Capítulo 9

Cuando llegó Susie, Meg aún gimoteaba. Había perdido la sheelagh y había mentido a su marido, al que probablemente tendría que volver a mentir una y otra vez.

Hasta Susie la miraba con el ceño fruncido.

Indudablemente, una doncella personal lo sabía todo, incluso cuando su ama estaba sangrando. Susie debía pensar que Meg había mentido únicamente para librarse de sus obligaciones como esposa.

En cierto modo, había sido así, aunque no exactamente.

¿Por qué no puso como excusa que tenía un terrible dolor de cabeza?

Mientras la criada la ayudaba a salir de la cama y a vestirse, Meg reaccionó a la tácita desaprobación de aquélla.

- No tengo las pérdidas mensuales.

- Eso pensé, señorita, quiero decir, milady.

Sí, sí. Era evidente que Susie estaba decepcionada.

- No era mi intención mentir. Sencillamente salió así.

Después de quitarle el vestido, Susie empezó a desatarle las ballenas del corsé.

- Bueno, es asunto vuestro, milady.

Tan sólo el día antes, Meg no hubiera creído posible que llegara a sentirse tan castigada por la desaprobación de un criado.

- Estoy muy cansada -dijo.

Susie se dio la vuelta y, al mirarla de frente, pudo ver que tenía el ceño fruncido.

- No sé por qué os habéis levantado tan temprano, pero espero que no sea nada malo. ¿Fuisteis vos la que salisteis por la puerta del sótano?

Era obvio que los sirvientes se habían dado cuenta. Tenía que haber pensado que los criados siempre lo saben todo. Meg asintió con la cabeza, sintiéndose como la pecadora más rastrera.

- Tenía que hacer algo que era perentorio.

- ¿Tiene que ver con el conde? De alguna manera, yo me siento responsable, milady.

Meg pudo ver el rostro de verdadera preocupación de la criada.

- No, no. No es nada que le afecte. Se trataba de un asunto personal. Después de todo, el matrimonio se celebró demasiado deprisa. No me dio tiempo a dejar todas mis cosas arregladas.

Tras unos instantes de vacilación, Susie afirmó con la cabeza.

- Entonces, no hay de qué preocuparse.

Ayudó a Meg a ponerse el camisón y le cepilló el pelo.

- Pero se va a saber vuestra mentira, milady. Tarde o temprano tendréis las pérdidas de verdad.

Meg tenía ya los ojos cerrados y estaba a punto de sumirse en el más profundo sueño, pero al escuchar las palabras de Susie se despabiló.

- ¡Oh, no!

- Me temo que sí. -Los dedos ágiles de la doncella entrelazaron los cabellos de Meg hasta completar una trenza.

- A menos que empecéis a tener familia. Si yo fuera vos, me pondría a ello con toda rapidez.

Condujo a su señora, que la miraba con ojos de asombro, hasta la cama y la cubrió con las mantas cariñosamente, pero, sus siguientes palabras no fueron de alivio.

- Sax no es nada melindroso, milady, pero no soporta a los mentirosos. Y ahora, decidme ¿dónde está la llave?

Llaves. Malditas llaves. ¿Dónde estaba la llave?

Pese al desastre que se avecinaba, Meg apenas podía resistir el sueño.

- En mi bolsillo -murmuró con los ojos ya cerrados-. Pensaba dejarla en…

- Yo me ocuparé. Descansad ahora, pero no hagáis más tonterías. Si necesitáis algo, llamad a cualquiera de los criados.

Meg casi no escuchaba porque obedeció firmemente la primera orden. Y dudaba mucho de que fuera capaz de obedecer la segunda. De un modo u otro, tenía que recuperar la sheelagh, y eso no podía mandárselo a ningún criado.

Cuando Owain Chancellor bajó a desayunar, se quedó atónito al ver a Sax sentado a la mesa y leyendo el Times. Knox estaba en el respaldo de su silla, comiendo algo.

