Capítulo 17
Sax salió a la entrada y estuvo a punto de chocar con Owain.
- ¿Qué demonios pasa? -preguntó su amigo.
- Es fantástico que estés fuera siempre que se te necesita.
- Tenía asuntos que despachar en la City.
- Eso no importa ahora -contestó Sax, y le hizo un rápido resumen de los hechos, mientras se dirigía hacia la cocina a ver al mayordomo.
- ¿Magia? -preguntó Owain.
Sax se detuvo un momento para mirar a su amigo.
- Ya veo qué bien te quedas con los detalles más insignificantes; lo que importa es que mi esposa está en peligro. Ahora mismo voy a hablar con un chico del hotel Quiller y, después, a salvar a mi doncella, en el supuesto de que aún lo siga siendo, de las garras de la dragonesa. Vamos.
El muchacho, atenazado por los nervios, les contó únicamente que alguien le había pasado la nota junto con dos peniques a través de los barrotes de una ventana del sótano del hotel, con la instrucción de que la llevara allí.
Sax le hizo algunas preguntas; después, se volvió hacia Owain y le dijo:
- ¿Tenemos a alguien que sea experto en chapuzas?
- Sí Seth Pocock.
- Dale un florín a este chico y manda que busquen al señor Pocock.
Al cabo de unos minutos, tenían allí a un hombre joven y fuerte, al que le preguntaron una serie de cuestiones sobre barrotes y ventanas.
Al final, Sax volvió a dirigirse al chico de los recados.
- Tú me puedes llevar hasta esa ventana. Pocock, consígueme una herramienta de ésas para quitar tornillos. Pringle, mi sobretodo.
Pocock obedeció con prontitud y Pringle se apresuró a transmitir la orden del señor. Pero Owain le dijo:
- La chusma te va a acorralar y si no, te seguirán.
- ¡Maldita sea! -Sax estuvo tentado de armar a sus criados y salir a pelear, pero, al momento, hizo un gesto burlón y dijo-: Me disfrazaré Pringle, búscame ropa vieja.
Al salir el mayordomo, Sax fue detrás de el hasta a entrada y empezó a dar instrucciones generales a los pocos criados que quedaban en la casa.
- Owain tú quédate aquí y defiende la fortaleza. He mandado recado de lo ocurrido a Sidmouth y a Bow Street. Pronto llegará el ejército para dispersar a la turba.
Después, empezó a quitarse la ropa que llevaba puesta, pero Owain lo apartó a un lado y le dijo:
- Sax, ¿y qué pasará si tu esposa mató realmente a ese hombre?
- La liberaré de todos modos.
- Pero ¿después, qué? No puedes vivir con una asesina.
Se quitó la chaqueta y la tiró sobre una silla. En ese momento, apareció Nims y se apresuró a recogerla con sumo cuidado.
- Ya nos ocuparemos de eso más tarde. No creo que sea capaz de cometer ningún acto de violencia.
- Todo el mundo es capaz en determinadas circunstancias.
Sax ya lo sabía, pero se ocuparía de ese problema cuando llegara el momento. Se quitó el chaleco bordado y se lo entregó directamente a su ayuda de cámara; en el momento en que se sacaba los pantalones, llegó un mozo de cuadra de gran estatura, trayendo consigo un fardo de ropa.
- Mi traje de los domingos, señor.
Sax lo miró resplandeciente, con una sonrisa.
- Te daré uno nuevo.
Al cabo de unos segundos, el conde estaba completamente vestido con una chaqueta pasada de moda, unos calzones viejos y desgastados por las rodillas y con un colorido pañuelo atado al cuello en lugar de su habitual fular de seda. Después, embadurnó de hollín sus propios calcetines blancos y, para horror de Nims, restregó con carbonilla sus perfectas botas de cuero hasta que quedaron completamente mates.
- Pues alégrate de que no te haya mandado que lo hagas tú -dijo Sax, dirigiéndose al afligido ayuda de cámara. Acto seguido, se embadurnó también las manos de carbón-. Que no vean tampoco unas manos de caballero.
