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La casa apesta a muerte. Es domingo y los hedores no descansan ni el día del Señor. Es un tufo especial, difícil de describir, aunque a veces creo que son imaginaciones de mi pituitaria, que acepta de buen grado que piense que en aquella casa, con un cuerpo presente, apesta de una manera especial. Ramos está muerto. El de la furgoneta. La «fidelidad en persona» de Fidel. Una década trabajando en aquel puesto de la Boquería. Diez años haciendo el papel de Sancho Panza de la volatería barcelonesa. Antes de entrar en aquel edificio extraño del Hospitalet, en el polígono Gornal, he llamado a Fidel para preguntarle por sus empleados, por si ha visto algún movimiento extraño estos últimos días.

—No. Le habría llamado —me responde solemne.

—Hábleme de Ramos.

—¿Xavier Ramos? Servil, hoja de servicios excelente, se cuentan con los dedos de una mano los días que se ha cogido la baja a lo largo de estos diez años, un trabajador incombustible. Ninguna queja.

—¿Sabe si conocía a la actriz asesinada?

—Ni idea, pero supongo que me lo hubiese dicho.

—¿Eso quiere decir que lo comentan todo?

—No, de ninguna manera, pero, conociendo a Ramos, seguro que si conociera a una actriz famosa, me lo habría dicho.

—¿Últimamente le ha notado más nervioso que de costumbre?

—Hombre, a partir de la mierda esta de la muerte es evidente que todos estábamos más inquietos. Y él, pues claro, también.

—¿En qué se lo ha notado, Fidel?

—Anteayer, por ejemplo, estaba muy irascible. Se cabreó por un comentario absurdo, sin importancia, de Diana, la dependienta que tengo. No es normal la reacción que tuvo. Le gritó y apostaría a que no lo había hecho nunca en todos los años que lleva trabajando con nosotros. Raro, desde luego.

—Fidel.

—Dígame.

—Ramos ha muerto.

Y el silencio fue ensordecedor.

—No puede ser. ¿Qué ha pasado?

—Se ha suicidado.

Más silencio.

—¿Qué me está contando?

—Lo que oye, pero no puedo decirle nada más. Precisamente ahora estoy a punto de entrar en su casa.

Me viene a la cabeza esta conversación cuando me planto delante del cadáver. Debajo, dos coches de los Mossos y, en el piso minúsculo, cuatro uniformados y un quinto de paisano que examina con guantes el cuerpo de Ramos.

—Hola, Albert —me saluda el Mosso vestido de paisano. Es Oriol Pitarch, uno de los mejores investigadores de asesinatos que tiene el cuerpo y, sin duda, el país. Da gusto trabajar con gente así, que te pone las cosas fáciles y que te obliga a ponérselas tú también.

—¿Cómo va, Ori?

—Aquí… con las manos en la masa

—¡Joder con la ironía de los polis listos!

Oriol se ríe a pesar de lo patético de la situación. Debe de rondar los cuarenta años y es un armario. Roza los dos metros de alto y casi también de ancho. Horas de gimnasio trabajando bíceps, tríceps, maseteros, pectorales… todo desproporcionadamente perfecto. Lleva una camisa negra ajustada y unos pantalones de color crudo, y me mira con unos ojos claros y seductores, aunque no hay nada que rascar porque vive con una señora estupenda y tiene dos criaturas. O sea que «atletas, bajen del escenario».

Oriol lleva guantes y, con unas sencillas pinzas, coge unos cuantos pelos que hay en una de las uñas del pobre difunto y los mete dentro de una bolsita de plástico. Ramos tiene el cuerpo caído hacia delante sobre la mesa de madera del comedor. Está en una posición plácida, como si se hubiera quedado dormido con la cabeza sobre la mesa y los brazos cruzados detrás. Tiene los ojos abiertos y un hilo de baba blanca con burbujas le baja pegado desde la comisura de los labios hasta crear un charquito sobre la madera.

—¿Cómo os habéis enterado, si el chico vivía solo? —pregunto a Oriol sin ninguna mala fe.

—Su madre ha llamado al 010. Le ha telefoneado veinte veces esta mañana y normalmente a los cinco minutos de la llamada el chico ya se la devolvía. Al ver que no lo cogía, le ha mandado whatsapps y nada. Además, Ramos tiene activado el sistema de tal manera que no se ve a qué hora se ha conectado por última vez. Entonces ha decidido llamar a la vecina de abajo, con la que tiene buena relación. La vecina ha subido y ha llamado al timbre, pero nada. Entonces la madre debe de haber sospechado algo y ha llamado al 010. Han forzado la cerradura, han entrado y se han encontrado este belén.

