Capítulo 3

Meg hizo caso omiso de los golpes que sonaban en la puerta principal y siguió remendando la suela del zapato de Rachel con un pedazo de cuero. Tal vez fuera sir Arthur, que venía un día antes de lo previsto, y si no, sería algún vecino al que le debieran dinero. Uno de los mayores apuros de su situación actual era que casi todos sus acreedores trabajaban en las tiendas del barrio; personas a las que conocía de toda la vida.

Estaban en su derecho de querer hablar con ella, y era comprensible que quisieran cobrar por sus servicios, pero ya había vendido todo lo que se podía vender. La casa estaba alquilada con muebles, por lo que no podía desprenderse ni de la cama de sus padres ni de las sillas de la sala, apenas sin utilizar.

Por caridad cristiana, la mayoría de los acreedores no parecían dispuestos a molestarlos durante las fiestas, pero en cuanto se pasara la noche de Reyes, Meg sabía que aparecerían. Aquello apenas le importaba, porque justo al día siguiente tendría que encontrarse de nuevo cara a cara con sir Arthur.

Los primeros días después de pedir el deseo a la piedra, Meg iba presurosa a abrir la puerta, con la esperanza de que alguien o algo respondiera a sus súplicas. Un pariente lejano que viniera a ofrecerles a todos un hogar. Un benefactor del barrio que quisiera otorgarles una renta anual para que pudieran mantenerse. Nada de eso ocurrió, y Meg se las arregló como pudo para sortear todas las quejas y demandas de las personas a las que su familia les debía dinero.

Quienquiera que fuese dejó de llamar, y la joven se relajó un poco, al tiempo que clavaba con fuerza la enorme aguja a través del cuero. Seguramente el zapato sería muy incómodo, pero por lo menos no le entraría la lluvia. Dejó caer los brazos con aire de derrota. Que más daba. No tendría más remedio que pedir ayuda a la comunidad y, fuera cual fuera la ayuda que les prestaran, seguro que incluiría calzado de algún tipo.

Realmente, Meg había depositado todas sus esperanzas en la piedra, sobre todo después del devastador efecto que tuvo sobre ella. ¿Habría sido todo en vano? En cualquier caso, ahora el pánico se apoderaba de la joven.

Al día siguiente, sir Arthur vendría a conocer la respuesta y…

Un golpe fuerte a la puerta de la cocina la obligó a tomar asiento. Medio mareada, pensó que la imprudente visita había dado la vuelta a la casa para entrar por detrás y estaba ahora curioseando a través de la ventana.

¡Menudo panorama!

El extraño tenía la nariz pegada al cristal, y Meg pudo ver que llevaba un parche en un ojo. Curioso detalle.

La persona golpeó en la ventana.

- ¿Señorita Gillingham?

El extraño rostro que Meg pudo ver la impulsaba cada vez más a esconderse, pero la habían pillado. Deseando ferviente mente en su interior que no fuera un forzudo que alguien enviara a su casa para obligarla a dar dinero, Meg decidió por fin abrir cautelosamente la puerta.

No era ningún forzudo, pero tampoco nadie a quien ella conociera.

La rechoncha criadita llevaba una respetable capa encima del vestido, y con una toca de paja negra cubría los rizos castaños de su cabello. Sólo el horrible parche negro estropeaba el efecto de conjunto. ¡Pobre chica! Si venía pidiendo limosna, desde luego no había llegado al lugar apropiado.

La mujer sonrió abiertamente.

- ¡Qué bien que la encuentro en casa!

Meg retrocedió unos pasos, poco habituada en aquella época a encontrar sonrisas abiertas de entusiasmo.

- ¿En qué puedo ayudarla?

- ¿Es usted la señorita Gillingham?

- Sí.

La joven criada se inclinó, haciendo una reverencia.

- ¿Sería posible hablar con usted un momento, señorita? Soy Susie Kegworth. Mi hermana Mary trabajaba aquí.

Ah. Meg observó que la joven tenía cierto parecido con la antigua criada de la familia y recordó haber oído una historia sobre cómo una de sus hermanas perdió un ojo en un accidente y, con él, sus posibilidades de encontrar un buen trabajo.

¡Qué situación! Aunque no pudiera hacer nada por ella, intentaría al menos ser amable.

- Pase, pase por favor. ¿Cómo se encuentra Mary?

- Muy bien, señorita. Está muy contenta.

A medida que Meg se dirigía hacia la mesa y señalaba a la joven una silla en la que tomar asiento, empezó a sentir cierto disfrute con aquella inesperada visita. Hacía mucho que no se sentaba con un invitado a charlar. Una lástima que las únicas hojas de té que quedaban estuvieran ya gastadas y casi secas.

- ¿En qué puedo ayudarla, Susie? -dijo Meg con prontitud-. Si viene usted a buscar empleo…

- ¡Oh, no, no, señorita! Tengo un buen empleo como criada, para el conde de Saxonhurst.

- ¡Ah, sí, sí! Recuerdo que Mary me lo comentó. Espero que el conde sea amable…

- Muy amable, señorita.

- Pero un poco excéntrico…

- Bueno, yo no diría tanto. -La criada pareció un poco alarmada con aquel comentario.

Meg esbozó una sonrisa para serenarla.

- Lo decía únicamente porque Mary me contó que el conde daba mucha libertad a sus criados. -Resultaba extraordinario que un noble hubiera contratado a una criada con semejante defecto físico. Meg se esforzó cuanto pudo en no mirar fijamente al parche.

- Todos hacemos bien nuestro trabajo, señorita. Pero a él le gusta…,más bien no le importa, que nos tomemos cierto interés.

