Capítulo 8

El la miró, con una expresión inescrutable en el rostro, dio unos pasos y fue a sentarse sobre la cama, apoyándose en una de las pesadas columnas.

- ¿Deseáis que hablemos?

Pese a que el corazón le latía desbocado, la emoción principal de Meg en aquellos momentos era la irritación.

- Hacéis todo esto con premeditación.

- ¿El qué? -preguntó él, con la inocencia de un mentiroso empedernido.

- Llevar a las personas hasta el límite.

- ¿Y por qué no? Intuyo que esta noche no me vais a dar ningún otro entretenimiento. -Estiró las piernas, y la parte inferior de su bata, al echarse hacia atrás, dejó ver sus musculosas pantorrillas desnudas.

Meg se preguntó si estaría completamente desnudo bajo aquella túnica que le cubría.

Dios mío, así era.

Sintiendo que se le doblaban las rodillas, se sentó en el banco del vestidor que estaba tras ella, esforzándose por comportarse con absoluta normalidad, con un hombre atractivo y casi desnudo en su dormitorio.

Una esposa, señor, no es para entretenerse.

- ¿No? Pues yo vengo dispuesto a entreteneros.

- Señor…

- Saxonhurst.

- Saxonhurst. Y -dijo ella irritada-, ¿por qué demonios no tendréis un nombre más corto? Algo así como Rule o Dane o Strand. -Inmediatamente después se tapó la boca con la mano como censurándose por utilizar aquel lenguaje.

Sin el menor gesto de sorpresa él se rió.

- Os pido mil excusas, querida. Supongo que por eso todo el mundo me llama Sax. - y con una de sus demoledoras sonrisas, añadió-: Probad a decirlo.

Como una marioneta, ella dijo:

- Sax. -Pero al instante siguiente se puso de pie y empezó a andar nerviosa por la habitación-. No es muy amable por vuestra parte que os dediquéis a atormentarme ya burlaros de mí. Vuestras expectativas son excesivas. Exigís demasiado.

- Minerva, yo no…

- Esta mañana éramos dos completos extraños -prosiguió ella-. No podéis esperar que yo esté preparada para…

- ¿Para qué? -El muy ladino tenía una mirada de absoluta inocencia y perplejidad, cuando en verdad sabía perfectamente lo que ella quería decir.

- Para aceptar vuestras prácticas libertinas -dijo Meg con rotundidad, al tiempo que se ceñía más el cinturón de la bata alrededor de la cintura.

- Libertinas -repitió él, con aire reflexivo-. Extraña palabra ¿no os parece? Más bien os referís a nuestras libertades. Las libertades que podemos tomarnos con otra persona. El matrimonio exige que me entregué si vuestro cuerpo con libertad, Minerva. y es algo que funciona en las dos direcciones. También yo os entrego el mío libremente.

Mientras decía estas palabras, él estiró los brazos, abriéndolos como quien ofrece un banquete.

Absolutamente seductor, salvaje y misterioso, aquel hombre estaba completamente seguro de sus atractivos.

Meg deseó rendirse a sus adorables encantos, pero no dejaba de sentirse nerviosa y en cierto modo irritada por su excesiva seguridad en sí mismo. Lo que había dicho Susie era cierto. La mayoría de las mujeres envidiarían tener a su disposición a aquel hombre, y ella se disponía a echarlo de su dormitorio.

Apretando los puños, dijo con tono de exigencia:

- Entonces ¿por qué no tengo la libertad de pediros que salgáis con vuestro cuerpo de esta habitación?

- Eso no es exactamente lo que yo quería decir.

- ¿Ah, no? -Ella le miraba los hermosos labios y recordaba sus deliciosos besos…

De repente cayó en la cuenta de que, una vez más, él la habla enredado en sus juegos y, como siempre, estaba ganando. Al hablar de la intimidad, conseguía ponerla en esa dirección.

Le miró directamente a los ojos.

- Muy bien, Saxonhurst. ¿Qué es lo que queréis exactamente? ¿Por qué estáis aquí?

Meg no sabía que una sonrisa pudiera contener una intención tan maliciosa.

- Querida, no creo que estéis preparada para describiros los muchos y diversos proyectos que tengo para vuestro cuerpo.

Meg se quedó mirándolo con ojos de asombro y, para su propia sorpresa, rompió a llorar.

Sin saber cómo, se encontró entre sus brazos y luchó por separarse. Al momento siguiente estaba tendida Sobre la cama, fundida con él en un abrazo. Entonces, se incorporo, y los dos se quedaron sentados, apoyados sobre el cabecero. Volvió en sí y pudo escuchar lo que él estaba diciendo.

- Os pido perdón, mi querida esposa. No lloréis más. -Ella mecía entre sus brazos y, por una vez, el presuntuoso conde de Saxonhurst sonaba realmente tierno.

De inmediato, el pánico se convirtió en vergüenza.

- Perdonadme. Normalmente yo no… -Con la respiración entrecortada intentó secarse las lágrimas con el dedo-. Me avergüenza llorar delante de otra persona.

