Viejos amigos

Viejos amigos

—¡Pues bien! —decía Papá Anillo, que tragaba saliva y entornaba los ojos debido a la luz del sol—. ¡Ya estamos donde queríamos, supongo! —Nadie podía reprocharle que su frente estuviese perlada de sudor—. ¡Sé que no siempre hice lo correcto! —Como alguien le había arrancado el anillo que tenía en la oreja, su lóbulo destrozado ondeó al volver él la cabeza—. ¡Creo que ninguno de vosotros me echará de menos! ¡Pero, al menos, siempre intenté hacer todo lo que estaba en mi mano para mantener mi palabra! Eso debéis concedér…

Temple escuchó el chasquido que la Alcaldesa acababa de hacer con los dedos. El esbirro empujó con una bota el taburete que soportaba el peso de Anillo. El lazo corredizo se ajustó a su cuello mientras pataleaba y se contorsionaba, la soga chasqueó en cuanto comenzó a bailar la danza del ahorcado y la orina cayó por una de las perneras de sus pantalones manchados de mugre. Los bajos y los altos, los valientes y los cobardes, los poderosos y los pobres, todos se comportan igual cuando los ahorcan. Eran once en total: Anillo, nueve de sus secuaces y la mujer que se encargaba de sus putas. Movido más por la rutina que por el entusiasmo, el gentío lanzó un alarido poco convincente. Los sucesos de la noche anterior habían saciado el apetito que Arruga sentía por la muerte.

—Se acabó —dijo la Alcaldesa, casi hablando para sí.

—Se acabó para unos cuantos —apostilló Temple. Una de las antiguas columnas que rodeaban la Casablanca se había venido abajo por el calor. La otra parecía extrañamente desnuda, resquebrajada y manchada de hollín, rodeada por las ruinas del presente que se mezclaban con las del pasado. Más de la mitad de los edificios de Anillo que se encontraban en aquel lado de la calle habían sufrido el mismo destino, y en medio del revoltijo de chozas y de casuchas quemadas, entre las que podían ver los huecos de los edificios arrasados hasta los cimientos y que parecían bostezar, los saqueadores comenzaban a trabajar de manera febril.

—Lo reconstruiremos todo —dijo la Alcaldesa—. Eso haremos. ¿Está listo el tratado?

—Casi listo —respondió Temple.

—Bien. Ese trozo de papel puede salvar un montón de vidas.

—Acabo de comprobar que eso de salvar vidas es lo único que nos preocupa —replicó Temple, que ya bajaba por los escalones sin esperar a que le contestase. Aunque no hubiera derramado ninguna lágrima por Papá Anillo, no quería seguir viéndolo patalear por más tiempo.

Después de que buena parte de los habitantes de la ciudad hubiesen muerto violentamente, incluidos los que habían perecido en los incendios y en la horca, de que un número mayor se hubiese marchado y de que un número aún mayor se dispusiera a marcharse, la mayoría de los que habían optado por quedarse estaban en la calle, observando el resultado final de la gran disputa que les había enfrentado a unos contra otros. Como la Iglesia de los Dados de la Alcaldesa estaba singularmente vacía, los pasos de Temple resonaban entre las vigas manchadas de humo. Dab Sweet, Roca Llorona y Corlin se sentaban ante una mesa, jugando a las cartas bajo la mirada hueca de las antiguas armaduras colocadas a lo largo de las paredes.

—¿No habéis presenciado el ahorcamiento? —preguntó él.

Corlin le miró por el rabillo del ojo para dedicarle un resoplido de desprecio.

—En cierta ocasión, cerca de Esperanza, estuvieron a punto de colgarme —comentó Sweet—. Luego se aclaró todo, pero no lo he olvidado. —El viejo explorador dobló en forma de gancho uno de sus pulgares y se lo metió por el cuello de la camisa, tirando luego de ella—. Eso estranguló el entusiasmo que sentía.

—Mala suerte —dijo Roca Llorona con voz cantarina, mirando por el hueco que dejaban entre sí las cartas que tenía en una mano, la mitad de las cuales enseñaba a los demás. Pero eso de «mala suerte» no aclaraba nada de lo que había dicho Sweet, pues era imposible saber si lo que quería decir era que su entusiasmo, en general, había sido estrangulado, que su entusiasmo por los ahorcamientos había sido estrangulado, o que lo que había sido estrangulado era su entusiasmo por su propio ahorcamiento. Realmente, aquella mujer no era nada proclive a dar ningún tipo de explicaciones.

