53

Entro en el teatro a oscuras, y una niebla de humo negro no muy densa empieza a cubrir las bambalinas. La luz de los bastidores está encendida. Subiendo hacia el escenario dejó a mi izquierda el famoso camerino de la Xirgu, ese que dicen que los siempre especiales y raros actores no utilizan por superstición. Y los que no son supersticiosos no entran por si acaso, supongo. El humo cada vez se espesa más y resulta muy difícil ver más allá de este manto oscuro. Oigo un grito a lo lejos, pero no es de socorro. Es un grito firme, de tenista que golpea una pelota desde el fondo de la pista. Y ahora otro. Son gritos claramente femeninos que se van repitiendo en el tiempo de forma sostenida. Cuando entro en el escenario por la izquierda, como si fuera un mal actor secundario, veo que hay fuego en el patio de butacas. Unas llamas que me parece que cada vez son más altas.

Hostia, ¿qué se hace en situaciones como esta? Estoy acostumbrado a sentarme y pensar y, en cambio, resolver circunstancias como apagar un incendio mientras se oyen gritos en uno de los escenarios más históricos de Barcelona es una responsabilidad que solo puede ser literaria o cinematográfica. A un investigador nunca se le quema el Romea en la vida real ante sus propios ojos mientras unos gritos de mujer ahogan el fuego pero no lo apagan. Eso no pasa nunca. En pocos segundos tienes que decidir cuál de las puertas del laberinto es la adecuada.


Le propuse a Clara quedar en el Mendizábal, había un detalle del Romea que quería que viese y era mejor no hablar por teléfono. Ella aceptó. Ya había matado a Ramos haciéndolo pasar por un suicidio, pero yo eso aún no lo sabía.

Cómo entramos en el Romea?

Tengo las llaves, no habrá nadie.

Ok.

Llegó tarde. Solo la noche de la Boquería su reloj corrió con precisión exacta. La esperaba tomando una cerveza. Me saludó y me dio dos besos.

—¿Qué tenemos que hacer?

—Tenemos que revisar una cosa del camerino… Creo que hay más toallitas, no lo sé…, podría ser peligroso…

—Yo no entré en el camerino, era tu trabajo. Y ahora ya ha entrado mucha gente… No me busques líos.

Tendría que convencerla para llevarla a mi terreno.

—Paula dejó una carta. La he encontrado en el vestuario pero no he podido sacarla. Y dijiste que teníamos que estar juntas.

—¿Qué dice?

—Quiero que la leas…

Hizo una pausa, no sé qué le pasaba por la cabeza.

—No me has ayudado con Ramos.

—¿Qué le ha pasado a Ramos?

—Venga, vamos al teatro.


«Albert, de este trabajo no sales con vida», pienso.

Descarto el móvil. Estoy convencido de que el humo ya sale por la puerta y algún vecino del Raval ya habrá llamado al 012 o a los bomberos. No puedo perder ni un miserable minuto en una llamada. Estoy en mitad del escenario… pero ¿no hay unas escaleras en todos los teatros para bajar a la platea? Una platea invadida por el fuego; son pocos los asientos de madera que todavía se aguantan derechos. Todo son preguntas sin respuesta: ¿la ley no obliga a tener cortafuegos en los teatros?

El fuego ha llegado casi al primer piso, donde veo a dos chicas que se pelean. No las distingo bien. La mezcolanza de humo, fuego y nervios no me permite pensar con claridad. Empiezo a toser. O me largo de aquí o hago como el valiente de las películas. O Chita o Tarzán. Y que nadie me pregunte por qué, pero pego un salto desde el escenario al patio de butacas y corro por el carril central directo hacia las chicas que se pelean. Joder, con un incendio de tres pares de cojones y las tías estas peleándose. Me acerco desde la primera fila de la platea. Una de ellas ataca con una mala leche poco habitual. La otra aguanta como buenamente puede aquellas embestidas propias de un búfalo. La más dócil sale corriendo, pero las llamas me impiden ver bien lo que pasa. Les doy el alto a gritos, pero es como si oyeran llover. Ojalá lloviese aquí dentro. Les vuelvo a gritar. No puedo parar de toser. Ellas también tosen. He perdido el ángulo de visión; no sé dónde están. De pronto oigo un chillido seguido de un golpe seco. Podría ser el de una parte de la madera que se separa del resto, pero juraría que el grito tiene causa y efecto con el «cloc» que lo sigue. Una mujer cae. Oigo las sirenas de los bomberos a lo lejos, gracias a Dios ya llegan. Vuelvo la cabeza y veo el escenario del teatro, que todavía aguanta con dignidad las llamaradas. El fuego se va multiplicando y ahora, mientras me tapo la boca con un pañuelo de papel que llevaba en el bolsillo del pantalón, veo a una chica en uno de los palcos del Romea mirando el suelo.

