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Corre aire en la Boquería y la temperatura empieza a ser otoñal. Estas callejuelas tienen mucho peligro con sus corrientes, y hoy me he puesto una americana de pana, muy PSOE de los ochenta, de color claro, que he combinado con unos pantalones azul marino, camisa blanca y jersey gris con cuello de pico.

En el puesto de Fidel ya hay gente comprando. La vida sigue y el negocio no puede parar para esta gente. Cuando me acerco, Fidel me hace un gesto con la mano para indicarme que espere un momento. En efecto, se trata solo de un instante, porque cobra a una clienta y sale enseguida del puesto.

Me señala a una chica de unos treinta años que, ataviada con un delantal blanco, corta un pollo por la mitad con unas gruesas tijeras.

—Diana. Una trabajadora que está con nosotros desde hace cuatro años. Una maravilla como persona y como currante. Ramos ha ido a dejar unas cajas al almacén y ese que se acerca por allí es Carlos, un chico que, para poder estudiar, echa cuatro horas cada mañana con nosotros y hace de todo: puede trabajar de dependiente, puede ayudar a Ramos con la furgoneta y puede ir al banco a ingresar dinero en la cuenta de la sociedad. Si yo soy Fidel, él es la fidelidad en persona.

A las nueve y poco de la mañana ha salido el premio del típico chiste malo que puede hacer un tipo que se llama como él. Sonrío de forma grosera.

—Fidel, si quiere ir a atender a la clientela, adelante. Tengo que hablar con ellos de uno en uno. ¿Hay algún bar donde se coma mínimamente bien y pueda estar tranquilo mientras hablo con sus trabajadores?

—Sí, claro. Vaya al Mendizábal. Al lado del Romea.

—El Mendizábal, claro, no me acordaba. Vale, que dentro de cinco minutos vaya allí Diana, luego Carlos y después Ramos. En este orden. Cuando vuelva uno, que salga el siguiente hacia el bar.

El Mendizábal lo conocí gracias a los consejos de una buena amiga, Marta Pons, una de las tías más almodovarianas que conozco. Marta es la naturalidad en persona, de esa gente que nunca se calla nada, que va de cara y no se anda con tonterías. Si tienes un problema, llámala, pero si le fallas, te mata. Y con razón. Siempre da buenos consejos, y uno de ellos fue el de ir al Mendizábal. Es un bar de toda la vida situado en la calle de la Junta de Comerç esquina con Hospital, como si tuviera vistas a los puntos clave de la investigación: Boquería y Romea.

El Mendi es un bar que no es un bar, sino otra cosa. Cuando entras, entras en el barrio del Raval. Me dan ganas de llamar a Marta. Esperaré a terminar la ronda con las tres personas que deben sentarse a explicarme qué coño hacían las últimas horas antes de encontrar el cadáver de la actriz.

Me siento en una de las mesas interiores. El local, a estas horas, todavía tiene sitio libre. Me pido un bocata de sobrasada y queso brie y una Coca-Cola Zero, así no tengo remordimientos. Repaso la zona, el personal, el ambiente. Hay un hormigueo de gente, en su mayoría magrebí, minoritariamente turista; de estos últimos, una mayoría absolutísima camina despistada. Solo les falta el cartel: SOY GUIRI.

Se acerca el camarero y me deja el bocadillo sobre la mesa. Se eleva un olor a sobrasada quemada. La pituitaria me transporta a casa, de pequeño, cuando mi madre pinchaba con un tenedor un trozo de sobrasada y lo acercaba a la llama del fuego. El rojo del embutido se intensificaba y lloraba gotitas de grasa sobre la cocina. Mi madre cogía una rebanada de pan y depositaba encima la sobrasada. Con una de las puntas del tenedor, mediante un movimiento de orfebre, quitaba la piel y culminaba así uno de los actos gastronómicos más fascinantes. Para rematar, mi padre le echaba un chorrito de miel por encima y, a mí, un poco de queso suave que se derretía con el calor de la sobrasada. Quien logra que un sabor te evoque la infancia merece una Cruz de Sant Jordi celestial al son de las trompetas de un coro de ángeles y arcángeles. El Mendi lo ha conseguido.

—Por favor —le digo al camarero después de probar el primer bocado de esta delicia—, cuando pueda retire la Coca-Cola y tráigame una copa de vino tinto. El que tengan seguro que va bien.

Mientras doy cuenta del bocadillo llega una chica de ojos ahusados, casi chinos, con un vestido comprado a peso probablemente en el Primark y la cara pintadita. Se presenta como Diana, la dependienta. Está atemorizada, a la defensiva, más por timidez que por sentimiento de culpa. No conoce de nada a Paula Cellar, de nada en absoluto, solo de verla por televisión en algún programa de tarde «de la teletrés», cuando presentaban alguna de sus obras de teatro. Como tampoco veía la conocida serie de sobremesa Ladrones de tiempo, donde era una de las protagonistas, «porque yo soy del Sálvame», su conocimiento de la actriz es mínimo. No sospecha de nadie porque ninguno de sus compañeros de la pollería mataría ni una mosca y ella puede demostrar que aquella madrugada dormía como un tronco al lado de su marido y los dos gemelos de diez meses. Todo, en apariencia, demasiado normal.

Carlos es un chico alto, con cara de susto, que no pasa de los veinte años. Se sienta a la mesa y habla con monosílabos, como si buscara a un abogado que ni sabe que puede tener. No ha hecho nada malo, me dice; echa media jornada, no conoce a nadie, gana cuatro duros para poder estudiar por la tarde en la Facultad de Veterinaria; y se queda todavía más acojonado cuando le pregunto qué hacía aquella madrugada. Dormir. Y cuando le pregunto dónde, me responde que en casa, con sus dos compañeros de piso.

Ramos es más decidido. Tiene cara de buen tío, de engañado por la vida, y tiene respuesta para todo. Cuando le pregunto qué hacía aquella noche me dice que estaba en casa viendo el concurso ese de cocina que echan por la tele y que le entró sueño, que repasa El Periódico y que vive solo. Debe de rondar los cuarenta años y es corto de piernas, ancho de culo y moreno, negro, de pelo. Hace un par de años cortó con su pareja, una chica aragonesa que volvió a Sos del Rey Católico, de donde era. Ahora hace lo que puede, trabaja para Fidel en la Boquería desde hace diez años y aquella mañana, al llegar, se encontró con aquel percal. ¿Si conocía a la muerta? Hombre, claro; que si la serie de la tele, que si hace un par de años fue a verla cree recordar que al teatro Condal (donde no representó nunca una obra), que si los periódicos, pero en persona nunca, aunque había gente que la había visto algún día paseando por el mercado. Alzo las cejas.

—¿Quién la vio?

—A mí me lo contó Eulalia, la de la fruta.