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—De acuerdo. A las nueve y media de la noche. ¿Dónde?
—En la Bodega Sepúlveda.
—¿Otra vez? En Barcelona tenemos más restaurantes. ¿Es que en Sant Cugat solo tenéis uno?
—¡Ja, ja, ja! No, pero el otro día cené magníficamente bien y, si te da lo mismo, me gusta volver a los sitios donde me siento feliz.
—Muy bien. Ya reservo yo.
La llamada la ha hecho Pol poco después de mediodía. Necesitamos este encuentro. Es urgente para aclarar conceptos. Hace tres días que no respondo a mensajes y llamadas de Rubén. Solo le envié un mensaje de whatsapp largo, larguísimo, en el que le pedía unos días de paz porque no avanzaba con el caso de la actriz joven sacrificada como un pollo y colgada en un puesto del mercado. Que tenía ganas de quedar con él, de volver a ir a cenar y de tomarnos un par de copas. O más. Me daba pánico la respuesta, pero, como no podía ser de otra manera, me respondió con un «Me tenía preocupado tu silencio. Creía que había hecho algo mal. Tranquilo. Si necesitas ayuda, búscame y me encontrarás. Tengo muchas ganas de verte». No sabía si echarme a llorar o tirarme desde lo alto de la torre Agbar. ¿Cómo podía haber sido tan cabrón?
Me he arreglado para ir a cenar con Pol. Empieza a refrescar y me he puesto unos pantalones azul marino con unas deportivas oscuras, una camisa azul celeste y un jersey de hilo gris. Encima, una chaqueta no muy gruesa que ya veo que, más que nada, será un estorbo.
Llevo toda la tarde pegado al teléfono. He hablado con el presidente de la Asociación de Comerciantes de la Boquería para tranquilizarlo. Le he dicho que los Mossos y yo estábamos trabajando muy bien, que teníamos serias sospechas sobre quién había podido ser y que en breve recibiríamos alguna información. Nada más colgar, me he tocado la nariz y de momento no me ha crecido.
Tengo sobre la mesa la secuencia de fotografías de Ramos con aquellas dos chicas. La foto debe de ser bastante reciente porque el pelo de Ramos aún no ha crecido. La ropa es de entretiempo, propia de esta época del año, cuando todavía es verano pero se acerca el otoño. Pondría la mano en el fuego por que Ramos no se ha suicidado. Alguien le ha ayudado a hacerlo. ¿Por qué? ¿Por qué demonios? ¿A quién podía conocer este muchacho que trabajaba en la pollería que pueda estar relacionado con la muerte de Paula? Tendré que ir lo antes posible al puesto de Fidel para hablar con todos ellos, aunque habrá que esperar un par de días porque la pollería vuelve a cerrar por la muerte y el funeral de Ramos.
Pienso en la compañía de Medea y no encuentro a nadie que emita tufillo a muerto. Todos tenían coartada. Me niego a pensar que todo lo ha hecho Ramos por una historia de amor. Demasiado sencillo, coño.
He cogido la moto porque después de cenar tengo previsto volver a la Boquería. He llegado con puntualidad suiza. Dejo la Vespa cerca de Muntaner con Sepúlveda y, cuando entro en el local, doy besos a Sònia y Núria, las dueñas de la Bodega, hijas de sus padres, Josep y Joaquina que son los que han hecho inmenso el negocio. Tengo mesa donde siempre. El restaurante ya está a tope, como cada día.
—Te esperan —me dice Sònia señalando el balconcillo del piso superior.
Subo por la escalera y me encuentro a Pol de cara. Nos saludamos y me siento mientras me sirve dos dedos de Viña Alberdi que ya le debe de haber pedido a Carlitos.
Al cabo de poco ya estamos compartiendo una ensalada de tomate y atún, croquetas de setas, costillitas de conejo y un plato de jamón con pan con tomate que deberían servir con reclinatorio.
—Albert, siento mucho todo lo que ha pasado —dice con cara de cordero degollado.
—Mira, la verdad, yo lo siento por Rubén. Estoy atormentado desde la otra noche. Eso no se hace. No tengo vergüenza.
—Pues mira que yo.
—Tú, no sé. No te conozco, pero toda la gracia que me hiciste en este restaurante nos la cargamos horas más tarde.
—Albert, ya está. No hace falta seguir con esta historia.
—Claro que no, pero el problema no somos nosotros. Es Rubén. ¿Se lo digo? ¿Me callo? ¿Tú ya se lo has dicho?
—Evidentemente no tenemos que decir nada. Ha pasado y ha pasado. No se hable más.
—No, no, no, no… No te equivoques. Tú conoces a Rubén desde hace poco. Yo, hace años. Le he apuñalado por la espalda. Es una traición.
—A ver, Albert, no seas overdramatic. No pasó nada. Un beso, una mano en el paquete y se acabó. No quisiste ir a follar.
—No. Claro que no. Solo faltaría, pero con el repaso de lengua y el magreo ya nos bastó. Y nos sobró.
—Pero si hubieses querido seguir y que nos acostáramos, lo podría entender.
—Sí, pero no quise.
—Y aquí es donde te haces grande como amigo. En un momento de excitación, te paras y frenas. Yo te hubiese desnudado allí mismo.
—Menos mal que todavía estás en el armario…
—Es una manera de hablar. Y ahora mismo. Aquí mismo. Me excito con solo pensarlo.
Otra vez intentaba seducirme, y el tío me estaba calentando como una tostadora.
—Mejor paras. Te lo ruego.
—Te mueres de ganas, Albert. Lo sabes. Solo con imaginar lo que podría pasar en esta mesa…
Empecé a notar un pie que trepaba por mi pierna. Cerré los ojos. El momento era excitante, morboso, sexual… De pronto saqué fuerzas de flaqueza y, con la mano, le bajé el pie hasta el suelo.
—Pol, te ruego que pares.
—¿Por qué, Albert? ¿No te excita?
—¿Sabes lo que más me preocupa ahora mismo?
—¿Tal vez parar la excitación de tu polla?
—No. Cómo hacer teatro cada vez que quede con Rubén. El teatro absurdo de saber que le he engañado aunque hayan sido tres minutos, pero sobre todo el teatro de saber que esta pareja que tiene, cada vez que tenga ocasión, le pondrá unos cuernos como los del padre de Bambi.
Creía que Pol me tiraría encima el Viña Alberdi, pero él siguió con el máster de «cómo ser más miserable en menos tiempo» y se echó a reír.
—Ay, Albert. Vivo en el armario pero si puedo me suelto la melena. El tiempo perdido. Y no te llenes la boca con Rubén. Lo quiero con locura, pero ser pareja abierta tiene estas frivolidades que a los racionales os parecen una cochinada.
—¿Rubén y tú sois pareja abierta? —pregunto con voz de sorpresa.
—No lo hemos hablado y, si no lo hemos hablado, tampoco es un no, ¿verdad?
—Conozco a Rubén mejor que tú. Es un romántico y no aceptaría nunca un pacto de pareja abierta. Nunca.
Íbamos cenando y bebiendo, aunque yo bebía más de lo que comía por culpa del asco que me daba todo aquello.
—No sé cómo arreglaré este estropicio.
—Mira, Albert, te recomiendo que no le digas nada. Por él, por mí y sobre todo por ti —zanjó Pol con una frialdad, una distancia y un punto de psicopatía que, desde luego, y mira que tengo experiencia con perturbados, me acojonó.