En ese momento, entró Pringle con su bandeja de plata y estuvo a punto de retroceder, impresionado por el aspecto de su señor, quien no pudo evitar una sonrisa burlona. La situación era grave, pero la verdad es que estaba divirtiéndose con esa parte. Cogió el nuevo mensaje de la bandeja, esta vez en papel caro y perfectamente sellado y lacrado. Era de Sidmouth, del ministerio del Interior.
Lo leyó, hizo un gesto de desagrado y se lo dio a Owain.
- Lo mejor que puede ofrecer es buscarle un buen alojamiento en la Torre. En esta época es muy arriesgado mostrar favoritismos hacia las personas ricas y privilegiadas, etcétera, etcétera. Que alguien me traiga algo para salir de aquí. Una alfombra, algún bulto, cualquier cosa que no despierte sospechas. -Y dirigiéndose de nuevo a Owain, dijo-: Cuando la encuentre, tendremos que escondernos hasta que tú arregles todo esto.
- ¿Yo?
- ¿Para qué te pago, si no?
- Exijo una bonificación.
- De acuerdo. -Sax se miró de soslayo en el espejo, se puso la gorra del mozo de cuadra y se manchó la cara con las manos.
- Intentaré hacerte llegar una nota con nuestro paradero, pero sólo cuando las gacetas anuncien la captura del verdadero asesino sabré que habrás cumplido tu misión.
- ¿Y cómo diantre se supone que voy a…?
- Mi confianza en tus capacidades es ilimitada, amigo mío.
- ¿Dónde os vais a esconder? ¿En el campo?
- No tengo ni idea.
- Sax, esto no va a salir bien.
Pero Saxonhurst pensaba únicamente en su esposa, sola y asustada, en la guarida de la dragonesa.
- Pues haz que salga bien.
Y echándose al hombro un gran fardo de ropa, mientras el chico del hotel andaba a trompicones a su lado con los ojos desorbitados, Sax se encaminó hacia la puerta trasera de la casa, dispuesto a actuar como un caballero andante, vestido de hollín y moho.
En la vereda de la parte de detrás había unos cuantos curiosos merodeando. Sax les lanzó algunas blasfemias con un fuerte acento barriobajero y se abrió paso entre ellos, que apenas se fijaron en él.
No creía que le fueran a seguir, pero dio un pequeño rodeo por si acaso. Después, le entregó el fardo a una anciana que parecía necesitar ayuda, con la esperanza de que hubiera en aquel montón de ropa algo que pudiera servirle. A continuación, se dejó guiar por el chico hasta el hotel Quiller.
Nunca había pensado que llevara una vida especialmente protegida, pero no tardó en caer en la cuenta de que nunca había ido solo, andando por la calle, como un hombre normal y corriente. Nadie le prestaba atención, lo cual resultaba desconcertante a la vez que placentero. Sentía como si fuera invisible.
Sin embargo, estaba acostumbrado a que la gente le cediera siempre el paso. Tras unas cuantas desagradables colisiones, tuvo que aprender a desenvolverse por las calles entre la muchedumbre.
Algunas mujeres -de toda edad y condición- lo miraban con ojos pícaros, pero no eran putas, pendientes de conseguir unas guineas, sino mujeres normales con ganas de bromear. La mayoría le hubiera dado un empellón si les hubiera seguido la broma. La sensación de hacer algo inapropiado le resultó tentadora por unos segundos, mas recordó rápidamente para qué estaba allí.
Sax conocía ya el Quiller, pero no estaba familiarizado con la parte trasera. Siguió al chico que lo condujo por un camino hasta llegar al patio del hotel. Allí, el muchacho le señaló una de las ventanas. Estaba en un lateral, en el corto espacio que quedaba entre un cobertizo y uno de los muros del edificio principal, por lo que no le resultaría difícil esconderse, aunque había un constante trasiego de criados entre el hotel y los almacenes y cobertizos.
Se quedó mirando al muchacho, que era un esmirriado, de unos catorce años o así.
- Me has hecho un buen servicio hoy.
- Sólo he llevado un mensaje, señor.
- ¿Te gustaría más trabajar para mí que en este hotel?
Los ojos del chico se iluminaron, aunque con algo de desconfianza.
- ¿Haciendo qué?
- ¿Qué te gustaría hacer?
