Capítulo 12

Meg, pasó por alto aquel extraño detalle de su esposo e instó a su hermana a que entrara en el tocador.

- ¿Por qué haces esto? -preguntó Laura, con los ojos abiertos de asombro-. ¿Qué es lo que pasa?

- Sir Arthur.

- ¿Sir Arthur?

Meg tomó la resolución de concentrarse primero en aquel asunto y después intentaría arreglar las cosas con su esposo.

- Cuando yo tenía tu edad, sir Arthur empezó a comportarse de una forma rara conmigo. Me tocaba en sitios que a mí no me gustaban y decía cosas poco correctas.

Laura se sonrojó y bajó la vista.

- Entiendo.

Meg la abrazó y le dijo con tono cariñoso:

- Espero que todo esto no te suene muy raro. Lo único que quiero es asegurarme de que jamás te quedarás con él a solas. Da igual las promesas que te haga o las amenazas que…

- ¿Amenazas?

Para que la advertencia que le estaba haciendo surtiera efecto, tenía que contarle toda la verdad.

- Laura, tiene la sheelagh.

La hermana menor se llevó la mano a la boca.

- ¿Cómo es posible?

- No pude sacarla de la casa con todos los criados por allí. Después, Saxonhurst se pegó a mí como una lapa. Así que decidí que volvería por ella después. De hecho, ayer por la mañana…

- Ah. ¿Por eso estabas tan cansada? No la has…

- No. Todavía no la tengo. No importa. -Meg hizo un esfuerzo por no atropellarse-. Sir Arthur me dijo algo en el teatro que me hace pensar que se va a servir de la sheelagh para chantajearme. No sé qué será, pero lo único que quiero es asegurarme de que no vaya a engañarte a ti de alguna manera ni a llevarte a ninguna parte. Prométemelo.

Laura se quedó mirándola, con una sorprendente madurez en la expresión de sus ojos.

- ¿Con qué puede amenazarnos que sea tan malo?

- No lo sé. Tal vez haya adivinado lo que… -Tenía que contarlo todo-…lo que hice para este matrimonio.

A lo que Laura exclamó:

- ¿Lo hiciste?

- Estaba desesperada, no podía hacer otra cosa. Pero es muy importante que el conde no lo sepa jamás, Laura. Jamás. Le parecería despreciable… Sax cerró despacio la puerta.

No había sido su intención escuchar lo que estaban diciendo. Había decidido subir a sus aposentos y, cuando iba para allá, tomó la decisión de ir a ver a su esposa para tranquilizarla. Al pasar junto al dormitorio de ella y abrir lentamente la puerta del tocador, su propósito era sacar de allí a la hermana con alguna excusa y retomar el juego de la seducción, ahora que sabía que a ella no le disgustaba tanto.

No se le ocurrió llamar a la puerta; de hecho, no intentó pasar desapercibido. Pero todo en su mansión funcionaba perfectamente bien, y no hubo ningún crujir de puertas ni ningún ruido extraño de pasos sobre el suelo.

Se quedó de pie, mirando hacia la cama casi sin verla; aquel mismo lecho en el que había deseado encontrarse con ella cuando llegara la noche.

Pero ya no era igual.

No le perturbaron las palabras, mucho más el tono con que las pronunció.

El tono de desesperación.

Se marchó de allí hacia sus aposentos, pensando una y otra vez en lo que acababa de oír.

«Lo que hice para este matrimonio.»

«Es muy importante que el conde no lo sepa jamás.»

«Le parecería despreciable…»

El deseo físico seguía latente en su cuerpo, pero el deseo mental, el más importante, se había enfriado como el hielo.

No podía ser.

Era imposible.

Buscó refugio en el coñac, y al ir a servírselo con la mano temblorosa, no pudo evitar que la licorera chocara con el cristal del vaso. El ardor de aquella bebida lo calmó por unos instantes.

Las palabras de su esposa serían inocentes. Claro que se había casado por desesperación. Él ya lo sabía. La desesperación de encontrarse en la indigencia.

Pero ¿qué había hecho que a él le resultaría despreciable?

Volvió a pensar en sir Arthur. Quizá fuera eso. Quizá se había visto obligada e entregarse a aquel hombre a cambio de comida y un techo bajo el que guarecerse. Sin duda, a él eso le parecería despreciable.

