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Aquella misma noche recibí un mensaje de Paula disculpándose.

Después de aquel ensayo, dejé de ser yo. Una parte de mí sabía que debía continuar con la sonrisa y las buenas maneras, seguir atenta a cada actor, a sus necesidades, pero me había secado. Una parte de mí había salido a través de mi cuerpo y lo miraba todo desde fuera, como una espectadora de lujo. Había dejado de sufrir. Una capa de barniz me hacía inmune a cualquier comentario por cáustico que fuera, o a cualquier mirada asesina de Paula o la directora. En ningún momento creí que aquella humillación durante el ensayo fuese la última; ya había entendido, gracias a Clara, que el monstruo de Paula seguiría alimentándose hasta el final.

Días antes del estreno, me quedé sola cosiendo en el Romea. Fue una noche muy extraña, porque a pesar de que estaba inquieta por las historias de fantasmas, me sentía muy a gusto en el teatro, como si yo, en cierto modo, me hubiese convertido en un espectro. Oía ruidos, pasos, alarmas que se encendían, los grifos del baño de improviso soltaban agua, pero nada me asustó. En realidad, sentía un deseo irracional de que apareciera un fantasma, el que fuera, me daba igual si la Xirgu, una farsante o mi madre. Durante todos los ensayos eché mucho de menos a mi madre. Y mientras el resto del equipo artístico veía en mí a una chica abnegada, discreta y educada, la otra parte de mí, ajena a cualquier emoción, trazó con Clara un plan en el que no se escapaba ningún detalle, donde todo estaba meditado.

Y cada vez que Paula me hablaba, una voz dentro de mi cabeza me repetía: «Calla, calla, calla, calla, calla, calla, calla, calla, calla…».

Los nervios se iban multiplicando a medida que se acercaba el estreno. Y el estreno fue un desastre. No hubo ningún giro inesperado. A veces, un grupo de actores puede ensayar semanas y semanas una obra por la que nadie daría ni un duro y de pronto llega el público y todo estalla de un modo prodigioso. Ese no fue el caso.

Podemos ensayar toda la vida, pero al final el público es el último personaje y el que decide si la función es buena o mala.

—¡Mucha mierda!

Sí, mucha.

Los aplausos en las previas fueron apáticos y gélidos; llenamos los primeros días porque había expectación, por los descuentos de algún periódico o alguna emisora de radio, quién sabe…

Pero el estreno, el estreno de verdad, fue un desastre.

A Clara le encantaba repetir la frase, como si la sonoridad tuviese poder:

El estreno fue un desastre.

El estreno fue un desastre. Hasta los acomodadores tuvieron que alargar los aplausos en aquel final tan oscuro, porque, si no, no salía a saludar nadie del equipo artístico. La gente tenía tantas ganas de huir del Romea que al acabar no quedaba nadie en la entrada del teatro. Por suerte, nadie silbó, porque hace tiempo que la gente ya no silba en los estrenos. Todo un detalle. La gente de la profesión huyó como alma que lleva el diablo, y cuando después salimos a tomar una copa, solo quedaban en el vestíbulo los cuatro o cinco amigos más íntimos, y los familiares. Pero a veces hay gente que vive dentro de una burbuja, gente que ha atravesado el espejo de Alicia en el país de las maravillas y ha decidido, de forma consciente o no, vivir en una realidad paralela, porque ahí es más feliz, porque ahí se vive mejor, por lo que sea. Y Paula, que intentaba fingir a ojos de todos que había sido un muy buen estreno, era lo bastante inteligente para deducir, para olerse, que aquello (y digo aquello por no usar palabrotas) había sido uno de los mayores desastres de toda la temporada.

Mi padre me dio un largo abrazo y me dijo: «Ya hablaremos otro día, ¿tú te lo has pasado bien?». No hizo falta responder nada para que entendiese que había vivido un infierno. Me volvió a abrazar y me aconsejó: «Pues piensa que ya ha pasado, y ahora ya eres libre».

Clara seguía con la sonrisa tatuada de oreja a oreja, consciente de que aquel desastre no haría que Paula pusiera los pies en el suelo; al contrario.

—Clara, no me mires así.

Se regodeaba en el dolor ajeno, era así, su felicidad se basaba en la desgracia de los demás. Como todo el mundo.