—¿Hace mucho que ha muerto?

—Esta madrugada.

—¿Causa?

—Por lo que parece, suicidio.

—Caramba, qué seguridad.

Oriol saca una carta de un maletín de médico de pueblo en el que va colocando las bolsitas de plástico. Me la da.

—Lee en voz alta.

Me pongo guantes. Es una carta porque va dentro de un sobre blanco sin destinatario ni remitente. Blanco de blancos. En el interior hay un folio escrito con ordenador, con cursiva, de un tamaño que apostaría a que es dieciocho. Todo muy cuidado. La cursiva confiere aire de importancia al texto, que empieza de forma demasiado pretenciosa:

A quien corresponda:

Siempre he sido buena persona. Siempre. Nunca había pretendido matar a nadie, pero en la vida hay veces en las que cometes un error insalvable. Hace unos días, llevado por un deseo irrefrenable, maté a Paula Cellar. No busquéis ninguna lectura. No soy un psicópata. Me enamoré de ella y ella no se enamoró de mí. Quise relacionarme con ella y ella no quiso conmigo. Y en un ataque de desesperación, después de meses pensando que algún día Paula sería mía, pisé todas las líneas rojas. Sí, con esta carta confieso que yo, Xavier Ramos Pelegrino, asesiné a Paula Cellar colgándola con toda mi rabia de un gancho de la pollería donde trabajo en el mercado de la Boquería.

Con mi muerte evito todos los males que me habrían sobrevenido ahora, en especial tener que sostener la mirada, algún día, dentro de unos cuantos años, de todos los familiares, amigos y seguidores de Paula. Aquello no fue posible. Fracasé. Y los errores se pagan.

Lo siento, mamá. Discúlpame. Te he querido y te querré siempre. Y tú, Rafa, cuida de mamá, y perdona que te deje solo con la responsabilidad. También pido perdón a todos aquellos que quisieron a Paula. Lo siento mucho. No puedo soportar el peso de la culpabilidad.

En este vaso que hay (espero) aquí delante de mí, beberé dos dedos de whisky mezclado con veneno. Si la hoja de ruta es la que me han explicado, al cabo de pocos minutos el corazón me fallará, sufriré poco, me quedaré sin aire y caeré redondo. Me lo merezco.

Gracias y perdón por las molestias.

Xavier

—¿El vaso? —le pregunto a Oriol.

Abre el maletín. Un vaso de los de toda la vida, de culo grueso, Duralex probablemente, reposa dentro de una bolsa de plástico.

—Envíaselo urgente a Pérez Navarro, Oriol.

—Ahora se lo llevo, cuando me vaya de aquí.

El Mosso sigue examinando a un palmo de distancia detalles de la ropa del cadáver, que lleva una camisa negra. Inclinando la cabeza veo que viste vaqueros y náuticas sin calcetines. El pelo, largo y despeinado, le desciende sobre los hombros, y al cuello lleva una cadena de plata, delgada e insignificante. Poca cosa y de poca importancia.

—Albert, ¿esta es la respuesta a todo?

—Demasiado fácil. Parece que sí, me temo que no.

—Explícate.

—Ramos se enamora de Paula. Ella, seductora nata, juega con él. Él se lo cree. Ella lo rechaza una primera vez y una segunda, puede que una tercera y es probable que una cuarta. Él está harto, pero conserva alguna esperanza. Ella, en vez de cortarlo de raíz, le da carrete hasta que él acaba por creérselo. La desea, pero ella no. Él se cansa. La mata y la cuelga del cuello, sádicamente, en el puesto del mercado. Entonces se encuentra en un callejón psicológico sin salida, se mete veneno en la bebida, escribe una nota absurda de diez líneas, bebe y adiós muy buenas.

—Sería eso —se conforma Oriol.

—Pues no —replicó contundente.

—¿Lo tienes claro?

—No. No tengo nada claro, pero eso tampoco.

—Ordeno que levanten el cadáver, hablo con la madre y voy a ver al comisario.

—Perfecto. Pídele que solicite el resultado de los dos vasos con urgencia.

—¿Dos?

—Sí. Uno de una chica de la compañía del Romea y este. Yo, entretanto, me quedaré a rebuscar por el piso, a ver si encuentro algo interesante.

Oriol se marcha con su curioso maletín y empiezo a inspeccionar el piso en busca de algún detalle que me permita deshacer este nudo mojado. Demasiado evidente todo. No. Un asesinato nunca es evidente. Este pobre desgraciado que descansa en paz sobre esta mesa de madera es víctima, no verdugo.