- ¿Cierto interés? -Meg no era dada a los cotilleos, pero aquella conversación suponía una breve huida de su triste realidad.

- Siempre estamos enterados de todo; bueno, eso es lo que hacen siempre los criados ¿no?. Pero a él no le importa que expresemos nuestro parecer. Esa es la razón por la que estoy aquí -se apresuró a añadir. -¡Oh! ¿Y por qué está usted aquí?

La criada se mojó los labios con cierto nerviosismo.

- Verá usted, señorita Gillingham, el conde se encuentra en un pequeño embrollo.

Meg abrió los ojos con sorpresa. ¿Venía aquella mujer a ofrecerle un trabajo? ¿Necesitaría el conde una institutriz? ¡Qué emocionante! Meg se preguntaba si aquella visita seria por fin la solución de la sheelagh.

Pero la emoción se disipó. ¿Cómo iba a mantener a cinco personas con el salario de una institutriz?

- No veo de qué modo puedo yo ayudar al conde en sus dificultades.

- Pues sí que puede, señorita Gillingham, le juro que sí.

La criada se detuvo un momento, al tiempo que respiraba profundamente.

- Verá, señorita, y sé que lo que voy a contarle le resultará un poco extraño; el conde prometió a su abuela que es un espíritu del mal recién salido del infierno, se 1o aseguro, que se casaría el día en que cumpliera veinticinco años. Pero a él después se le olvidó, pues sólo tenía veinte años cuando hizo aquella promesa. Y el día de Año Nuevo, mañana, cumplirá los veinticinco.

- Entiendo. -Fue lo único que se le ocurrió decir, aunque Meg no entendía nada. No obstante, le sorprendió que el excéntrico conde fuera tan joven; ella creía que sería ya un viejo achacoso.

- Pues bien, señorita -la criada se echó hacia adelante, apoyando los brazos en la mesa-. Esta mañana el conde ha recibido una carta de su abuela, en la que le recuerda la promesa que hizo y lo que dijo de que, si no estaba casado para ese día, estaría dispuesto a que fuera ella quien le eligiera esposa.

- ¿Y él tiene intención de cumplir lo que dijo?

- ¡Oh, sí! El conde dice que un Torrance siempre es fiel a su palabra.

- En tal caso, habrá que esperar que la elección de su abuela le resulte agradable. Verdaderamente no entiendo…

La criada movió la cabeza en gesto de negativa.

- Ellos se odian, señorita. No sé por qué exactamente, pero odio es poco para lo que sienten el uno hacIa el otro. La duquesa elegirá a la peor mujer que encuentre en todo el reino.

- No puedo creerlo-dijo Meg, intrigada a su pesar por aquella situación. Todo parecía idóneo para una obra de teatro.

- Supongo que elegirá a alguna que pueda tener hijos. Ella, desde luego, se preocupa mucho por la sucesión, pero no es su título lo que está en juego. Es la madre de la madre del conde, ¿entiende usted, señorita?

Un tanto aturdida, Meg intentó llegar al fondo de la cuestión.

- Si el conde hizo esa promesa, se habrá ocupado de poder cumplirla; no veo en qué modo puedo ser de alguna utilidad.

La criadita empezó a cambiar nerviosamente de postura, como si el asiento, de repente, estuviera plagado de pulgas. Dijo entonces con brusquedad:

- Quiere casarse con usted, señorita.

Meg se quedó literalmente sin habla; le daba vueltas a aquellas palabras en su mente, como intentando comprender su significado.

Pero la criada continuó su discurso.

- No es eso exactamente. La historia es, señorita Gillingham, que él está decidido a casarse con alguien mañana para no complacer a su abuela. Tiene los nombres de muchas damas de sociedad en una lista, pero ninguna le gusta realmente. La cosa está clara como el agua. Así que yo me dije…, tal vez usted se enfade con esto que le voy a decir -admitió la criada, con el rubor en el rostro-, pero lo único que intento es ayudar. Lo que yo pensé fue, si él se va a casar con cualquiera, ¿por qué no con una dama que lo necesite realmente? Y le sugerí que usted sería adecuada.

Meg se echó hacia atrás en la silla. No había duda de que la criada sentía cierto embarazo, estaba nerviosa, pero no podía decirse que tuviera aspecto de perturbada. Su amo, sin embargo…

El adjetivo excéntrico no parecía suficiente para describirlo.

- Susie, ¿es todo una broma?

- ¡No, no, señorita! ¡De verdad! Le doy mi palabra y que me muera ahora mismo si miento -dijo la criada haciéndose el signo de la cruz sobre el pecho izquierdo.

- Entonces, usted intenta seriamente convencerme de que un conde quiere casarse conmigo, una mujer a quien no conoce en absoluto, jamás ha visto y que no tiene ni un penique, mañana mismo. No es posible. Sería necesaria una dispensa. Incluso una licencia llevaría su tiempo.

- Una autorización especial. El señor Chancellor ya ha empezado los trámites para conseguirla. Es el secretario del conde; más o menos; también es su amigo, y su consejero.

- ¿Y le ha aconsejado esto?

Susie emuló en el rostro un gesto de fastidio.

- No estaba demasiado contento con la idea, a decir verdad. Pero tampoco se le ocurrió nada mejor.

La agitación obligó a Meg a ponerse de pie y empezar a caminar por la cocina.

- ¿Acaso el conde me conoce?

Súbitas vinieron a su mente vagas fantasías de ser admirada en secreto, aunque Meg no tuvo que esperar demasiado para conocer la respuesta. Ella no era el tipo de mujer que suscitaba pasiones secretas en los caballeros. Desde hacía ya unos años, se había dado cuenta de que, aunque nada en su aspecto la hacía repugnante ante los ojos de los hombres, tampoco tenía ningún atractivo especial para ellos.