- Yo soy igual que vos en eso. -Le retiró suavemente una lágrima de la mejilla-. Me temo que nos hemos embarcado en un matrimonio desastroso ¿verdad? Tal vez me estoy convirtiendo en una persona demasiado cruel.

- ¡No! -Meg deseó explicarse abiertamente. Si no hubiera sido por la sheelagh, la realidad es que hubiera estado encantada de entregarse a sus brazos, a sus libertades y descubrimientos. Volvió a suspirar, convencida de que su aspecto sería deplorable.

- Nadie puede lograr que un matrimonio sea desastroso en tan sólo veinticuatro horas, señor.

Él se levantó de la cama y trajo una toalla para que ella se secara la cara.

- Creo que el Príncipe de Gales consiguió hacerlo. Al menos yo no he venido borracho y me he desmayado delante de la chimenea.

Ella miró hacia las ascuas de carbón incandescentes.

- Menos mal, porque os habríais carbonizado.

- Tal vez por eso la mayoría de las bodas se celebren en verano -y, acariciándole el rostro por última vez, preguntó-: ¿Estáis mejor?

Meg dijo que sí con la cabeza, pero no era del todo cierto. Se encontraba sobre una cama, con la ropa de dormir y junto a un hombre vestido del mismo modo. En ese momento el conde tenía una pierna doblada y ella pudo ver su piel desnuda. Una piel tersa y musculosa. Meg sintió deseos de tocarla para saber exactamente cómo era, si estaba templada fría, si era firme o blanda, si resultaría áspera por el vello dorado que la cubría…

De repente lo miró a la cara.

- Estoy muy cansada, Saxonhurst -dijo, oyendo el desaliento en su voz.

- Es bastante comprensible -dijo tomándola de la mano para levantarla de la cama.

Oh, no, ¿qué pasaría ahora? Meg no estaba segura de poder aguantar mucho más tiempo. Si la besaba… Él retiró la colcha y las sábanas de la cama, y le indicó con un gesto que se metiera dentro.

- Milady, vuestro lecho espera.

Vacilante, Meg se quitó la ceñida bata y se metió bajo las sábanas, que estiró después todo lo que pudo hacia arriba.

- Gracias.

- Estoy eternamente a vuestro servicio, mi querida esposa. -Pero a continuación, comenzó a desabrocharse la bata.

- ¿Qué estáis haciendo? -dijo ella, casi soltando un alarido.

Él dejó de desabotonarse y contestó:

- Prepararme para meterme en la cama.

- ¡No! Quiero decir, señor, Saxonhurst, Sax, necesito descansar.

- Bueno, descansaremos juntos.

- Pero vos tenéis vuestra propia cama.

¿No podría ser? ¿Es que los matrimonios aristocráticos, teniendo cada unos sus propios aposentos, dormirían siempre juntos?

Él se desabrochó otro botón.

- Me encantará dormir con vos, Minerva, y cuando estéis más descansada podremos explorar con calma todas nuestras libertades conyugales.

Meg se sentía como una barca en medio de una tormenta y no pudo contener un grito desesperado.

- ¡Marchaos!

El conde dejó caer las manos y se quedó mirándola con expresión analítica en el rostro.

- ¿Por qué?

Ella apartó la vista del vello color miel que brillaba en el pecho de él.

- Lo siento, pero yo…eh…prefiero dormir sola. Es que…ronco, señor. Tengo un dormir muy inquieto. La pobre Laura a veces se pasaba la noche en vela.

- Eso no me importa. Yo también soy muy inquieto. Nos daremos la noche el uno al otro.

Desojó otro botón.

Meg estiró más aún las sábanas hacia arriba.

- Señor ¿por qué hacéis todo esto? ¿no es más razonable que esperemos uno o dos días?

- Me parece muy bien esperar. Pero podemos esperar en vuestra cama.

- Lo único que os interesa es forzarme a hacer lo que vos queréis.

Él se rió.

- Bueno, eso me gustaría mucho si pudiera; ya os he advertido de mis planes de seducción. La verdad, querida, es que no entiendo por qué os mostráis tan reticente. Os prometo que no haré nada que vos no queráis.

- Es completamente natural que una dama se sienta turbada por tener que compartir la cama con un extraño.

Él se quedó sentado en el borde del colchón, mirándola fijamente como si tratara de resolver un acertijo.

- Pero ¿qué es exactamente lo que os pasa por la mente, querida? No puedo negar que conozco a las mujeres. Sois demasiado sensata para creer que podéis darme largas eternamente, y tampoco creo que yo os produzca repugnancia, ni temor. Que estéis nerviosa, sí. Eso me parece normal. Pero más bien por curiosidad que por miedo. Noto que mis atenciones no os desagradan. Entonces, ¿por qué queréis libraros de mí tan desesperadamente?

Meg se esforzó por encontrar alguna respuesta verosímil, pero de pronto él lanzó una estrepitosa carcajada.