Buenos días, encanto -dijo el pájaro.

- Muy buenos días, Knox.

Brak salió de debajo de los pies de Sax y empezó a menear el rabo en forma de saludo. Aquel perro siempre le hacía pensar a Owain en una de esas horribles alfombras de piel de oso. No entendía muy bien para qué lo tenían en aquella casa. Pero Sax era Sax.

Y, en todo caso, no era nunca tan madrugador.

Owain echo un vistazo al reloj que había sobre la chimenea para asegurarse de que no se había despertado demasiado tarde. No, no eran todavía las nueve y Sax ya había desayunado.

- Interesante noche de bodas ¿no? -El secretario no pudo resistir la pregunta.

- Fascinante. -Sax apartó el periódico-. ¿Que sabes de las mujeres cuando están con las pérdidas del mes?

Owain se sonrojó.

- Menos que tú, supongo.

El secretario decidió concentrarse en los arenques, al tiempo que se maldecía por sonar como una solterona que se encontrara de repente con un sabueso persiguiendo a una perra en celo.

- No creas. Las damas con las que he tenido relaciones íntimas siempre me han evitado en esos días. ¿No tienes hermanas?

Cuando Owain acababa de sentarse a la mesa apareció Mono con extraordinaria puntualidad, trayendo consigo la jarra del café con leche que tomaba siempre el secretario.

Sax dirigió la atención hacia el criado.

- Y tú ¿sabes algo sobre el período de las mujeres, Mono?

Esta vez fue Mono el que se quedó con cara de solterona.

- Preguntadle mejor a alguna de las criadas, señor. - y tras decir aquello, se apresuró a marcharse.

Sax se rió entre dientes.

- Es curiosa la reacción de los varones ante estas cosas. Algún día plantearé el tema en el club, después de cenar.

Café, por favor -dijo Knox.

El único interés que mostraba el loro hacia Owain era el de preferir el café con leche que él tomaba. Cuando le sirvió un poco de café en un plato y lo puso en una silla Owain tuvo que admitir en su interior que sentía un placer absurdo en saberse mejor que Sax al menos en una cosa.

Estaba tan loco como el resto de los habitantes de aquella casa.

Cuando el loro hubo terminado de beberse el café con leche a sorbitos, Owain se entretuvo quitándole las espinas al pescado.

- ¿Debo entender que la condesa se encuentra…eh…indispuesta?

- Es una manera de verlo. Se ha quedado en la cama. Pero esta mañana la he descubierto en el jardín, escondiéndose de árbol en árbol.

Owain no pudo evitar un gesto de suficiencia.

- Si te casas con una mujer a la que no conoces de nada, debes estar preparado para algunas sorpresas.

Knox levantó la cabeza para emitir uno de sus habituales gritos de alarma.

¡El que se casa se abrasa! ¡El que se casa se abrasa!

Sax levantó en alto su taza.

- Sírveme un poco más de café, aunque sea de ese repugnante que tú tomas.

Owain obedeció.

- ¿Y qué hacías tú en el jardín tan temprano?

- ¿Te importa mucho?

Owain volvió a concentrarse en los arenques.

- Tú eres el que ha sacado el tema. Supongo que será porque quieres hablar de ello.

- Mira que eres insoportable -dijo Sax, con tono de enfado fingido-. Yo estaba en el jardín, bueno, no al principio. Me desperté muy pronto. Una de esas veces en que no sabes si estás soñando o despierto. No estaba seguro de que todo lo del día anterior hubiera sido real, así que me acerqué a su dormitorio. Pero ella no estaba allí, aunque había pruebas de su existencia, pues la habitación estaba llena de todas sus cosas. -Bebió un poco de su taza y puso cara de asco-. Mono -gritó-, déjate de vergüenzas y haz más café, pero del bueno esta vez.

- Entonces empezaste a preguntarte dónde estaría -dijo Owain para darle el pie.

Sax apartó la taza.