Como se temía, la criada negó con la cabeza.

- Entonces, ¿por qué me ha elegido a mí para ocupar tan extraordinaria posición?

- Porque yo se lo sugerí, señorita.

- ¿Por qué le habló usted de mí? -La idea de que aquella criada hubiera hecho una descripción de ella tentadora para el conde la asustaba.

- Porque mi hermana me ha contado muchas veces, señorita, que es usted una dama muy amable y honrada, que está esforzándose cuanto puede por mantener a su familia unida después de la desgracia que han tenido.

- Vaya descripción. Doy el aspecto de una resignada heroína.

- Bueno, supongo que las cosas no le estarán resultando muy fáciles…

- No -dijo Meg, al tiempo que lanzaba un suspiro-, no me están resultando nada fáciles.

- Entonces, ¿acepta usted?

- No, por supuesto que no. Eso está fuera de toda duda.

- ¿Por qué?

- ¿Por qué? -Meg se encogió de hombros con gesto de desesperación-. Porque aunque esto fuera una verdadera proposición…

- ¡Lo es!

- Aun así, no puedo casarme con un hombre al que no he visto en mi vida.

La criada se quedó mirándola fijamente.

- Con su permiso, señorita, pero…los pobres no eligen.

Meg se acordó de las palabras del alguacil, y con aquel recuerdo le vinieron también a la memoria las alternativas.

- Cásese con el conde -prosiguió la criada- y contará usted con los medios que se merece su posición; la suya y la de sus hermanos.

Meg volvió a tomar asiento, pues se sentía algo mareada. La criada acababa de repetir las palabras de su deseo. Pero no parecía verosímil que la piedra pudiera influir en los designios de la aristocracia ni en promesas hechas hacía años.

Aunque, por lo que ella sabía, la piedra podía hacerlo todo. Su madre le dijo que, para la magia de aquella figurita, el tiempo no contaba. No tenía demasiado sentido, pero nada que se relacionara con la piedra lo tenía.

- ¿Por qué tiene usted tanto empeño en que esto salga adelante? -preguntó Meg.

La joven criadita se sonrojó.

- Para serle sincera, señorita, él nos ha ofrecido una recompensa. Si se casan ustedes mañana, nos dará dinero al Mono y a mí para que nos establezcamos por nuestra cuenta. Tenemos echao el ojo a una posada que hay en High Hillford, ¿sabe usted?

- ¿Va a casarse con un mono? -En ese momento, Meg empezó a convencerse de que aquella mujer estaba loca.

- ¡No, no! -dijo Susie riéndose-. Es el apodo que tiene, Mono. El conde le llama Mono, ¡Cosas suyas!, porque no es que tenga cara de mono, aunque ya todos le llamamos así. Su verdadero nombre es Edgar. ¿Cree usted que yo debería llamarle Edgar?

- Sí, supongo que sí. -Meg no acababa de creer que todo aquello estuviera sucediendo de verdad. Necesitaba tiempo para digerirlo-. Tiene que haber algo raro en el conde si se ve en la necesidad de sobornarla a usted para que le encuentre esposa. ¿Es acaso un loco, un ser deforme o depravado?

La criada abrió los ojos con verdadera estupefacción.

- No, ¡por Dios! Le doy mi palabra señorita Gillingham. Si mañana se pusiera en Hyde Park y se ofreciera como esposo, habría damas que se matarían por conseguirlo.

- Entonces, ¿por qué todo esto?

La criadita exhaló un profundo suspiro y, con su regordeta mano en alto dijo:

- Uno -y empezó a contar con los dedos-: se ha tratado con muchas de sus iguales y no se ha enamorado de ninguna. Dos: sería muy raro tener que explicarles a ellas y a sus familias el porqué de un matrimonio con tantas prisas. Ellas aceptarían, pero a él no le gustaría empezar de ese modo.

- En cambio, ¿no le importa empezar de ese modo conmigo?

- Las necesidades son mutuas, señorita; si entiende usted a lo que me refiero…

- Ah -dijo Meg-, por orgullo.

Ella comprendía muy bien esa manera de reaccionar. De hecho, era bastante orgullosa; por esa razón intentaba desesperadamente mantener unida a su familia contra viento y marea. Susie asintió con la cabeza.

- Desde luego, es un hombre orgulloso. Altivo como el que más, dirían algunos. Pero yo no le veo así -añadió rápidamente.

- Si habla de sus asuntos privados con los criados y toma en cuenta sus propuestas, entiendo que no le vea así. -Meg intentaba encontrar alguna coherencia en todo aquello, se esforzaba realmente, pero no podía-. La verdad es que yo no lo entiendo.

- Lo entendería si le conociera. -Susie volvió a echarse hacia adelante, apoyando los antebrazos en la mesa-. Le gusta correr riesgos; eso le encanta a Sax.

Sin duda, ante la sorpresa de Meg al oírle pronunciar ese nombre, la criada añadió:

- Todo el mundo le llama Sax, aunque los criados no lo hacemos delante de él, claro está.

- Yo no veo que nada esté claro en esta extraordinaria situación.

- Se lo explicaré. -Antes de que Meg pudiera protestar, Susie añadió-: Para él, la vida es como un juego sin fin. No es que descuide sus responsabilidades, pero no le gusta hacer siempre lo que está previsto. Toma sus decisiones echando una moneda al aire o tirando los dados. No juega a apuestas altas de dinero, pero sí utiliza las cartas y los dados para arriesgar en otros asuntos.

- ¿De verdad no cree usted que debería estar encerrado?

Susie no pudo contener la risa.