Le grito:

—¡Salid de aquí inmediatamente!


Una vez dentro ya me inventaría algo con la carta. Entramos por la puerta de los técnicos. Cuando no me miraba, observaba a Carla. Quería descifrarla. Tenía una actitud diferente. A ella también le rondaba la cabeza una idea parecida a la mía. Llevaba una venda en el brazo. Entramos por detrás y dejé la puerta entreabierta, para que pareciese cerrada aunque en realidad no lo estuviera.

Estábamos en el escenario, con el cortafuego bajado.

—Espera —dije.

—¿Qué haces?

—Quiero que veas esto.

Pulsé el botón de la derecha y poco a poco se alzó el telón. Era precioso contemplar el Romea. Aquel silencio con las butacas tapizadas.

—¿Tenemos que hacer esto? ¿Quedarnos aquí mirando la nada?

—Ven.

En la escenografía de Medea había algún elemento de fuego, pero siempre ignífugo. Los teatros están hechos de materiales ignífugos. Nada puede ser susceptible a una chispa. Por supuesto, yo eso ya lo sabía, y había entrado antes en el Romea y había preparado una plancha bien caliente. Yo controlaba el fuego. Ella lo previó todo en la Boquería, en su terreno. Yo había meditado (asustada) aquella misma noche cómo solucionaríamos las cosas entre Clara y yo.

Entramos en la sastrería y le pegué un empujón por la espalda.


No hay respuesta. Solo oigo una tos seca de mujer. Una.

Me acerco al palco y ya no hay nadie, aunque veo que algo se mueve entre la humareda. Son unos pies que se agitan, calzados con unas deportivas Nike.

—Levanta, joder. Tranquila, que estoy aquí.

Levanto a la chica como puedo y, cuando le veo la cara semiinconsciente, descubro aquella mirada triste y perdida del bar del Romea el día que interrogué a los miembros de la compañía. Mònica se incorpora. Tiene sangre en la nariz y un pequeño corte en la ceja, y lleva la blusa blanca medio rasgada.

—Tenemos que salir de aquí —le digo o le comento o le ordeno, qué sé yo.

—Sí, sí —me contesta casi sin fuerzas.

—Eres Mònica, ¿no?

Me indica que sí con la cabeza. Parece recuperada. Dejamos atrás el escenario del Romea de Barcelona ardiendo, imagen que me recuerda al Gran Teatro del Liceo en llamas aquel 31 de enero de 1994.

La platea está prácticamente destrozada, carbonizada, liquidada. Soy incapaz de ver cómo ha quedado el escenario desde un palco esquinero, y me pregunto si el camerino de Margarida Xirgu habrá quedado en pie, como debería ser si quiere perpetuar su eterno misterio. Por suerte, el fuego ha devorado la platea pero no ha llegado a la altura del techo ni se ha extendido a los pasillos o el vestíbulo. El sonido de las sirenas de los bomberos es fuerte, en la calle Hospital debe de ser ensordecedor. Son más de las dos de la noche. En menos de cinco minutos se ha quemado la platea del Romea.


Clara cayó al suelo y salté con todas mis fuerzas. Cuerpo a cuerpo, yo tenía las de perder. Ella gritó y me frenó:

—Para, Mònica, para…

Me paré en seco.

—Estás enfadada, es normal. Me odias, pero ya no tienes que preocuparte.

—¿Qué dices?

—Nadie dirá nada. Ramos se ha suicidado y ha dejado una nota confesándolo todo.

—¿Cómo?

—Lo que has oído…

—Pero si él…

Me apartó y se levantó. Lo había hecho ella.

—Mònica…, abrázame… ¡Ya está! ¡Lo hemos superado!

No quería abrazarla. No quería tocarla. La plancha ya había empezado a quemar unos pantalones y después unas camisas, y la puerta que daba al escenario estaba abierta. Me quedé mirando el fuego, fijamente, hipnotizada. Ella había ido a casa de Ramos, decidida a solucionarlo todo, le había convencido de no sé qué y seguro que también lo había envenenado.

—No, Clara… No ha acabado nada… Si encuentran más pistas, si hay algo que se nos haya pasado por alto…, ya sé qué pasará, la siguiente seré yo… —Me temblaba la voz.

—No, Mònica.

Se me acercó y me pegó un puñetazo en la boca del estómago.


