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Mirando el techo de la habitación del hospital me dormí; el cuerpo, de pronto, descansaba. Soñé que estaba de campamento, un día luminoso, cerca de un río, y de improviso aparecía mi madre, joven y muy guapa. La miré sorprendida, pero ella actuaba como si fuese lo más normal del mundo. Estábamos juntas, estábamos allí, estábamos bien.

—¿Qué haces aquí, mamá?

—Quería saludarte un rato. Te he traído un zumo de jengibre.

—Gracias.

Me lo bebí. Estaba buenísimo.

—¿Qué quieres hacer hoy? —me preguntó mirándome y esperando de verdad la respuesta.

—Quedarme aquí, no hacer nada, descansar.

Entonces nos quedamos un buen rato en silencio. Y era bonito y no hacía falta nada más. No hacía falta hablar, no hacía falta estropearlo con palabras.

—¿Te arrepientes, Mònica?

—¿De qué?

—De Paula.

Supongo que ella esperaba otra respuesta. Pero fui sincera.

—No. No me arrepiento. Hay gente que no vale la pena. Hay gente mala, o que se quiere tan poco que, adrede o no, hace daño a los demás. Yo no quería matarla. Quería matar su ego. El ego. A lo mejor me arrepentiré dentro de unos años, no lo sé, pero sin ella todo va mejor, mamá. El mundo sería más digno sin los hijos de puta.

Era un sueño, porque ella asintió con la cabeza.

Entonces aparecía en un escenario. Tapaban el cielo unos focos que iluminaban la nada y el río era un patio de butacas. Me levanté justo cuando se apagaban las luces, con la platea ya oscura.

Era eso, aquel preciso instante cuando todo es posible, ese espacio de tránsito en que el sueño se mezcla con la vigilia.