- ¡Ay, señorita! -Pero de nuevo se puso seria-. De verdad que la propuesta es real, y sería usted una tonta si no la aprovechara.

- ¿Una tonta por rechazar la proposición de matrimonio de un excéntrico, posiblemente un lunático, al que no he visto nunca?

- Un excéntrico con mucho dinero.

Dinero. La raíz de todos los males, pero tan importante cuando no se tiene. La criadita estaba en lo cierto. Ahí tenía la oportunidad de salvar a su familia del desastre; sin duda, la oportunidad que ella había pedido. No tenía sentido andarse con sutilezas. Después de todo, había estado dispuesta a convertirse en la amante de sir Arthur Jakes para salvarlos a todos. ¿Acaso esto sería peor? Al menos, era una proposición de matrimonio.

Se puso de pie.

- Iré con usted ahora mismo para conocer al conde.

La criada permaneció sentada en la silla.

- Lo siento, señorita, pero él ha dicho que no. Si acepta usted la oferta, deberá presentarse mañana en la iglesia a las once en punto.

- ¿En qué iglesia?

- En la iglesia que corresponda a su parroquia. Me encargó que lo averiguara.

- ¡Esto es una locura! ¿Por qué razón no podemos conocernos? A menos que haya algo horrible en él… pero entonces -añadió con tono reflexivo-, yo podría negarme a seguir adelante con la ceremonia…

- Exactamente. Yo no sé las razones, señorita, salvo que él es así. Lanzó una moneda al aire y salió usted. Si no acepta, él sacará de un sombrero el nombre de una dama de la alta sociedad. Pero en caso de que usted diga que sí y luego no quiera continuar con la ceremonia, el conde dejará que su abuela tome la última decisión.

- ¡Lanzando una moneda al aire! -Pero ¿acaso eso era peor que pedirle un deseo a una estatuilla de piedra lasciva y misteriosa?-. Hágame una descripción del conde.

- ¡Ay, señorita! Es un hombre muy guapo. Alto y de muy buena planta.

Un maníaco fuerte y corpulento.

- ¿Y de carácter?

- Es un caballero bastante amable. Suele tratar con mucha educación a las damas, siempre que no esté fuera de sí.

«¿Y cuándo no lo estará?» se preguntó Meg, al tiempo que un leve escalofrío le recorría toda la espalda.

- Dice que es guapo, pero, ¿cómo es? ¿Moreno, de tez pálida…

Arqueando las cejas, la criada contestó:

- Bueno, tiene el pelo más bien de color amarillo, señorita.

- ¿Amarillo? ¿Quiere usted decir que es rubio?

- Más o menos. Tiene la piel más oscura que la mayoría de los caballeros, porque le encanta salir a navegar en verano y no se preocupa de ponerse sombrero. El pelo, digamos que lo tiene más bien amarillo oscuro; del sol, ¿comprende usted? y los ojos los tiene amarillos. Entre castaños y amarillos.

- ¿Tiene los dientes amarillos también? -Meg empezaba a comprender por qué el conde tenía ciertas dificultades en encontrar esposa. Seguramente todo esto lo hacía para lavar su imagen.

Susie no pudo reprimir una risa nerviosa.

- No, señorita. Los tiene blancos, fuertes y sanos. ¿Y los suyos? Era una de las cosas que él quería saber de usted.

Meg la miró con sorpresa.

- ¿Se supone que debe usted inspeccionármelos?

Susie se echó hacia atrás.

- Eh…, no, señorita. Era sólo un comentario. En realidad, el conde no dijo nada de los dientes.

- ¡Eso espero! Indudablemente, está loco. Dígame usted la verdad: ¿estaremos a salvo con él mi familia y yo?

- ¿A salvo? -La criada volvió a reflejar estupefacción en el rostro-. Por supuesto que sí, señorita. Ni siquiera cuando le dan sus ataques es capaz de hacer mal a nadie.

- ¿Sus ataques?

La criada puso una expresión como si deseara haberse tragado la lengua.

Bueno…, le dan de vez en cuando y acaba rompiendo cosas. Pero sólo cosas.

Meg se arrellanó en la silla. Paradójicamente, aquellas rarezas le infundían ánimos. Si el conde de Saxonhurst fuera un caballero normal, todo habría sido más sospechoso. Ahora, pese a los intentos de la criada de describirle una situación atractiva, no tenía ya ninguna duda de que se trataba de un hombre con ciertos problemas. Tal vez ella pudiera soportarle las manías y granjearse así el apoyo de él para su familia.

- Tengo una condición.

- ¿Una condición, señorita?

Meg sabía perfectamente que su situación no era la idónea para imponer condiciones, pero tampoco el conde parecía exento de problemas.

- Quiero que el señor de Saxonhurst me dé su palabra de que mis hermanos vivirán conmigo bajo el mismo techo y que los ayudará a abrirse camino en la vida.

- Estoy segura de que lo hará.

- Lo quiero por escrito. Espere un momento.

Meg se fue entonces al estudio de su padre, ahora ya una estancia vacía, pues hubo que vender todos los cuadros y los libros, por el poco dinero que les dieron. Permanecían allí todavía, sin embargo, los instrumentos de escritura. Meg sacó una hoja de papel, pero entonces se dio cuenta de que el tintero de plata ya no estaba, por lo que tampoco había tinta. Sacó entonces el cabo de un lápiz.

Tuvo que afilarle la mina, y estuvo a punto de cortarse por lo mucho que le temblaba la mano. Era una verdadera locura dejarse llevar por todo aquello; aunque también era una locura no hacerlo.

Cuando se sentó a escribir, necesitó unos segundos para serenarse. Era importante que su caligrafía fuera clara y bien definida.

