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—Te he guardado un vino rosado que me aseguran que es de categoría —me dice Oti con cara de vendedora de perfumes.

Mal asunto cuando alguien te dice que algo es de categoría. Sal corriendo. Mi abuela lo soltaba cuando me presentaba en su casa con alguna prenda de ropa nueva.

«Caramba, Albert, se nota que eso es de categoría», recitaba como si fuera Anna Lizaran adoptando un tono solemne.

Yo no le decía lo que pensaba, pobre mujer. Hay mierda que puede ser de categoría. De gran categoría. Pero como somos de familia de barrio, todo lo comprado fuera de Horta nos parecía de lujo. Y claro, cuando Oti sacó el vino rosado y lo puso en la cubitera «para que cogiera más frío», pensé en cómo debía de ser aquel brebaje que según ella era «de categoría».

Oti y Susanna tienen un pequeño restaurante que se llama Petit. No falla. Entre los soportales del mercado de la Boquería se juntan, unas al lado de otras, varias mesas rodeadas por sillas azules y coronadas por estufas con forma de champiñón de pie largo. Suelo ir cuando tengo un rato libre para pasear por ahí abajo y ganas de arañar el coche. Muy cerca de la Boquería, en la calle Hospital, hay uno de los peores aparcamientos de Europa. Yo cedería su propietario a la ciencia, a ser posible bien troceado. Un garaje en forma de caracol que es un laberinto de columnas que deben esquivarse con diversas maniobras, como meter primera, dar marcha atrás, volver a poner primera, arrancar otra vez porque se te ha calado el motor, tocar el freno pero poco si no quieres desnucarte y, cuando estás a punto de llegar a una de las pocas plazas que ves libres, o hay un cono que no te deja estacionar por vete a saber qué gilipollez o porque es un sitio reservado. Después de cuatro arañazos y un par de abolladuras, llegas al objetivo final. Eso dejando de lado el hecho de que para pagar dos horas de aparcamiento en aquella zona céntrica de Barcelona ya hace falta pedir un crédito.

Pero vale la pena la odisea para sentarse en aquella mesa minúscula y ver pasar la Barcelona que cantaba Peret, la «Gitana hechicera»…

Para el mar de amores, rumbas y flores.

Pa’ subir al cielo, vente al Paralelo.

Para ahogar las penas, fuente Canaletas.

La que busque novio, mercao San Antonio.

Pues yo, sentado en la Boquería, veo cómo pasa otra Barcelona ante mis ojos mientras Oti me ha preparado y me ha ido sirviendo en la mesa media docena de ostras que pongo a nadar en limón y pimienta, unos chipirones con ajito picado y dorado, unas gambas rojas como los pimientos del piquillo que me calzo cada vez que viajo a Murcia en el restaurante del hotel Rincón de Pepe y el mejor salmón a la plancha que he comido nunca. Es un salmón fresco, tostado por fuera, crudo por dentro y con guarnición de verduras, que como en reclinatorio cada vez que voy. Y lo riego con ese Penedès rosado de nombre Petjades que sí, al final tenía ella razón, es de categoría. Buena elección, como le hago saber a Oti, que se sienta un rato delante de mí mientras carga otro Marlboro para fumar.

—Tienes que dejarlo, Oti, joder —le ruego, casi exigiéndoselo.

—Ya lo sé, Albert. ¿Pero sabes lo que cuesta? Y no estoy para perder placeres. Tengo demasiados follones con el puto Ayuntamiento, que quiere quitar los negocios de estos soportales.

—Resiste, resiste.

—Ya lo hago, por eso fumo. Si no, con el último que me hubiese fumado le habría prendido fuego al mercado. Solo faltaba el atentado del mes pasado y el bajón del turismo.

Oti debe de rondar los sesenta y cinco. Ya es abuela y está estupenda para la edad que calza. Cocina como quiere mientras tiene a su lado a Susanna, a la que conoce desde hace años y que le ayuda a sobrellevar el negocio del sacrificio. Porque tener un restaurante pequeño en el que no sabes si atiendes a franceses, alemanes, chinos o nativos, ni el humor del que te llegarán, tiene que ser deprimente.

Son las cinco menos cuarto de la tarde. Para terminar la jornada del restaurante solo queda una mesa, que está ocupada por un par de amigas o conocidas que no paran de hablar.

La temperatura es muy agradable. Ya se sabe que septiembre es un fin de fiesta veraniego y la verdad es que todavía me muevo en camisa, sin americana. Una azul marino con botoncitos blancos que llevo arremangada y unos vaqueros Armani que no fallan nunca.

Oti sigue echando pestes del Ayuntamiento y amenazando con llamar a los periódicos y salir por televisión para condenar la actitud del consistorio hacia el pequeño comercio y bla, bla, bla. Yo voy asintiendo con la cabeza, adormilado, porque el café todavía no me ha hecho efecto y la mierda del jet lag me afecta siempre, y, mientras echo un trago del vino rosado que acabo de servirme en la copa, Susanna se suma a la tertulia y se sienta con nosotros.