- ¡Ah, ya entiendo! Estáis con vuestras pérdidas mensuales y os da vergüenza decírmelo, ¿no es eso?

Antes de confesarse a sí misma lo malo que era mentir, Meg asintió con la cabeza al tiempo que el rubor le invadía el rostro.

Él le acarició las ardientes mejillas.

- No os sonrojéis, querida. Es normal hablar de estas cosas entre marido y mujer. ¿Estáis al principio, en el medio o en el final?

Meg deseó desvanecerse entre las sábanas para no soportar más aquel sufrimiento. No sólo estaba diciendo una gran mentira, es que tampoco quería hablar de esas cosas con un hombre. Y menos, de forma tan relajada.

- Al principio -contestó sin pensar. Ya estaba hecho. Al menos, de ese modo conseguiría librarse de él durante unos días.

Algo en la mirada del conde le hizo preguntarse si realmente la creería, pero al instante él dijo:

- Tal vez por eso tenéis unos cambios de humor tan extraños.

- Meg se mordió la lengua para no expresar su desacuerdo. Si se comportaba de forma extraña, era porque no había tenido más remedio que embarcarse en un alocado matrimonio para evitar la mayor de las tragedias, y ahora se veía obligada a soportar a un hombre dispuesto a atormentarla hasta la muerte.

Sonriendo como si supiera qué era lo que ella estaba pensando, él se inclinó y la besó en la mejilla.

- Que durmáis bien, mi adorada esposa, y si os sentís mal, no os importe quedaros en la cama y que os atiendan los criados.

Tras aquellas palabras, él cogió los dos candelabros y la dejó sola, en la oscuridad.

Meg se relajó estirando los miembros sobre el lecho y lanzó un profundo suspiro. Le sorprendía haber mentido con tanta facilidad, pero sentía al mismo tiempo una leve satisfacción por su victoria. Aunque utilizando medios poco lícitos, había vencido. Escampada la tormenta, se dispuso plácidamente a pasar la noche.

Además, pensó con una sonrisa, cuando llegara el momento apropiado, el incansable acoso del conde podría convertirse en la más agradable de las experiencias.

Cuando sintió los párpados pesados sobre los ojos, sacudió la cabeza con fuerza para despabilarse. ¿Qué estaba haciendo? No podía quedarse dormida, por mucho que fuera lo que más deseaba en el mundo. Si se dormía, no se despertaría antes de que amaneciera.

Se levantó de la cama y se lavó la cara con agua fría de la jarra que había junto al lecho. Todos los relojes de la casa dieron las doce. Se sintió desfallecer al pensar en las muchas horas que le quedaban antes de cumplir su propósito.

Meg consiguió mantenerse despierta, pero para ello tuvo que vestirse y pasear sin parar por la habitación durante toda la noche. Cuando los primeros rayos de luz empezaron a clarear en el cielo, se sentía casi vencida por el agotamiento, pero era justo entonces cuando tenía que aventurarse entre la niebla de las calles cubiertas de escarcha.

Mientras se ponía la capucha de la capa y los abrigados guantes de lana, estuvo tentada de prescindir para siempre de la sheelagh. No era más que una carga y una amenaza.

Pero después, mientras recorría sigilosamente el pasillo con los zapatos en la mano, se recordó lo que hubiera sido de ellos de no ser por la intervención de aquella piedra mágica. Se encontrarían todos en la miseria. Seguramente los habrían llevado a algún hospicio, separando a las mujeres de los varones, y les habrían dado sólo algo de comida y un techo bajo el que guarecerse.

O aun peor, sir Arthur habría intimidado a Laura y, sin dudarlo, la joven habría optado por sacrificarse. En aquel preciso instante, estaría llorando, violada y maltratada, sobre un sórdido lecho. Meg estaba completamente segura de que el casero no habría tratado a su víctima con delicadeza.

Y algún día, dentro de muy poco, el conde de Saxonhurst lograría seducir a su esposa, y ella lo disfrutaría enormemente.

Según avanzaba en su recorrido por salir de la casa, Meg tuvo que aceptar que en aquella ocasión la sheelagh había sido una bendición. Y la responsabilidad de todo era absolutamente suya. Su madre le encomendó que cuidara de la figurita. Estar al cuidado de aquel preciado amuleto era algo que se había transmitido en su familia desde hacía varias generaciones.

Durante el día, Meg se había esforzado por memorizar mentalmente la estructura de aquella enorme mansión, y ahora, suplicando en su interior que no fuera a encontrarse de repente con el desgarbado perro de su esposo, consiguió dar con la puerta que llevaba hasta las escaleras de la servidumbre. Todo a su alrededor permanecía en el más absoluto silencio, como si también durmieran las paredes, los suelos y hasta los mismos muebles. Pero no tardaría en despertarse la casa entera cuando se hiciera de día plenamente. Se levantarían los primeros criados, todos por las escaleras arriba y abajo, para encender las chimeneas, llevar el agua de acá para allá, comprar el pan en la tahona y traer los cántaros de leche de la vaquería más cercana.