- No sé cómo puedes soportar esta bazofia.

De inmediato, Knox dio un salto y se acercó para beberse el resto de la taza, que Sax cubrió con la mano.

- No.

Sólo cuando el loro volvió a situarse junto a su plato, su amo le sirvió un poco más de café en él.

- No sé por qué empecé a pensar Si se trataría de una ratera. ¿Me estaría robando la plata? ¿Será una cobarde y habrá decidido huir? ¿Será sonámbula? Con la cabeza llena de dudas, me puse la ropa y decidí bajar a investigar.

Mono regresó con una cafetera humeante y sirvió el café solo en una taza nueva, para añadir después la cantidad exacta de azúcar.

Sax dijo:

- Mono…

- Era la puerta delantera del piso de abajo, señor; lo que os he comentado antes; la llave que faltaba. Pero no hay de qué preocuparse. El cordón estaba raído y la llave se cayó al suelo.

- Muy bien, pero la condesa estaba en el jardín. ¿Crees que habrá salido por una ventana?

Mono volvió a sonrojarse.

- Eso, yo no sabría decirlo, señor.

- Los criados sabéis todo. -Sax bebió un poco de café recién hecho-. En todo caso, dejémoslo en que a la condesa le agrada el aire fresco de la mañana, y ella es libre de ir a donde le plazca.

Mono se relajó lo suficiente para achinar los ojos con gesto pícaro.

- Muy bien, milord. Ya sabéis que somos todos tumbas cerradas fuera de esta casa.

- Espero que así sea.

El criado se marchó, y Owain dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. El asunto empezaba a preocuparle seriamente. Si la esposa de Sax era una loca o tenía algo que ocultar, podía ser un desastre.

- ¿Y por qué crees que se habrá levantado tan pronto?

- No, tengo ni idea. Supongo que algún día me lo explicara.

- Ya sabes, Sax, que tú eres responsable de sus actos criminales ante la ley.

- Únicamente si se me puede acusar de complicidad o encubrimiento -Sax esbozó una sonrisa de preocupación-. Ya lo sé, ya lo sé. Todo esto ha sido una locura de la que acabaré arrepintiéndome. Pero desgraciadamente fue la única opción que me dejó la dragonesa. Me temo que tendré que acostumbrarme a los muchos secretos de mi misteriosa esposa.

¡Una esposa te cava la fosa! -exclamó Knox para añadir a continuación-: ¿Café?

- No, ya has tomado bastante. -Sax extendió una mano y, cuando el loro se posó encima de un salto lo acarició en el pecho.

- ¿No crees tú, mi alado amigo, que a veces a los caballos les gusta que los monten?

Dirigió a Owain una burlona sonrisa.

- El matrimonio empieza a parecerme algo fascinante.

Meg se despertó y pudo ver la luz del día a través del hueco que dejaban las oscuras cortinas echadas. Los relojes dieron la una y media. Había estado durmiendo unas cinco horas, por eso no era extraño que se sintiera cansada todavía.

Aunque en realidad, lo que sentía era abatimiento porque su vida era un absoluto desastre.

La sheelagh no estaba bajo su control y se encontraría, probablemente, en manos de sir Arthur; tenía que recuperarla. Ella era su guardiana, la responsable de mantenerla en un lugar seguro y de proteger al mundo de sus extraños efectos.

Además estaba su esposo, al que había mentido y quien la había descubierto en el jardín. ¿Qué habría pensado? No parecía sorprendido, por lo que, seguramente, la habría visto antes desde la ventana.

Se levantó de la cama y se acercó a mirar el jardín cubierto todavía de escarcha. La vista desde allí debía de ser muy parecida a la que tendría él desde la ventana de sus aposentos. Un árbol de hoja perenne tapaba el camino de las caballerizas, pero podía haberla visto fácilmente escondiéndose de árbol en árbol. Debió darle la impresión de que era una loca o de alguien que tenía cierto complejo de culpabilidad.