—¿Qué pasa, Albert, no nos piensas contar quién ha sido el salvaje de la carnicería?

—Todavía no lo sé, pero esperamos encontrarlo pronto.

—Estamos un poco asustadas —dice Oti, metiendo cuchara—. Nunca se sabe qué puede pasar. ¿Y si es un asesino en serie?

—Pues veremos qué serie sigue. De momento, no ha matado a nadie más que a esa pobre desgraciada. Oti está asustada, pero yo estoy aterrorizada y, de hecho, estos dos últimos días se ha notado mucho en el mercado. Hay menos gente y los turistas que vienen pasan por delante del puesto de Fidel a hacerse fotos; la persiana sigue bajada, pero les hace gracia retratarse donde pasó todo.

—Sí, la típica chorrada del «Yo estuve ahí». En el fondo, vivimos para explicar que estuvimos. Siempre queremos estar. Una matanza en los atentados del once de septiembre, y hostias para ir al World Trade Center; los disparos de la sala Bataclan, y preferimos ir a ver la floristería en la que se ha convertido que entrar en el Louvre…

—Sí, pero lo que dice Susanna es verdad. Son casi las cinco de la tarde y hoy hemos tenido seis mesas y gracias. Menos de la mitad que hace unas semanas.

—No os preocupéis. Ya he hablado con la Asociación de Comerciantes del mercado. Me han contratado y les he dicho que encontraremos al autor de esta canallada lo antes posible, y les he recomendado que, cuando todo este episodio quede atrás, contraten a una empresa de comunicación que les diseñe un plan para reivindicar la imagen pacífica de la Boquería.

Alzo las cejas cuando me llega un mensaje al móvil. Un número. Es decir, que no sé quién es porque no sale nombre.

Te fuiste muy rápido de casa. Es que no te gustó mi compañía?

Joder, el muerto aquel. No sé ni cómo se llamaba. Tenía cierta gracia en la distancia corta.

Lo encontré por Grindr. Estaba a medio kilómetro del despacho y fuimos a tomar un café en la Diagonal con Rambla de Catalunya, así me daba un paseo de diez minutos. Treinta y cinco años bien llevados, con traje y corbata, porque trabaja en un bufete de abogados de la zona y luce lo que en las bolsas de trabajo se califica de «buena presencia». El café nos sentó bien y decidimos quedar en su casa porque vivía en Gràcia y pillaba cerca de los dos despachos, el suyo y el mío. Tenía el piso en la calle Milà i Fontanals. No era gran cosa, pero lo tenía bien apañado. Vivía de alquiler, solo desde hacía diez años, cuando se había mudado desde Girona por motivos de trabajo.

Llegué a su casa y, sin decirme ni hola, se me echó encima. A mí estos arrebatos me superan. Esta gente que te quita la americana como si fuera comprada en el Primark, como que no. «Tate quieto, cara cartón», les vengo a decir con más o menos educación. Dejo la chaqueta colgada de una silla y luego me quito los zapatos. A partir de aquí, todo es negociable. Si me quiere desabrochar, que lo haga, pero a ritmo de bolero; nada de rock, que me mareo. Este chico quería Metallica de banda sonora. En fin, que en un cuarto de hora estábamos listos. Otro a la papelera de la historia. Pero lo peor vino después. El interfecto cometió la osadía de invitarme a cenar. Adiós. Soy poco dado a que me paguen las comidas. No por nada, sino porque escogen ellos el restaurante. Y un restaurante es peor que una camisa. Si te regalan una y no te gusta, la cambias. Una cena, no. Pringas. Y resulta que el pobre decidió llevarme a un sitio tan raro que mejor obviar el nombre.

Un puto restaurante vegano. Cuando entré y me preguntó qué me parecía, le respondí:

—Has llevado a un claustrofóbico a ver El exorcista.

Se quedó de piedra. Me rogó que nos marchásemos, pero de perdidos al río. A apechugar.

—Una experiencia nueva —dije con educación.

Le exigí que pidiera él. Y al cabo de poco, eso sí, aterrizó en nuestra mesa una serie de platos de colores oscuros: sopa borsch con remolacha, tofu marinado con guisantes, paté crudo de tomate seco (magnífico, todo hay que decirlo) y una cosa (sí, sí, una cosa que parecía salsa) que se llama tzatziki y que se unta en pan de pita como si estuviéramos en el barrio de la Plaka en Atenas.

Comí muy sano y, al traer la cuenta, no hice ningún ademán de pagar. No me lo habría perdonado en la vida. Pagar por aquel festival de verdes, de pijerío… Quiero ver cuántos restaurantes veganos quedan en Barcelona dentro de diez años. Tenemos que comer sano, eso está claro, pero comer sano no significa comer así. No hace falta que cada mañana nos aticemos un cap i pota, pero no comerlo nunca más… Eso sí, fuera del restaurante había tres chavales fumándose un porro después de la cena. Claro, todo es hierba. Todo muy sano.

