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Se lo expliqué todo a Clara.
Y Clara sonrió.
No podía disimular que en su fuero interno una parte de ella disfrutaba (discretamente y en minúsculas) de mi desgracia. Está bien, lo entendía, era un sentimiento muy humano. Se sentía triunfadora. Me había avisado un sinfín de veces y, cuanto más me avisaba, más la ignoraba. Aquella misma tarde, cuando le expliqué cómo me había humillado Paula delante de la Trupet y Joan Màrquez, ella volvió a hablarme de Ramos y Marcos. Podía ser muy insistente, demasiado. Desde la noche en la que habíamos salido de fiesta —alcohol y fotomatón, como si tuviéramos quince años—, nuestro grupo de whatsapp echaba humo, solo mensajes estúpidos que no me hacían ninguna gracia y que había silenciado. Pero ¿a qué venía de repente hablarme otra vez de aquel par? Te echan de manos, Mònica. Sí, seguro. Hablaba de ellos de una forma muy ambigua, con frases llenas de puntos suspensivos; decía que los pensamientos extraños que le poblaban la cabeza habían dejado de ser extraños y ahora eran lúcidos porque los había compartido con ellos.
—¿Y qué les cuentas?
—Cosas mías. Y se tronchan de risa.
—¿Qué has pensado? —le pregunte, más por agotamiento que por curiosidad sincera.
Semanas antes, cuando, medio borracha en mi casa, había querido explicarme su plan para arreglar el mundo y la injusticia, yo había cortado aquellos pensamientos extraños, pero dentro de ella habían seguido creciendo como una planta que hubiese regado con mucho esmero, mucha paciencia, sabiendo que tarde o temprano llegaría su momento. Porque, en palabras de Clara, la maldad de Paula, su cinismo, no conocía límites.
—¿Qué has pensado?
—¿Me lo preguntas en serio? ¿Quieres sentarte y dedicarme un rato? ¿Quieres escucharme de verdad?
—Sí —mentí.
—De acuerdo. Siéntate.
Le hice caso. Respiró hondo y después de exhalar, dijo:
—Quiero asustar a Paula.
No le pregunté qué significaba para ella asustar; simplemente me quedé en silencio sentada, mirándola, como si estuviera acomodada en un patio de butacas esperando saber cómo continuaba aquella escena tan absurda.
—Quiero asustar a Paula, que sienta lo que es el miedo, que sienta que no puede ir por la vida pisoteando a los demás, tratándonos como si fuésemos una mierda. Quiero abrirle los ojos; si lo hacemos, si lo hago —rectificó— se volverá pequeña, como una hormiga, como un insecto… Aunque no solo lo hago por justicia, lo entiendes, ¿no?
—¿Y qué quieres hacerle? —pregunté.
—Tú la verás casi todos los días en los ensayos, ¿verdad?
—Sí.
—¿Crees que no te humillará más? ¿Crees que ya ha tenido bastante? Eso de romperte los figurines y dejarte en ridículo delante de la directora y Màrquez irá empeorando de forma exponencial. Paula es un monstruo, ya lo sabes. Y los monstruos se alimentan del miedo ajeno. Hasta que un día prueban su propia medicina. Si se asusta de verdad, ya verás como no vuelve a molestarte, te lo prometo.
—¿Qué tiene que ver que yo la vea cada día?
—Que la puedes observar. Paula debe de ser un animal de costumbres, debe de tener sus manías, sus supersticiones… Me gustaría quedarme un día a solas con ella, ¿sería posible?
—No, no veo en qué momento podrías quedarte a solas con ella.
—No sé, en el camerino, a lo mejor…
—Aún faltan semanas para entrar en el teatro. La semana que viene empezamos los ensayos; por lo tanto, para estar en el camerino a solas con ella… ¿Y qué quieres hacer dentro del camerino con ella?
—No me hagas explicártelo todo. He pensado un plan. Tengo una idea que creo que es magistral. Ramos y Marcos dicen que estoy loca pero que podría funcionar, y vaya si podría funcionar. Puedes apostarte lo que quieras, doscientos euros, ahora, aquí mismo, encima de la mesa, y te los ganaría.
—¿Quieres partirle la cara? ¿Hacerle daño?
—No, no quiero partirle la cara, eso sería demasiado fácil, y después, seamos sinceras, me denunciaría y yo acabaría en la cárcel.
Se quedó en silencio, disfrutando de no responderme a la pregunta.
—¿Y qué has pensado? Te lo vuelvo a preguntar, Clara.
—Mònica, tú solo tienes que asegurarte de que me pueda quedar encerrada dentro del camerino a solas con ella. ¿Puedes conseguirlo?
—No lo sé, Clara, no lo veo claro…
Dentro de mi cabeza estallaba la lucha entre mis dudas. Nunca he sido una persona vengativa, ni en los campamentos, ni con mi padre ni con nadie. Pero Paula tenía el don de desvelar en mí una tecla secreta, una nota musical llena de rencor que nadie había tocado nunca. Mentiría si dijese que las palabras de Clara me ofendían. Al contrario, una parte de mi cerebro, entre dudas y ganas, ya había archivado la posibilidad (real) de hacerlo. Pero hacer… ¿qué?