Habría sido mucho mejor que hubiera entrado a la casa andando con seguridad. Indudablemente, no se le daban nada de bien los movimientos en secreto.

¿Y qué habría pasado con la llave? ¿Le habrían dicho al conde que no estaba en la puerta? ¿Se las había arreglado Susie para dejarla en su sitio otra vez?

Aparte de todo aquello, estaba el engorro de sus pérdidas femeninas. Ahora que podía pensar con más lucidez, se preguntó si él se habría dado cuenta de que mentía, y tan sólo la idea la puso nerviosísima. Quizá lo mejor fuera decirle la verdad y pedirle perdón.

No quiso descartar el plan de confesar una mentira; aunque… no era una, sino dos. Por la mañana había vuelto a mentirle. Poniéndose las manos en las mejillas, tuvo que admitir en su interior que Susie tenía razón. La única forma de ocultar aquel embuste sería quedarse embarazada cuanto antes.

La idea, no podía negarlo, no le desagradaba, ni por el acto ni por las consecuencias, pero no sabía muy bien cómo hacerlo tan rápidamente.

Si la cosa no funcionaba, él no tardaría en descubrirlo todo.

Al parecer, el conde detestaba a los mentirosos. En ese punto estaban de acuerdo; a ella tampoco le gustaban.

Santo cielo. Tal vez lo mejor fuera mantenerlo alejado durante meses y confiar en que él perdiera la cuenta de las fechas. No pudo contener una carcajada de desesperación ante aquella idea. A juzgar por el comportamiento de su esposo que había visto hasta ese momento, mantenerlo alejado sería como intentar que Jeremy se apartara de los libros.

No tenía más remedio que afrontar la situación y decirle la verdad.

Por unos instantes, se sintió aliviada como si se hubiera librado de una pesada carga, pero al punto volvió a sentirse, abrumada. Aunque le dijera la verdad, seguiría mintiéndole, porque su excusa sería la timidez de ser una doncella inexperta.

De ningún modo podía decirle nada de la sheelagh.

Ojalá pudiera contárselo todo. Intentó imaginarse por unos instantes que le decía toda la verdad.

Poseo una estatuilla mágica, señor.

En su mente vio con claridad el rostro de desconfianza de él; ¿y cómo demostrarlo, sobre todo ahora que ya no la tenía en su poder? Si la tuviera, jamás volvería a utilizarla.

Creéis que os habéis casado conmigo por culpa de vuestra abuela, pero la realidad es que sois víctima de un conjuro mágico.

Negó compulsivamente con la cabeza. Era totalmente imposible.

Y en el caso de que llegara a convencerlo de la verdad, podría ser incluso peor. El conde aborrecía a su abuela porque intentaba dirigirle la vida. Ya el día antes advirtió a Meg de que jamás intentara modificarlo ni controlarlo. ¿Cuál iba a ser su reacción si se enteraba de que había sido la marioneta de un conjuro?

Se mirara como se mirara, tenía que recuperar la sheelagh sin que su marido sospechara nada. Apoyó la cabeza, que sentía a punto de estallar, sobre el frío cristal de la ventana, preguntándose qué pecado había cometido para encontrarse en una situación tan horrible.

Escuchó el ruido de alguien que llamaba a la puerta, lo que vino a acentuar más su desesperación, convencida por unos instantes de que era su propia conciencia que venía a pedirle cuentas.

- Adelante -dijo.

Era tan sólo Susie, acompañada de Laura, que venía a ver a su hermana, llena de curiosidad.

- ¿Os sentís más recuperada, milady? -preguntó la criada-. ¿Os preparo el baño? ¿O preferís, tal vez, que os sirva aquí algo de comer o una copita de coñac?

El tono burlón de la doncella y su última propuesta hicieron pensar a Meg que Susie no estaba muy segura del tipo de mujer que era.

- Prepárame el baño, por favor -contestó escuetamente, atraída por un lujo semejante en mitad del día.