—Por eso, cuando la muerte ronda por ahí fuera, lo mejor que uno puede hacer es buscarse un sitio seguro. —Sweet, que estaba sentado en una silla apoyada en la pared, pues tenía dos de sus patas al aire, colocó una de sus botas mugrientas encima de la mesa—. Pero me parece que este lugar acaba de fastidiarse. No tardaré en hacer más dinero sacando a la gente de aquí que trayéndola. Unos cuantos fracasos más y la gente enloquecerá, por las ganas de regresar a la civilización. Y entonces nos encontraremos de vuelta en las Tierras Cercanas.

—A lo mejor me voy con vosotros —dijo Temple, a quien un montón de fracasos le parecía una compañía bastante aceptable.

—Pues serás bienvenido. —Roca Llorona dejó caer una carta y comenzó a buscar en el mazo, poniendo la misma cara inexpresiva que si estuviese a punto de perder. Sweet arrojó sus cartas, disgustado—. ¡Veinte años perdiendo con esta maldita Fantasma cuentista y aún sigue haciéndome creer que no sabe jugar!

Savian y Lamb estaban junto a la barra, muy animados mientras compartían una botella. Despojado de su cabellera y de su barba, el norteño parecía más joven, incluso más grande y mucho más peligroso. También daba la impresión de haber hecho todo lo que estaba en su mano para derribar un árbol con la cara, pues ésta venía a ser una desafortunada masa de costras y de contusiones, surcada en un pómulo por un corte de lados desiguales que estaba mal cosido, por no hablar de las vendas ensangrentadas que cubrían sus manos.

—A pesar de todo, te debo una —dijo, dejando escapar las palabras por sus labios hinchados.

—Quizá encuentre una manera de cobrarte el favor —le respondió Savian—. ¿Te interesa la política?

—En los tiempos que corren, lo único que me interesa de la política es estar lo más lejos de ella…

En ese momento dejaron de hablar porque Temple acababa de llegar a su lado.

—¿Dónde está Shy? —les preguntó.

Lamb le miró. Si apenas podía abrir un ojo, por lo hinchado que lo tenía, el otro revelaba lo cansado que se encontraba.

—Escaleras arriba, en los aposentos de la Alcaldesa.

—¿Querrá verme?

—Sube y pregúntaselo.

Temple asintió, diciendo a Savian:

—También quería darte las gracias. En lo que valen.

—Todos damos lo que podemos.

Temple no las tenía todas consigo de que no se lo hubiera dicho para zaherirle. Se encontraba en uno de esos momentos en que todo parecía molestarle. Dejó a aquellos dos hombres mayores y subió por la escalera. Oyó que Savian decía a Lamb:

—Voy a hablarte de la rebelión de Starikland.

—¿La de hace poco?

—De ésa y de la siguiente…

Cerró la mano, la acercó a la puerta y se detuvo. No había nada que le impidiera dejarlo todo para salir a caballo de la ciudad. Quizá para aceptar la invitación de Bermi, o para irse a cualquier sitio donde nadie supiera lo capullo que era. Si es que existía en todo el Círculo del Mundo un sitio semejante. Pero antes de que la tentación de tomar el camino fácil le dominara, llamó a la puerta.

Aunque hinchado y lleno de arañazos, el rostro de Shy estaba un poco mejor que el de Lamb, a pesar de tener como él un corte en el caballete de la nariz y muchas marcas en el cuello. Le dolía verla en aquel estado. Aunque no tanto como si quien hubiera recibido todos aquellos golpes hubiese sido él, y no ella. Pero, aun así, le dolía. Shy no parecía sentirse disgustada al verlo, pero tampoco interesada por él. Se limitó a dejar la puerta abierta y luego a enseñar los dientes cuando se dejó caer en el banco situado bajo la ventana. Sus pies desnudos parecían muy blancos cuando se perfilaron contra la madera del suelo.

—¿Qué tal salió el ahorcamiento? —preguntó.

Temple retrocedió lentamente para cerrar la puerta antes de contestar.

—Pues supongo que como suelen salir todos los ahorcamientos.

—Nunca he podido comprender por qué les gustan tanto a la gente.