Cuando empezaron los ensayos, la tormenta amainó. Clara me dejó respirar porque me conocía y sabía que bajo presión soy un cero a la izquierda.
Recuerdo el primer día. La primera lectura. Todo el equipo artístico esperaba fuera de la sala de ensayo, fumando. El dramaturgo, el ayudante de dirección, Andy de peluquería y maquillaje… Una neblina llenaba el pasillo. En el mundo del teatro fuma todo dios; de hecho, si no fumas, en cierto modo, eres de una casta social más baja y, claro, yo, por los nervios y por el deseo de ser aceptada, estuve a punto de convertirme en fumadora compulsiva. Paula llegó tarde, pero era un retraso silencioso y pactado, como el de una novia en su boda.
—Ay, perdonad, es que voy de culo. —Una risa falsa—. Perdonad, eh… Que el taxi no encontraba la calle.
Perdonada.
La Trupet había llevado una bandeja de dulces y un cuenco lleno de fruta. Que cogiéramos lo que quisiésemos, que la chica de producción (muy mona y una santa) ya se encargaría de ir rellenando.
Saludé uno a uno a todos los actores: Joan Màrquez, que ya me conocía y apestaba a cerveza; Marc Eguia, bien guapo y perfumado; Áurea Rius, una actriz a la que siempre he admirado; y Rubén Solé, con gafas de sol y una resaca de mil demonios. En los primeros días todo el mundo es encantador, te escucha, se interesa por ti; sería un escándalo reconocer a los bordes a primera vista. Aquella mañana no me saltaron las alarmas; a veces un pequeño gesto, una mirada, un comentario ofensivo pueden delatar a un hijo de puta, pero en el mundo del teatro uno de los grandes artes que conservamos y alimentamos es el de fingir. Y el primer día todo el mundo se saluda con abrazos y besos, como viejos amigos que se reencontrasen después de muchos años sin verse.
Nos sentamos. La ayudante de dirección repartió aguas. El dramaturguillo, un chico joven, pasaba nervios sentado a una esquina de la mesa y sudaba como un cerdo a punto de entrar en el matadero, se mordía las uñas y se le veía pendiente de Paula, preocupado por si le gustaría o no la adaptación. La directora fue muy clara, era muy divertida los primeros días:
—Quiero que lo leáis muy mal, no os preocupéis por nada. Es una primera lectura; si lo hacéis bien, me dejaréis sin empleo, y eso no lo queremos.
Todo el mundo se rio.
Reíamos para rebajar la tensión.
Y empezó la lectura que, para resumir, diré que fue espesa, aburrida, farragosa, antigua, muy pesada, sin pies ni cabeza, con unas decisiones dramatúrgicas completamente absurdas, pretenciosa, ramplona, torpe, soporífera, cobarde… Pero Paula tenía unos largos monólogos, que era básicamente lo que ella quería. Largas parrafadas de texto, cargadas de adjetivos, de frases subordinadas, de puntos en los que podía respirar, inventarse una buena pausa dramática, mirar al público, emocionarse, lágrimas de andar por casa, y todo servido, cocinado y preparado para que la joven primera actriz pudiera lucirse. A fin de cuentas, era su proyecto.
De vez en cuando parábamos de leer y la Trupet hacía tres o cuatro comentarios más o menos acertados sobre el contexto histórico de Medea, sobre Eurípides, cuatro ideas que había tenido para la puesta en escena. Hablaba mucho, pero no decía nada. Después comentábamos cuatro o cinco estupideces más y seguíamos leyendo.
Al acabar la lectura —más larga que un día sin pan— llegó el momento de Sebas. Le tocaba presentar la escenografía delante de todos. Aquel instante en que los ojos de los demás se te clavan como agujas. Para los diseñadores, los primeros días son bastante importantes. Los primeros y los últimos son en los que se decide la partida. Al principio te tienen que aceptar los actores, y al final, el público. Sebas lo hizo muy bien, porque lo explicaba todo de una forma muy didáctica, como si fuera un profesor, y aceptaba preguntas de los actores; además, sabía responder con tranquilidad e ingenio. Sebas consigue que los actores se sientan cómodos. Una escalera puede suponer un problema si tienes actores mayores, una rampa, una tela, materiales orgánicos, la arena… Una escenografía blanca puede suponer un problema para el iluminador. Una escenografía muy grande puede cavarte la tumba si no tienes micros y los actores deben proyectar la voz… ¿Y las visuales? En el teatro Romea hay que idear una buena escenografía para que todo el mundo pueda ver la función desde cualquier localidad.
Son detalles pequeños pero definitivos.
Y después de la gran representación de Sebas tocaba mi momento. Me lo había preparado, pero justo cuando abrí la carpeta para sacar los nuevos figurines, Paula sentenció que no hacía falta, que ya era muy tarde y que debía irse porque tenía rodaje de no sé qué serie.