Meg empezó a bajar las escaleras con paso quedo, peldaño a peldaño, hasta el final. Se adentraba en un territorio completamente desconocido para ella. Pero había visto, en la fachada de la casa, una puerta que salía del piso de abajo, con unos cuantos escalones que daban a la calle. Habría por allí seguramente algún sitio por el que salir, tal vez al lado de la Cocina. No había duda alguna de que la puerta no estaría lejos.

Tras cruzar varias habitaciones, se atrevió a abrir una puerta sin saber muy bien adonde daría. Descubrió entonces una pequeña habitación en la que habla únicamente una mesa con sillas alrededor, y una alacena llena de platos. Seguramente era el comedor de los criados. Hacía frío, porque en la chimenea solo quedaban algunas ascuas casi apagadas.

Al otro lado de la mesa, pudo ver la luz que clareaba a través del cristal de la puerta. Fuera estaban los escalones que subían hasta el nivel de la calle.

La puerta tenía el cerrojo echado, pero, en el tirador había una cuerda colgando, de la que pendía la llave. La introdujo en la cerradura, y el pestillo cedió suavemente. Pero ¿qué iba a hacer cuando estuviera fuera? No podía dejar la puerta abierta. Sería peligroso y, además, indicaría que alguien habla salido de la casa durante la noche.

Tras unos instantes de vacilación, decidió guardarse la llave cordón incluido, y cerrar la puerta desde fuera. Al introducirse la llave en el bolsillo, chocó contra la de Mallet Street, haciendo un sonido metálico que pareció delatarla. Se estaba convirtiendo en una experta ladrona.

Pero no tenía más opción. Que faltara una llave resultaría misterioso, pero dejar la puerta abierta hubiera suscitado demasiadas preguntas.

Se puso los zapatos y se apresuró a subir los escalones; al tiempo que observó como una nube su aliento flotando en el aire congelado. Se sintió reconfortada al introducir las manos enguantadas en el mullido manguito de piel.

Oyó el chasquido de las dos llaves en su bolsillo. Si se daba prisa, le daría tiempo a devolver la llave antes de que nadie la echara de menos. Ya se habrían levantado los primeros criados para cuando ella estuviera de regreso, pero quizá pudiera dejarla cerca, inadvertidamente. Cuando la encontraran, pensarían, sencillamente, que se habría caído del tirador de la puerta. Con aquella idea en mente, se sacó la llave del bolsillo y la introdujo en el manguito. Mientras recorría las calles con paso acelerado, se calmó los nervios frotando una y otra vez el cordón de la llave, casi hasta desgastarlo.

Así conseguía distraerse de la inquietante tranquilidad de la mañana fría y llena de escarcha. Nunca había salido a la calle tan temprano. Más aún que en la plena oscuridad de la noche, resultaba la hora propicia para espíritus fantasmales. Los juerguistas, los vendedores callejeros y los maleantes también se habrían rendido ya al sueño. De repente un gato atravesó la calzada delante de ella, y se quedó petrificada de terror.

Siguió adelante, diciéndose a sí misma que la falta de gente por las calles la favorecía. No había nadie que pudiera hacerle daño. Aun así, sentía la piel erizada. Intentaba convencerse de que los truhanes de la noche, los bandidos y asaltadores, incluso los malvados que raptaban a las niñas, no merodearían por allí tan temprano, pero, con cada esquina envuelta en la niebla, con cada sombra sospechosa, sentía un vuelco en el corazón.

Poco a poco, el cielo se fue iluminando, y Londres se llenó de vida, al mismo ritmo en que ella aceleraba el paso. Un carro, arrastrado por un caballo percherón, atravesó una de las calles y se vino a parar junto al mercado para descargar verduras. Después tuvo que esperar a cruzar otra calle, mientras un grupo de criados cargaban un carruaje que, a los pocos momentos, emprendió la marcha seguido por unos cuantos perros que ladraban. Por todas partes iban apareciendo criados, medio dormidos aún, en dirección a los pozos ya las tahonas. Con el alba, aparecieron los primeros comerciantes, que anunciaban con sus gritos sus cargamentos de leche, huevos o naranjas.

Cuando llegó por fin a su antigua casa, la calle entera estaba desierta, a excepción de cierta actividad en los establos de la posada. En esa parte de la ciudad, las familias apenas tenían criados y se levantaban más tarde. Meg se escabulló por detrás de la vereda trasera que rodeaba su casa y se introdujo en el pequeño jardín de la parte posterior.

Tan sólo el día anterior por la mañana aquella casa había sido su hogar, no resultaba entonces muy natural que se sintiera como una delincuente. Pero, cuando giró la llave para abrir la puerta trasera, el ruido del metal sobre la cerradura le sonó como el disparo de un arma, y no pudo evitar echar una mirada alrededor, temerosa de que alguien diera la voz de alarma. Todo permaneció en silencio. Lanzando por fin un suspiro de alivio, bajó el picaporte y se introdujo en la casa fría y oscura.

Qué desierto todo, qué vacío.