Después de dudar unos instantes, el muchacho contestó:
- A mí me gustaría ser cocinero.
- Muy bien, pues vuelve a Marlborough Square y apúntate para aprender el oficio de cocinero.
Sax no tenía ni idea de cómo se hacía eso, pero seguro que habría alguna manera. Al fin y al cabo, la gente aprendía a cocinar, y los chefs se estaban poniendo de moda.
El chico lo miraba muy fijamente.
- ¿De verdad? ¿Yo?
Quizá no fuera tan fácil.
- Ve allá. Tal vez lleve su tiempo, pero podrá hacerse. El brillo en los ojos del niño y el rubor en sus mejillas llevaron a Sax a pensar en alguien enamorado. Al momento, el chico se dio la vuelta y echó a correr, como si temiera que se le fuera a pasar la oportunidad. Sax lo vio marcharse, con la esperanza de no haberle prometido algo que no se pudiera hacer. Seguro que no. Con dinero y poder, todo se podía conseguir; todo, tal vez, salvo librar a una asesina de la horca.
Ya vería. En el peor de los casos, la sacaría del país. Se coló por el hueco que había entre el cobertizo y el muro, y, sin dejar de vigilar a su alrededor, tocó en la ventana, al tiempo que llamaba a su esposa:
- ¿Meg?
A los pocos segundos, la ventana se abrió levemente.
- ¿Quién anda ahí?
- ¿Quién va a ser sino vuestro valiente salvador, que acude como un héroe a rescataros?
Se levantó la cortinilla interior y apareció la cara de Meg, que lo miraba a través del cristal y los barrotes.
- ¿Saxonhurst?
- ¿Es que tenéis algún otro héroe?
El rostro de ella adquirió un suave rubor delicioso.
- Por supuesto que no. Quiero decir que…
- Me alegro. Aquí no hay sitio para muchos más.
No conocía a ninguna otra mujer que se sonrojara de una forma tan cautivadora como su esposa. Maldijo el polvoriento cristal que los separaba y le impedía besarla.
También resultaba cautivadora cuando fruncía el ceño.
- ¡Seriedad, Saxonhurst! Estoy aquí encerrada y no se como…
- Esperad un momento.
Se agazapó en una esquina mientras dos criadas se dirigían hacia el cobertizo más cercano a ellos. Abrieron la puerta y sacaron dos cestas; después, se quedaron allí paradas un rato, charlando sobre un desagradable escozor femenino.
Cuando se marcharon, Sax volvió junto a la ventana.
- ¿Seguís ahí?
La cortina se levantó de nuevo, rodeando la cara de disgusto de Meg.
- ¿Dónde voy a estar?
Él sonrió, sorprendido del placer que aquella mujer le producía en todos sus estados de ánimo.
- Supongo que no querréis describirme vuestra ropa interior.
- ¿Cómo?
- Podríais despertarme el apetito para luego. ¿Como es? ¿De flores, de frutillas, de brillantes relámpagos?
- Si vos me describís vuestra ropa interior, señor, yo os describiré la mía.
- Bueno, Meg, esperaba una argucia más interesante que ese simple reto, pero está bien. De ropa interior llevo…
- Dejad eso ahora, por favor.
Pero vio que su sonriente esposa deseaba por todos los medios salir de allí. La había visto muy pocas veces riéndose, pero sabía que era una mujer que llevaba mucha alegría por dentro. Adorable Meg. Deliciosa Meg. Enseguida se puso seria, y Sax vio un miedo real en su rostro.
- Me encuentro en un apuro terrible. Tal vez no sepáis que…
- Claro que lo sé, y más tarde os interrogaré al respecto. Pero no pensaréis que deje a nadie que cuelgue a mi condesa, ¿verdad? Y si os arrestan -añadió, bromeando-, he arreglado las cosas para que tengáis un buen alojamiento en la Torre.
- ¡La Torre!
El terror de aquella voz le hizo sentirse culpable.
- Ya no cuelgan allí a la gente. Estaréis a salvo, y seguro que me dejarán visitaros. La verdad -añadió- es que, con lo mucho que nos ha costado hasta ahora tener paz y tranquilidad, suena muy tentador.
Muchas veces el silencio puede ser de lo más elocuente, y éste, reforzado por una mirada, estaba cargado de recriminación.
