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«Me cago en mi putísima vida. ¿Cómo coño se hace esta sopa, joder?».

Remuevo con la cuchara para ver si encuentro qué lleva esta sopa que la hace tan especial. Detecto huevo rallado, pollo desmigado y algo más que la espesa.

—Antonio, ven, por favor —le digo al camarero.

Antonio no se llama Antonio. Es un camarero chino que había trabajado en La Romana, en Santo Domingo, y que habla un castellano oxidado pero comprensible. Todos los camareros, sean de donde sean y trabajen donde trabajen, se llaman Antonio. Es demostrable. Mi amigo Carreras me lo enseñó hace muchos años.

«Vayas donde vayas, si llamas Antonio al camarero, se gira y viene», me dijo Carreras, un antiguo profesor de la facultad.

Pasa en Alemania, en Australia, en Gabón, en Suecia y en la China Oriental; donde sea. Y, por supuesto, también en Nueva York, que es donde estoy pasando unos días de vacaciones.

—Antonio, ¿qué lleva esta sopa?

—Pollo, huevo, maíz…

—Vale. Algo más. Seguro.

Just a moment —me pide con tono servil.

Al cabo de unos segundos, regresa supuestamente de la cocina y me dice:

—La cocinera dice que pollo, huevo, maíz y nada más.

A liar, she is a fuckin’ liar —grito con cara de pocos amigos.

Él se ríe enseñando una dentadura desordenada donde las muelas preceden a los premolares y los incisivos se esconden en algún lugar secreto.

I’m sorry but no sé —me dice mezclando inglés y castellano.

—Sémola —me suelta Jordan, un joven negro al que conocí hace unos años en un Starbucks de Chelsea y que ahora me hace de guía cada vez que vengo a Nueva York.

—¿Sémola?

—Claro, si no, no podría salir una sopa tan espesa.

—Pero tampoco es sólida.

—No, pero la sémola le puede dar esa textura más… No sé cómo decirlo…

—Yo sí. De… de… de… de moco.

Como no sé decir «moco» en inglés, me señalo la nariz y con el pañuelo de papel finjo que se me cae algo.

—Moco —repito.

—Ah, mucuuus? —dice alargando la «u» como si se cachondeara, y se ríe a carcajadas.

—Eso… mucus.

Jordan es un chico de treinta y tres años al que conocí hará media docena de veranos. Buscaba carnaza por las calles del barrio más «homo» de Chelsea, cuando lo vi allí sentado. Con las gafas puestas, usaba un portátil Apple mientras chupaba la pajita de uno de aquellos vasos espantosos de cartón. Había pedido un double expresso y, como no había otro asiento libre en el local, me senté a su lado. Como buen investigador, lo repasé de arriba abajo y me fijé en lo que estaba haciendo con el ordenador. Curioso. Un dinosaurio en 3D al que hacía girar con los mandos del Apple mientras una serie de frases que no podía leer rodeaban una de las partes de la bestia. No sé de qué dinosaurio se trataba, pero hubiese jurado que era de los buenos, es decir, de los herbívoros, de los que no matan a nadie en las películas de Spielberg. De los que comen verde.

Me miró como diciendo qué coño quieres y me sonrió. Le correspondí, aunque enseguida fijé la vista en el New York Times que había cogido del montón de periódicos de aquella cafetería tan diminuta. No sé por qué narices nos pusimos a hablar del Museo de Historia Natural que está en lo más alto de Manhattan: que si no había estado nunca, que si era investigador, que si de Barcelona, que si él no conocía la ciudad pero le haría mucha ilusión ir, que si mi inglés estaba oxidado, y él que no, que no, qué va, si lo hablas muy bien, que si otro café, que no, que mejor una copa en un bar de la Séptima Avenida, que si una copa de vino blanco, pues que sean dos, que si chin-chin, que si mañana no tienes nada que hacer podemos quedar, que si el museo… y mira por dónde acabé delante de los dinosaurios con un licenciado en Arqueología y profesor de la Universidad de Columbia.