—Quizá les gusten porque, al ver que alguien pierde algo tan valioso como la vida, ellos se sienten ganadores.

—Perder es lo único que sé.

—¿Te encuentras bien?

Cuando levantó la mirada, apenas pudo sostenerla con la suya.

—Un poco cansada.

—Estás enfadada conmigo. —Temple parecía un niño enfurruñado.

—No lo estoy. Sólo estoy cansada.

—¿Crees que si me hubiera quedado contigo, habría servido de algo?

—Creo que sólo habría servido para que te mataran. —Se lamió el labio roto antes de contestar.

—Exacto. Y en lugar de dejar que me mataran, corrí a pedir ayuda.

—Corriste muy bien, como yo misma puedo atestiguar.

—Encontré a Savian.

—Y Savian me encontró a mí. Justo a tiempo.

—Es cierto.

—Lo es. —Se agarró un costado mientras buscaba sin prisa una bota que intentó ponerse—. Por eso supongo que me veo obligada a decir que te debo la vida. Gracias, Temple, por ser un jodido héroe. La próxima vez que vea un culo desnudo saliendo por mi ventana, no haré nada y esperaré a que vengan a salvarme.

Se miraron en silencio mientras fuera, en la calle, la muchedumbre que había asistido al ahorcamiento comenzaba a dispersarse. Temple se sentó en la silla situada enfrente de Shy.

—Estoy muy avergonzado de mí mismo.

—Es un gran alivio. Tu vergüenza será una buena cataplasma para todos estos moratones.

—No tengo excusas.

—No sé por qué me parece que vas a ofrecerme una.

Era su turno de hacer muecas. Y las hizo cuando le dijo lo siguiente:

—Soy un cobarde, así de sencillo. Llevo huyendo tanto tiempo que se ha convertido en una costumbre. No es fácil abandonar las viejas costumbres. Sin embargo, nosotros podríamos…

—No te molestes. —Suspiró con pena—. Mis expectativas han disminuido bastante. Para serte sincera, las superaste con creces cuando me pagaste lo que me debías. Así que eres propenso a la cobardía. ¿Y quién no? Tú no eres el valiente caballero, yo no soy la doncella desvalida y esto no es un cuento, podemos darlo por sentado. Estás perdonado. Y ahora puedes seguir tu camino. —Y entonces le indicó la puerta con el dorso de la mano llena de arañazos.

Aunque Temple jamás hubiera llegado a pensar que le perdonaría, descubrió que no podía moverse.

—No quiero irme.

—No te estoy diciendo que saltes otra vez por la ventana, puedes bajar por las escaleras.

—Déjame que intente hacer bien las cosas.

Ella frunció las cejas y le miró.

—Vamos a irnos a las montañas, Temple. Ese bastardo de Cantliss nos dirá dónde vive el Pueblo del Dragón, y entonces intentaremos rescatar a mis dos hermanos, pero no sé si las cosas saldrán bien. Sólo puedo prometerte esto: que no será fácil, que hará frío, que será peligroso y que no habrá ninguna ventana por la que puedas saltar. Para nosotros serás tan útil como un palillo usado, y ninguno intentará que pienses lo contrario.

—Por favor. —Dio un paso hacia ella para convencerla—. Por favor, dame una mueva oport…

—Déjame —dijo ella, entornando la mirada—. Sólo quiero quedarme sentada y sentir el dolor en silencio.

Eso era todo. Quizá Temple hubiera debido mostrar más ardor, pero nunca lo había tenido en demasía. Así que asintió, miró al suelo, cerró lentamente la puerta tras de sí, bajó las escaleras y volvió a la barra.

—¿Encontraste lo que andabas buscando? —le preguntó Lamb.

—No —respondió Temple, arrojando un puñado de monedas a la superficie de madera de la barra—. Sólo lo que me merecía. —Y comenzó a beber.

Apenas era consciente del sonido apagado que hacían los cascos de los caballos al pisar el barrizal, de los gritos y del tintineo de los arneses. Otra caravana que llegaba a la ciudad. Más decepciones en camino. Pero estaba demasiado atareado con las suyas para molestarse en mirar. Así que le dijo al camarero situado detrás de la barra que le dejase la botella.