Él la miró con gesto burlón.
- Estáis muy atractiva con esa mantilla de encaje, querida. En cierto modo, parecéis una monja. No creo que os desagrade saber que sois una tentación para mí. -Tras decir esto, puso el dedo sobre el cristal, como si deseara acariciarle la nariz.
- Vos también me tentáis -dijo ella, aunque más en tono de queja que de cumplido.
- Todo esto sería mucho más divertido sin barrotes de hierro de por medio. Escuchad, esta reja está hecha para que la gente se quede fuera, no para que entren. ¿Podéis ver si está sujeta con clavos o con tornillos?
Meg inspeccionó por todos los bordes de la reja.
- No lo sé, hay una ranura en la parte superior.
- Tornillos; bien.
Sacó la herramienta que traía consigo, siguiendo los consejos de Pocock.
- Esto es un destornillador. Me han dicho que si se introduce en cada ranura y se le da vueltas, irán saliendo los tornillos.
- ¡Pero debe haber unos diez!
- Lo que quiere decir que tenéis un montón de trabajo. Manos a la obra.
- Voy a cerrar la ventana. Me estoy helando y, si entra alguien, será menos sospechoso.
Echó también la cortina, de modo que él dejó de ver lo que hacía.
Por mucho que fuera contra su naturaleza el conde se resignó a esperar.
No sabía nada de herramientas; ni siquiera había oído hablar de tornillos hasta que Pocock le explicó cómo eran. Tampoco había conocido hasta entonces a Seth Pocock, el hombre que tenía a su servicio para reparar lo que se estropeara.
Empezó a preocuparse por las muchas cosas que desconocía.
Había intentado utilizar el destornillador y sabía que hacía falta mucha fuerza para accionarlo. No estaba muy seguro de que su condesa fuera capaz de hacerlo, y menos aún diez veces seguidas. Temía que se dañara las delicadas manos. Pero no podía entrar para ayudarla, así que tendría que hacerlo sola.
- ¿Cómo va la cosa? -preguntó, después de un minuto o así de ansiosa espera.
Con la voz amortiguada por la ventana, ella le contestó:
- Lo estoy haciendo, pero voy muy despacio.
- ¡Más criados!
Sax se apartó de la ventana y volvió a esconderse.
Mientras esperaba a que un hombre y una mujer terminaran de hacer sus tareas y se cortejaran un poco, el conde apretó las mandíbulas con frustración. San Jorge no tuvo que esconderse mientras su dama se libraba a sí misma de las garras del dragón.
Quizá ella estuviera pensando lo mismo. Cuando regresó junto a la ventana, Meg abrió una pequeña ranura y preguntó:
- ¿Por qué no os habéis enfrentado a la duquesa y habéis exigido mi liberación?
En cierta medida, parte de la respuesta a aquella pregunta era que deseaba correr una aventura. Otra parte consistía en que no quería estar en la misma habitación que la dragonesa. Pero en aquel momento se le ocurrieron mejores razones.
- Porque no estoy seguro de lo que se trae entre manos y no quiero que corráis el menor riesgo de acabar en prisión, ni siquiera aunque sea en un buen alojamiento. Owain se va a encargar de resolverlo todo, manteniendo conversaciones con Bow Street, el secretario de Interior y autoridades del mismo rango. Tan pronto como sepamos cómo están las cosas, las afrontaremos, pero desde una posición de poder. ¿Cómo van los tornillos?
- Quedan dos en la parte de arriba. Me duelen las manos.
Sax se estremeció al pensar en sus manos, pero mantuvo el tono de broma.
- Os las besaré luego con mucho gusto. Descansad un momento y dejadme que ponga en funcionamiento mi magia.
- ¿Magia?
El tono nervioso de la voz de su esposa le hizo sonreír. ¡Ella y su disparatada creencia en las estatuillas mágicas!
- Sacad la mano un momento.
Al instante, Meg sacó la mano derecha por un pequeño resquicio en la parte inferior de la ventana y a través de los barrotes.
Sax se agachó y le besó los nudillos helados. Le acarició los dedos entre sus propias manos, frías, y les echó el aliento para calentárselos.
