El tipo duro que vivía a la intemperie

El tipo duro que vivía a la intemperie

Temple se retorció en la silla con el corazón a punto de estallar…

Y no vio más luz que la de la luna en las ramas que se movían. Pero estaba tan oscuro que apenas podía distinguirlas. Quizá hubiera oído el ruido de una rama al partirse por el viento, o el de un conejo dedicado a sus inocuos negocios nocturnos, o el de un Fantasma, salvaje y asesino, embadurnado con la sangre de los inocentes a los que había masacrado, obsesionado en despellejarle vivo para ponerse su cara por sombrero.

Se encogió de hombros mientras se levantaba otro golpe de viento helado que agitaba los pinos y le congelaba hasta los tuétanos. La Compañía de la Graciosa Mano lo había arropado con su loco abrazo durante tanto tiempo que había llegado a creer que su integridad física estaba garantizada para siempre. En aquellos momentos era muy consciente de lo que acababa de perder. Hay demasiadas cosas en la vida que uno no aprecia en todo su valor hasta que, con un gesto caballeresco, las deja a un lado. Como una buena chaqueta. O un pequeño cuchillo. O un puñado de asesinos coriáceos y un afable villano a punto de entrar en un asilo de ancianos.

El primer día había cabalgado mucho, preocupándose tan sólo de que no le alcanzaran. Después, cuando el segundo amanecer se mostró tan helador como vacío en medio de aquella desolación, le preocupó que no le alcanzaran. En el tercer amanecer se sintió profundamente agraviado al pensar que quizá ni lo hubieran intentado. No le parecía que salir huyendo de la Compañía sin saber adónde ir y sin equipo, para perderse en aquella desolación que nadie se había molestado en cartografiar, fuera precisamente seguir el buen camino.

Temple había sido muchas cosas durante los treinta años de aquella vida, la suya, marcada por una estrella aciaga. Mendigo, ladrón, aspirante a sacerdote, médico chapucero, carnicero a regañadientes, carpintero y diseñador, marido enamorado —durante muy poco tiempo— y padre alelado —durante mucho menos tiempo. Y a continuación, y como consecuencia de lo último dicho, un quejica miserable, un borracho amargado, un tramposo del que desconfiar, aunque demasiado confiado, un prisionero de la Inquisición y después confidente de ella, traductor, abogado, colaborador de todos aquellos que siguieran el mal camino, culpable de asesinatos en masa, por supuesto, y, muy recientemente y de manera desastrosa para él, hombre de conciencia. Pero el oficio de tipo duro que vivía a la intemperie jamás había figurado en aquella lista.

Temple no disponía siquiera de lo necesario para preparar un fuego. Y aunque hubiese dispuesto de él, tampoco habría tenido los conocimientos necesarios para prepararlo. No tenía nada para cocinar. Además estaba perdido, en todos los sentidos de la expresión. El hambre, el frío y el miedo no habían tardado en incomodarlo mucho más de lo que nunca antes lo hiciera su conciencia. Quizá hubiera debido pensar las cosas con más cuidado antes de huir, pero el cuidado y la huida son como el agua y el aceite, que suelen mezclarse de muy mala manera. Maldijo a Cosca. Maldijo a Lorsen. Maldijo a Jubair, a Sheel y a Sufeen. Maldijo a cualquier cabronazo que recordase, excepto, por supuesto, al único al que hubiera debido maldecir, el que se sentaba en su silla de montar y que, a cada momento que pasaba, se encontraba más helado, más hambriento y más perdido.

—¡Mierda! —exclamó, sin pensar en nadie en particular.

Su caballo levantó las orejas para comprobar que no pasaba nada y siguió avanzando trabajosamente. Con mucha resignación, comenzaba a hacerse inmune a sus exabruptos. Temple echó un vistazo entre las ramas retorcidas mientras la luna iluminaba débilmente las nubes deshilachadas que se movían a toda prisa.