Al conde de Saxonhurst:

Estimado señor, me sorprende y honra vuestra proposición de matrimonio, y entiendo que mi situación me obliga a considerarla seriamente. No obstante, antes de decidirme, preciso que vos me aseguréis que mis dos hermanos y mis dos hermanas vivirán con nosotros después de que nos hayamos casado, que recibirán la educación que les corresponde como damas y caballeros, y una renta suficiente para abrirse camino en la vida.

Al llegar a ese punto, Meg dudó y, sin darse cuenta, se quedó mordisqueando la punta del lápiz. Sabía lo que debía escribir, pero le daba miedo comprometerse. Tras un suspiro de resolución, prosiguió:

Si me dais las garantías que os pido, señor, acudiré mañana a las once, a la iglesia de St. Margaret, y me casaré con vos.

Releyó la carta y estuvo tentada de romperla en pedazos. Pero recordó los planes de sir Arthur para su hermana Laura.

No tenía elección.

Pese a todo, se dijo a sí misma, no era una salida tan terrible. La contrapartida con la que llegaba la solución mágica de la sheelagh tal vez fuera soportable. Obviamente, apenas sabía nada de su futuro esposo, pero la criada, Susie, parecía una buena mujer, y su hermana siempre había sido una persona bondadosa y honrada.

No obstante, eran sólo unas criadas, sin ningún poder sobre su amo.

Le acosaba la duda de si seguir adelante o retroceder. Así, con la mente como un péndulo descompensado, acabó, como era fácilmente predecible, sintiendo un profundo dolor de cabeza. Deseó con toda su alma que estuvieran allí sus padres para darle consejo.

Pero si ellos estuvieran allí, nada de todo aquello estaría ocurriendo.

«Laura», se dijo a sí misma.

Ella era la razón definitiva para seguir adelante.

Además, así la propia Meg tendría un hogar y una familia. Ningún hombre la cortejaba, y ella hacía como si no le importase, pero siempre había querido casarse y tener hijos. Un conde excéntrico y seguramente bastante feo no era tampoco un precio excesivo.

Por otra parte, se recordó a sí misma, si resultaba ser peor que eso, un loco, un desalmado, alguien evidentemente trastornado, no seguiría adelante con la ceremonia.

Preocupándose de repente por los aspectos legales de la promesa que había puesto por escrito, tomó de nuevo el lápiz y añadió:

Si nos parecemos apropiados el uno al otro.

Mejor así. Después de otro breve ataque de vacilación, dobló la hoja, volvió al piso de abajo y se la entregó a la criada.

- Es probable que no le responda, señorita. El conde es un desastre en lo que se refiere a mantener sus asuntos en orden.

Resultaba tentador echarse atrás, pero si el conde no estaba dispuesto a mantener y ayudar a sus hermanos, entonces no habría trato.

- Si no responde a mis demandas, tendrá que encontrar esposa echándolo a suertes, y espero que la convenza para llevarla al altar.

La criadita se rió entre dientes.

- ¡Una mujer de una pieza! Les irá bien juntos. -Se guardó la nota en el bolsillo-. Necesito saber su nombre completo, señorita, para la autorización.

- Pero todavía no me he comprometido.

- Que tenga usted una autorización no significa que deba utilizarla. Por lo visto, estos trámites llevan su tiempo.

Meg tenía tan pocas ganas de decirle sus floridos nombres bautismales como de comprometerse definitivamente. Pero no quedaba más remedio.

- Minerva Eithne Gillingham -dijo, asintiendo.

- Bonito nombre. -Y tras decir aquello, la radiante criadita se marchó.

Meg se quedó clavada en la silla, preguntándose que era lo que acababa de hacer. Cuando aparecieron de pronto Laura y los mellizos, medio enfrascados en una discusión, para Meg fue casi como un alivio.

- ¡Sentaos! -gritó Meg. Richard y Rachel se sentaron los dos a la mesa en sendas sillas, con cara de pilluelos hambrientos dispuestos a comer lo que fuera. Meg empezaba a verlos como a dos polluelos, con los picos siempre abiertos.

Cortó unas rebanadas gruesas de pan, las untó de manteca; después echó agua hirviendo sobre las hojas gastadas de té y sirvió aquella escueta infusión. Los pequeños comieron y bebieron sin rechistar, pero Meg sabía que no podían continuar así. Además, al día siguiente, volvería a visitarlos sir Arthur.

Sintiendo escalofríos; supo que se casaría con el excéntrico conde de Saxonhurst, aunque fuera un loco y un cretino.

Empujó con esfuerzo la pesada cazuela de hierro hasta colocarla sobre el fogón y mandó a los mellizos que encendieran el hogar con los restos de madera que habían recogido al salir de paseo. Aquellos días, ésa era la verdadera finalidad de los paseos: conseguir forraje. Pero Londres no era como el campo. Eran pocos los que tiraban cosas, y cientos de personas las que salían a recogerlas. Los mellizos se habían convertido en verdaderos expertos en encontrar trocitos de madera para poder encender el hogar y cocinar durante el día, y se sentían muy orgullosos de su destreza, pero no era justo que pensaran en esas cosas a su edad.

Para cenar, había sopa; Meg había comprado verduras, patatas sobre todo y coles, y el carnicero les había regalado algunos huesos. Todo por caridad, pero estaba dispuesta a tragarse el orgullo. Le daría algo de sustancia a la comida, y tal vez quedara para el día siguiente, cuando, de un modo u otro, la suerte estaría echada.