- ¿No hay chimenea ahí dentro?
- Sí, pero el fuego es muy pequeño. Y estoy aquí, junto a la ventana abierta.
Le dio la vuelta a la mano y vio las rojeces que le había hecho el destornillador.
- Ojalá pudiera entrar yo para hacer el trabajo.
Mientras le besaba las marcas, oyó que ella emitía una risita nerviosa y la vio aparecer, bajo la cortina de encaje, como un perrillo saliendo de una manta.
- Me temo que mis manos están más acostumbradas a trabajar que las vuestras, señor conde.
Desafiante y burlona, su aspecto era absolutamente delicioso.
Le acarició el pulgar.
- Jovencita descarada, las mías son más grandes y mas fuertes -y puso su mano sobre la palma de ella, para que viera lo grande que era. Después entrelazó sus dedos en los de ella-. Formamos buena pareja
- ¿Sí?.
Aun a través del turbio cristal, supo que ella también lo sentía, que los dos se regocijaban con el contacto de la piel, como si la sangre fluyera del uno al otro. Por unos instantes, pensó seriamente en dar un puñetazo al cristal que los separaba.
- Sabéis que yo no maté a ese hombre ¿verdad?
Viendo la preocupación en sus ojos, Sax le contestó:
- Lo se.
Y en verdad la creía. Sin duda era incapaz de matar a nadie, pero estaba sumamente afligida.
La oyó gemir, y aquel indicio de llanto le impulsó a echar el muro abajo con sus propias manos. Nunca en la vida se había sentido tan impotente. Le soltó la mano y se puso de pie.
- Vamos, Meg. A ver si conseguimos sacaros de aquí.
La cortina echada volvió a separarlos, y Sax oyó leves sonidos mientras ella sacaba los últimos tornillos.
Probablemente las manos de su esposa fueran más duras que las suyas, pero él se encargaría de que jamás tuviera que volver a trabajar con ellas. Se encargaría de satisfacerla, de llenar sus días de dicha y felicidad, y disfrutar con la alegría de su presencia, la suya y la de toda su adorable familia.
Vio que la reja se tambaleaba y la intentó sujetar con una mano.
- ¡Cuidado, no vaya a caeros encima!
Ella no respondió. Lo que acababa de decir era una tontería.
Sax estaba bastante sorprendido por el silencio de su dama. Creía que le iba a hacer un montón de preguntas sobre el asesinato y lo que sabía acerca de sus aventuras. Movió la cabeza con resignación. Su esposa seguía prefiriendo guardarse sus secretos. No sabía que había mantenido una larga conversación con su hermana.
- Entonces -dijo él, para romper el silencio-, ¿por qué fuisteis a visitar a sir Arthur?
- El me lo pidió.
La reja se tambaleó un poco más.
- Si abrís la ventana completamente, os ayudare a sujetarla.
- Ahora no puedo. Tengo las manos ocupadas.
Tras unos momentos, Sax dijo:
- Podíais haber llevado un carruaje.
- Me llevé a Mono.
- Y fuisteis en un coche de alquiler.
- ¿Se encuentra bien?
- ¿Quién?
- Mono.
- Perfectamente. ¿Por qué, Meg? ¿Por qué fuisteis de ese modo?
Creyó que no le iba a contestar, pero al momento dijo ella, casi sin aliento:
- No quería que vos os enterarais. Éste es el último. Sujetaré la reja.
- Con cuidado. Intentad desplazarla un poco. Espero que no sea demasiado pesada para vos.
Porque, si era demasiado pesada, no tenía idea de lo que iban a hacer.
Menudo héroe inútil estaba resultando.
- Puedo con ella.
Sax oyó un leve chirrido y, después, Meg abrió la ventana por completo. Un momento después, apareció una pierna cubierta por una media blanca -curiosa visión hasta llegar a las ligas-, seguida de la otra pierna. Por fin, pudo ver de cuerpo entero a su deliciosa esposa, capaz y peculiarísima. La ayudó a salir, pero ella se soltó al punto para alisarse el pelo y arreglarse las faldas.
Después lo miró de frente, como quien espera un interrogatorio.
¿Allí mismo? No, no le parecía el lugar apropiado. En todo caso, ella lo había mirado con absoluto asombro.
