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El odio entre Clara y Paula era irreconciliable.

Nadie supo nunca quién le había hecho aquello a Clara, pero ella siempre me aseguró que había sido la puta de mi amiga. Yo le había explicado a Paula lo del campamento y, ahora, alguien se había vuelto a ensañar con Clara de la misma manera en que lo habían hecho durante el juego del enemigo invisible, embadurnándole el pelo de cera. No podía ser casualidad. A partir de entonces el nombre de Paula pasó a ser «la puta de tu amiga». Empieza por la misma letra, Mònica. Es puta.

Clara no vino nunca más a ninguna fiesta, y lo entiendo. Hasta a mí me daba vergüenza, porque de pronto era la amiga de la fluffer.

Palabra que no tenía ni idea de lo que significaba. Fluffer. Lo busqué.

Joder, qué mala leche.

Según la Wikipedia, es la palabra que «se utiliza para designar al miembro del equipo de grabación de una película pornográfica cuyo trabajo es mantener la erección del actor principal. La tensión del rodaje puede ocasionar que el actor tenga problemas para permanecer excitado. El fluffer se encarga de prepararlo para la siguiente toma, ya sea mediante estimulación manual u oral».

Intenté pasar página. Pero las dos me recordaban, siempre que podían, los defectos de la otra. Eran muy pesadas. Según me juró y perjuró Paula, durante la fiesta Clara no paraba de ir detrás de los chicos que se interesaban por ella, la insultó y hasta le vomitó encima.

—Cuando me veía hablando con alguien, venía y hacía bromas de mal gusto.

Eso era fácil de imaginar porque aquel siempre había sido el funcionamiento mental de Clara: intentar seducir al chico al que las amigas seducíamos. No sabía por qué lo hacía, quizá fuera su manera de curarse los problemas de autoestima.

—Hasta me tiró un cubata encima. Te digo la verdad, Mònica. Pregúntaselo. Seguro que te dice que lo hizo sin querer, que fue un accidente… O a lo mejor iba tan drogada que no sabía ni lo que hacía. Pero me da igual. Esta Clara es imbécil.

Lo mejor era quitarle hierro, hacer como si no pasara nada. Mi amistad con Paula no se resintió, y con Clara, aunque me distancié de ella durante una temporada, sabía que tarde o temprano nos reencontraríamos.

Se lo expliqué a mi madre. Lo hice más por charlar un poco con ella que porque esperase una respuesta elocuente; tras la separación de mi padre, se comportaba de una manera cada vez más rara. Una tarde metió unos yogures en la lavadora, en vez de guardarlos en la nevera; en otra ocasión, se dejó unas patatas en la freidora durante horas, y toda la casa se llenó de humo y hubo que llamar a los bomberos.

Pero me gustaba sentarme con ella en el comedor para ponernos al día. Ella seguía obnubilada por las energías, los astros y la fuerza de lo que es invisible a los ojos.

—¿Qué crees que tendría que hacer, mamá?

—Hablar con ellas.

—Lo he hecho y no he conseguido nada.

—Pues deja que pase el tiempo. Que fluya.

Tenía razón.

—Últimamente no me encuentro bien. ¿Quieres un zumo de jengibre?

Estaba chalada, la pobre.

Hoy pienso que todo lo que vino después entre Clara y Paula siguió un orden sutil y lógico. Yo estaba de por medio, pero en cierta medida también tenía que participar. Nadie puede quedarse al margen cuando el mundo se vuelve loco. El odio entre ellas se alimentaba poco a poco, a base de pequeños comentarios más o menos desafortunados, y sobre todo creció más aún cuando apareció Àlex.

El odio es un sentimiento perfecto para justificarlo todo.

Una tarde, cuando salíamos de Diseño de Vestuario II, Sebas, que ya había empezado a hacer prácticas con un escenógrafo importante, me dio la noticia.

—Tu amiga Paula gusta mucho.

—Sí. Es un don que tiene.

—¿Te molesta?

—No. —Un poco sí me molestaba—. ¿Por qué lo dices?