Ah, el bienestar de la buena vida.

Qué poco se lo merecía ella.

Susie se marchó, y Laura se apresuró a acercarse al borde de la cama.

- ¿Te encuentras bien? -Y con cierto rubor, añadió-: ¿Ha sido tan terrible como cuentan?

Meg estuvo a punto de expresar un gemido. Qué lío tan tremendo.

- Estoy perfectamente -contestó, fingiéndose contenta-. Nada más que me sentía un poco cansada.

- Oh. Supongo que eso debe de ser natural. -Antes de que Meg pensara algo que decir, su hermana añadió-: Sin embargo el conde se ha levantado muy temprano. No sabíamos muy bien qué hacer para desayunar, así que nos hemos vestido todos y hemos bajado al comedor. Él estaba allí, con el señor Chancellor y un pájaro que me ha llamado Dalila.

Meg no pudo evitar una carcajada e intentó explicar a su hermana el tipo de ave que era. Omitió la pregunta que podía traslucirse de las palabras de Laura. La pregunta de por qué el marido podía estar tan energético por la mañana, cuando su nueva esposa se encontraba casi exhausta. Como no supo qué responder, pasó por alto su pregunta.

- Espero que hayáis comido.

- Oh, sí, sí. - Laura se acercó un poco más a su hermana, miró alrededor, con un gesto de inseguridad que acentuó su candidez juvenil, y dijo-: He oído una cosa extraña…

Meg sabía muy bien cuándo su hermana estaba preocupada por algo. Se sentó a su lado.

- ¿El qué?

- Cuando nos acercábamos al comedor, le he oído decir algo. Al conde, quiero decir. Algo de que había sido una locura casarse contigo. Que lo lamentaba. Y que tendría que averiguar todos tus secretos. ¿Qué quiere decir eso, Meg?

Aunque por dentro se sintió desfallecer, Meg se esforzó por mostrar una sonrisa.

- Bueno, supongo que son cosas que se dicen, sin más. Después de todo, nuestro matrimonio ha sido una locura a los ojos del mundo. O quizá quería decir que lamentaba haberlo hecho todo tan rápido.

- ¿Y los secretos?

- Entre dos personas extrañas es comprensible que haya secretos. Cuando te casas con alguien, empiezas a saber más de él.

- Pues yo preferiría saberlo antes.

Meg se repitió en la mente aquellas palabras, pero, en todo caso, sabía muy bien que no se lamentaba de haberse casado con el conde de Saxonhurst. Lo único que quería era que el matrimonio saliera bien.

Susie entró de nuevo en la habitación para decirle que el baño estaba preparado, y Meg se sintió aliviada de poder librarse por unos momentos de la curiosidad y preocupación de su hermana.

Pero, nada más sumergirse en el agua caliente, deliciosamente perfumada, volvió a sentir unas ganas inmensas de llorar. Estaba claro que el conde se sentía decepcionado y abrigaba ciertas sospechas. No sólo le había echado de su habitación la noche de bodas, sino que además la había encontrado escabulléndose por el jardín a una hora completamente intempestiva en mitad del invierno.

¿Cuáles serían sus sospechas?

Decidió no pensar más.

Mientras se extendía la suave y jabonosa crema sobre la piel, se preguntó si el conde tendría ya algún interés en consumar su matrimonio. Si fuera él, sus dudas serían bien profundas. Se esforzó en evitar las lágrimas ante la idea de que aquel absurdo e impulsivo matrimonio viniera a acabarse tan pronto.

El mismo Príncipe Regente se separó de su esposa a los pocos días de haberse casado. Era algo que podía ocurrir.

Susie le trajo un poco de carne, pan y fruta y se lo puso todo junto al baño, en una mesa pequeña, y después volvió a llenarle la tina de agua caliente.

Meg sonrió ante aquellas atenciones.

- Me siento rodeada de tantos lujos como una princesa bárbara.

La criada hizo un gesto de desconcierto.