Pan siempre tenía porque su antiguo pretendiente estaba ahora a cargo de la tienda de su padre. Se había casado, y con una mujer muy agradable, pero tal vez quedara algún vestigio del efecto mágico de la piedra. Cada vez que Meg iba a la panadería, él le daba todas las hogazas viejas que, según decía, pensaba tirar; aunque la verdad es que siempre tenían el aspecto de pan recién hecho.

En cualquier caso, dejando a un lado a sir Arthur, su familia no podía seguir viviendo así. Estaban todos más delgados, y aquella situación no era buena para criaturas en crecimiento.

Los golpes de alguien que llamaba a la puerta trasera la dejaron estupefacta.

¿Será que ha respondido a mi nota? ¿Y si la veía ahora y cambiaba de opinión? Casi sin saber lo que hacía, se arregló como pudo el cabello, que le caía desordenadamente sobre el rostro acalorado.

¿Y si era un adefesio que ella no pudiera soportar?

Mientras Meg dudaba, Richard corrió despreocupado a abrir la puerta. Con una amplia sonrisa, apareció Susie.

- ¡Todo arreglado! -exclamó la criadita, al tiempo que sacaba del bolsillo una hoja distinta de papel.

Consciente de que sus hermanos observaban con fascinación, Meg la cogió con mano temblorosa y rompió el sello lacrado. Al desplegar la hoja, pudo comprobar que tenía el mismo sello grabado en la cabecera. La caligrafía era un poco descuidada, inclinada hacia la derecha y con vigorosas curvas. Pero no había nada extraño en la letra ni que pareciera indicar alguna perturbación mental. Claro que podía ser el secretario quien la hubiera escrito.

Meg miró la firma: un «Saxonhurst» garabateado con energía. Aunque de trazo más descuidado, como suelen ser las firmas, parecía escrita por la misma mano que el resto.

Mi querida señorita Gillingham:

Me complace saber que se inclina usted a aceptar mi proposición de matrimonio. Asimismo, me es grato darle todo tipo de garantías de que, de inmediato, consideraré a sus hermanos como si fueran los míos; los criaré y educaré con el mismo cuidado y los proveeré de todos los bienes necesarios.

A demain,

Saxonhurst

Meg volvió a leerla entera, aunque era una carta lo suficientemente directa. En ella quedaba incluso una constancia clara de su proposición de matrimonio, por lo que podría presentarla ante los tribunales en caso de tener que reclamar por daños y perjuicios. Susie estaba en lo cierto; era un hombre impetuoso.

Pero la caligrafía la serenó. A lo largo de su vida había reparado en que la forma de escribir refleja la personalidad de un individuo, y en la del conde no se apreciaba nada demasiado terrible. Ella sería capaz de lidiar con un hombre altivo e impetuoso, de excéntricas costumbres; y si de físico resultaba poco atractivo, era indudable que ella no podría echarse atrás por esa razón.

- Muy bien -dijo Meg a la criada-, mañana, a las once.

Susie esbozó una amplia sonrisa.

- No lo lamentará, señorita Gillingham. Tendrá usted a todos los criados de su parte si él le causa algún problema.

En cuanto la puerta se cerró, Meg se dejó caer en una silla. ¿Si me causa algún problema? ¡Dios santo!

- ¿Qué pasa mañana a las once? -preguntó Rachel, con un tono agudo de insistencia.

¡Qué asustados estaban los mellizos! Meg consideró que lo más adecuado era ocultarles la gravedad de la situación.

Con una sonrisa forzada, respondió:

- Que me caso. -Todos se quedaron mirándola, y ella lanzó una franca carcajada de desahogo. Fueran cuales fueran las consecuencias, no serían de lo peor-. No creáis que me he vuelto loca, hermanitos. Me caso, y nos cambiaremos todos a vivir a una gran mansión. Se acabaron para siempre las estrecheces y las penurias; habrá mucha comida rica para todos.

Los mellizos seguían mirándola, sumidos en la perplejidad.

- ¿De verdad?

- Totalmente de verdad.

- Pero ¿con quién te casas? -preguntó Laura, algo pálida-. ¿No será con… sir Arthur?

Meg se levantó de la silla y la abrazó calurosamente, dando gracias al cielo de que hubieran conseguido librarse.

- No, no es con sir Arthur; con el conde de Saxonhurst.

- ¿Con un conde?

Meg miró a su dulce hermana a los ojos, consciente de que ninguno de los cuatro, pero en especial Laura, debía sospechar jamás que lo estaba haciendo por ellos.

- ¿Es que no crees que yo me merezca un conde?

Laura se sonrojó.

- Por supuesto que sí. Tú te mereces a un príncipe; pero yo no sabía que conocieras a ningún noble.

Rápidamente, Meg inventó una historia.

- Nos conocimos en casa de los Ramilly.

- Pero ¿por qué mañana? No hay tiempo para los preparativos.

- Cuando conozcas al conde, te darás cuenta de que es un hombre que actúa por impulso. Nuestra situación es extrema, así que ¿por qué esperar más? Lo que me recuerda -dijo Meg, dirigiendo la mirada hacia los pedazos de carne- que todavía tenemos que comer hoy.

Laura empezó a pelar cebollas, sin dejar de hacer preguntas.

- ¿No nos lo vas a describir?

- No -contestó Meg al tiempo que ponía a hervir los huesos-. Tened paciencia y lo sabréis.

Pero cuando llegó Jeremy, la cosa no fue tan sencilla. Era un robusto joven de diecisiete años, muy parecido de cara a Meg, con el mismo cabello castaño y suave de su madre y la barbilla cuadrada de su padre, aunque bastante más inteligente y estudioso. Walter Gillingham siempre decía que su hijo el mayor llegaría a superarle en conocimientos.