Pero para ella, no para sí mismo.

No acababa de verlo claro. Al recordar las palabras de Meg, le parecía entender que lo despreciable era algo que ella habría hecho para poder casarse. Que le había engañado de alguna manera.

Tenía que haber una explicación lógica. No los pensamientos negros y sórdidos que le pesaban en la mente como una losa.

¿Deudas?

Pero no era posible que hubiera contraído tantas deudas como para que él la considerara despreciable. Y en caso de que fuera así, ¿cómo pensaba ella saldarlas sin contárselo?

Tenía que ser otra cosa lo que le pareciera despreciable, algo que su esposa deseara mantenerle oculto. A menos que…

Se le desató la bestia.

La dragonesa.

Tuvo que contenerse para no aplastar el vaso y lo colocó con cuidado en la mesa antes de levantarse y empezar a recorrer la habitación.

No. No podía ser. No. No.

Pero ¿qué pasaría si la duquesa fuera aún más retorcida de lo que él creía y hubiera montado todo aquello, utilizando a Susie y a Minerva como marionetas? ¿También Daphne se habría prestado a la farsa? Cuánto se habría reído de él la duquesa después, tras la escena de la discusión en el vestíbulo.

No. ¡No!

Pero aquello sí que le hubiera parecido despreciable. Todo lo despreciable que podía inferirse por el tono de su esposa.

Se llevó las manos a la cabeza, como para acallar los monstruos que rugían en su mente. ¿Cómo había reaccionado Minerva en la escena del vestíbulo?

Hizo un esfuerzo por recordar.

Le pidió que fuera más amable. ¿Acaso eso podía ser sospechoso? Estaba lo suficientemente cuerdo para saber que no.

La dragonesa había tratado a su esposa con desprecio, pero tal vez estuviera actuando. La vieja bruja era capaz de eso y de mucho más.

Las dos se habían portado como dos absolutas extrañas…

- ¿Saxonhurst?

Se dio la vuelta para mirar a Meg, que se encontraba esperando de pie junto a la puerta, con aparente inseguridad.

Intentaría que arreglaran las puertas de toda la mansión, para que crujieran al abrirlas. -¿Os duele la cabeza? -preguntó ella, con el ceño fruncido de preocupación.

Se retiró las manos de la cabeza.

- No -podía hablar con normalidad si se lo proponía-. Intentaba acordarme de algo.

Meg se adentró en la habitación, con paso inseguro y cierto aire de culpabilidad, aunque, sin duda, no tanta como él se estaba figurando.

- Perdonad me porque me haya ido antes. Tenía que hablar con Laura.

- ¿De qué?

- De sir Arthur. Quería ponerla sobre aviso.

Él se obligó a relajarse, para acallar a la bestia. Seguramente sus sospechas serían insensatas. Sabía perfectamente que perdía los estribos con facilidad cuando se trataba de la duquesa.

Se levantó y avanzó hasta donde ella estaba. La tomó de la mano y la condujo hasta la chimenea. Deseo con todas mis fuerzas entenderos, Minerva.

- Podíais haber hablado con vuestra hermana en el vestíbulo.

Meg apartó la vista, y él sintió con dolor que estaba a punto de mentirle.

- Nos podrían haber oído los criados.

- Pero, si vamos a advertirlos a ellos también contra sir Arthur, no hubiera importado. Decidme la verdad, os lo suplico.

- No se me había ocurrido -ella lo miraba de frente: la imagen misma de la honradez y la preocupación.

Definitivamente, estaba pensando como un loco. La había considerado culpable sin ningún fundamento. ¿Acaso había sido falso también el ataque de pánico que le había dado en la iglesia?. Y Susie, ¿sería capaz de traicionarlo? Engaño. Maldita sea. También le habla parecido oír algo de un engaño.

La tomó entre sus brazos.

- Olvidaos de sir Arthur. A menos que haya hecho algo verdaderamente terrible que merezca un castigo y, en tal caso, yo mismo le daré su merecido.

- No. No ha hecho nada tan terrible -dijo Meg, pero con la mirada baja, apoyando la cabeza sobre el pecho de su esposo.

Él se la levantó suavemente, para verle los ojos.

- Entonces, olvidaos de él de una vez. No volváis a mencionarlo.

La preocupación ensombreció el semblante de la joven, aunque quizá no lo suficiente.