Echó un vistazo a la cocina. Todavía estaban allí las cacerolas y la loza, y se acordó de que dentro del armario habría aún algo de avena para el desayuno. Cuando salieron todos para la iglesia, no se atrevió a tirar la poca comida que les quedaba ni los restos de madera. Si quisiera, en ese momento, podía encender el fogón y calentarse un plato de avena con leche.

Con un gesto de negación en la cabeza, intentó apartar de su mente las intenciones dispersas y dirigirse a su objetivo. Sin saber por qué, subió también sigilosamente las escaleras de aquella casa hasta el dormitorio de sus padres, y se encaramó a una silla de madera para coger la pesada bolsa que estaría colgada del dosel.

¡No estaba allí!

Preocupada porque la luz era cada vez más intensa, Meg se apresuró a tantear con la mano por debajo del colchón.

Allí tampoco.

Empujada por el pánico, buscó nerviosamente por las cuatro esquinas del canapé. Nada. Se agachó, y miró por el suelo en todas direcciones; el corazón le latía a punto de estallar. ¡No estaba allí!

¿Cómo? ¿Por qué? ¿Quién?

El "quién" no podía ser otro que sir Arthur.

Exhausta de cansancio pero acelerada por la preocupación, Meg siguió mirando por todos los rincones, como si por algún milagro incomprensible, la piedra hubiera ido a dar sobre la mesa, junto al lavamanos, por el suelo. Miró por los cajones y los armarios, pero todo fue inútil.

Sabía perfectamente que no estaba allí.

Pero, si por cualquier razón sir Arthur sabía de la existencia de esa piedra, si la había encontrado por casualidad, ¿por qué habría pensado que era algo importante?

Era poco probable que su madre se lo hubiera contado, pero a su adorado marido no le ocultaba nada. Para Walter Gillingham, sir Arthur Jakes era un buen amigo. ¿Acaso durante sus largos meses de enfermedad llegó a contarle algo?

Meg se quedó apoyada contra el armario de madera de roble, intentando esclarecer de algún modo su confusión.

¿Qué sabría sir Arthur exactamente? Al parecer lo suficiente para considerar que esa piedra tenía algún valor. Pero seguramente no estaría enterado de la magia 0 no le daría demasiado crédito.

Eso no importaba en aquel momento. Lo urgente era saber cómo iba a recuperarla.

No se decidía a salir de la habitación, porque una parte de su ser la empujaba absurdamente a, creer que la sheelagh tenía que estar allí. Le pasó también por la cabeza la posibilidad de que la estatuilla hubiera vuelto de alguna manera extraña al lugar que le correspondía, o a alguna otra parte.

Todo aquello era absurdo, y empezaba a hacerse muy tarde.

Tenía que irse.

Además, recordó que mientras vivió cerca de la sheelagh siempre había percibido su presencia. En ese momento, reparó en que la estatuilla impregnaba el aire de algo extraño. En realidad no había advertido nada de eso hasta que no se habían marchado de la casa, y dejar de sentir su presencia había sido un gran alivio para ella.

Tendría que haberse dado cuenta, desde el primer momento, de que la estatuilla no estaba en la habitación.

Ya en el pasillo, se quedó vacilante, preguntándose si debería mirar por toda la casa. Pero el sol estaba muy alto, y en la mansión del conde todos habrían empezado a despertarse. Debía volver antes de que se levantara su marido y preguntara por ella.

¿Qué haría después?

Sir Arthur se había llevado la sheelagh, y ella tenia que conseguirla de alguna manera. Pero en aquellos momentos estaba demasiado cansada para pensar en cómo resolver el problema. Necesitaba volver a la casa y dormir.

Abatida por el cansancio y la desilusión, bajo presurosa las escaleras de su antigua casa, conteniendo las lágrimas. ¿Por qué empezaba todo a ponerse tan difícil? ¿Tal vez porque había cedido a la tentación de utilizar la sheelagh?

Sería por eso. La estatuilla tenía siempre una contrapartida y…

Se oyó un ruido de pasos.

Meg se quedó paralizada.

Alguien había abierto la puerta principal.

Abrumada, pero sin dejar de estar alerta, pensó que sólo podía tratarse de sir Arthur.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo al pensar que se encontraría con aquel hombre cara a cara y habría de explicarle por qué estaba ella dentro de su propiedad. Pero entonces se dio cuenta de que eso era una tontería. Quizá la reacción del hombre fuera mucho peor. Existía la posibilidad de que la entregara a los alguaciles, para vengarse.

Tenía que salir de allí como fuera.

Cuanto antes.

Casi corriendo al bordear las escaleras, se apresuró a atravesar la cocina, haciendo caso omiso del fuerte ruido de sus zapatos contra el suelo.

Abrió temblando la puerta trasera y salió aceleradamente por la vereda que rodeaba la casa, temiendo que en cualquier momento alguien le diera el alto.