- Yo no sé nada de esas cosas, milady.

Meg se contuvo para no expresar entre risas su sorpresa ante las cosas que sorprendían a los demás.

Se dejó languidecer en el baño todo el tiempo que pudo, pero al final decidió que debía enfrentarse al mundo. Más exactamente, enfrentarse a su impredecible y perplejo marido.

- ¿Está el conde en el piso de abajo? -preguntó a Susie, que se entretenía ordenando las cosas de la habitación.

- Sí, milady, pero tiene invitados.

- ¿Invitados?

¿Habría llamado ya a los abogados para deshacer el matrimonio?

- Unos cuantos amigos de siempre. Si deseáis, podemos enviarle un mensaje.

Sintiéndose como una persona a la que intentan recluir en una mazmorra, Meg negó bruscamente con la cabeza. Le parecía absurdo enviar un mensaje para decirle a su marido si podía reunirse con él.

- Bajaré dentro de un momento. Primero iré a ver a mis hermanos.

Mientras se apresuraba hacia el cuarto de estudio, pensó que estaba intentando huir de lo que temía.

Encontró allí,a los mellizos estudiando aritmética bajo la supervisión de Laura; al verla, los tres se pusieron de pie.

- ¡Por fin! -exclamó Rachel-. Has estado horas en el baño.

Richard explicó a qué se debía el nerviosismo.

- El primo Sax, ha dicho que le llamemos así, dijo que en cuanto te levantaras, nos llevaría a visitar Londres. Y ya hemos estudiado muchas lecciones esta mañana.

- Vosotros habéis vivido toda vuestra vida en Londres -señaló Meg.

- Pero nos va a enseñar el otro Londres -dijo Richard-. La Casa de la Moneda, la Torre y a lo mejor quizá nos lleve también a Bedlam.

Meg lo miró sorprendida.

- ¿Al frenopático? ¿Se le ha ocurrido eso a Saxonhurst?

El muchacho se sonrojó.

- No, pero…

- Pues no, es una idea impensable. Pero si el conde espera, lo mejor será que bajemos. ¿Dónde está Jeremy?

- Con el doctor Pierce, como siempre -dijo Laura.

Claro, ¿cómo no lo había pensado? Pero le hubiera gustado que estuviera allí. Mientras bajaban todos por la escalera, sintió el rubor en las mejillas al verse tan cobarde. Prefería encontrarse con el conde acompañada de sus hermanos, porque sabía perfectamente que no le haría ninguna pregunta espinosa delante de los niños.

Se le había olvidado que el conde no estaba solo y, cuando entraron en el comedor, encontró allí a dos hombres con su marido, riéndose los tres de alguna cosa. En su culpabilidad y desasosiego, Meg pensó de inmediato que estarían riéndose de ella. O tal vez, de su ridículo matrimonio.

El grito de alarma del loro, «Eva, Dalila», le sonó como una acusación.

Se quedó paralizada, e incluso pensó en retirarse, pero el conde se levantó para saludarla con una sonrisa en los labios, aparentemente auténtica, pese a que el pájaro, que estaba posado en el respaldo de su silla, encorvó el cuerpo, como escondiéndose de ella.

- Ah, Minerva, entrad y conoced a mis amigos.

Ella intentó guardar la compostura mientras le presentaban al vizconde Iverton ya lord Christian Vale, dos caballeros apuestos y de elevada estatura, de la misma edad que el conde, uno castaño y el otro moreno.

Ambos se mostraron corteses, inclinándose ante la dama y felicitándola por su boda. Sin embargo, en el rostro de los dos era innegable la sorpresa y la curiosidad. Meg pensó en que debería acostumbrarse a que la gente se asombrara de que el conde de Saxonhurst hubiera terminado con semejante bobalicona.

- Y os presento a mi nueva familia -dijo Saxonhurst, tras lo que fue pronunciando el nombre de los hermanos de Meg con tanta soltura y amabilidad que ella se sintió aún más culpable. Su esposo era un ser perfecto, mientras que ella era una mentirosa y una pobre infeliz.

