada en una estantería dentro del armario. Era una prenda gruesa de algodón marrón oscuro, muy apropiada para el frío del invierno, y seguramente disiparía todo pensamiento lascivo. Meg se apretó bien el cinturón como si se estuviera poniendo una armadura. En ese momento, se abrió la puerta y ella se dio la vuelta, dispuesta a afrontar el desafío.
Él también llevaba puesta una bata, una larga túnica en tonos dorados y marrones, que le daba la apariencia de un tigre. La llevaba también abotonada hasta el cuello y, sin duda, le daba un aspecto más decente que el que tenía con los ceñidos pantalones de ante, pero Meg no había visto nunca nada más amenazador.