- Pero los mellizos le tienen mucho cariño.

- ¿Y os interesa fomentar ese cariño?

- No. Pero ¿qué puedo hacer si viene a visitarnos?

- Los criados le dirán que no estáis en casa.

- ¿Y si nos lo encontramos por la calle?

- Tratadle con frialdad. Es más, tendré unas palabras con él para dejarle claro que…

- ¡No!

El fulgor del pánico en la mirada de ella no pasó desapercibido a Saxonhurst. ¿La estaría chantajeando con algún pecado del pasado? ¿Con su falta de virginidad? Eso debía ser.

La apartó de sí unos centímetros, mas sin retirarle las manos de los hombros.

- ¿Qué es lo que queréis que haga con sir Arthur?

Pudo ver el brillo de las lágrimas en los ojos de la esposa y deseó enjugarle el llanto. Era buena. Pondría su mano en el fuego por afirmar que ella era buena.

Pero ¿por qué estaba tan asustada?

- Tal vez lo mejor sea dejar las cosas como están -dijo Meg-; puede que sir Arthur no venga nunca a visitarnos, y si lo hace, cuidaremos de que no nos dé ningún problema.

Sí, no había duda de que aquel hombre era la raíz de todas sus preocupaciones.

Los ojos de ella estaban fijos en algo que se encontraba detrás de él y, cuando se dio la vuelta para ver de qué se trataba, descubrió la cabeza de Brak asomada desde debajo de la cama. No se había dado cuenta de que el perro estaba allí.

- Sal de una vez, idiota.

El perro avanzó apenas unos milímetros. No más. ¿Por qué aquel animal captaría tan bien los estados de ánimo de su amo?

Miró de nuevo a su esposa, aquella esposa que seguramente no sería tan malvada como él estaba pensando. Meg levantó la barbilla.

- Creí que íbamos a…

No tuvo valor suficiente para continuar.

- ¿No estáis asustada? -Si había perdido la virginidad, ¿no sería menor su deseo? ¿Tal vez mayor? ¿Habría en verdad alguna diferencia?

Meg parpadeó perpleja, empezando a sentir cierta confusión.

- ¿Acaso debería estarlo?

- No lo sé.

Ella retrocedió unos pasos. Saxonhurst pensó que su reacción le resultaría extraña si en verdad ella era inocente. Aunque también podía resultarle amenazadora si era culpable.

Él la tomó de la mano para impedir que se apartara de su lado. Debían aclarar juntos todo aquello.

- Si, no por vuestra culpa, no fuerais una mujer intacta, tal vez podríais…

Ella se quedó unos segundos mirándole con perplejidad y después retiró la mano.

- ¿No intacta? ¿Qué tipo de mujer os habéis creído que soy?

- Una mujer desesperada. -Al pronunciar aquellas palabras, su propia voz sonaba tranquila, lo que era en verdad milagroso.

Él la creyó.

Era virgen.

Pero si era virgen, volvían a atenazarle las dudas sobre el tipo de engaño que le había hecho.

- ¿Desesperada? -repitió Meg, alzando la voz-. ¿ Creéis que yo…?

Él no pudo responder. Intentaba silenciar a la bestia.

¿Qué era lo despreciable?

Sólo una cosa.

En su alocada vida, había únicamente una certeza, un firme propósito: oponerse a la dragonesa hasta la muerte. Negarse a que ejerciera sobre él la más mínima influencia. Si existía alguna posibilidad, por remota que fuera, de que su esposa actuara bajo las órdenes de la dragonesa, jamás podría entregarse a ella.

Ni siquiera teniéndola frente a sí, encantadora y llena de deseo.

Durante todo el día se había esmerado en estimular los sentidos de ella, tanto como los de él, pero ahora ya no podía. Estaba envenenado por la bestia, por la dragonesa, y ya daba igual cuál fuera la verdad.

Aunque existía la leve posibilidad de que se estuviera equivocando, no podía consentir que su primer encuentro estuviera atormentado por la duda. Y sabía muy bien que tal vez se estaba equivocando.

Sabía que su mente no funcionaba con cordura ante semejantes pensamientos.

Le retiró un rizo de pelo que le caía sobre el rostro, deseando que no le temblara la mano.

- Perdonad me, pero se me había venido a la cabeza que vuestro nerviosismo se debiera a que no fuerais virgen. No os hubiera culpado por ello.