—Dios —murmuró, demasiado desesperado para sentirse como un idiota—, ¿puedes oírme? —Como era lógico, no obtuvo ninguna respuesta. Porque Dios no suele contestar, y menos a quienes son como él—. Sé que no he sido el mejor de los hombres. Ni siquiera uno medianamente bueno… —Hizo una mueca. En cuanto uno acepta que Él está ahí arriba, que lo sabe todo y que lo ve todo, tiene que aceptar también que no podrá convencerle de ninguna manera—. De acuerdo, soy un pobre desgraciado, pero… ¿cuánto me falta para convertirme en el peor de los hombres? —Eso era una baladronada bastante atrevida. Menuda lápida mortuoria le aguardaba. A menos, claro está, que no hubiera nadie para grabar su nombre en ella, porque acabase muriendo en aquel sitio, solo y mordisqueado por las alimañas—. Estoy seguro de que mejoraré si me concedes… una oportunidad más. —Siempre seduciendo, seduciendo—. ¿Qué tal si sólo me concedes… una más?

Ninguna respuesta, sólo otro golpe de viento que llenó la arboleda con susurros. Si existía Dios, seguro que era un maldito bastardo que no soltaba prenda, y no…

Temple observó un tenue destello de color anaranjado entre los árboles.

¡Un fuego! ¡Su corazón, lleno de júbilo, volvía a la vida!

Pero la duda le cayó encima como un jarro de agua fría.

¿De quién era ese fuego? ¿De los bárbaros que coleccionan orejas y que se encuentran a sólo un paso por encima de las fieras salvajes?

Cuando captó una vaharada que olía a carne asada, su estómago emitió un quejido tan sonoro y prolongado que se preguntó si no lo delataría. Pues aunque Temple hubiera pasado hambre la mayor parte de sus primeros años de vida, tanta que casi parecía natural en él, para seguir estando en forma necesitaba lo que todos, practicar.

Así que refrenó suavemente su caballo, se deslizó de la silla todo lo despacio que podía y ató las riendas a una rama. Caminó agachado a través de la maleza, dominado por las sombras de las ramas de los árboles, que parecían querer atraparlo, pues arañaban su ropa, sus botas y su rostro por más que él maldijera.

Habían hecho aquel fuego en medio de un pequeño claro sobre el que se encontraba un pequeño animal limpiamente despellejado que giraba en un espetón. Temple refrenó el poderoso impulso de lanzarse de cabeza contra él y comérselo a dentelladas. Habían extendido una manta entre el fuego y una silla de montar bastante desgastada. Un escudo redondo se apoyaba contra un árbol, con las evidentes señales de su prolongado uso muy visibles en el aro que lo rodeaba y en su parte frontal. A su lado podía ver una pesada hacha de grandes filos. No hacía falta ser un experto en armas para comprender que no era un utensilio para cortar carne, sino personas.

El equipo de un hombre, un hombre al que no le iba a gustar nada encontrarse con quien se disponía a robarle la cena.

Los ojos de Temple se dirigieron primero a la comida y luego al hacha, para luego efectuar el recorrido inverso mientras la boca se le hacía agua de una manera casi dolorosa. Si morir por el hacha le parecía algo muy desagradable, aún más desagradable le parecía morir de hambre. Así que se estiró lentamente, preparándose para…

—Hace una noche bastante agradable. —Unas palabras en norteño, pronunciadas con una voz ligeramente gutural, sonaron junto a uno de los oídos de Temple.

Él se quedó helado, sintiendo que las puntas de unos cabellos rozaban su cuello. Aun así, pudo decir con voz cascada:

—Quizá un poco ventosa.

—Las he visto peores. —Algo puntiagudo, que le producía frío y pánico, le pinchaba en la base de la columna vertebral—. Y ahora veamos sus armas, suéltelas despacio, tan despacio como hacen los caracoles cuando caminan en invierno.

—Estoy… desarmado.

Una pausa.

—Que usted está… ¿qué?

