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Al día siguiente, con resaca y la casa patas arriba, continué con la búsqueda de ideas para el vestuario. De acuerdo, los quería desnudos, pero, si yo le llevaba una buena idea, la sabría reconocer. Solo aprendemos a base de hostias. Llamé a Sebas, que se ocuparía de la escenografía. Siempre era agradable hablar con él, siempre me calmaba y me hacía reír. Le expliqué cómo había ido la primera reunión y me respondió que la suya poco más o menos había transcurrido del mismo modo.

—No quiere espacio.

—¿Cómo que no quiere espacio? El espacio está sí o sí.

—Espacio vacío. Peter Brook.

—Joder…

—Sí, Mònica. En este montaje lo pasaremos mal.

—¿Por qué?

—Porque por un lado está Paula, que se cree Dios Nuestro Señor bajado a la tierra; ¡tiene tela la niña, eh! Después está la directora, que es antigua como un decorado y que cree que después de Strehler el teatro ha muerto. Y para acabar tenemos a los de la productora… —Hizo una pausa que lo decía todo—. Ya los conoces. Bueno, no los conoces, y mejor. Se reúnen todos los ingredientes para que estalle la tercera guerra mundial.

No me gusta que me desanimen.

—¿Ya has hablado de pasta con ellos?

—No. Todavía no.

—Un consejo: no aceptes la primera oferta. Y cuando te digan que saben que te hace mucha ilusión este trabajo y que es una oportunidad y que no tienen más presupuesto, les dices que a ti lo que realmente te hace ilusión es quedarte en casa tocándote la patata.

Todavía faltaban unos meses para empezar a ensayar y ya tenía la cabeza llena de angustia. De vez en cuando me llamaba Paula. Me pedía que le pasara los bocetos de los figurines antes que a la directora, los comentábamos, no le gustaban nunca, aprovechaba para dejarme en evidencia, regalarme alguna indirecta o recordarme que debía estarle agradecida, y a continuación me comunicaba las últimas noticias sobre el proyecto.

Y, en efecto, semanas después, llegó la tarde de hablar de dinero. Me llamó una mujer muy seria y, cuando fui a verla, me hizo entrar en una habitación sin ninguna ventana. Un silencio inquietante. ¿Querían interrogarme? Durante unos momentos pensé que estaba en la sede de la Gestapo en vez de hablando de mis honorarios. La negociación siguió de pe a pa el guion que me había anunciado Sebas: ilusión, oportunidad, nada de dinero. Sus pretensiones de negociarlo todo a la baja eran escalofriantes. «No tienes currículum, Mònica». No pensé en ese momento que debía atrincherarme, asegurarle que Paula quería que me ocupase yo. Pero las mejores ideas siempre le vienen a una a la cabeza demasiado tarde.

Lo acepté todo. Las condiciones de esclavitud, los horarios eternos, la ridícula compensación económica… Aquello sería la punta del iceberg. El principio del fin.

Durante aquel proceso de ensayos estaba tan cansada, tan exhausta, con la autoestima tan baja, que no podía pensar con claridad, y Clara (valga la redundancia) lo aprovechó. A medida que pasaban los meses y faltaban menos días para empezar, ella aparecía de forma sutil; ahora un mensaje, ahora una llamada. Hoy tomamos un café.

La noche antes de que presentara los figurines definitivos a la Trupet, Clara me llamó.

—¿Quedamos para cenar?

—Algo rápido, sí. Mañana tengo una presentación importante.

—Algo rápido, perfecto.

—¿Hora y sitio?

—¿Gràcia? ¿A las nueve?

—Guay.

—Vendrán un par de amigos míos, te encantarán.


Se llamaban Marcos y Ramos. Dicho así, parecía el nombre de un grupo musical setentero para adolescentes. Marcos y Ramos nos cantarán una balada romántica. Pero vistos de cerca tenían una pinta… Inspiraban más lástima que alegría, más compasión que ganas de pasarlo bien. Quedamos en la plaza del Sol. Dos besos. «¿Adónde vamos?». «Conozco un bar de bocatas que está muy bien. Es vasco. Ikastola». Mucha gente, pero al final pudimos encontrar una mesa al fondo y nos sentamos los cuatro. Observaba cómo se relacionaba Clara con ellos y no lo entendía.

—Y tú, Mònica, ¿qué opinas del poliamor?

—No me gustan los juegos de mesa.

No se rieron. Yo creía que mi broma era bastante ingeniosa, pero al parecer hablaban en serio.

—No lo sé… No acabo de verlo claro.

—Es normal. Al principio nadie lo ve claro, ¿verdad?

Los cuatro comimos los bocadillos. Comentaban películas que yo no conocía y que tampoco me interesaban. Marcos y Clara hablaban de diseñadores gráficos (los dos lo eran), de cosas de su trabajo. Y Ramos aprovechaba para tirarme los trastos, o tal vez yo tomaba por torpe intento de seducción cuatro palabras bonitas. Discutían sobre Trump, el procés, Rusia, si Kim Jong-un se había cargado a su hermano… Cambiaban de tema, tenían bromas privadas… Parecía que me hubieran sacado a pasear y no sabía por qué motivo. Ramos y Marcos miraban a Clara con devoción y ella correspondía a aquel deseo con una amabilidad que ocultaba no sé qué. No los entendía. O no podía entenderlos porque mi cabeza volaba hacia la presentación de los figurines ante la directora y Paula.

Cuando cerraron el Ikastola, Marcos propuso tomar otra copa en un local que él conocía. Yo dije que no. Y les agüé la fiesta. Sufro mucho con los conflictos y nunca sé decir que no.