Sax se preguntaba qué era lo que estaría viendo su esposa. No era una mujer estúpida y, sin duda, él no tendría un aspecto muy normal en esos momentos.

- Soy virgen, Saxonhurst. Pero parece como si prefirierais que no lo fuera.

- Me da igual. -Aquella respuesta no fue acertada, y pudo ver el fuego de la ira en los ojos de ella. Tenía que hacer algo para enmendar la situación, pero no encontró las palabras. La cosa iba de mal en peor. Debía distanciarse de ella cuanto antes para evitar alguna desgracia.

- No os culpo por ello. Quiero decir, si no fuerais virgen. Maldita sea. La cuestión es que se me ha apagado el ánimo, querida. Pero tenemos toda la vida por delante. No hay por qué apresurarse.

- Ha sido culpa mía ¿verdad? Cuando he hablado con Laura.

- ¿El qué ha sido culpa vuestra?

- Lo he estropeado todo -y añadió, ladeando la cabeza-. No, peor que eso. Intuís mis secretos ¿no es así? Eso es de lo que estáis hablando indirectamente.

- Por Dios, Minerva, no… -se detuvo para mirarle a los ojos-. Si tenéis secretos, contádmelos ahora. Contádmelos, y dejarán de ser importantes.

- Si lo considerara así, ya os los habría contado.

- Entonces -dijo él, al tiempo que el corazón le latía cada vez más desesperado-, ¿creéis que vuestros secretos me parecerán despreciables? -y citó las palabras de ella deliberadamente.

Meg contuvo el dolor.

- A veces, es mejor no saber.

- Seguramente, conoceréis la historia de la caja de Pandora. El mero hecho de saber que me ocultáis algo alimenta la desconfianza.

Meg subió la barbilla inconscientemente.

- ¿Acaso vos no tenéis ningún secreto?

Era una mujer admirable, aquella dama que tan inesperadamente se había convertido en su esposa.

- Sí. Y os contaré mis secretos si vos me contáis los vuestros.

Tras unos segundos de silencio, ella sonrió con cierta amargura.

- ¿Sabéis una cosa? Creo que el matrimonio nos autoriza a mantener cierta privacidad. A los dos.

Al ver que él se quedaba callado, Meg se dio la vuelta.

- Buenas noches, milord.

El conde sintió en su interior que volvía a apoderarse de él la lujuria. La lujuria y la más optimista de las confianzas. Se abalanzó sobre ella y la abrazó contra su pecho. Haciendo caso omiso de su grito de alarma. Con la cabeza apoyada en la curva de su cuello, le dijo:

- Al diablo los secretos. Decidme tan sólo que no tiene nada que ver con la duquesa.

- No tiene nada que ver con la duquesa -repitió ella, en un perplejo susurro, y entonces él se dio cuenta de que le apretaba el cuello fuertemente con la mano. Asustado, la soltó.

Tras alejarse unos pasos, ella se dio la vuelta, con el rostro palidecido, para mirarlo de frente, y, llevándose las manos a la garganta, dijo:

- ¿A qué viene esa pregunta? ¿Por qué iba a tener algo que ver con la duquesa?

Santo Cielo. Con aquella pregunta había conseguido ofenderla. Había estado a punto de estrangularla. Lo menos que podía hacer era contestarla con franqueza.

- Porque para mí no hay nada más despreciable que cualquier cosa que tenga algo que ver con ella.

Meg negó con la cabeza.

- No podéis despreciar a una anciana, Saxonhurst. El desprecio y el odio perjudican sobre todo a quienes los sienten.

Sax emitió una carcajada ante aquellas palabras y se dispuso a rellenar la copa de coñac.

- Os equivocáis, querida. Mi desprecio perjudica sobremanera a la dragonesa -dijo, al tiempo que se servía el licor y bebía de la copa, sintiendo la aspereza del líquido por su garganta.

Volvía a perder la cordura. Ella le había dicho la verdad. Se lo decían así el instinto y todos sus sentidos. Dejó la copa sobre la mesa y se acercó hacia su esposa, esbozando una sonrisa de alivio.

- Si vuestro secreto no tiene nada que ver con ella, podremos ser felices -y añadió, estirando la mano para tocarla-. Perdonadme si os he asustado.