No pasó nada, no se oyó ningún grito ni apareció persona alguna, pero ella no pudo parar de correr hasta volver la esquina y entrar en Graham Street. Una vez allí, se detuvo. Había gente por todas partes, y se extrañarían de ver a una mujer corriendo frenéticamente. En esos momentos, ya desvanecido el impulso más intenso de pánico, se sentía extenuada y a punto de desmayarse.

Se apoyó unos momentos sobre un muro para descansar, temiendo aún que alguien viniera a detenerla. ¡Colgaban a la gente por allanamiento de morada! La cosa no iría tan lejos, pero era preciso que se alejara de allí lo antes posible. Sin dejar de respirar entrecortadamente, se cubrió la cabeza con la capucha de la capa y aligeró el paso calle abajo.

No sería posible ahorcar a una condesa.

Ni siquiera que la llevaran a los tribunales por un delito tan leve. Pero ella no se sentía como una condesa. Se sentía como Meg Gillingham, quien, hasta hacía bien poco, había estado evitando a los acreedores ya punto de convertirse en una mendiga.

Colgarían a Meg Gillingham acusada de robo.

Aceleró el paso aún más en dirección a Marlborough Square ya la casa del conde. No sentía que fuera Su hogar, pero en aquel momento la imagen de aquel edificio aparecía en su mente como la de un santuario. Allí estaría a salvo. El conde de Saxonhurst nunca permitiría que su esposa acabara en prisión…

Pero, al punto, la tristeza le cubrió el rostro ante la idea de obligarle a defenderla a ella, una esposa criminal, para librarla de la justicia. Cuando, después de todo habían sido sus artimañas de magia pagana las que le habían empujado a embarcarse en aquel matrimonio.

Mientras se apresuraba por las calles, Meg suplicó en su interior con todas sus fuerzas que nadie averiguara nunca lo que había sido capaz de hacer. El comportamiento del conde para con todos ellos era extraordinario, y se merecía una esposa decente, no una tan abyecta.

Le había mentido. Y, además, una mentira totalmente descarada.

En aquel momento, si hubiera tenido cualquier otro sitio al que acudir, habría cambiado de rumbo. Pero no tenía ningún otro sitio, y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas heladas, al tiempo que obligaba a sus temblorosas piernas a seguir hasta el final de Mayfair y el principio de la Marlborough Square.

¿Cómo había llegado a eso? Siempre había sido una persona honrada, capaz de mirar al mundo sin avergonzarse. Pero ahora, ahí estaba: una ladrona que habla mentido a su amable esposo, y tendría probablemente que volver a mentirle para recuperar de alguna manera la maldita sheelagh.

¿Habría sido sir Arthur el que había entrado en la casa? ¿Quién si no? Era imposible que la hubiera alquilado tan pronto. ¿Qué habría pensado? Con un poco de suerte, que el intruso había sido un vulgar ladrón descubierto in fraganti. Cómo iba a figurarse que podría haberse encontrado nada más y nada menos que con la condesa de Saxonhurst en busca de su piedra mágica.

Abrumada por las preocupaciones, llegó a Marlborough Square casi sin darse cuenta, pero la visión que tuvo la dejó paralizada. En Mayfair el ajetreo era enorme, mucho más temprano de lo que había previsto.

La plaza estaba llena de vendedores y criados. En una esquina, había un hombre que tiraba de dos vacas lecheras, mientras una mujer llevaba calle abajo cuatro cabritos uno detrás de otro. Los sirvientes salían y entraban de las mansiones, cargados con cántaros para llenarlos con la leche tibia del día.

Meg sintió deseos de beber un poco de aquella leche.

Otros comerciantes iban de acá para allá, con cestas y alforjas, o arrastrando carretillas cargadas de mercancías. Era obvio que, en aquel opulento barrio de la ciudad, la montaña iba a Mahoma.

Meg se esforzó por seguir andando hacia la casa, con la esperanza de parecer una criada más, envuelta en su sencilla capa, y llegó hasta los escalones que bajaban al sótano de la mansión del conde. En el puño cerrado, apretaba la llave junto con el cordón medio raído.

Sólo tenía que cruzar el umbral de esa puerta, subir las escaleras y meterse en su cuarto. Estaba tan cerca…

¡Oh, no! Retrocedió los pocos escalones que había bajado y se alejó apresuradamente.

La habitación pequeña que había descubierto al salir era sin duda el comedor de la servidumbre. A través del cristal pudo ver que había allí cinco personas sentadas a la mesa, comiendo huevos fritos y salchichas.

Qué estúpida era, qué rematadamente imbécil, se dijo, sin dejar de correr, pues pararse en aquel momento hubiera sido sospechoso. Debía haber previsto que los criados estarían levantados para cuando ella regresara. ¿Cómo no lo había pensado?

¿Qué podía hacer ahora?

La parte de atrás.

Con las rodillas a punto de doblársele por el pánico, Meg se apresuró a meterse por un callejón que había entre las caballerizas de las mansiones de alrededor, hasta llegar a la parte de atrás de la casa, donde buscó con los ojos la verja cubierta de hiedra que había visto el día anterior desde la ventana de su habitación y que daba paso al jardín del conde. Era difícil dar con ella desde la parte de atrás, pero por fin encontró una que le pareció la correcta e intentó abrirla. Por fortuna, la puerta cedió sin dificultad, sólo con un leve chirrido.

