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¿Qué es el talento?

Me lo había preguntado tantas veces cuando en la escuela nos hacían salir al escenario…

—Mònica, te toca. ¿Qué te has preparado? —me preguntaba la profesora, una chica de veinte años que estudiaba para ser actriz (actriz de verdad).

—Un monólogo de Hamlet.

—Pero Hamlet era un hombre.

—Pues yo me lo he preparado como si fuera una mujer.

Y entonces los compañeros de clase se sentaban en círculo a mi alrededor y me escuchaban y miraban. Éramos adolescentes. La mayoría habían escogido teatro como actividad extraescolar para no hacer inglés o judo. Algunos, para tocarse sin complejos. Yo no. Recuerdo sus ojos pendientes de mis palabras, con la boca abierta, cuando me arrodillaba delante de la calavera, cuando me resbalaba una lágrima mejilla abajo. Recuerdo que un día, después de recitar un poema de Salvat-Papasseit: Porque has venido han florecido las lilas / y han dicho su dicha / envidiosa / a las rosas: / mirad a la niña que os gana en rubor, / bella y joven, de rostro moreno…, hasta me aplaudieron. No nos aplaudíamos nunca. Solo al final de clase y a modo de ritual, sin ningún valor. «Tienes luz, Mònica». A la profesora le gustaba cómo lo hacía, mucho. No podía demostrarlo demasiado, pero me daba igual. A veces, cuando ensayaba en el escenario, no sé cómo explicarlo, sentía que empezaba a brillar, sentía que el tiempo adquiría otro ritmo, otro aire, y que yo fluía por los versos de Sófocles o los chistes de Neil Simon como si fuera una partitura, una melodía, y yo brillaba…

—No podrás dedicarte nunca a eso, Mònica.

—¿Cómo lo sabes, papá?

—No digo que no seas buena, digo que la mayoría de la gente no puede vivir de eso. Es un mundo muy complicado.

—Tú lo has dicho: la mayoría.

—Las ilusiones son peligrosas.

Y zanjaba la conversación con una frase sacada de alguna antología de aforismos de mierda y se quedaba tan ancho. Mi padre era profesor de Literatura en un instituto y corrector. Él me contagió el veneno del teatro, pero decía que todo había que hacerlo en su justa medida. Me había regalado libros de Eduardo De Filippo, Harold Pinter, Benet i Jornet… Cuanto más le insistía en que me diera dinero para un curso en Londres o Berlín, más me evitaba. No le gustaba mucho hablar del tema, quizá porque contra la pasión no hay argumento que valga. ¿Acaso no había aprendido nada de toda la historia universal del arte? Negar una pasión es su mejor principio. Mi madre, en cambio, siempre me decía que siguiera mis sueños, que hiciese lo que me dictase el alma, que le había costado mucho entender este principio vital de todo el universo, pero que quien no hace lo que le dicta el alma, lo llevará siempre dentro y acabará en algo malo. (Cuando hablaba de algo malo quería decir cáncer, pero no se atrevía). Pobre mamá, ella que se apuntaba a talleres de psicomagia, a terapias alternativas, a convenciones de poderes curativos cósmicos, ella que siempre me animaba…

—Tienes que limpiarte el karma, hija.

—¿Eso cómo se hace?

—Si las cosas no te salen bien, es por algo.

—Es por algo. —A menudo repetía sus palabras exactas para poner de relieve que no tenían ningún sentido.

—La energía es sabia.

«Sí, y que la Fuerza nos acompañe».

Resultaba complicado escoger quién perforaba más mi autoestima, si mi padre o mi madre. Años antes, cuando asistían a los talleres de final de curso y todavía no se habían divorciado, cuando la gente comentaba después de las funciones que yo tenía madera (así lo llamaban), se les veía orgullosos. Inflados como pavos. Mi padre incluso aprovechaba para recomendar alguna lectura a mis amigas, o íbamos a cenar con mamá y por un espacio de tres o cuatro horas no discutían.

¿Qué era el talento?

Lo había buscado hasta en el diccionario: «Especial aptitud intelectual, capacidad natural o adquirida para ciertas cosas».

Capacidad natural o adquirida. El talento no se podía enseñar, no se explicaba en ninguna clase magistral ni había un manual de instrucciones. ¿Quién decidía, pues, qué afortunados entraban en el país de los elegidos? ¿Qué dioses señalaban lo que era bueno y lo que no? El talento y lo mediocre. Y perseguía el talento durante los cursos de verano, aunque mis padres no pudieran/quisieran pagármelos; yo ahorraba y en verano me iba a hacer un curso de cuerpo o de voz para perfeccionar la técnica, para tener consciencia de lo que quería llegar a ser. Una actriz. Alguien que viviera una vida distinta en la piel de otra persona; vivir bajo la luz de los focos, escuchar el silencio del público respirando… Una actriz.

En algunos sitios pedían tener más de dieciocho años, pero entonces escribía cartas llenas de citas que le robaba a mi padre, explicando que la ilusión de mi vida era hacer aquel curso, que hacía tiempo que seguía la trayectoria del director o de tal coreógrafa, y después me respondían con un sí. No solía fallar. Contra la adulación, la gente del teatro (bueno, la mayoría de la gente) no puede hacer nada, y caen como moscas.

Tenía vocación de actriz.

¿Cuánta gente podía decir lo mismo?

¿Cuánta gente tenía vocación de algo? Vocación de verdad: de no dormir, de ir a ver todas las representaciones del Grec en verano, de viajar en coche hasta Temporada Alta, de ir a Aviñón, de saberme de memoria fragmentos de Romeo y Julieta: «Romeo, quítate el nombre, y a cambio de tu nombre, que no es parte de ti, tómame entera». De aplaudir de pie al final de un espectáculo y esperar a la salida para felicitar a los actores…

¿Tenía vocación Robert, mi ex, cuando estudió Administración y Dirección de Empresas en la universidad privada porque no le daba la nota para hacer Económicas en la pública? ¿Tenía vocación aquella amiga de la escuela cuyo nombre he olvidado y que ahora es jefa de recursos humanos y se dedica a despedir gente? ¿Tiene vocación la dependienta del Bershka a la que obligan a ir pintada como una puerta y debe soportar la música discotequera a las diez de la mañana? ¿Tiene vocación el taxista franquista que sigue el trayecto más largo para llevarme a casa de madrugada?

¿Tenía yo vocación de camarera?

¿Qué cojones es el talento?

Para ser sincera, debo reconocer que no me pregunté de verdad qué era el talento hasta que lo eché de menos. En la escuela, de pequeña, el talento y yo teníamos una relación basada en la confianza, y pocas veces la había cuestionado. Él me ayudaba las noches importantes, cuando lo necesitaba, y el resto funcionaba solo.

Hubiera sido mucho mejor vivir así. En mi burbuja, dentro de mi pequeño círculo. Pero tenía ilusiones, de las grandes, de las inflamables. Ya me había avisado mi padre.

Y cuando hice las pruebas para entrar en el Institut del Teatre, dejé de brillar. Ante la mirada de aquellos profesores (que no estaban pendientes de mis palabras) me sentí pequeña como una hormiga y, por mucho que intenté levantar el peso titánico de una escena, fui incapaz, porque era un microbio, invisible; por mucho que los versos de Sófocles conservaran una fuerza sobrenatural, en mis labios sonaron insulsos y cursis.

Pequeña como una hormiga.

Y, no sé cómo, dejé de brillar.