—Tenía un cuchillo, pero… —se lo había entregado a aquel granjero huesudo que mató con él a su mejor amigo— lo perdí.

—¿Se ha adentrado en esta soledad despoblada sin un arma encima? —Le parecía tan extraño como carecer de nariz. Temple chilló como una chica cuando una mano enorme se deslizó por debajo de uno de sus brazos y comenzó a palparle—. Pues no, no tiene ninguna, a menos que se haya metido una por el culo. —Una sugerencia desagradable—. Pero no voy a mirar ahí. —Eso le supuso algo de alivio—. ¿No será usted un loco?

—Soy abogado.

—¿Acaso no puede ser las dos cosas?

Claro que sí.

—Es posible…

Otra pausa.

—¿Es el abogado de Cosca?

—Lo fui.

Uh. —La punta del cuchillo se apartó, dejándole parte de la espalda llena de picores. Al parecer, cuando uno ha vivido todo tipo de situaciones desagradables, puede llegar a ignorarlas.

Un hombre apareció al lado de Temple. Más bien una sombra enorme y peluda en una de cuyas manos relucía la hoja de un cuchillo. Sacó una espada larga de su cinturón, que tiró encima de la manta, y se sentó con las piernas cruzadas. La luz de la fogata chispeaba roja y amarilla en el espejo que era su ojo de metal.

—La vida le hace caminar a uno por extraños caminos, ¿no cree?

—Caul Escalofríos —musitó Temple, sin estar muy seguro de si debía sentirse mejor o peor que antes.

Escalofríos alargó una mano para, con el pulgar y el índice de ésta, darle una vuelta al espetón. La grasa cayó, goteando, en las llamas.

—¿Hambriento?

Temple se relamió los labios.

—¿Es una pregunta… o una invitación?

—Aquí hay más de lo que me podría comer. Debería traer su caballo antes de que se escape. —El norteño movió rápidamente la cabeza para mirar hacia los árboles—. Y mire por donde pisa. Cerca de aquí se encuentra una garganta que debe de tener sus buenas diez brazas de profundidad, por cuyo fondo corre el agua a toda prisa.

Temple cogió su caballo, le quitó la silla y la manta llena de sudor que tenía debajo y lo dejó suelto para que comiera toda la hierba que pudiese encontrar. Lamentó no haberse acordado de él hasta entonces, pero lo cierto es que cuanto más hambriento está uno, menos tiende a preocuparse por el hambre que pasan los demás. Escalofríos ya le había quitado a la carcasa toda la carne, poniéndola en un plato de metal para luego comérsela con ayuda de su cuchillo. Al otro lado del fuego, las llamas iluminaban otro trozo de carne dispuesto en una fuente medio rota. Como si se tratara del más sagrado de los altares, Temple se arrodilló ante ella.

—Mis más cumplidas gracias. —Cerró los ojos cuando comenzó a comer, lamiéndose el jugo de los labios a cada mordisco que daba—. Ya había comenzado a pensar que moriría en este sitio.

—¿Y quién dice que no morirá?

El trozo de carne que se le atragantó a Temple en el gaznate le hizo toser de mala manera.

—¿Está usted solo? —consiguió decir, más para interrumpir aquel silencio agobiante que por cualquier otra cosa.

—He aprendido que soy una pésima compañía.

—Entonces, ¿no le preocupan los Fantasmas?

El norteño denegó con la cabeza.

—Oí que habían matado a mucha gente en las Tierras Lejanas.

—Si hubieran querido matarme a mí, me preocuparía. —Escalofríos tiró el plato y se apoyó en un codo, de suerte que su destrozado rostro quedó al amparo de la oscuridad—. Aunque un hombre puede invertir el tiempo del que dispone en pensar lo que hubiera podido hacer, ¿de qué le servirá?

Muy cierto.

—¿Aún sigue dando caza a su hombre de nueve dedos?

—Mató a mi hermano.

—Lo lamento. —Temple dejó a medio camino de su boca el trozo de carne que iba hacia ella.