Mientras se escondía entre los arbustos, Meg dudaba de si sería ese el jardín que buscaba, hasta que vio salir por una puerta de la fachada trasera al criado renqueante, que se dirigía hacia un sinuoso sendero.

Iría seguramente al retrete.

Aliviada, se quedó agazapada tras el tronco de un haya. Lo único que tenía que hacer era deslizarse hasta el interior de la casa sin ser vista. Seguro que lo conseguiría.

El jardín trasero del conde era más amplio del que tenían en Mallet Street, pero los árboles que había allí eran mucho más grandes. Aunque no tenían hojas, los troncos y algunos arbustos le servirían para ocultarse al ir avanzando. Meg se esperó hasta que el criado -Clarence se llamaba ¿no?-, volvió a entrar renqueando en la casa, al tiempo que se abrochaba los pantalones. Entonces, se dispuso a atravesar el jardín, de árbol en árbol, de arbusto en arbusto, hasta que estuvo cerca de la puerta trasera.

Salió entonces un mozo de cocina, que vació un balde de agua en la tierra.

Meg se agachó bajo el último tronco de árbol y maldijo el espacio abierto que la separaba de la casa. Llegó incluso a murmurar ciertas palabras, poco apropiadas para una dama. No lo conseguiría.

Además, a esa hora, la cocina estaría en plena efervescencia. Como para demostrarlo, salió una criada, que abrió la puerta de un pequeño cobertizo y sacó de allí lo que a ella le parecieron en la distancia algunas verduras.

Meg se sentía tan agotada que estuvo en un tris de echarse al suelo, cubrirse con la capa y ponerse a dormir allí mismo. En ese momento, no le importaba que pudieran echarla en falta ni que su familia fuera a preocuparse por ella. Lo único que quería era dormir.

Pero hacía demasiado frío. Moriría congelada.

Encontrarían su cadáver en el jardín.

¿Que Iban a pensar?

Seguramente, dirían que había tomado la absurda decisión de salir a dar un paseo.

Como un rayo en mitad de la oscuridad vio de pronto el camino abierto.

Nadie, salvo el conde, tenía ningún derecho a controlar sus movimientos. Si la excéntrica condesa de Saxonhurst tenía ganas de salir a pasear por el jardín en pleno invierno, a una hora de la mañana tan sumamente intempestiva, no era asunto de la servidumbre.

Sacando fuerzas de flaqueza, a punto ya de sucumbir, Meg inspiró profundamente y, cuadrando los hombros, salió de su escondite, directa hacia la puerta cuando la hubo abierto, se detuvo unos segundos para calmarse, preparándose para emitir cualquier comentario intrascendente ante algún criado.

Se encontró de frente con su esposo, que llevaba al lado a su absurdo perro.

- Buenos días, Minerva -dijo él, como si aquella situación fuera de lo más normal, aunque era innegable que había un aire inquisitivo en su mirada.

Meg supo que el rubor de la culpa acababa de extenderse por sus mejillas, pero intentó guardar la compostura. Hundiendo las temblorosas manos en el manguito, contestó:

- Buenos días, Saxonhurst. El aire del invierno es un buen estimulante ¿no es cierto?

El conde se desperezó y emitió un profundo bostezo, y ella pudo ver que sólo llevaba puesto unos pantalones oscuros y una camisa blanca sin abotonar en la parte del cuello y las mangas. Debía de estar helado. El aliento de ambos flotaba visiblemente en el espacio; Sin embargo él no parecía tener frío y daba el aspecto de un animal sano y robusto.

Meg tragó saliva. Si creía que alguna vez había sido consciente del cuerpo de su esposo, se equivocaba; aquella vez sí que estaba siendo plenamente consciente. Vislumbró el contorno de su pecho e imaginó el resto del torso, tan levemente cubierto por el suave algodón blanco. No hacía falta ningún esfuerzo de imaginación para intuir la forma de las caderas y de las piernas bajo el ceñido algodón negro de sus pantalones. Se fijó incluso en la forma abultada de sus atributos masculinos.

Cuando se desperezó, Meg centró la atención en las elegantes manos de él y en sus fornidos antebrazos, que quedaban a la vista entre las mangas sin abotonar.

Le miró el cuello, la mandíbula y su preciosa melena despeinada.

Los dorados ojos del conde la observaban con gesto burlón.

Observaban cómo ella lo miraba.

Ni siquiera en ese instante, Meg fue capaz de refrenarse. Se sentía como embrujada, fuera de sí.

Por asombroso que le pareciera, aquel hombre era suyo. En la mirada que veía en sus ojos, en el modo en que toleraba la mirada de ella, supo que él se le entregaba, como había hecho la noche anterior cuando le ofreció la libertad de su cuerpo con los brazos abiertos. Volvió a recorrerlo con los ojos, de una manera con la que jamás se hubiera creído capaz de mirar a un hombre.