—¿Y la otra chica? —le pregunto a Mònica mientras caminamos los dos y yo la aguanto como buenamente puedo.

—No lo sé. Ha huido —responde con apuros.

Avanzamos siguiendo las curiosas baldosas blanquinegras de los pasillos del teatro y enseguida veo que de cara se nos acerca un grupo de bomberos de la Generalitat con mangueras. Y yo, que siempre voy caliente a pesar de las adversidades, me pregunto en qué calendario solidario podré encontrarlos y si alguno de ellos será de mi gremio.

—¿Queda alguien dentro? —pregunta uno.

—Creo que una chica —respondo mientras se oye un guirigay de gritos insoportables de los bomberos dándose órdenes unos a otros.

Se acerca un grupo de chicos de la Cruz Roja que nos tapan con unas mantas y nos llevan hacia la puerta principal de salida del Romea. En la entrada de la calle Hospital, destellos de luces azules, amarillas, rojas… Y mucho ruido.

—¿Estáis bien? —pregunta una chica—. ¿Necesitáis oxígeno?

—Soy Albert Martínez Boixadera, investigador. Esta chica se llama Mònica y tengo que hablar con ella urgentemente.

—No me encuentro muy bien —dice Mònica.

Dios sabe que no tiene muy buena cara, ni muy buen cuerpo.

—Vamos a una ambulancia a que os echen un vistazo —dice la chica.

—Tenemos que ir a la misma ambulancia. Esta chica está retenida —ordeno.

—De acuerdo —confirma mientras coge un walkie-talkie y se pone en contacto con alguien para pedir refuerzos y sacarnos del teatro.

De fondo de nuestras palabras, a nuestra espalda, en la zona de platea, se oye la voz de un bombero que grita:

—Salid deprisa, que estamos en zona insegura.


El fuego prendió la ropa. El vestuario de las funciones no estaba ignifugado. Después de encender la plancha había mojado el espacio con un reguero de alcohol. Un caminito del camerino al escenario. Las llamas atravesaron la puerta y, aunque parte de la escenografía era a prueba de incendio, el cortafuegos estaba levantado y las llamas avanzaban a pasos agigantados hacia las butacas.

Quemar el teatro me parecía, por fin, justicia poética.

Me giré. Tenía a Clara encima, necesitaba zafarme de ella. Con aquellos brazos era capaz de asfixiarme con sus propias manos. Una patada y eché a correr. Salí por la otra puerta, pero no tenía las llaves y la única salida estaba al otro lado del escenario, incendiado, de modo que corrí en dirección contraria, hacia las escaleras, y subí al primer piso. Clara me perseguía con una cosa en la mano. Oía su respiración acelerada.

Me escondería, me abalanzaría sobre ella y no tendría piedad; con la rabia acumulada, la destrozaría. Me aposté detrás de una de las entradas. Clara iba mirando puerta por puerta. Yo estaba en la de la izquierda y, cuando la abrió, mientras el humo empezaba a llenarlo todo, le aticé un golpe directo en la cabeza.

—Lo has hecho todo mal, Clara, todo. Has matado a dos personas y has arruinado la vida de muchas otras.

—Cállate. Eres una cobarde. La gente cobarde es mucho peor que la gente que tú consideras mala. Yo lo he intentado. He hecho lo que creía que había que hacer, y tú, en cambio, solo has mirado. Solo mirar… ¡Cobarde!


Apretamos el paso, aunque Mònica no puede ir muy deprisa. Le duelen las piernas y lleva una gasa llena de sangre que la chica de la Cruz Roja le ha dado para cortar la hemorragia.

Atravesamos el vestíbulo mientras vemos unas cámaras de televisión en posición de ataque. Freno.

—¿Cuánto tardarán los amigos a los que has llamado por el walkie? —le pregunto a la chica de la Cruz Roja.

Vuelve a coger el walkie, pero no hace falta que pulse el botón de hablar. De pronto entran media docena de miembros uniformados de los Mossos d’Esquadra. Uno de ellos se nos acerca y distingo a Pérez Navarro.

—Joder… pareces un cajero de La Caixa… a todas horas a su servicio.

—Estoy de guardia y, con este follón del Romea, no podía fallar. ¿Y esta mujer? —Señala a Mònica con un ligero gesto de la cabeza.

—Mònica, la encargada de vestuario de Medea. Amiga de Paula Cellar. Ahora voy a hablar un rato con ella. Abridme paso hasta una ambulancia, entraremos los dos y que nos lleve al Hospital Clínic.

Los Mossos nos abren paso delante de otro cordón de la policía catalana, que no permitirá, a buen seguro, que mañana se vean imágenes de nuestra cara en los informativos de televisión. Subimos a una ambulancia y tumban a Mònica.

