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Era el frío.

—Este maquillaje me quema.

—¡Cállate!

—No veo nada… ¡Este maquillaje me quema!

Teníamos que sostenerla entre las dos, a pesar de la fuerza de Clara. Si no, Paula se habría caído al suelo y aún habríamos hecho más ruido.

Cuando empezó a manar sangre grumosa, cuando los gritos de horror de Paula se apagaron dentro de aquel puesto, llegó el frío. Primero fue un cosquilleo, como si una parte del cuerpo se me durmiese, y luego empezaron a temblarme las manos.

Clara estaba enloquecida, tenía los ojos inyectados en sangre y se secaba la cara manchada de tanta violencia. No me atrevía a mirarla. La Boquería estaba en silencio y nada había salido como me esperaba.

Y con el frío se fue la vida.

El cuerpo sin vida de Paula colgado de un gancho. ¿Nos habíamos vuelto locas? No. La noche se nos había metido dentro y para entonces solo éramos un puto pedazo de noche. No veíamos. Nos mirábamos, pero no veíamos.

No recuerdo qué me dijo Clara. No recuerdo que, cuando Paula colgaba muerta como un pollo, ella me diese una indicación concreta o inteligente. Solo:

—Huye. Nos largamos. Vete.

—¿Adónde?

—Vete.

Y yo corrí y tiré la chaqueta en un contenedor del barrio de Sant Antoni. Poco a poco se hacía de día…, poco a poco.

Y yo no podía quitarme de encima la peste a sangre de la carnicería. Ni a Paula mirándome por última vez, roja por el maquillaje, con los ojitos de perro asustado suplicándome clemencia, implorando por su vida.

Salí de la Boquería, crucé el Raval, Sant Antoni, Poble-sec…

Y sola, a partir de entonces siempre sola, me dirigí al atrio del Institut del Teatre.