—Fue a hacer un casting para La gaviota.

—¿Hacen La gaviota?

—La harán, la temporada que viene, en el Teatre Nacional. En la sala grande.

—¿Y…?

—Pues que vino para el papel de…

—Nina. —No le dejé terminar la frase porque sabía perfectamente de qué papel se trataba. De hecho, era uno de mis favoritos. Nina, la gaviota.

Sebas me miró como si pudiera descifrar mis pensamientos, que en aquellos momentos eran oscuros y estaban llenos de dudas. Guardamos silencio. Yo quería que me lo explicara todo, pero él callaba por no hacerme daño.

—¿Y cómo fue el casting?

—El director se quedó muy contento. Esta semana le harán la última prueba.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Yo estoy de becario.

Paula no me lo explicó hasta el fin de semana. No tenía tiempo, iba tan liada con sus cosas… Hizo la última prueba y, como es evidente, le dieron el papel. Porque irradiaba luz encima del escenario. Representaría uno de los papeles más fascinantes de la historia del teatro, y lo haría en el Nacional, donde meses más tarde yo entré a trabajar de acomodadora.

Ella ya era una joven promesa. Su nombre empezaría a sonar y circularía de boca en boca entre los directores de teatro y las productoras. A partir de aquel momento, aparecería en los carteles, recibiría ofertas y quién sabe si más tarde en algún momento llegaría una llamada de la televisión para que hiciera un papel en alguna de esas series de mediodía diseñadas para señoras mayores. Y una vez que la rueda empieza a rodar, es difícil que pare.

Sebas me comentó que, si quería, podía hablar con Lupe, la diseñadora de vestuario de La gaviota, que necesitaban una becaria. Aunque me moría de ganas dije que no. La cagué, lo sé. Y cuando me eché atrás, cuando me saqué los fantasmas de la cabeza y vi que necesitaba el dinero, ya era demasiado tarde: habían cogido a otra chica.

Envié el currículum al TNC y al cabo de dos semanas ya tenía los pantalones y la camisa roja a punto.

Así continué durante un curso entero en el Institut. Clases por la mañana, acomodadora por la tarde. No me quería hacer mala sangre: tendría la posibilidad de ver toda la programación, podría aprender y también sabía que lo que yo estaba haciendo en aquel momento lo habían hecho antes muchos actores, de jóvenes. Era del todo natural.

Una noche, sin embargo, durante la función de El mercader de Venecia, de Shakespeare, me pasó una cosa que podría haber sido motivo para que me echasen. En el momento culminante —«Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no morimos? Y si nos ofendéis, ¿no vamos a vengarnos? Si en lo demás somos como vosotros, también lo seremos en esto»— me sonó el móvil.

A mí. ¡Mierda!

Ese ruido odioso de teléfono móvil, de inoportuno, de falta de respeto, de lo peor que se pueda imaginar.

¡Mierda!

Según las normas de la casa, no podía llevarlo encima, pero ya se sabe, en el teatro todo el mundo hace un poco lo que le da la gana. Siempre lo tenía en silencio o en modo avión, pero aquella vez, no sé por qué…

Todo el mundo se volvió para mirarme. ¿Cómo podía ser que a una acomodadora le sonase el móvil? Me quería fundir. Me levanté de golpe, lo apagué y salí de la sala fingiendo que había una urgencia. Nada.

Después de la función, por suerte, solo un par de compañeras me hicieron un comentario. La jefa de sala no se había enterado. Mejor, porque esa mujer era un teniente coronel.

Tenía seis llamadas perdidas de mi padre.

El muy pesado tal vez quisiera seguir con su penitencia de pedirme perdón hasta el infinito, pero yo no podía borrar todo el asco que me provocaba.

Le envié un whatsapp:

Qué pasa?

Te puedo llamar?

Sí.

Al segundo tono, descolgué.

—¿Qué pasa?

—¿Estás en el trabajo? —Tenía la voz triste.

—Sí.

—Estoy en casa de tu madre. Ven cuando puedas.

—Voy ya. ¿Qué pasa, papá?