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Cuando empecé a apagarme, en las pruebas del Institut, conocí a Paula. Recuerdo perfectamente el primer día que nos encontramos. Las dos sentadas en el suelo del pasillo, repasando un poema de Gabriel Ferrater («Habitación de otoño»).
—«Como un retenido espanto de caer hasta el suelo…» —recitaba yo con un tono quizá demasiado alto.
—Perdona, podrías bajar un poco la voz.
Imbécil.
—Claro, perdona, estoy un poco nerviosa.
Solo entraban dieciocho. Y todo el mundo sabía que a los chicos les inflaban la nota. Lo hacían básicamente para no encontrarse con un curso de dieciséis mujeres y dos varones haciendo todos los papeles habidos y por haber. Así que podía darse el caso de que una chica con muchas más aptitudes que un desgraciado se quedase fuera. Bienvenida al mundo del arte.
Yo me conformaba con entrar en Terrassa que, aunque me quedaba lejos y no tenía profesores tan buenos, siempre me dejaba la opción de solicitar un traslado de expediente al cabo de un par de años. Por lo menos, intentarlo. Abrieron la puerta y gritaron el nombre de Paula. Parecía la consulta del médico. La prueba era sencilla. Entrar, recitar a Gabriel Ferrater, apuntar las correcciones del profesor —si las había— y después volver a recitarlo teniendo en cuenta las anotaciones. Ella no recibió ninguna observación. Bueno, sí. Un diez. Clavó hasta la última respiración, la última sílaba, rozó la perfección… En aquel momento no me lo dijo, seguro que para no ponerme más nerviosa.
Cuando entré, hecha un manojo de nervios (y ya medio oscura), el profesor, un vejete muy agradable, me tenía que corregir alguna palabrita, aquel verso que le sonara mal… El hombre, sentado al fondo del aula, cerraba los ojos, como un músico que buscara la afinación. «La persiana, no del todo cerrada…». Y tomaba apuntes en una libreta maltrecha.
Qué lento el mundo, qué lento el mundo, qué lenta
la pena por las horas que se van
aprisa. Dime ¿te acordarás
de esta habitación?
Fue un desastre. Tenía tantas anotaciones para corregir que no sabía por dónde empezar. El viejecito entrañable enseguida notó que estaba abrumada.
—No te preocupes. Poco a poco… Mònica, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
La compasión es devastadora.
Quería pedirle que me dejase repetirlo. Una y otra vez, si hacía falta. Mil veces. Pero no había nada que hacer; Paula era un diez y yo, a oscuras.
Me bloqueé.
Aquellas dos semanas haciendo las pruebas del Institut del Teatre fueron muy tristes. Me levantaba por la mañana angustiada, sin ganas de ir, porque sentía que cada examen, cada prueba era una evidencia más de que nunca podría dedicarme a aquello.
—Hay miles de escuelas. Esto no es el fin del mundo.
Nada me consolaba. ¿Había miles de escuelas? Solo en Cataluña se licenciaban más actores en un año que en toda Rusia. Rusia.
Las palabras de mi padre resonaban como una amenaza.
Paula entró, yo no.
Paula se ofreció a ayudarme con las pruebas del año siguiente. Yo no quería quedarme un año entero sin hacer nada. Contando las semanas para regresar a la dura realidad del «No te preocupes. Poco a poco… Mònica, ¿verdad?».
El día en que salieron las notas, mi padre llamó por teléfono a la recepción del Institut. Me enteré por él. Qué morro. Me enfadé. ¿Qué cojones pintaba él? ¿Quién era para llamar y preguntar por mis notas? ¿Por si había entrado o no? ¿Quién le había dado permiso? ¿No me había avisado de que las ilusiones eran peligrosas, de que no podría dedicarme a aquello? ¿Por qué de pronto aquel interés?
Fui corriendo hasta el Institut para ver las notas colgadas y mi nombre a la distancia kilométrica de cinco personas por debajo de la nota de corte. Si hubiésemos entrado los mejores habría acabado dentro, si no hubieran inflado las notas de los chicos. ¿Qué culpa tenía yo? Por una puta vez que se toman en serio la paridad, y es en contra de nosotras.
Lloré. Mucho.
Paula me vio salir del Institut como una exhalación, cabizbaja, y no me dijo nada.
Me encerré en la habitación y lloré mucho. Lloraba de rabia ensañándome con la almohada y los libros de teatro.