Meg se mantuvo rígida.

- No.

Se acercó a ella en busca de un beso.

- Perdonadme, os lo ruego. Acercaos.

Ella se apartó para que no la alcanzara.

- No.

Entre risas, él la cogió y la arrastró hacia sí. -Acordaos de cómo estábamos hace apenas unas horas. Vayamos a…

Ella lo golpeó fuertemente en el hombro para alejarlo.

- ¡No!

Sorprendido, vio con claridad la rotunda firmeza en los ojos y los labios de ella.

- No -repitió una vez más-. Así no. No con desconfianza entre nosotros. No mientras sigáis despreciando a vuestra familia.

Él la soltó y se pasó la mano por donde ella le había golpeado.

- Podéis iros al diablo. Fuisteis vos la que empezasteis con los secretos. No me acuséis ahora de desconfianza.

- Pero sois vos quien sentís desprecio.

El se apartó unos cuantos pasos antes de perder el control de su cuerpo, invadido por la ira.

- Sabéis desde el principio que aborrezco a la duquesa. ¿Por qué me lo echáis en cara ahora? ¿Es una excusa porque se os han pasado las ganas? ¿O es vuestra manera de provocarme?

Meg se quedó tan pálida como su vestido.

- No pensaba que vuestro odio fuera tan profundo.

- ¿Esperáis que me crea que me rehusáis porque no me llevo bien con un pariente?

- Porque estáis lleno de odio y desprecio hacia vuestra abuela y eso lo envenena todo.

Él se quedó mirándola fijamente, con la barbilla hacia fuera y la ira en los ojos. Maldita reformadora ardiente y puritana. Que se fuera al infierno.

Volvió a coger la copa de coñac.

- Muy bien, Minerva, si pensáis negarme vuestro lecho hasta que yo sea un dulce y amante nieto, nuestro matrimonio va a ser una guerra a muerte. Buenas noches.

Al cabo de unos momentos, Meg se dio la vuelta y se marchó dando un portazo.

Sax estuvo a punto de estrellar contra el suelo la licorera de cristal, pero se controló lo suficiente para volver a colocarla en la mesa. Era una hermosa pieza de Waterford.

Tras un breve gemido, Brak desapareció bajo la cama.

Sax eligió el repugnante reloj blanco alargado y lo estrelló contra las violentas amazonas. Meg entró aceleradamente en su dormitorio y cerró la puerta con llave. Acto seguido, pensó que era una tonta. Su marido no vendría tras ella.

Después, oyó a lo lejos el ruido de algo roto. Se acercó a la puerta, con la idea de salir para ofrecer su ayuda. Pero el estruendo siguió sonando, un objeto tras otro.

Oh Dios mío. Los niños.

Temblando de miedo, abrió la puerta para echar un vistazo al pasillo. Estaba desierto. Se apresuró a andar en dirección contraria a los aposentos de su marido, de donde procedían los ruidos, y, subiéndose las faldas, corrió al piso de arriba por las escaleras en busca de su familia.

Entró rápidamente en el cuarto de estudio. Todos sus hermanos estaban sentados a la mesa, terminando de comer el piscolabis y charlando.

Al verla llegar, Jeremy se puso de pie.

- ¿Qué ocurre? -y un instante después, preguntó-. ¿Qué es ese ruido?

- No preguntes nada -Meg cerró la puerta y los ruidos perdieron intensidad, aunque se seguían oyendo. Se apresuró a abrazar a los mellizos-. Y no se os ocurra a ninguno ir al piso de abajo.

Jeremy se detuvo junto a la puerta y se quedó mirándola.

Casi de inmediato, Meg se dio cuenta de que los estaba asustando y de que abrazaba a los mellizos más para aliviarse ella que para protegerlos. Dejó de abrazarlos y se forzó a sonreír.

- Me temo que el conde no está de muy buen humor.

- ¿Está rompiendo cosas? -preguntó Laura con los ojos abiertos de asombro.

- Sí.

De pronto, Rachel se abalanzó junto a Meg.

- Tengo miedo.

Meg la tranquilizó, acariciándole el pelo, suave y sedoso.

- No te preocupes. No os hará daño. Nada más rompe cosas.

Confió en no equivocarse. Por su mente pasaron imágenes morbosas sobre la pierna lesionada de Clarence y el ojo tuerto de Susie.