Jamás había pensado que pudiera existir un hombre deseoso de que ella lo mirara así.

Aquel hombre le pertenecía, estaba a su disposición.

Cuánto lamentaba sus falsas pérdidas femeninas. Pero sólo la obligarían a una breve postergación.

- ¿Estimulante? -dijo él por fin, con esa manera suya con la que conseguía dar un tono malicioso hasta a las palabras más inocentes-. Tal vez sí, pero, como desconozco por completo el encanto del aire en las mañanas de invierno, lo único que puedo decir es que me parece gélido. ¿Sois siempre tan activa a estas horas querida? -y con una chispa de picardía en la mirada añadió-: La sola idea me resulta deliciosa.

Meg oyó cómo su propia voz contestaba:

- No sé.

Pensaría que era una idiota, pero es que en realidad no lo sabía. Intentaba torpemente contestar a la pregunta implícita que se relacionaba de alguna forma con el lecho matrimonial, pero estaba tan cansada que no la había entendido muy bien. El impulso que le había dado fuerzas para llegar hasta allí y abrir la puerta, se había evaporado por completo. Sentía como si la mente le flotara en la cabeza, y cuanto ocurría a su alrededor parecía estar lejos, en una distancia irreal.

Tampoco él parecía real. Demasiado bello para ser real. Demasiado apuesto para Meg Gillingham, que era una ladrona, una mentirosa y una idiota.

- Tengo el firme propósito de reformarme -dijo, sin haber querido pronunciar aquellas palabras en voz alta. Se esforzó por dar algún sentido a su discurso y añadió-: Dar paseos por la mañana, milord; no estar remoloneando en la cama…

Cuántas ganas tenía de echarse a dormir en una cama.

- Me parece admirable. Si os proponéis dar paseos por la mañana temprano, os encantara Haverhall, incluso en invierno. A Brak también le entusiasman los paseos. Y ahora, ¿necesitáis sentiros en comunión con la naturaleza un poco más de tiempo o estáis dispuesta a entrar y tomar el desayuno?

Entrar, entrar. Sí. Ir acercándose al calor de la cama.

Avanzó un poco y traspasó el umbral de la puerta; después asimiló la palabra "desayuno". No había pensado en que los demás esperarían que ella viviera normal mente el resto del día. Pero, ¡es que no iba a poder!

Quizá llegó a tambalearse, porque él la rodeó con sus brazos.

- ¿Os sentís bien?

No había más que una respuesta. Sintiéndose mal consigo misma por su falta de integridad, recurrió otra vez a la misma mentira:

- Son estos días del mes ¿comprendéis? Creo que mejor me volveré a la cama.

El conde la tomó por la cintura y la guió a través de los atónitos criados y por las escaleras, hasta que llegaron a los aposentos de ella. Con la cabeza reclinada sobre el pecho de su esposo y rodeándole los hombros con el brazo, separada de su piel tan sólo por el fino algodón y los guantes, Meg se esforzó por contener las lágrimas de cansancio, y de remordimiento.

De las mentiras no podía salir nada bueno.

Y deseaba que su relación con aquel hombre fuera pura. Lo deseaba con toda su alma.

La depositó cuidadosamente sobre la cama, tras ayudarla a retirarse la capa y la toca. En lugar de llamar a la criada, el mismo le quitó los guantes y los zapatos y, después, le aparto de la cara el pelo despeinado.

- Ya esta. ¿Os parece que os envíe a Susie para que acabe de desvestiros?

Había una expresión de preocupación en el rostro de aquel hombre, incluso el perro, con la cabeza apoyada sobre el colchón, parecía también preocupado.

- Sí, os lo ruego. Perdonad que…

Una vez más él le selló los labios con un dedo.

- Es mi culpa, por exigir un matrimonio casi instantáneo. Más bien, es culpa de la duquesa. Si hubiéramos seguido la tradición de que fuera la novia quien eligiera la fecha de la boda, nos habríamos evitado todo esto.

Meg sintió que el demonio iba a aparecer de repente para llevársela derecha al infierno.

El conde le besó los dedos y le acarició suavemente los labios.

- No pasa nada. Ayer teníais razón, querida. Anoche hubiera sido demasiado pronto. Ahora podré cortejaros como debe hacerse. Quiero que os entreguéis a mi llena de deseo, Minerva; no exhausta ni asustada.

- Lo intentaré contestó ella.

- Espero que no os cueste demasiado. -Chasqueó los dedos, y el perro y él se marcharon, pero antes, obediente, Brak le lamió la mano a su nueva ama.

Meg sintió que las lágrimas le brotaban de los ojos, tanto por el leve tono sarcástico de su esposo como por el gesto de misericordia de un cobarde hacia otra cobarde. Qué mal lo estaba haciendo todo.

Ojalá no le hubiera dicho que estaba al final de sus pérdidas femeninas…

O mejor, ojalá no le hubiera dicho ninguna mentira…

Y todo, para nada. La sheelagh había desaparecido.