Se alegró de que los mellizos se comportaran correctamente, aunque estaba segura de que lo único que les preocupaba era saber algo más del loro y preguntar si saldrían a visitar Londres.

Saxonhurst los miró con cara de complicidad y, dirigiéndose a sus amigos, dijo:

- Sintiéndolo mucho, no voy a tener más remedio que echaros. Tengo otros compromisos.

Los invitados se despidieron amablemente y salieron.

El conde, con su maleducado loro en la mano, volvió a dirigir la atención hacia los mellizos.

- Como la remolona de vuestra hermana se ha pasado el día en la cama, ya casi empieza a oscurecer, así que tendremos que posponer nuestra visita a Londres para mañana. Confío en que no os enfadéis.

Richard puso cara de circunstancias.

- Nosotros nunca nos enfadamos, señor.

- Me complace mucho oír eso -acarició al loro y lo obligó a mirar de frente a todos los presentes-. Os doy mi palabra de que mañana haremos nuestro recorrido por la ciudad, aunque tengamos que sacar a rastras de la cama a vuestra hermana.

Los mellizos se rieron nerviosamente.

- Ella siempre es la primera en levantarse, señor.

Saxonhurst le dirigió una mirada breve, aunque ligeramente amable.

- A ver si es verdad. Ahora, antes de que se haga de noche, os enseñaré toda la casa.

Seguido del perro, que salió de debajo de unas tablas, como si nadie supiera que estaba allí, y con el loro agazapado en su chaqueta, probablemente en busca de calor, el peculiar conde de Saxonhurst los guió a todos en una larga visita por la mansión. Meg estaba maravillada de la cantidad de piezas hermosas que había allí, y que para él no eran más que muebles. Relucientes mesas con incrustaciones de piedras preciosas. Consolas esmaltadas cubiertas con dibujos de miniaturas orientales en madera y marfil. Cuberterías y artículos de mesa de plata y oro. Candelabros con cristales tallados en miles de caras.

Todo era hermoso, todo menos ella. Se sintió identificada con Brak. Cualquiera que fuera capaz de encariñarse con un perro tan feo y desgarbado podría tolerar a Meg Gillingham; al menos ella no iba enseñando los dientes todo el tiempo.

- Supongo -dijo- que habréis heredado todo esto.

- La mayoría de las cosas, sí -el conde se detuvo unos instantes para dejar al pájaro en las habitaciones más caldeadas, y después los llevó escaleras abajo-. La colección de pintura era muy pequeña. Yo la he ampliado bastante. Y también he comprado otras cosas que me gustan.

Cuando los condujo hasta la biblioteca, abarrotada de libros, los miró con el semblante serio.

- Debería haberle dicho a Jeremy que utilice esta habitación siempre que le plazca. Si lo veis antes que yo, hacédselo saber.

- Sois muy amable -un elogio de poco valor para lo que él se merecía.

El conde se encogió de hombros.

- Sería completamente absurdo negarle a un erudito el uso de estos libros, la mayoría de ellos aún sin abrir.

Todos empezaron a recorrer la habitación, mirando los títulos de las obras a través de las vitrinas, o contemplando los valiosos adornos que había sobre todas las superficies. Sin quitar ojo a los mellizos, Meg admiro las pinturas que colgaban de las paredes, allí donde las estanterías dejaban algún hueco.

Ella no entendía demasiado de arte, pero notaba que aquellas obras respondían a la maestría de verdaderos artistas, y era innegable su elevada calidad. ¿Cuál sería el cuadro favorito de él?

- Señor -preguntó Rachel, alzando la voz- ¿por que esa dama tiene cara de pájaro?

Meg se dio la vuelta y vio a los dos mellizos fascinados delante de uno de los cuadros. Cuando se acercó a donde estaban comprobó que, en efecto, la elegante dama del retrato tenía cara de halcón. A poca distancia había también el cuadro de un hombre con el rostro hecho de frutas.