- Pero ¿por qué? -preguntó Rachel-. ¿Por qué se ha enfadado? ¿Por nosotros?

- No, no. No es por nosotros. -Meg se sentó y abrazó a su hermana, apretándola junto a sí. No le quedaba más remedio que decir otra mentira. Más bien una media verdad.

- Es por su abuela, cariño.

- Es que no le cae bien, ¿verdad?

- No.

- ¿Y por qué no?

- No lo sé, mi vida. Pero no tiene nada que ver con nosotros; no nos hará ningún daño.

A continuación, los ruidos cesaron. Aquello sería por fin de algún alivio, pero Meg siguió tensa, escuchando los pesados pasos que subían por la escalera.

Se abrió la puerta.

Meg abrazó aún más a Rachel, pero quien entró fue una enorme criada gorda, con rechonchos carrillos y una alegre sonrisa.

- ¿Lista para acostarse, señorita Rachel? -preguntó la criada como si no pasara nada.

La niña miró a Meg, quien la indicó que se fuera. En una parte de su ser hubiera querido que toda su familia se quedara allí protegida, en la misma habitación.

Besó a su hermana.

- Buenas noches, cariño. Ya ha pasado todo.

Laura cogió a Rachel de la mano.

- Yo me voy también a dormir. Ha sido un día muy largo.

En silencio, Meg se lo agradeció.

Todos tenían que cuidarse unos a otros. No tenían a nadie más en el mundo. Pero ¿quién cuidaría de ella si su esposo, ejerciendo su derecho, fuera a buscarla? Cuando se hubo marchado la obesa criada, entró a continuación un criado, esta vez en busca de Richard.

- Peter -le preguntó Jeremy-, ¿ha oído usted el ruido de cosas rompiéndose hace apenas unos minutos?

- Es sólo el conde en uno de sus ataques, señorito Jeremy, no hay de qué preocuparse. -Pero el joven dirigió a Meg una mirada de perplejidad, en la que resultaba patente que él tenía su propia opinión sobre aquellos cambios de humor del conde.

Gracias a Dios, Jeremy se atrevió a formular la pregunta que Meg quería hacer.

- ¿Y le dan estos ataques muy a menudo?

El sirviente se encogió de hombros.

- Bueno, eso depende. Pero nada más que rompe las cosas de su habitación. Así que no debéis preocuparos porque vaya a salir de allí. ¿Está usted preparado, señorito Richard?

Aliviado por la soltura con que el criado aceptaba la situación, Richard dijo buenas noches y se marchó. Pero Meg se preguntaba hasta qué punto debía confiar en los criados, que con tanta naturalidad se tomaban todo aquello.

Jeremy miró con ojos inquisitivos a Meg.

- No creo que nada de esto sea de mi incumbencia.

- Más bien prefieres pensar que no te incumbe.

Jeremy se encogió de hombros y se acercó adonde estaban sus libros.

- ¿No dicen nada útil los libros para estos casos?

- Aparecen padres que se comen a sus hijos -contestó el joven, con una sonrisa irónica-, madres que los sacrifican y hombres que se vuelven locos al oír ciertas canciones.

- Y llaman a eso educación. -Meg tomo asiento, al tiempo que lanzaba un profundo suspiro. -Seguramente tienes razón; nada de esto llegará a afectarte. Espero.

- No es nada grave.

Deseó que su hermano fuera un poco mayor de lo que era; así delegaría en él parte de la carga. Nadie podía ayudarla a sobrellevarla. En un momento dado, había sentido que tal vez el conde llegara a compartirla con ella. Pero ya no.

Tal vez hubiera estado en lo cierto con sus primeras sospechas macabras. Pese a su generosidad y sus encantos, su esposo no parecía estar muy cuerdo. Era trágico, pero no se le ocurría nada que hacer.

Cansina, se levantó de la silla.

- Te dejo para que estudies.

- ¿Estás segura de que no pasará nada si bajas?

- Ya has oído no que ha dicho el criado. Sólo rompe las cosas de su habitación. Me mantendré alejada de allí.

- ¿No dormís juntos, como papá y mamá?

Meg notó que se sonrojaba.

- No, cada uno tenemos nuestros propios aposentos.

- Qué curioso -y tras aquel comentario, se enfrascó de nuevo en las historias de infanticidas y caníbales.