—Mònica, la chica responsable… —se rio Clara, burlona.

Ramos nos paró de golpe.

—¿Qué pasa?

—Vamos a hacernos una foto. ¡UNA FOTO!

Estábamos en el metro y había un fotomatón. Hacía años que no usaba uno. Qué peste a meado. A Clara le entusiasmó la idea.

—Yo llevo monedas —dijo Ramos.

No cabíamos los cuatro, y Marcos se quedó fuera liándose un porro.

—¡Tenéis que sonreír, eh!

Como aquella luz era horrible y teníamos unas caras monstruosas, me giré de espaldas. Ellos no.

—Venga, otra.

—¡No! Me tengo que ir. Me tengo que ir.

Arrugaron la nariz.

Aquella noche era un saco de nervios, sabía que a duras penas dormiría, pero necesitaba estar sola, intentar cerrar los ojos.

—Dormirás mejor emborrachándote con nosotros, ¿no?

—Si mañana va bien la reunión, os invito a cenar a todos.

Dijeron que sí y crearon un grupo de whatsapp.

Putos grupos de Whatsapp.

Antes de llegar a casa ya tenía más de veinte mensajes con gifs, fotos y toda clase de basura ocupándome la memoria del teléfono. Lo apagué y me tomé un ansiolítico para descansar.

No soñé nada. Oscuridad. El vacío absoluto. Descanso, por fin, un poco de descanso.

La pastillita hizo que me despertase treinta minutos tarde. ¡Hostia puta! El despertador sonaba pero mis orejas no captaban aquella frecuencia. Había caído en un pozo profundo. Tres llamadas perdidas de Paula. «¿Dónde estás?» ¡Mierda! Llegaba tarde. ¡Mierda! Llegaba tarde.

Ni me duché, me vestí deprisa y corriendo, cogí el primer taxi que pasó por la calle, me equivoqué de bocetos, y las caras de la Trupet, Paula y (oh, atención) Joan Màrquez fueron de un asco supremo.

Me esperaban fumando en el Mendizábal, y mis disculpas sonaron más a insulto que a redención.

—Perdón, de verdad, no me pasa nunca.

—Pues hoy te ha pasado, guapa.

Paula estaba roja de rabia. Cuarenta minutos tarde. Y, claro, los figurines les parecieron, por decirlo de manera suave y agradable, una puta mierda.

La directora intentó ser más prudente; medía sus palabras, contenía su odio o desprecio (no sabía diferenciarlo), que yo intuía superlativo. Joan fumaba, tirando el humo hacia un lado, y como era la primera vez que nos veíamos, que nos presentaban, se limitaba a decir que sí con la cabeza, cerraba los ojos fingiendo que reflexionaba y, de vez en cuando, apuntaba algún comentario más o menos hiriente.

Pero Paula no tuvo piedad.

Era una leona furiosa y herida, y yo, una pequeña cebra que le había hecho perder el tiempo, y dio rienda suelta a toda su violencia, toda su fuerza y ferocidad contra aquel pobre animalillo, vulnerable, perdido en mitad del desierto.

—¿Este es el trabajo que has hecho? ¿Solo estos dibujitos? —El diminutivo era devastador—. ¿Tanto esfuerzo para esto? ¿La Trupet no te dejó muy claro lo que quería? Yo creo que sí, ¿no?

La Tupet, dubitativa, indicó que sí con los ojos.

Y la leona prosiguió.

—No lo sé, Mònica, creo que a lo mejor no nos hemos entendido, a lo mejor es necesario que volvamos a pensarlo todo un poco, desde el principio si hace falta, o a lo mejor el proyecto te viene un poco grande, no lo sé… Lo último que querría, lo último que querríamos todos, es que no te sintieras cómoda y no pudieses hacer tu trabajo… —«Puta, te odio», mi cabeza iba enviando mensajes cuando ella respiraba para seguir devorándome, «puta, te odio»— y que todo el trabajo de los demás pudiera salir perjudicado, lo entiendes, ¿verdad?

Tenía unas ganas de llorar insoportables. El corazón me iba a mil por hora. Me crecía una angustia desde la punta de los pies e iba engullendo palmo a palmo todo mi cuerpo. Solo acertaba a decir que sí con la cabeza, ahogar el llanto y pedir perdón una y otra vez, como un niño que ha cometido una trastada.

Aquella reunión duró quince o veinte minutos, que a mí se me antojaron casi un año. Al acabar, Paula, para demostrar quién era la líder del proyecto, cogió mis bocetos y los hizo pedazos. Delante de los tres. Joan Màrquez también flipaba.

—Lo hago por ti, Mònica, porque esto no me sirve y no queremos que pierdas el tiempo ni se lo hagas perder a los demás. Tenemos que empezar de cero, tenemos que volver a intentarlo, el problema es que cada vez tenemos menos tiempo y los figurines tienen que estar a punto desde el principio del espectáculo, porque, si no, ya sabes que los actores…

No tenía ni ganas de insultarla.

Joan, que se había fumado treinta paquetes de negro, para calmar un poco los ánimos añadió:

—Para mí solo son importantes los zapatos… Sobre todo al principio, los pies…

La Trupet se pidió una segunda cerveza (a las once de la mañana) y me miró con una tristeza casi compartida. Como si le pudiese leer el pensamiento, me decía: «Si, ya lo sé, guapa, Paula es cruel, pero es tu amiga y aquí tenemos que comer todos».


A mediodía, cuando llegué a casa, me encerré en la habitación, enterré la cabeza entre las almohadas y lloré hasta bien entrada la noche. Solo podía pensar en mi madre. No comí nada. No quería hablar con nadie. Quería cavar un agujero profundo y desaparecer.