Pero eso era en los buenos tiempos, cuando se daba por sentado que Jeremy iría también a Cambridge como su padre. Últimamente, hablaba de la posibilidad de encontrar un empleo como oficinista. Ni siquiera hubiera podido continuar sus estudios si el doctor Pierce no hubiera insistido mil veces en seguir dándole clases sin cobrar nada.

La alegría inundó los ojos de Meg. Ahora podría devolverle sus sueños, su destino; lo que él se merecía. Pero nunca sabría la verdad. Era tan testarudo y orgulloso como ella y jamás aceptaría semejante sacrificio por su parte.

Él no aceptó la historia con tanta facilidad como los demás, pero tras algunas inquisitivas preguntas, se dio por vencido. Meg sabía que más tarde volvería a la carga.

Aunque sin disimular la preocupación, Jeremy y Laura accedieron a seguirle el juego y apenas hablaron de los planes para el día siguiente, pero los mellizos no se contentaron con tanta facilidad. Cuando entre risas Meg se negó a contestar a sus preguntas, diciéndoles que era todo una sorpresa, empezaron los dos a fantasear con fabulosas bandejas llenas de pasteles y helados, vajillas de oro, joyas y media docena de caballos salvajes para cada uno.

Tras dejarlos en la cama al final del día, Meg se masajeo las sienes, para aliviarse el tremendo dolor de cabeza, y confió en que la realidad no los decepcionara demasiado. Al menos, tendrían pasteles y helados en las ocasiones especiales.

Ahora le tocaba vérselas con Jeremy.

El joven la condujo a la fría intimidad de la sala, mientras Laura se quedaba zurciendo a la exigua luz de una vela; no podían acudir a la iglesia con los calcetines llenos de agujeros.

Meg volvió a contar a historia que se había inventado. Había conocido al conde en casa de los Ramilly; él la propuso en matrimonio cuando se enteró de sus lamentables circunstancias, y ella estaba encantada con la oportunidad de hacer tan buena boda.

- Pero ¿por qué con tanta prisa Meg? -pregunto el hermano, esforzándose por mantener la expresión de serenidad que solía tener su padre en los momentos graves.

Por todos los santos. Jamás habría imaginado que nadie pensara en que ella tenía que casarse. Sintiendo las mejillas acaloradas, Meg le habló de la abuela del conde.

- Por Dios, Meg. Parece un hombre desquiciado; ¡olvidarse primero de una cosa así y empeñarse luego en seguir adelante!

- No tiene nada de desquiciado el cumplir la palabra dada.

- Supongo que no, pero aun así…

- Aun así, voy a casarme.

- Pero admites que apenas lo conoces. No parece una sabia decisión.

Meg recordó en su interior que su hermano no sabía la odiosa alternativa que les quedaba.

- En realidad, Jeremy, es una especie de apuesta, pero con muchas posibilidades de ganar. Y, si en el último momento cambio de opinión, puedo negarme a seguir adelante con la ceremonia.

- Yo iré contigo. -El joven apretó los dientes con resolución.

- Por supuesto que vendrás, ¿cómo voy a casarme sin mi familia?

Aquello pareció serenarle, pero mientras salía de la sala para volver a sus libros, murmuró:

- A mí me suena todo muy raro.

Meg no tenía más remedio que aceptarlo; todo era muy raro, pero decidió disipar de su mente las preguntas inquietantes y volvió con Laura para ayudarla a zurcir. Todavía le quedaba algo de orgullo y no quería que tuvieran todos el aspecto de mendigos. Cuando dejaron las prendas de vestir con el mejor aspecto posible, le dolía muchísimo la espalda y sentía los ojos cansados de coser con tan poca luz.

Velas de cera; seguro que un conde tendría velas de cera. Deseó que su prometido estuviera dispuesto a comprarles calcetines nuevos.

Laura se friccionó la espalda también para aliviarse el dolor; después guardó el hilo y las agujas en el costurero de su madre, adornado con incrustaciones de madera. Meg lo había estado conservando hasta el final, pero iba a ser lo siguiente por vender. De hecho, ya le había preguntado a un comerciante cuánto le daría por él. Lo tocó con cariño. Otro motivo de alegría…

- Y ahora tú.

- ¿Cómo? -Meg miró a su hermana, intentando disimular su agotamiento.

- ¿Qué te vas a poner para tu boda?

- Bueno, eso da igual.

- ¿Cómo que da igual? De eso nada. Vamos a ver qué hay en tu armario.

- Rachel está dormida. -Solían dormir las dos o las tres juntas para darse calor.

- No haremos ruido.

- No creo que aparezca un traje de novia por arte de magia. Todo lo que tengo son vestidos de institutriz.

- Algo habrá. ¡Venga vamos!

Momentos después, Laura se encontraba abriendo despacio todos los cajones y compartimientos del armario de Meg, con el ceño fruncido ante los vestidos tan sosos que había.

- Podíamos pedirle un deseo a la piedra, susurró Laura.

- ¿Cómo?

Ante el tono de Meg, Laura miró hacia el piso de arriba.

- La sheelagh-maging.

Sheelagh-ma-gig. -Meg llevó a su hermana hasta el pasillo-. Dudaba si lo sabrías.

- Mamá me la enseñó. -Laura se encogió de hombros-. Me dijo que tenía poderes, pero yo le pedí insistentemente un pianoforte y nunca me lo concedió. Mamá decía que sólo funcionaba contigo. Así que podrías…

- No, Laura. Es peligroso. No conviene utilizarla para cosas tan triviales.

- ¿Un vestido de novia es una cosa trivial?

Meg ocultó una sonrisa ante esta prueba de cómo era su hermana menor, de la razón que tenía.