—Pues debería lamentarlo por mí. Mi hermano era un mierda. Pero la familia es la familia.

—No lo sabía. —A Temple no solían durarle mucho los familiares. Una madre muerta, una esposa muerta, una hija muerta—. En mi caso, quien más se parece a un familiar es… —fue consciente de que iba a decir «Sufeen», pero también había muerto— Nicomo Cosca.

—Por experiencia propia, le diré que no es la persona más apropiada para cuidar las espaldas de nadie —dijo Escalofríos, lanzando un gruñido amable.

—¿Y qué experiencia es ésa?

—A ambos nos contrataron para matar a unos individuos. En Estiria, hará de eso unos diez años. También a Amistoso. Y a otros. Un envenenador y una torturadora.

—Pues parece una compañía encantadora.

—Por entonces no tenía este aspecto. Pero las cosas no salieron… —Escalofríos se acarició lentamente la gran cicatriz que le llegaba hasta el ojo de metal— bien.

—Las cosas no suelen salir bien cuando Cosca se mete por medio.

—Hubieran salido igual de mal si Cosca no hubiese estado presente.

—Con él salen peor —musitó Temple, que miraba al fuego—. Aunque nunca se preocupó mucho por nada, antes solía tener algún tipo de miramientos. Pero ahora ha empeorado.

—Le suele pasar a la gente.

—No a toda.

—¡Ah! —Escalofríos enseñó los dientes—. Es usted uno de esos tipos optimistas de los que he oído hablar.

—No, yo no —dijo Temple—. Yo siempre sigo el camino fácil.

—Y hace muy bien. He descubierto que la esperanza de que algo suceda hace que termine sucediendo justo lo contrario. —El norteño giró muy despacio el anillo que llevaba en el dedo meñique y la piedra engastada en él relució con el color de la sangre—. Hace mucho tiempo soñé que podría llegar a ser mejor persona.

—¿Y qué sucedió?

Escalofríos, que seguía junto al fuego, se desperezó cuan largo era, apoyó las botas en la silla de montar y comenzó a abrigarse con una manta.

—Que me desperté.

• • • • •

Temple se despertó al recibir las primeras luces gris azuladas de la aurora y comprobó que sonreía. Aunque el suelo estuviese frío y fuese duro, la manta fuera demasiado pequeña y oliese muchísimo a caballo, y la cena no hubiera sido gran cosa, llevaba mucho tiempo sin dormir tan bien. Los pájaros gorjeaban, el viento susurraba y él podía escuchar el tenue murmullo del agua al otro lado de los árboles.

El hecho de haber abandonado la Compañía le pareció en aquel momento un plan genial, ejecutado con mucha osadía. Se hizo un ovillo por debajo de la manta. Si había un Dios, a lo mejor era aquel tipo misericordioso del que Kahdia siempre…

La espada y el escudo de Escalofríos habían desaparecido, y un hombre que no era él se sentaba en cuclillas encima de su manta.

Estaba desnudo hasta la cintura, y su pálido cuerpo era una masa retorcida de nervios y tendones. De cintura para abajo llevaba un vestido de mujer lleno de mugre, rajado por la mitad y luego cosido con hilo de bramante para formar las perneras de un pantalón. Si se había afeitado media cabeza, la otra mitad la llevaba teñida de naranja y untada de grasa para imitar unos pinchos muy tiesos. En una mano llevaba una pequeña hacha, y un cuchillo en la otra.

Así que era un Fantasma.

Miró fijamente a Temple con unos penetrantes ojos azules desde el otro lado de la fogata, y Temple también lo miró, aunque con ojos mucho menos penetrantes, como es natural, dándose cuenta de que, inconscientemente, acababa de subirse hasta la barbilla aquella manta que apestaba a caballo.