- ¿Habéis visto lo que soy capaz de hacer por vos? Pues que no sea en vano.
Y tras cerrar la ventana, la cogió de la mano y empezaron a andar con paso rápido, atravesaron el patio y se alejaron de allí.
- Voy vestido así para que nos tomen por criados.
- Yo he sido criada -señaló ella.
- Miles de institutrices estarían en desacuerdo con vos, pero sea como fuere, a mí no me importa.
- Me alegro. A mí tampoco me importa que seas conde.
La miró con un gesto irónico de aprobación. Le gustaba su sentido del humor.
En realidad, su esposa le gustaba en todos los aspectos. Incluso aunque hubiera cometido un asesinato. Si lo había hecho, seguro que había tenido sus razones.
Al cabo de un rato, estaban mezclados con la gente, por las calles. La mayoría de los transeúntes llevaban pesadas capas y gabanes, y andaban presurosos a causa del cortante viento. Fue entonces cuando el se dio cuenta de que a Meg le castañeteaban los dientes y de que sólo llevaba un fino vestido de lana.
Pasándole un brazo por la cintura, le dijo:
- ¿Por qué no habéis traído la capa?
En lugar de contestar, Meg intentó soltarse.
- ¡Señor!
- Dejaos de bobadas. Sólo somos Meg y Sax, perdidos por la ciudad, y podemos ir agarrados por la calle si nos place. ¿Y vuestra capa?
Ella se dio por vencida y se abrazo más al pecho de su esposo.
- Mono se la llevó para librarme de la turba.
- Ah, es verdad.
- Me dejó su abrigo, pero me deshice de él para colarme en el hotel. Con mi vestido, quizá tuviera el aspecto de una doncella de categoría superior, pero con el uniforme de un criado hecho jirones jamás hubiera conseguido entrar.
- ¿Jirones? Os aseguro que mis criados van muy bien vestidos.
- No lo dudo, pero pensé que pasaría más desapercibida si lo estropeaba un poco.
- ¡Vaya! Me temo que a Mono no le va a gustar mucho.
- Entonces tendréis que salvarme, mi noble héroe, comprándole otro nuevo.
- Ya no, acordaos de que se convertirá en posadero.
- Es cierto, se me había olvidado.
Siguieron andando a paso rápido por las calles, aunque él no tardó en darse cuenta de que no sabía adónde llevarla. Además, seguían rondándole por la mente los pensamientos endiablados, acallados y difusos, pero aún estaban allí. Necesitaba aclarar algunas cuestiones antes de pensar en otra cosa.
- ¿Por qué acudisteis a la duquesa en busca de ayuda?
Ella lo miró con ojos asustados, y tal vez el temblor que sentía en esos momentos no fuera sólo por el frío.
- No sabía adónde ir. Me consta que la duquesa no me tiene simpatía ni aprueba nuestro matrimonio, pero estaba segura de que haría algo por evitar el escándalo. Pensé realmente que me iba a ayudar, pero luego me encerraron.
Los pensamientos oscuros del conde se disiparon de inmediato. La abrazó con más fuerza y le acarició las manos.
- Tenemos que conseguiros una capa o cualquier cosa. Conozco a un sastre por aquí cerca.
Intentó guiarla calle abajo por un lateral, pero ella dejó de andar.
- ¿Qué pasa?
- No podéis entrar en un establecimiento refinado con ese aspecto.
- El conde de Saxonhurst puede ir vestido como le plazca.
Ella arqueó las cejas.
- Aunque os conozcan lo suficiente para reconoceros, creí que estábamos huyendo de la justicia.
- ¡Maldita sea!
- Habrá por aquí alguna tienda de ropa usada. ¿Cuánto dinero lleváis?
Con un agudo sentimiento de derrota, Sax se llevo las manos a los bolsillos del traje de su mozo de cuadra, y la frustración hizo presa en él al comprobar que estaban vacíos.
- Nunca llevo dinero.
- ¿Que no lleváis nunca dinero?
La sorpresa en el rostro de su esposa habría resultado casi divertida, de no haber sido porque se sentía como un verdadero imbécil.
- ¿Y vos?
Ella negó con la cabeza.