- La sheelagh, Laura, siempre tiene un precio, demasiado alto para una cuestión banal. Jamás hables de esto con nadie.

- Está bien. -Parecía que iba a decir algo más, pero volvió a la habitación a buscar entre los cajones-. Todo es espantosamente sobrio.

- La ropa apropiada para una institutriz; y muy práctica.

Laura sacó un vestido azul celeste.

- Éste es el único que podría servir.

- Pues no está mal -dijo Meg, contenta de haber encontrado una solución. Era su vestido de domingo, un traje alegre de paseo, con adornos en azul marino.

- De todas formas, es bastante soso para una condesa -musitó Laura, dejándose caer sobre una silla-. Podríamos ponerle más adornos.

- No. -Meg estaba atónita, casi horrorizada, ante la idea de convertirse en condesa-. Seguro que el conde estará encantado de comprarme ropa nueva, más apropiada para mi nueva posición.

- Pero…

- No. Vámonos a dormir.

Mientras se ayudaban la una a la otra a desvestirse, Meg soltó un suspiro ante la idea de convertirse en condesa. Estaba dispuesta a casarse con un conde excéntrico, pero no había reparado en todos los detalles. No podía explicar bien por qué le horrorizaba tanto la idea de ser condesa, salvo que su talante no era el más apropiado para semejante papel.

Mientras se trenzaba el cabello, observó su rostro con mirada analítica. ¿Sería correcto que una condesa tuviera, una nariz tan afilada y un cuello tan largo? Se encogió de hombros. Sería una buena esposa para el conde; era todo cuanto podía ofrecer.

La inquietud de su hermana Laura por el vestido le hizo plantearse otro problema. Mientras se metía en la cama, Meg empezó a pensar en su ropa interior.

Durante los años que vivió con la familia Ramilly pasó muchas tardes en el más absoluto silencio. Meg suponía que, para mucha gente, aquella situación habría sido demasiado solitaria, pero para ella era sencillamente la tranquilidad. Después de todo la razón principal por la que se decidió a buscar un empleo fue huir del caos de su hogar. Ella adoraba a su familia, pero la constante desorganización y la alegre despreocupación de sus padres la descentraban.

En el hogar de los Ramilly, todo estaba muy bien ordenado. Eran una familia amable y austera, los niños se comportaban correctamente y los criados desempeñaban sus obligaciones con meticulosidad. Después de acostar a los pequeños, le quedaba el resto del día para ella, que lo pasaba en su habitación, en medio de la serenidad y el silencio. A menudo leía o escribía cartas a sus familiares, pero también dedicaba mucho tiempo a bordar ya hacer encajes, ocupaciones tranquilas y delicadas que le aportaban una inmensa alegría interior.

Llegó un momento en que se cansó de adornar pañuelos y ponerle cintas a los sobrios vestidos. Comenzó entonces a decorar su sencilla ropa interior. Empezó tímidamente bordando ramilletes de flores sobre las batas y los camisones. Pasó entonces a añadir una tira fina de encaje a una enagua, labor en la que se entretuvo deliciosamente durante mucho tiempo.

Pero cuando la terminó, ya no pudo parar. Calados, entredós, lazadas y puntillas; plumetíes y guipures; sus sencillas prendas algodonadas se convirtieron en lienzos para su imaginación. Si bien las decoraba con colores tenues, pues la lavandera las vería todas, y acabarían indefectiblemente oscilando al viento sobre la cuerda de tender; con todo, los diseños eran bien complejos, y hacerlos le producía una enorme satisfacción.

Tardó un tiempo en caer en la cuenta de que, entre su ropa interior, había dos tipos de prendas que nadie podía ver salvo ella: sus corsés y sus braguitas. Los corses no podían lavarse, y en cuanto a sus escandalosas bragas, era ella misma quien las lavaba.

Así pues, Meg había dado rienda suelta a su imaginación en aquellas adorables prendas. Eran su secreto más preciado, ridículo tal vez para una joven sencilla y de talante tan serio como ella, pero sin duda lleno de belleza. No le había costado demasiado trabajo ocultárselas a todo el mundo, pero ¿cómo hacerlo ahora con un marido?

No habría demasiado problema. Seguramente él se reuniría con ella cuando se encontrara ya dentro de la cama, y sus camisones no tenían nada exagerado. Pero, ¿qué haría si de repente él la sorprendía en paños menores?

Empezó a inquietarse, al tiempo que deseaba que el sueño viniera a tranquilizarla. Se compraría ropa nueva; sí, sí, eso haría. Le diría que tenía ya todas las prendas demasiado anticuadas y que deseaba comprarse algunas nuevas. Pero tener que deshacerse de sus amadas labores era un sacrificio tal vez demasiado grande para ella.

El sueño no acudía a serenarla.

Esa sería, probablemente, su última noche de soltera.

Intacta.

Virgen.

Apenas se atrevía a pensar en que, al día siguiente, tendría que permitir a un absoluto extraño que accediera a las partes más íntimas de su cuerpo.

Bajo estas inquietudes, latía otro temor.

El don que le había concedido la sheelagh era excesivo. Un conde, aunque fuera uno especial, jamás se hubiera casado, por su propia voluntad, con Meg Gillingham.

¿Qué precio tendría que pagar por eso?

Y lo que era aún peor, ella le había arrebatado el libre albedrío. Ya se sintió bastante culpable cuando, sin que él lo supiera, el hijo del panadero acudió con la tarta. Pero ahora la trampa era para siempre.

Aquello debía de ser pecado.

Siempre había sospechado que la sheelagh era el mal; ahora sabía que era cierto.

Pero no tenía otra elección; había entregado su alma por salvar a su hermana.