- ¿Será alegórico? -sugirió el conde, acercándose al grupo-. No tengo ni idea, pero los compré porque me parecieron muy intrigantes. El pintor se llama Fuseli, y es posible que lo conozcáis un día de estos. Pese al tipo de pintura que hace, es un caballero bastante normal. Al menos tan normal como cualquiera de nosotros.

Bueno, pensó Meg mientras contemplaba las extrañas imágenes con detenimiento, no tenía de qué sorprenderse. Sabía que el conde era un excéntrico.

Pensó en los cuadros que había en la habitación de ella. Eran paisajes convencionales y bodegones. Tal vez a él le parecieran aburridos. Había también un cuadro pequeño, que representaba el interior de una casa holandesa, que a ella le resultó especialmente interesante, pues parecía como una ventana mágica hacia otro mundo. Ese cuadro sí que le gustaba, sin embargo a su esposo le gustaban las pinturas de personas con cosas extrañas en la cara.

Con un movimiento de hombros, intentó librarse de sus preocupaciones. Aceptar a aquel hombre sería seguramente el precio que tendría que pagar por la sheelagh, y no era demasiado alto. Hasta ese momento, el conde se había comportado de una manera bastante tolerable. Tal vez un poco desvergonzado de vez en cuando, pero nada grave. Fuera lo que fuese lo que le provocó aquella extraña conducta con su abuela, era evidente que no se comportaba normalmente así.

Cuando terminaron de recorrer la mansión, Saxonhurst declaró que a todos les vendría bien pasar el resto del día tranquilamente en la casa. Mandó que sirvieran la cena a una hora temprana y propuso a los Gillingham que le contaran cómo solían pasar las tardes de invierno. Entusiasmados, los mellizos reunieron todas las piezas del juego del zorro y los pollitos.

- Ah, sí, recuerdo que yo también jugaba a esto -dijo el conde, y lo demostró con habilidad, aunque tuviera que preguntar de vez en cuando las reglas del juego. Meg pensó que a veces se hacía el olvidadizo. La situación se complicó porque el loro volvió a estar con ellos y se empeñaba en mover él también las piezas.

Saxonhurst le había contado la cantidad de tiempo que pasaba en compañía del pájaro, pero ella pensó que, además, entre los dos había verdadero afecto. Tal vez devoción por parte del pájaro. Semejante devoción implicaba también ciertas responsabilidades y ella sintió simpatía hacia su esposo por ver que era capaz de asumirlas.

Realmente se sentía contenta y llegó a divertirse, sobre todo cuando el pájaro, decidido a hacerse amigo de Jeremy y Richard, empezó a traerles a la mesa ramitas de muérdago en señal de ofrecimiento.

Al cabo del rato, delante de los dos jóvenes, se apilaban las ramitas de muérdago. Apenas pudieron seguir con el juego y todos acabaron riéndose de las rarezas del loro.

Disfrutando verdaderamente al ver a su familia de tan buen humor, Meg optó por dejarse llevar y vivir el momento. Aunque su vida estuviera llena de problemas, esos instantes eran un auténtico tesoro, al igual que el hombre que había traído tanta felicidad a su existencia.

Pero se sentía muy cansada; incluso se hubiera quedado dormida allí mismo Si hubiera cerrado los ojos. Tal vez el lo advirtió, porque mandó que sirvieran la cena y propuso que se fueran pronto a dormir.

Meg se preguntó si intentaría seducirla de nuevo y se estremeció ante la idea. Pero él se limitó a acompañarla hasta sus aposentos y, tras besarla en la mejilla, se marcho. Ella se alegró al ver a Susie preparándole la cama. Por fin dormiría toda la noche.

Sus problemas eran muchos, pero también las razones para sentirse feliz. Y la mejor de ellas, su impredecible, esplendoroso y encantador marido.