Dos hombres más salieron silenciosamente de entre los árboles. Uno de ellos llevaba una especie de yelmo que no hubiera servido para protegerle de ninguna arma terrenal, porque venía a ser una enorme caja de palillos que hubiera perdido una de sus caras, con unas plumas metidas por las aristas de sus vértices y sujeta a un collar hecho con un cinturón viejo. Las mejillas del otro estaban surcadas por las cicatrices de las heridas que él mismo se había infligido. En otras circunstancias —quizá en un escenario o en uno de los carnavales de Estiria— hubieran dado risa. Pero allí, en las profundidades insondables de las Tierras Lejanas, y siendo Temple el único espectador, la risa brillaba por su ausencia.

—Incordiar. —Un cuarto Fantasma acababa de salir de la nada, una especie de ser intermedio entre el hombre y el niño, con una cabellera amarilla que circundaba su pálido rostro y una línea de color marrón bajo los ojos. Temple quiso suponer que estaba pintada. Los huesos de algún animal pequeño, cosidos en la pechera de su camisa, sonaban como un sonajero cada vez que él cambiaba su peso de un pie a otro en el baile que había comenzado a dar, y todo ello sin dejar de sonreír. Hizo señas a Temple.

—Incordiar.

Temple se puso en pie lentamente, devolviéndole la sonrisa al chico para luego sonreír a los demás. No dejes de sonreír, no dejes de sonreír, pon cara de ser un amigo.

—¿Incordiar? —se aventuró a decir.

El chico le golpeó en una sien.

Temple cayó al suelo, pero más por el susto que por la fuerza del golpe. O eso se dijo a sí mismo. Por el susto y por una especie de sabiduría ancestral que venía a decirle que nada ganaría quedándose en aquel sitio. Todo le daba vueltas mientras seguía en el suelo. Tenía el pelo pringoso. Se tocó el cuero cabelludo y sus dedos se mancharon de sangre.

Entonces vio que el chico tenía una piedra en la mano. Una piedra pintada con círculos azules. Y, en algunos sitios, con la roja sangre de Temple.

—¡Incordiar! —exclamó el chico, haciéndole más señas.

Pero Temple no tenía muchas ganas de levantarse.

—Mira —dijo, probando antes que nada con la lengua común. El chico le dio una bofetada—. ¡Mira! —le concedió una oportunidad al estirio. El chico lo abofeteó por segunda vez. Probó con el kantic—. No tengo ninguna… —El chico le golpeó nuevamente con la piedra, alcanzándole en una mejilla y tirándolo de lado.

Temple movió la cabeza a uno y otro lado. Atontado. Apenas podía oír.

Se agarró a lo que tenía más cerca. Quizá a las piernas del chico. Comenzó a gatear por ellas. Lo cierto era que no sabía si aquellas rodillas eran del chico o suyas. Tenían que ser de alguien.

La boca le supo a sangre. Sentía un latido en la cabeza. No era, precisamente, que le doliera. Estaba aturdido.

El chico decía algo a los demás, levantando los brazos como si pidiera su aprobación.

El que llevaba el pelo de pincho asintió con mucha seriedad y abrió la boca para hablar. Su cabeza salió volando.

El que estaba a su lado se volvió, un tanto impedido por aquel yelmo de madera. La espada de Escalofríos le cortó el brazo por encima del codo y luego, con un ruido sordo, se hundió profundamente en su pecho, haciendo que un diluvio de sangre brotase de la herida. Con la espada alojada entre las costillas, el Fantasma cayó hacia atrás sin decir ni una palabra.

El de la cara llena de cicatrices corrió al encuentro de Escalofríos, apuñalándolo y agarrando su escudo, de suerte que ambos se enzarzaron alrededor de la fogata bajo la lluvia de chispas producida cuando sus pies pisaron las cenizas aún ardientes.