—¡Que te den por culo, Peter Brook, que te den por culo, Molière, que te den por culo, Esquilo, que te den por culo, Bernard-Marie Koltès!
Mi madre me llevó un zumo de jengibre que había preparado ella misma, porque decía que la pena había que purgarla, que había que sacarlo todo y que llorar era fantástico, y que no lo ocultara, que las emociones eran como los pájaros, tenían que volar. «¿De verdad, mamá?».
Mi padre, al ver mi estado lamentable, se ofreció a ir a hablar con los profesores, para intentar rascar algo de nota. Lo que me faltaba, la vergüenza de no tener talento suficiente, la vergüenza de tener un padre que no entiende que su hija no tiene talento suficiente.
De tanto llorar, de tanta rabia, tengo aquellos días algo confusos…
Mis amigas de la escuela se habían ido de campamento días antes. Y mis padres pensaron que, para distraerme, me vendría bien un poco de paisaje, bañarme en el río y cantar canciones en torno a la hoguera, bien lejos de las aulas. A mí me pareció bien, porque consideré que si me pasaba todo el santo día entre aquellas cuatro paredes me volvería loca.
—Sara también irá.
—¿Quién es Sara? —preguntó mi padre.
—Es de la agrupación. No pudo subir la semana pasada; tenía un curso de inglés. Y no sabía cómo ir.
—Muy bien. No hay problema.
Sara y yo no éramos muy amigas. Nos conocíamos a cierta distancia. Hablábamos cuando hacíamos dinámicas de grupo, nos habíamos dejado algún pantalón los días de excursión, poca cosa más. Ella quería estudiar medicina e irse a algún pueblo perdido de África a salvar a la humanidad. Yo era más modesta. La mayoría de los tíos del campamento querían desnudarla y llevársela a la tienda. Sara; la triple A, la llamaban. Ella lo sabía. Disimulaba, pero le gustaba ver el deseo que despertaba en aquellos adolescentes orangutanes.
La pasamos a recoger a las ocho de la mañana en la plaza Rosés para ir hasta Esterri d’Àneu. Mi padre abrió el maletero y colocó su mochila. Yo me senté detrás.
—No iréis a sentaros las dos atrás, ¿verdad? No soy un taxista.
—¿Puedo sentarme delante, señor Ribera? Es que me mareo.
—Si vuelves a hablarme de usted, irás a pie hasta Esterri.
Rieron como dos imbéciles. Los dos sentados delante, y yo atrás.
Sara, con la cabeza apoyada en el cristal intentando dormir, y mi padre, que no apartaba la vista de las piernas de la universitaria.
—¿Me ha dicho Mònica que estudias Medicina?
—Sí —respondió ella cruzando las piernas.
—¿Qué especialidad?
—Pediatría. Me encantan los niños.
—Medicina es una carrera muy vocacional.
—También me viene de familia. Mi madre es médico.
—¿Sabías que Chéjov, el gran autor ruso, también era médico?
«¿Qué coño le cuentas de Chéjov, papá?».
Sara negó con la cabeza.
—¿Lo has leído? —insistió, sabedor de la respuesta.
Sara volvió a negar con la cabeza.
—¿Cómo quieres que lo haya leído, papá? No la agobies.
«¿Cómo quieres que lo haya leído, papá?». Lo dije con toda la mala leche del mundo. Para dejar claro que la triple A podía hablar de analgésicos y de antibióticos, pero no de literatura.
—Me das mucha envidia —dijo mi padre sonriendo.
—¿Por qué? —preguntó ella, que no lo seguía.
—Me encantaría volver a leer a Chéjov como si fuese la primera vez. ¡La primera vez de cualquier cosa siempre es mágica! Después, la costumbre, el sabérselo de memoria le quita… —Calló buscando un calificativo para impresionarla— misterio.
No podía seguir siendo espectadora privilegiada de aquella barbaridad. Por mucho que le mires las piernas, papá, no la puedes tocar.
—¿Qué dices, Mònica?
—Nada. Que si falta mucho para llegar.
Me daba pereza llegar y tener que explicar a todo el mundo otra vez que al final, nada, que por muy poca nota, que no sabía si volvería a intentarlo el año siguiente…, pero mis amigas me lo ahorraron. Nada más llegar, cuatro comentarios y punto. Y olvidarme del teatro, por fin, durante una temporada.
De aquel campamento aprendería dos cosas:
La primera, que la miseria humana no tiene límites.
La segunda, que una no puede fiarse de nadie.