—Los figurines no son tan importantes, lo iremos encontrando, Mònica. No te preocupes, que el proyecto no te vendrá grande, te ayudaremos entre todos. —Con la chaqueta ya puesta siguió, dirigiéndose a los demás—: Mònica es alguien de mi confianza, no solo está aquí porque sea amiga mía, ¡eh! Tiene talento.
Tener talento.
Y parecerá una broma inofensiva, pero a mí hacía tiempo que cada palabra que se desviaba un centímetro de la corrección me hería como un puñetazo en el estómago. Intenté sonreír, no sé si lo conseguí. Y ahogué otra vez un poco de rabia dentro de mí. Paula se fue y me dejó con los figurines en la boca y la directora volvió a mirarme con expresión de compasión compartida.
Tres cigarrillos en la puerta. Yo solo tenía palabras de elogio para Paula. «La admiro, mucho». «¿Habéis visto el estreno del Lliure?». «¿Qué obra dan la temporada que viene?».
Por fin, nos despedimos hasta el día siguiente. Suerte de Sebas, que me acompañó a casa y quitó hierro al asunto.
—No hay para tanto, en serio. No le des más vueltas.
Pronto comprendí que yo no haría ningún diseño de vestuario, que el vestuario lo escogería Paula y yo me encargaría de ir de tiendas a comprar lo que hiciera falta, o en todo caso iría a diferentes modistas y pediría una confección hecha a medida. Dicho de otra manera, yo sería la chica de los encargos. Intenté hablar con ella. «De acuerdo, no hay problema, haré lo que sea necesario, pero no quiero firmar el diseño de vestuario». Lástima que a aquellas alturas ya no me atrevía a decirle nada. Nada que pudiera ser motivo de conflicto, o una excusa cualquiera para que ella me humillase en público, como hizo el primer día después de acabar el trabajo de mesa. El trabajo de mesa consiste, básicamente, en leer y releer la obra, intentar solucionar todas las dudas de los actores y después levantarse, sin el papel en la mano.
Sabía que era un momento delicado, porque en esa etapa los actores ya tenían que haberse aprendido el texto y debían comenzar los ensayos de verdad. Sé que hace falta concentración, hace falta silencio, y también sé que los actores son seres frágiles, y su fragilidad es el éxito de su trabajo. Yo estaba sentada al fondo de la sala de ensayo, deseando con todas mis fuerzas ser invisible, un ente sin forma ni luz. Si hacía unos años quería brillar, ahora lo que deseaba era pasar totalmente desapercibida.
El ensayo no iba bien.
Era fácil intuirlo, porque la Trupet daba indicaciones muy vagas, nada concretas; ahora le parecía todo mal; ahora todo le parecía bien. Y Paula se encallaba con el texto una y otra vez. Respiraba hondo. Yo, desde la oscuridad, quería pedir palomitas. En estas situaciones, quien suele pagar la rabia contenida es el ayudante de dirección, pero la tensión entre ambas no cesaba.
—No te entiendo —decía Paula.
—¿Qué quieres?
—No entiendo lo que me dices —insistía Paula.
La directora escogía las palabras y le volvía a explicar que en aquella escena no quería que llorase, que había demasiado llanto, quería ver cómo el personaje frenaba la emoción. Pero Paula quería llorar, quería enseñarle a todo el mundo desde el principio los fuegos artificiales. No salían de aquella escena. Repetían. Repetían. Repetían. Era un bucle. Y con cada repetición el aire se enrarecía más, y con cada repetición las caras de Paula eran una pequeña llama que iba creciendo hasta convertirse en un incendio.
Entonces me sonó el móvil.
Me cago en la puta.
Yo creía que lo había apagado, pero no. Me había pasado años antes, en el TNC, y ahora aquello me sentenciaba.
Entonces Paula paró el ensayo. Me miró con los ojos inyectados en un odio ancestral, y me dijo:
—Mònica, estamos trabajando. Estamos concentradas. Si tú quieres jugar con el teléfono y molestarnos, muy bien. Pero te agradecería que lo hicieses fuera.
—Perdona. Pensaba que estaba apagado. Ya lo apago.
—Pensabas, pensabas… Me parece muy bien. Pero no pienses tanto. Aquí somos profesionales. Aquí hay gente que cobra por hacer un trabajo, por dejarse la piel. Y Mònica piensa. Muy bien, pues piensa todo lo que quieras. Tú ve pensando, ve pensando en tus figurines, que no sirven, ve pensando en el trabajo que no has hecho, ve perdiendo el tiempo sentada en la sala de ensayo mientras pasan los días… Mientras tú piensas, esta producción pierde dinero. Pero tú, de puta madre, Mònica, como a ti no te importa fracasar, ningún problema.
—A todos nos importa, Paula.
—Pero algunas estáis más acostumbradas que otras.
—Gracias. —Quería llorar.
—De nada. Me gustaría ensayar esta escena sola, Trupet. ¿Podrías pedirle a la gente que nos dejen solas, por favor?
Mantuve la dignidad, intenté ser fuerte, no mostrar ninguna fisura de mi alma. Me levanté y me fui. Cuando salí de la sala de ensayo, le escribí un whatsapp a Clara.
Dime cómo, cuándo y dónde. Tenemos que hacerlo.