28
La entrada del teatro Romea conserva la majestuosidad del paso del tiempo. El suelo ajedrezado, de baldosas blancas y negras, los espejos, el piano…, el bar entrando a mano derecha, lleno de fotografías de los mejores montajes. Me podía tirar horas embelesada con cada cartel. Lo primero que me contó Lupe fue la historia del fantasma.
—No, no me gustan las historias de fantasmas, Lupe.
—Pues tendrías que acostumbrarte. Aquí vive uno. Una, mejor dicho.
—¿Una? ¿Margarida Xirgu?
—Hay diferentes versiones. Pepe, el encargado, podría contarte muchas.
Intenté no oír ninguna, pero resultó imposible. A Pepe le gustaba explicar qué cojones pasaba en aquel teatro de madrugada, cuando todo el mundo se había ido. Yo solo trabajaría una noche, cosiendo como una posesa, pero me quedaría en el camerino (convertido en sastrería para la ocasión), sola, con la cabeza llena de ruidos extraños.
Pepe aseguraba que muchos técnicos habían notado presencias extrañas. Gente que subía y bajaba escaleras, cuando en teoría no había nadie, bambalinas desatadas, una voz cantando en un camerino… Todo aquello, pensé, formaba parte de la leyenda, era normal que la gente se lo imaginara si les habían metido el miedo en el cuerpo. Pero las historias no se quedaban ahí. Él aseguraba haber oído (¡oído!) cómo sonaba el piano de la entrada sin que nadie lo tocara. Sentí un escalofrío en la espalda. Y una vez me contó que su hija, de pequeña, había sufrido unas pesadillas lúgubres que se le repetían cada noche:
«¿Qué sueñas?»
«Una señora viene a verme a los pies de la cama y me dice cosas»
«¿Qué te dice?»
«Me habla de ti, papá»
«¿Y cómo es esa señora?»
«No sé… Antigua…»
Pepe le propuso a su hija que dibujara a la señora que se le aparecía en sueños. Y cuando la niña lo hizo, su padre se quedó helado. La chica había dibujado a Margarida Xirgu vestida como la protagonista de La dama de las camelias. No se lo podía creer. Se armó de valor y pidió a la gente del teatro que lo dejaran solo una noche en la platea, y allí, gritándole a la nada, invocando a espectros, Pepe juró y perjuró a la Xirgu que, si volvía a molestar a su hija, quemaría el teatro.
Quemar el teatro, qué buena idea…
Unos años más tarde, en cada función de Macbeth (obra maldita y prohibida de pronunciar y representar…), cuando acababa el primer acto saltaba una alarma de incendios sin que hubiera fuego ni humo. Los técnicos se lo tomaban a guasa: «La Xirgu está enfadada». El director de montaje hizo llamar a una médium. No podía soportar la idea de que en su función hubiera más fantasmas.
«El problema nunca serán los muertos, sino los vivos».
La médium en cuestión anunció que el espectro era una mujer, sí, pero no Margarida Xirgu, sino una farsante. Y que pedía un ramito de violetas (como la canción) cada noche en el tercer camerino. Al director le pareció buena idea.
Cuando Pepe acabó de contármelo todo bajo la atenta mirada de Lupe, me llevaron hasta la sastrería y me dejaron un montón de ropa para trabajar.
—También habrá que envejecer unos pantalones y manchar de sangre estas camisas.
—Muy bien.
Después se fueron y me quedé sola. Menuda mierda. Temblaba. Puse la música bien alta, un disco de Norah Jones. Come away with me. Y le envié un mensaje a Clara:
Ven a hacerme compañía. Estoy en el Romea.
Veinte minutos más tarde llegó con unos bocadillos y unas cervezas. Le conté la historia del fantasma y se meó de risa. Podía ser muy insolente, cuando quería, la tía. Me propuso que inspeccionáramos hasta el último rincón.
—¿Estás loca? Ni en broma.
En el camerino había una revista de teatro con la cara de Paula. Estaba guapísima. Debajo de su barbilla, con letras rojas, decía: «Aires nuevos». Clara se mofó y aprovechó sus estudios de diseño para dibujarle una polla gigante en la boca.
—Así queda mucho mejor. La que es puta, muere puta.
Una persona puede acostumbrarse incluso al odio.
Nos quedamos allí toda la noche, protegiéndonos de los fantasmas. Clara me contó que había montado la empresa de diseño y que empezaba a funcionar.
—Poco a poco, que hay mucha competencia, pero creo que saldremos adelante.
Estaba ilusionada. ¿Quién iba a decirme que años más tarde volvería al mismo sitio con ella pero en circunstancias muy diferentes? Terminé todo el trabajo cuando ya casi clareaba.
—Tengo que darte una buena noticia —me dijo Clara cuando ya salíamos del Romea.
—¿Estás embarazada?
Se rio.
—He dicho buena, desgraciada.
—¿Qué?
—Àlex y yo nos casamos.
—¡Felicidades!
Nos abrazamos delante del piano y los espejos de la entrada.
—¿Por qué no me habías dicho nada? Hemos estado toda la noche…
—No se lo he contado a nadie. No lo saben ni mis padres.
Nos volvimos a abrazar.
—No será por la Iglesia. No queremos nada formal. Lo haremos en una casa de colonias y…
—Y… ¿qué?
—¿Sabrás guardar un secreto?
Demasiado bien.
—Claro…
—Le prometí a Àlex que te lo diríamos juntos… pero soy demasiado bocazas, no me puedo aguantar… Quiero… queremos… que seas nuestra madrina.
Dije que sí. Soy buena amadrinando desastres.