- Me gasté los últimos peniques que tenía.
De repente, Meg puso cara de terror. ¡No tenían dinero! Para él no significaba mucho, pero para ella sí, pobrecita. Se quitó el abrigo y se lo puso por los hombros.
- Pero os vais a morir de frío -dijo ella, a tiempo que se abrigaba con la prenda. Él podía notar los escalofríos de su dama y sospechaba que eran tanto de frío como de miedo.
- Nos turnaremos para usarla. Pero lo que necesitamos es algún lugar seguro donde planear lo que vamos a hacer. Podríamos ir a casa de Iverton.
Se detuvieron un instante en una esquina, en la que había un pequeño chamizo bajo el que guarecerse. El aire frío le atravesaba la camisa como una cuchilla de hielo. ¿Había pasado frío antes alguna vez? Le parecía que no. Era una sensación en verdad desagradable y además le reducía la capacidad de pensar.
Todos cuantos les rodeaban se apresuraban hacia sus casas, donde les esperaban el calor del hogar y la cena caliente. Un vendedor de castañas que pasaba por allí se detuvo junto a ellos, con la intención de vender un paquete caliente a una alegre pareja. El olor de las castañas hizo que Sax deseara tener un poco de dinero para comprar un cucurucho, y la frustración estuvo a punto de despertarle la ira. En toda su vida adulta, jamás había experimentado la sensación de no poder satisfacer el hambre. Jamás.
El hambre de cualquier tipo.
Y en aquellos momentos sentía tres clases diferentes de hambre: hambre de calor, hambre de castañas y hambre de la mujer que tenía entre sus brazos. A causa de su imbecilidad, no podía satisfacer ninguna de las tres de inmediato. Sin duda, habría quienes pensaran que aquello sería bueno para su alma, que la privación y el control de las necesidades le elevarían el espíritu. Pero no era así. Tenía frío y se sentía miserable, frustrado y enfadado.
Más adelante, en una esquina, vieron a un vendedor de gacetas, que anunciaba a gritos las noticias: «Lo último sobre el caso Saxonhurst. El amante de la condesa, muerto en un baño de sangre sobre el lecho».
- ¡Oh, Dios mío! -susurró Meg-. No es cierto.
- ¿Que no era vuestro amante? -Él la apretó contra su cuerpo-. Lo sé.
Ella lo miró fijamente.
- ¿Cómo?
Pese al frío, había un atisbo de perfección en aquel momento.
- Del mismo modo en que sabemos que llegará la primavera.
- ¿Confiáis en mí? -Pero antes de que él dijera que sí, ella negó con la cabeza-. No deberíais. Vos no sabéis que yo…
Los demonios estuvieron a punto de desatarse de nuevo en su mente, pero para entonces ya habían perdido toda su fuerza. Deslizó la mano bajo el abrigo para acariciarle la espalda y sentir el calor de su dama.
- Ya sé la historia de vuestra piedra mágica.
Meg empalideció aún más.
- ¿Cómo?
- Obligué a Laura a que me dijera por qué habíais ido a casa de sir Arthur.
- ¿Que la obligasteis? ¿Cómo?
- Maldita sea -dijo él, riéndose-. Ya es hora de que confiéis vos en mí.
Las lágrimas empezaron a rodar por el rostro de Meg.
- Perdonadme, os lo ruego. Por supuesto que confío en vos. Es que estoy muy asustada. Tengo mucho frío y mucho miedo.
Lo miró y volvió a sentir un intenso escalofrío; él la apretó aún más contra sí, maldiciéndose por su inutilidad y preguntándose cuánto frío tendría que pasar una persona antes de morirse. A veces, se morían de frío los pasajeros que iban en la parte de fuera de los carruajes. La camisa de su mozo de cuadra, pese a ser de tela gruesa de abrigo, no le servía de mucho con aquel frío tan intenso.
Besó los rizos sueltos del cabello de su dama.
- Cariño, tenemos que encontrar un sitio donde guarecernos, donde las autoridades no puedan encontrarnos. No quisiera obligar a mis amigos a esconderme, a menos que sea el último recurso. ¿Se os ocurre algún lugar?
- ¿El asilo de pobres?