—¿Dónde le duele? —le pregunta un enfermero.

—En las piernas —responde Mònica.

Le hace bajarse los pantalones. Ella lo hace como si nada, dejando a la vista unas piernas llenas de marcas rojas que a las pocas horas se transmutarán en morado. Golpes múltiples y hasta una herida abierta en uno de los muslos, que el chico de bata blanca y ojos grandes como de batracio procede a limpiar suavemente con algodón y agua oxigenada.

—Aquí tendremos que poner algún punto cuando lleguemos al Clínic. ¿Puede mover la cabeza? —pregunta.

—Sí. —Mònica hace el gesto.


El humo cada vez era más denso. Tosíamos y costaba ver más allá de un metro. Clara me golpeó y yo le devolví la hostia tirándole del pelo. Gritaba. Gritaba poseída por las ganas que tenía de que aquello terminase de una vez por todas.

Las llamas seguían creciendo. A lo mejor alguien ya había llamado a los bomberos, solo había saltado una alarma… ¿Habían apagado las demás? Tal vez fuera el fantasma de la Xirgu, que conspiraba en secreto conmigo.

Clara se abalanzaba sobre mí como un búfalo, me embestía, y yo aguantaba. No lo tenía previsto, juro que fue el instinto de supervivencia, una llamarada que me heló el cerebro, supongo. Pero de pronto, con un movimiento ágil, me giré y coloqué su cuerpo contra la barandilla del primer piso. Hacía fuerza con los brazos, pero yo la empujaba hacia abajo. Un poco más, un poco más. La miré directamente a los ojos y le sostuve la mirada, como tendría que haber hecho con Paula y no me atreví a hacer. Ya no pronuncié ni una palabra.


El enfermero saca de una caja de plástico un ibuprofeno y se lo ofrece a Mònica con un vastito de agua de plástico. La chica, con unas facciones interesantes, guapa a pesar del show por el que ha tenido que pasar, se incorpora en la camilla y se toma de un trago la pastilla blanca.

—El día que hablé contigo en el bar del teatro ya me quedó claro que pasaba algo raro.

—Yo no he matado a nadie —dice Mònica—. A nadie. Escríbalo con letra gótica, si hace falta: yo no he matado a nadie.

Pongo mi mejor cara de investigador, me acerco y le digo:

—Ahora te relajas, descansas… Dentro de unos minutos llegaremos al Hospital Clínic, nos atenderán para ver si tenemos algo extraño dentro del cuerpo y después hablaremos un rato y me lo contarás todo. Pero sobre todo tendrás que contestarme una cosa: ¿quién mató a Paula Cellar, y por qué? Y claro, a Ramos, y por qué. Y claro, por qué habéis quemado el Romea.

—Yo no he matado a nadie y no he quemado el Romea —dice mientras empieza a llorar con gusto y ganas.

—Relájate, por favor.

Llegamos al Clínic y un grupo de enfermeros ayudan a subir a Mònica a una camilla con ruedas que empujan con rapidez por los pasillos de urgencias del hospital.

—Y usted, ¿qué? Tendríamos que echarle un vistazo —me aconseja el enfermero.

—Échamelo tú…, si puede ser, de arriba abajo —le digo a este chico interesante a pesar de los ojos de salamandra.

El enfermero se ríe. Se ha dado cuenta de que en la homosexualidad, como en la heterosexualidad, hay chalados.

—Si se me quiere ligar, sepa que soy zoófilo —me suelta con una sonrisa muy cabrona.

—Entendido —le sigo la broma—. Si quieres, tengo perros y gatos en casa.

—Ahora en serio, ¿se encuentra bien?

—Sí. Te lo agradezco.

—De acuerdo, pero el protocolo exige que pase adentro para que le hagamos un reconocimiento. Por favor, entre conmigo.


Lancé el cuerpo de Clara desde el primer piso. Cayó al vacío y, a pesar del humo que había, por el ruido intuí que su cabeza golpeaba contra una butaca. No recuerdo si gritó. Me tumbé en el suelo, estaba agotada; cerré los ojos y me dejé llevar. No tenía fuerzas para salir de allí, no me lo merecía. En cierto modo, había intentado equilibrar la balanza. El humo negro me llenaba los pulmones.

De lejos, veía una sombra, oía voces, alguien que se acercaba.