Desde entonces, después de una noche de sexo innecesaria que nunca hemos comentado, ni cara a cara, ni por correo electrónico, ni por skype, ni por teléfono ni por whatsapp, Jordan es mi amigo en los EE.UU. y yo el suyo fuera de ellos. Jordan siempre será una desilusión enorme, pero un gran cómplice.


He venido una semana a Nueva York a relajarme, y hoy he quedado con él para comer. Y aquí estamos ahora, en el 210 de Grand Street de Chinatown, en un lugar delicioso en el que, visto desde fuera, solo entrarías si fueses un inspector de la Organización Mundial de la Salud y tuvieras el precinto en la mano. Hay unos patos colgados del cuello que Dios sabe cuántos años llevan allí, clavados para deleite visual de los chinos que pasan por el local. Pero resulta que hace un año, deambulando, fui a parar allí, y al mirar por el escaparate vi que el establecimiento estaba lleno hasta la bandera de orientales. Y pensé que, si un sitio estaba petado de nativos, no podía pasar de largo. Y debo decir que en mi vida había comido un pato como aquel, separado primero de su piel, extraordinariamente dorada, y poco después troceado. La piel tostada la meten en una especie de pan, envuelta con diferentes verduras y después cubierta con una salsa de soja fuerte y compacta. Memorable.

Nunca había llevado a Jordan y ha sido un éxito rotundo, ya que él, que viene de una buena familia de Maine, es un sibarita, de modo que siempre tengo que buscar sitios donde se coma bien, pero se pague poco.

—Apostaría por la sémola —insistió Jordan con un inglés comprensible.

—¿Y si sodomizamos a la cocinera?

—Aparecerá Fu Manchú y servirá nuestras piernas y pies cortados en juliana a los del segundo turno.

—¿Cómo conoces tú a Fu Manchú?

—Porque mi madre, cuando era pequeño, siempre me ponía las pelis de Christopher Lee y cuando me llevaba a un restaurante chino de Blue Hill me daba miedo que saliera Fu Manchú de la cocina con sables y serpientes.

—Mejor lo dejamos, entonces.

Pago treinta y nueve dólares por los dos, incluidos impuestos, propinas y mierdas varias, y marchando, que es gerundio.

Caminamos un rato por Chinatown hasta adentrarnos en Little Italy. Hacía ocho meses que no nos veíamos, desde la última vez que había estado en Nueva York. Le mantengo informado de forma casi quincenal, pero hay cosas que solo pueden hablarse cara a cara.

—¿Y no has vuelto a saber nada de aquel chico al que conociste en Barcelona y con el que tuviste una aventura de tres días? —me pregunta el negro de los cojones, metiendo el dedo en la llaga.

Se refiere a Eduard. Sacudida del móvil. El vibrador. Un momento, a ver quién es.

—Joder, Rubén; mira que es pesado.

Jordan se pone a reír. Siempre le hablo de Rubén y de que aparece cuando menos te lo esperas, pero que lo aprecio mucho, aunque sea un pesado insoportable…

Cómo va?

Cuando alguien te pregunta «cómo va» por whatsapp, mal asunto. Cuando el diablo no sabe qué hacer, mata moscas con el rabo.

—A lo mejor está pensando en ti y te echa de menos —dice cariñosamente Jordan.

—Se aburre, no te preocupes.

—Pero contéstale. Siempre me hablas muy bien de él y me dices que, cuando tienes un problema, por gordo que sea, siempre puedes contar con él.

—Vale.

Cojo el móvil y entablamos una conversación:

Aquí estoy, con Jordan. Tú, qué tal?

Bastante bien. Cuándo vuelves, Albert?

Mañana por la tarde cojo el avión. Por?

Porque Barcelona se está poniendo interesante.

Qué coño quieres decir?, tecleo, como diciendo «venga, no te enrolles».

Cuando puedas entra en los digitales. Han matado a una mujer en la Boquería.

En el mercado?

Sí, sí, pero no hay mucha información. La han encontrado esta mañana cuando un carnicero ha abierto su puesto. Colgada del cuello.

«Joder —pienso—, como los patos del restaurante de Chinatown».