Aunque no sea fácil de creer, todo esto sucedió en el tiempo que uno tarda en tomar aire una o dos veces, y luego el chico volvió a golpear a Temple en la cabeza. Parecía ridículamente injusto. Como si él representase la mayor amenaza. Temple se agarró a su pierna con un sentimiento de inocencia ultrajada. Escalofríos había obligado a arrodillarse al Fantasma de las cicatrices y comenzaba a destrozarle la cabeza con el borde de su escudo. El chico volvió a golpear a Temple, pero él se le agarró como una lapa, aferrándose a su camisa llena de huesos cuando sintió que sus rodillas se aflojaban.

Cayeron al suelo, arañándose, dándose puñetazos, ahogándose. Temple enseñaba los dientes mientras le metía al Fantasma un dedo por la nariz, impidiendo, sin saber cómo, que se le cayera encima, y sin dejar de pensar, primero, que todo aquello era una gilipollez asombrosa que no servía para nada, y luego que cualquier luchador que lo fuese de verdad habría dejado las filosofías para después de la pelea.

El Fantasma, que seguía gritando en su idioma, le obligó a arrodillarse, y luego ambos echaron a rodar entre los árboles, cayendo colina abajo mientras Temple seguía golpeando la ensangrentada cara del Fantasma con los nudillos cubiertos de sangre, chillando cuando el Fantasma le agarró por un antebrazo y le mordió en él. Para entonces habían desaparecido los árboles, sólo había tierra suelta bajo ellos y el sonido del río crecía. Luego ya no hubo tierra por debajo de ellos y comenzaron a caer.

Recordó vagamente que Escalofríos había mencionado una garganta.

El viento soplaba con mucha fuerza mientras daban vueltas, ingrávidos, lo mismo que la roca, la hoja y la blanca agua. Temple soltó al Fantasma mientras ambos caían sin emitir ningún sonido. Todo parecía muy extraño. Como en un sueño. Seguro que se despertaba con un sobresalto para encontrarse de nuevo en la Compañía de la…

El sobresalto le llegó al chocar contra el agua.

Con los pies por delante, afortunadamente, para luego sumergirse en ella, aterido de frío, aplastado por su súbita presión, arrastrado por una corriente tan rápida que sintió como si una y otra vez fuera a arrancarle los brazos a la altura de los sobacos. Era como una hoja en medio de un torrente, inerme.

Cuando su cabeza consiguió aflorar en medio del torrente, jadeó y tomó aire, estremeciéndose, con el rostro lleno de gotitas de agua, por el rugido del agua enfurecida. Algo lo arrastró nuevamente bajo el agua, golpeándolo con tanta fuerza en un hombro que se dio la vuelta y durante un momento pudo vislumbrar el cielo. Los miembros le pesaban tanto que, casi vencido, se sintió tentado de dejar de luchar. Temple jamás había tenido madera de luchador. Vislumbró un árbol que iba a la deriva, seco y tan blanco como un hueso por el efecto del sol y del agua. Así que, aunque le estallaran los pulmones, lo alcanzó a duras penas y, dándose la vuelta, se agarró a él. Ya formaba parte del árbol. Aún tenía ramas, pero no hojas. Consiguió pasar su propio tronco por encima de él, tosiendo, escupiendo, raspándose la cara con su madera podrida.

Tomó aire. Unas cuantas veces. Durante una hora entera. Durante cien años.

El agua le lamía, le hacía cosquillas. Levantó la cabeza para poder ver el cielo. Un esfuerzo enorme. Las nubes se desplazaban por aquel cielo indolente de color azul oscuro.

—¿Te parece una broma graciosa? —dijo con voz cascada antes de que una ola le abofetease en la cara y le hiciera tragar agua. Así que no era una broma. Se quedó inmóvil. Demasiado cansado y dolorido para hacer cualquier otra cosa. Al menos, el agua se había calmado. El río se ensanchaba lentamente, las riberas ya no estaban tan altas, la larga hierba bajaba hasta las playas de guijarros que las conformaban.

Se dejó llevar hasta una de ellas. Creía en Dios porque allí no había nadie más. Tenía la esperanza de llegar al Cielo.

Pero no descartaba la alternativa que le quedaba.