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No me mires, no me mires, no me, no me,
no me mires, no me mires, no me mires, déjalo ya,
que hoy no me he puesto maquillaje, hey, hey
y mi aspecto externo es demasiado vulgar
para que te pueda gustar.
No me mires, no me mires, no me no me,
no me mires, no me mires, no me mires, déjalo ya,
que hoy no me he peinado a la moda da da,
y tengo una imagen demasiado normal
para que te pueda gustar.
Uh uh uh
—No entiendo qué te pasa, Albert. No salías de noche dos días seguidos desde que José Luis Balbín presentaba La Clave.
—¡Joder! Si salgo porque salgo, si me quedo en casa porque me quedo en casa. Déjame en paz, Rubén, rey. Necesito tomarme una copa; ya te lo he dicho.
A Rubén le oculto el verdadero motivo. Me hizo gracia el impertinente de Jan, y por eso regreso al lugar del crimen emocional. A ver si hay suerte y nos tomamos otro gin-tonic. Y sí, ya sé que se le acercó aquel efebo pelirrojo a comerle la boca, pero eso es muy habitual y seguro que no son pareja y, si lo son, será abierta. En fin, que a ver si hay suerte.
Rubén se anima cuando el disc-jockey cambia al «Super, Superman» de Miguel Bosé. Sigue la locura en la pista del Arena. Es viernes y todavía está más lleno que ayer. Vamos hacia la barra. Rubén pide dos gin-tonics de Bombay y, mientras esperamos a que nos los sirvan, pregunta:
—¿Alguna novedad de la investigación?
—Ninguna. Mañana tengo un día jodido porque acabaré tarde. Iré al despacho por la mañana, pero a primera hora de la tarde quiero pasarme por el Romea para hablar con los trabajadores y la compañía.
—Podrías haber ido hoy.
—No. Mejor mañana. Sábado. Teatro lleno. Más responsabilidad actoral. Teatro lleno y, después, el investigador sentado en el camerino.
Rubén se ríe.
Nos traen la bebida.
—Qué hijo de puta que soy —digo en voz alta.
Echo un sorbo del vaso y, con mala intención pero con voz de cordero, le digo a mi acompañante:
—Hoy no debe de haber venido el idiota ese de Jan.
—No. Seguro que está. Es viernes. Debe de andar por aquí.
Mientras tanto, va entrando gente a raudales. Ahora llega bailando un grupo de una decena de chicos y chicas mientras Bosé da paso a Rafaella Carrà.
Y se encuentra una mujer,
(¡Qué dolor! ¡Qué dolor!)
dentro de un armario
(¡Qué dolor! ¡Qué dolor!)
y el caradura le dice
que le deje que explique
que sintió mucho frío
y que ha llamado al doctor,
y que después de mirarle
le extendió su receta
y le dejó a la enfermera
que le dé calor.
Y la gente venga a moverse. Y Rubén desatado, moviendo el cuerpo de forma compulsiva. Qué horror de música. Qué horror de gente. ¿Qué coño hago yo aquí dentro? Me giro pensativo hacia el interior de la barra para no ver aquel escaparate de la vergüenza ajena. De pronto noto una mano en el hombro. Pego un salto del susto.
—Perdona si te he asustado. Desde arriba he visto a la única persona que no baila en todo el local y me he sentido obligado a preguntarte si te han robado algo o se te ha caído al suelo el sonotone.
—Qué susto me has dado, hijo de puta.
A Jan le da un ataque de risa al ver la cara de sobresalto que llevo. Juraría que va maquillado; le brilla la cara. Lleva una camisa azul marino de Scalpers (el símbolo de la calavera), observo en la oscuridad unos vaqueros claros y huelo el perfume Blue de Chanel, que parece que lo regalen.
—No me gusta bailar.
—Si no bailas con la Carrà, aquí no pintas nada.
De pronto, suenan las trompetas.
—Hostia, no, Camilo Sesto.
Suena el inicio de «Vivir así es morir de amor».
—Ya me puedo morir.
Jan se descojona.
—Venga, disfruta un poco, señor investigador.
Rubén le da dos besos, pero sigue bailando y gritando cuando se acerca el empalagoso estribillo.
Y ya no puedo más, ya no puedo más,
siempre se repite la misma historia.
Ya no puedo más, ya no puedo más,
estoy harto de rodar como una noria.
Vivir así es morir de amor,
por amor tengo el alma herida.
Por amor, no quiero más vida que su vida.
Melancolía.
La gente está enloquecida. Jan me mira y se ríe.
—¿Para qué coño has venido, entonces? Aquí no se viene a sufrir.
—Para tomar algo. Son días difíciles de trabajo y necesito desahogarme.
—¿Y hace falta venir aquí? Hay centenares de sitios por aquí que te gustarán más. Venga, hombre. —Y le grita fuerte a mi amigo—: ¡Rubééén, vamos a hacer bailar al muerto!
Y entonces la vergüenza me entra por la uña del dedo gordo del pie y me sube a velocidad de crucero hasta el cerebro.
Me rodean los dos, y se nos une un grupo de chicos immmbéciles que bailan por ahí. De pronto me veo cercado a traición y, con un cambio de música, me descubro bailando, bajo la mirada de un amplio grupo de personas, «Un jardín de rosas» de Duncan Dhu.
Dime tu nombre,
y te haré reina en un jardín de rosas,
tus ojos miran
hacia el lugar donde se oculta el día.
Has podido ver dónde morirán
los oscuros sueños que cada día vienen y van,
soy el dueño del viento y el mar.
La canción más ridícula del mundo para bailar y yo dando la nota mientras Rubén y Jan se descojonan. De pronto reaparece el zángano de ayer, que le dice no sé qué a Jan a la oreja. Este alza las cejas y desaparecen los dos.
Acaba la cancioncita y vuelvo a la barra mientas observo a Rubén en la pista hablando con un chico que mide un metro y medio y tiene el culo como la Maestranza mientras, a lo lejos, Jan y el moscón desaparecen por una puerta que hay detrás de una de las barras del local.
Me acabo el gin-tonic. Dejo a Rubén con aquel Barreiros. Ni siquiera me despido. Y suena «I wanna dance with somebody» de Whitney Houston. Pobrecita.