Me despedí de aquel chico sabiendo que no volvería a verlo. Por decisión propia. Me pidió el teléfono y se lo di. Hala, rey. Nos llamamos, ¿eh? Sí, sí. Desde luego, guapo. Acuéstate pronto, ¿eh? Sí, claro… Y te vas alejando…, adiós, adiós… y métete el tofu por donde te quepa y que te den dos duros, que no tienes ni puta idea de nada. Hala, venga, desfila…

Y aquí lo tengo otra vez. Menuda mierda.

Respondo:

La semana que viene no puedo quedar.

Coño. Has vuelto de Nueva York y no quieres quedar?

No quieres, no. No puedo.

Ah, eso me tranquiliza, si quieres pero no puedes.

Mierda, ya se está llevando el gato al agua.

No sé si quiero. Lo que es seguro es que no puedo.

Pero no puedes, pero podrías querer.

Podría no sé. Sé que sé lo que no puedo y ya veremos si quiero.

Pero puedes querer?

¡Qué tío más pesado!

Probablemente, no.

Hala, toma.

—¿Qué tal por Nueva York? —pregunta Susanna.

Demasiados frentes abiertos a la vez.

El vegano responde:

Buf. Ya hablaremos, entonces.

Eso mismo.

Adiós.

Chao.

—Nueva York… genial como siempre —respondo a la pobre Susanna.

—Ay, qué ganas de volver.

—Pues siempre estás a tiempo. Yo estoy enamorado de Nueva York y me iría a vivir allí mañana mismo.

Susanna ha traído una botella de orujo blanco, como Dios manda. Nada de hierbas. Ya basta de hierbas, joder.

Oti está jugando con su móvil y de pronto me mira:

—Albert, ¿has hablado con Fidel?

—Todavía no.

—¿Sabes si conocía a esa chica colgada?

—¿La del Romea? Por lo que dice la prensa, no.

—¿Te lo crees?

—No lo sé.

El orujo blanco, de un trago. Todo para adentro mientras levanto el vasito.

—¡Salud! Abajo los veganos de la tierra.

—¿Y cómo ha ido la reunión con la Asociación de Comerciantes de la Boquería? —pregunta Susanna.

—Bien. Buena gente. Demasiada gente. He tenido que solicitar que se quedaran solo el presidente y otra persona, porque ha llegado un momento en el que hubiese querido pedir un Gelocatil o una pistola. Qué dolor de cabeza. Tanta gente ahí metida.

Sonríen las dos mujeres.

—Al final se han quedado un tal Francesc Rubio, que es el presidente, y una chica muy agradable, una tal Victòria Rius que estaba presente como una especie de vicepresidenta de la panda. Hemos acordado el dinero que cobraré, lo que tenían que hacer a partir de ahora, y me han preguntado, con toda la lógica, qué tenían que decir si la policía o los Mossos les hacían preguntas. La respuesta ha sido muy sencilla: que la investigación la llevo yo, pero que tranquilos que, de acuerdo con los protocolos, les llamaré y se lo anunciaré. Si los policías están acreditados y autorizados como es debido, es evidente que deben responder. Y siempre la verdad.

Oti se enciende otro Marlboro. Susanna le sigue el ritmo y se enciende otro. Callan esperando a que siga, pero al final les pueden las ganas de chismorrear.

—Cómo puede ser Paula Cellar la muerta. Dios mío —exclama Oti.

—Pero si es que, además, de vez en cuando venía a comprarle pescado a Sintu y fruta allí, donde Mariona… —remata Susanna.

—Sí, era buena actriz, pero nada más. Ahora mismo, solo sabemos eso. Muerta, colgada de un gancho en la pollería de Fidel Mallofré, y descubierta por este cuando abrió el puesto a primera hora de la mañana.

—Es fácil suponer que la mataron después de la función del Romea. Pero claro, ¿aquí o allá? ¿Y por qué todo lo demás? ¿Por qué en un puesto de la Boquería? ¿Por qué esta chica? ¿Y por qué colgada como un pollo?

El comentario macabro animal nos hace gracia a todos, que sonreímos.

—Si me lo permitís, voy a visitar a Fidel y después iré a ver el cadáver. Los Mossos han pedido a la familia unos días más antes del entierro para acabar de analizar un par de detalles.

Oti apaga el cigarrillo y echa un trago de orujo. Susanna mimetiza la actuación, y yo fijo la vista en el mercado, que a esta hora ya empieza a decaer. La mayoría de los puestos están cerrados. He quedado con él cinco minutos más tarde. La distancia que calculo que existe entre el escenario del teatro Romea y la pollería donde apareció la chica asesinada. Cinco minutos.