Estaba convencida de que era Margarida Xirgu que venía a darme las gracias por quemar aquel teatro infame. Que ahora podría descansar con todas las almas de las actrices que nunca habían subido al escenario, que había vengado la mediocridad de todas aquellas divas que habían maltratado a tanta gente…

Me levanté no sé por qué motivo. Me sangraba la nariz y tenía un pequeño corte en la ceja. La blusa estaba rasgada. La figura de la Xirgu se convirtió en el cuerpo de un hombre. Era el investigador aquel.

—Tenemos que salir de aquí. Eres Mònica, ¿no?


Al cabo de un rato, una hora larga, de un TAC para mirarme los pulmones después de haber tragado tanto humo, de un Gelocatil para el dolor de cabeza y de un zumo de piña con galletas para ingerir unas cuantas calorías, me dejan en libertad médica. Miro el reloj y son casi las cuatro de la mañana. Busco el móvil, que he abandonado desde que he entrado en Urgencias y he dejado la ropa en un box. Nueve mensajes nuevos de whatsapp y dos llamadas perdidas. Los mensajes son media docena de Pol, qué pollo tan pesado, por el amor de Dios, que si todavía espera, que si iré, que si se va, que si aunque llegue tarde a casa que le llame y que si ahora ya no puede esperar más, y que buenas noches, por favor, que te den, tío… Otro mensaje es de Rubén (un simple y cariñoso «Cómo va?»), otro de Andy, el panocho («Si quieres venir al Arena, estos días voy cada noche. Podemos tomar una copa»), y el último del comisario Pérez Navarro reclamando que le telefonee urgentemente. «Urgentemente» escrito con mayúsculas, es decir, a gritos. Salgo al exterior de Urgencias del Clínic.

—¿Qué pasa, comisario? Estaba pasando la ITV médica.

—¿Cómo estás?

—Perfecto, gracias. ¿Qué pasa que es tan urgente?

—Clara Olivé y Llovet. Es la chica que ha quedado atrapada en el Romea. Ha muerto quemada.

—Hostia. Reclama la prueba de ADN, por favor, y que la comparen urgentemente con las del puesto de Fidel.

—Ya me he adelantado.

—Genial. Gracias, comisario.

Entro de nuevo en el hospital. Pregunto a los médicos y al cabo de poco estoy en un box donde hay una cama en la que descansa Mònica. Está durmiendo. Lo siento con el alma, pero las investigaciones no pueden esperar. Le zarandeo el brazo y abre los ojos un poco.

—Lo siento, Mònica, pero tenemos que hablar y deprisa.

La chica se reincorpora, medio sobada.

—Yo no maté a nadie.


El hombre me sacó del Romea.

Tuve tiempo de girarme una última vez mientras llegaban las ambulancias y los bomberos. Es un teatro muy bonito. Todo se movía a una velocidad algo más lenta. No podía distinguir las luces ni las palabras que me rodeaban. El sonido me resonaba en las orejas. Sangraba. Me costaba respirar.

El teatro me había despertado unas ganas locas de vivir, de desafiar al mundo, de sentirlo todo hasta límites imposibles, y al mismo tiempo el teatro había sido la sentencia de todos mis errores. En un escenario empecé a brillar, en un escenario me apagué y en un escenario quise desaparecer.

Cerré los ojos deseando con todas mis fuerzas no abrirlos nunca más.


Paro la grabadora del móvil. 44 minutos y 24 segundos de confesión. Mònica ha explicado que estaba presente en el momento del asesinato de Paula Cellar, que ella no lo deseaba, que ella quería a Clara pero esta se había vuelto loca, que la ha intentado matar en el Romea, que Clara colgó a Paula de un gancho en el puesto de la Boquería, impulsada por uno de sus ataques psicopáticos, que ella no sabía nada de Ramos ni del envenenamiento… Mònica ofrece todos los detalles: cómo la entraron en el mercado de noche, que en efecto vieron a un sintecho pero no le concedieron ninguna importancia, que solo la querían asustar, que Clara jugó con el pobre Ramos… y más detalles. Y el recuerdo del pasado de por qué habían llegado hasta esos extremos.

Me levanto. Suficiente.

—Ahora descansa, si puedes. No intentes escapar. Los Mossos saben que no pueden dejarte salir. Tendrás que pasar a disposición judicial. —Vuelve a llorar. No me extraña. La espera un juicio duro y, probablemente, algún año de cárcel. Todavía me falta comunicarle lo peor…

—Por cierto, Mònica, Clara ha muerto. No ha podido superar las quemaduras.

La cara de la chica bascula entre la incredulidad, la sorpresa y la duda. Me quedo con el interrogante de si quiere aplaudir o llorar. Que lo decida ella.

Salgo del box y voy a buscar el alta médica. Son casi las cinco de la mañana.