Meg hubiera querido permanecer allí, pero sabía que cualquier sensación de seguridad no era más que una solución transitoria. Estaba casada con el conde para el resto de su vida. Su familia no podía protegerla de él y atrincherándose en aquella habitación no conseguiría más que ponerlos en peligro.

- No te olvides de apagar la vela -dijo, dirigiéndose a su hermano.

- Siempre la apago.

Con un suspiro, salió del cuarto de estudio y cerrando la puerta despacio. Llamó después a la puerta de sus hermanas y entró en la habitación, donde estaban las dos, con los camisones puestos. La doncella peinaba a Laura al mismo tiempo que ésta peinaba a Rachel. Recordó la infinidad de veces que Laura y ella se habían peinado la una a la otra y sintió añoranza de la época en que su vida había sido mucho más sencilla.

- Que durmáis bien -les dijo, y las dos le desearon también las buenas noches. Sólo Laura se quedó mirándola con expresión de preocupación.

Cruzando los brazos sobre el pecho, Meg se dispuso a volver a sus aposentos. Bajó sigilosamente las escaleras, atenta a cualquier ruido de peligro. ¿No se oía algo? ¿Algún grito? ¿Qué estaría haciendo el conde?

Cuando ya se acercaba a la planta inferior, el sospechoso rumor tomó cuerpo, y pudo identificar que se trataba de personas charlando y, ¿riéndose? Casi parecía que había una fiesta en el pasillo. Tal vez se estaba volviendo loca.

Al dar la vuelta a una esquina, vio un desfile de criados, pertrechados de cepillos, escobas, recogedores y cubos, que se colaban por una puerta y bajaban por una escalera estrecha. Una criada llevaba los restos del camello naranja, otra transportaba los restos del horrible reloj blanco y alargado. Clarence, el sirviente rengo, cargaba con los trozos de la mesa rosa como si fuera un trofeo.

- Cinco guineas pa'l bote por esto, muchachos. Ya pensaba que no iba a llegarle nunca su hora.

Meg se apretó los brazos al cuerpo. Estaban todos locos. ¿Cómo se le habría ocurrido traer a su familia a semejante sitio?

- Me gustaría saber por qué le ha dado esta vez -dijo una voz que se perdía escaleras abajo.

- Por lo que todos sabemos -contestó una voz de mujer-. Cosas de faldas. ¡Cómo no!

La puerta se cerró, con lo que dejó de oírse el jaleo que armaban.

Sintiendo que las rodillas le fallaban, Meg se fue agachando hasta quedarse sentada en las escaleras. ¿Iba a tener que continuar viviendo allí, con todo el mundo especulando sobre lo que ella hacía o dejaba de hacer, considerada una idiota por no correr ciegamente a meterse en la cama del conde? ¿Y con un marido al que le daba por romperlo todo cada vez que se enfadaba por algo?

La respuesta era, inevitablemente, afirmativa. Como decía un antiguo refrán, ella misma se había cavado la fosa y ahora tenía que meterse dentro. Lo único que podía hacer era intentar limar las asperezas.

Sin dejar de abrazarse a sí misma, petrificada por el frío, reflexionó sobre sus problemas.

El más gordo de todos era el altercado que existía entre su esposo y la abuela. Tenía que encontrar alguna manera de resolverlo. Lo más probable es que la duquesa fuera una auténtica fiera, y no había ninguna duda de que las heridas familiares vendrían desde mucho antes. Pero, cualquiera que fuera el caso, se trataba de una anciana que no podía hacer ningún daño a su nieto.

Se le escapó un mohín ante la idea. La dama había intentado casarle con aquella pavisosa. Aunque, al fin y al cabo, eso era lo que hacían siempre todos los padres y abuelos: obligar a los jóvenes a casarse, no siempre con las personas más acertadas. No parecía justificar tanto odio.

Nada en verdad podría justificarlo; salvo el asesinato.

O la violación, o la amenaza de violación. Ella odiaba a sir Arthur, pero la cosa no era como para montar en cólera cada vez que se le apareciera su imagen en la cabeza.

Llegó a considerar seriamente si su esposo sería un desequilibrado. Un ser irracional.

Perturbado era la palabra que más le rondaba.

Eso explicaría su obsesión.

En tal caso, ¿qué de bueno podía depararle a ella el futuro?