- Yo soy miembro de la junta de uno de ellos. ¿Creéis que nos darán un trato especial?
Sax vio recompensada su broma con una carcajada de Meg.
- Nos pondrían en edificios separados, y así no tendríamos ninguna oportunidad de hacer planes. ¿No podríamos regresar a vuestra casa?
- ¿A nuestra casa? Nos persigue la justicia y la chusma merodea por allí, esperando veros con las manos manchadas de sangre.
Sintió el temblor de ella bajo su abrazo.
- En la época de mi abuelo, la justicia no se habría atrevido a poneros la mano encima, pero no estoy seguro de poder impedirlo en estos tiempos. ¡Malditos demócratas!
El frío, como estaba descubriendo por primera vez en su vida, era un enemigo invencible. Sentía la imperiosa tentación de pedirle que le dejara el abrigo un rato. No lo Iba a hacer, pero tampoco tenía demasiado sentido morirse congelado.
- Andemos un poco más rápido. Así entraremos en calor.
- Marlborough Square está demasiado lejos -dijo ella, mientras avanzaban con paso presuroso por las calles, todo lo cerca que pueden estar dos personas-. Estáis helado. Si nos intercambiamos el abrigo conseguiremos aplazar el suplicio, pero no tardaremos en congelarnos los dos. Yo ya siento los pies como bloques de hielo.
Él bajó la vista hacia los botines de tela que cubrían los pies de Meg. Qué calzado tan absurdo.
- Pues a mí las botas me protegen bastante bien del frío, pero me temo que no podemos intercambiárnoslas. Curiosa situación ¿no es verdad?
- ¿Hace calor en las cárceles?
Él no pudo evitar una sonora carcajada.
- Lo dudo, pero yo también siento tentaciones. ¿Y las iglesias? ¿Las dejan abiertas para los vagabundos sin hogar?
- No.
- ¿Qué hay de la caridad cristiana? Aquí estamos los dos, necesitados de una cama para pasar la noche, y es imposible encontrar a una sola persona que nos ofrezca ni siquiera un establo.
- Quizá nos lo ofrecieran si yo estuviera embarazada.
- No creo. Pensarían que nuestro bebé podría ser una carga para la parroquia.
- Es posible. Tal vez Jesucristo ya no nos considere cristianos en estos tiempos. ¡Oh!
- ¿Qué ocurre?
Al meterse la mano en el bolsillo de la falda, Meg encontró una llave.
- ¡La casa de la calle Mallett!
- ¿Ésa es la llave de vuestra antigua casa?
- Sí, y está sólo a unas cuantas calles de aquí. ¡Vamos! ¡Y rápido!
Meg lo cogió de la mano y tiró de él, que empezaba a moverse con lentitud por el frío.
- Entraréis en calor si vamos rápido, y allí queda algo de madera; podremos encender la chimenea. Aquel pensamiento fue suficiente acicate. Un fuego, calor, refugio.
Se apresuraron, dando bandazos por la calle oscura, mientras el aliento de ambos iba dejando una nube blanca en el aire, a su paso; después bajaron por la vereda de la parte posterior, sobre el suelo resbaladizo por la escarcha que lo cubría. Ella se detuvo y dio un empujón a la verja del jardín, para abrirla. Cedió, con un chirrido.
- Espero que no nos oiga nadie. Si tenemos suerte estarán todos preparando la cena o sentados ya a la mesa.
La idea de un poco de comida, del tipo que fuese, resultaba casi dolorosa.
A Sax le empezaron a castañetear los dientes.
Una vez junto a la puerta trasera, Meg intentaba introducir la llave torpemente, tal vez porque tenía las manos tan congeladas como su esposo. Descorrió el cerrojo, abrió la puerta y tiró de él hacia dentro.
Cuando hubo cerrado la entrada tras ellos, Sax dio un puñetazo en la pared.
- ¡Santo cielo! -dijo-. Hace tanto frío dentro como fuera.
- Claro, no se ha encendido la chimenea desde hace días.
Meg se dio la vuelta y lo abrazó contra sí, al tiempo que le frotaba los brazos.
- ¿No habéis estado nunca en una casa sin caldear?
- Me temo que no. ¿Me vais a dar calor, Meg?