En aquella ocasión no podía echarle la culpa a nadie. Ni a Dios, ni a Cosca, ni, por supuesto, a Shy. Lamb tenía razón. El problema de salir huyendo es que, vayas a donde vayas, no puedes huir de ti mismo. Escuchó pasos de personas que tenían que pesar mucho, el tintineo de muchas espuelas, palabras que tenían que ver con la bebida y las mujeres, pero lo ignoró todo, se tragó el contenido de otro vaso, que le abrasó el gaznate, y, con los ojos llorosos, alargó una mano para coger la botella.

Pero alguien se le adelantó.

—No deberías coger esa botella —dijo aquella persona, rezongando.

—Si no la cojo, ¿cómo podré beber de ella?

Al pensar en aquella voz que acababa de escuchar, un tremendo escalofrío le recorrió la columna vertebral. Sus ojos reptaron hacia la mano que agarraba la botella… Era de una persona mayor, con manchas, porquería bajo las uñas y una sortija llamativa en el pulgar. Sus ojos reptaron luego por las mugrientas puntillas de las mangas, por el tejido manchado de polvo, por el peto, cuyo dorado comenzaba a pelarse, por el descarnado cuello lleno de sarpullido y, finalmente, llegaron a la cara. A aquella faz huesuda tan espantosamente familiar, a aquella nariz afilada, a aquellos ojos tan brillantes, a aquellos bigotes grises de puntas enceradas.

—Oh, Dios —dijo Temple, que acababa de quedarse sin aliento.

—Caliente, caliente —dijo Nicomo Cosca, obsequiándole con aquella sonrisa luminosa que sólo él podía conseguir y que hacía que su rostro muy marcado irradiase buen humor y buenas intenciones—. ¡Muchachos, mirad quién es!

Al menos dos docenas de figuras bien conocidas y profundamente detestadas por Temple habían seguido al Viejo.

—¿A cómo están las apuestas? —preguntó Brachio, enseñando sus dientes amarillos. Excepto por los dos cuchillos que le faltaban en la bandolera, no había cambiado mucho desde que Temple abandonara la Compañía.

—¡Regocijaos, oh, creyentes, pues el vagabundo ha regresado! —exclamó Jubair con voz poderosa, citando un texto de las Escrituras kantic.

—¿Así que saliste a explorar? —preguntó Dimbik con voz burlona, echándose el pelo hacia atrás con el dedo que acababa de mojar con saliva y apretándose el fajín, que había terminado por convertirse en un trapo grasiento de color indefinido—. ¿Para proporcionarnos un sendero hacia la gloria?

—Ah, un trago, un trago, un trago… —Cosca se echó un trago tan extravagante como florido de la botella de Temple—. ¿No os lo había dicho a todos? Si uno espera el tiempo suficiente, comprobará que las cosas vuelven por sí mismas a su ser. Tras haber perdido mi Compañía, me convertí durante unos años en un vagabundo sin dinero y recibí las bofetadas de los vientos del Destino, unas bofetadas muy fuertes. Sworbreck, escribe todo eso. —El escritor, cuya cabellera había aumentado considerablemente en longitud y en falta de higiene, cuyas ropas estaban más raídas, cuyas fosas nasales se veían más rosadas y cuyas manos temblaban mucho más que la última vez que Temple había hablado con él, buscó afanosamente un lápiz—. ¡Y aquí estoy ahora, nuevamente al mando de una banda de nobles combatientes! Te parecerá mentira, pero el sargento Amistoso se vio forzado antaño a ingresar en la fraternidad de los criminales. —Durante una fracción de segundo, el sargento sin cuello enarcó una ceja—. Y ahora permanece a mi lado, como si hubiera nacido para ser el leal compañero en que se ha convertido. Por eso, Temple, te pregunto: ¿Qué otro cargo podría convenir más a tus amplias aptitudes y a tu menguado carácter que el de consejero legal de mi persona?

Temple, que ya había perdido cualquier esperanza, se encogió de hombros.

—La verdad es que no se me ocurre ninguno.

—¡Celebremos, entonces, nuestro inevitable reencuentro! Uno para mí. —El Viejo se echó al coleto un trago más que generoso y luego hizo una mueca al servirle a Temple la dosis de licor más exigua que jamás se hubiera visto—. Y otro para ti. Creía que lo habías dejado…

—Me pareció una excelente ocasión para volver a beber —dijo Temple con voz cascada. Había estado esperando que Cosca le mandara matar, pero al parecer, lo que le resultaba aún más terrible, tenía la impresión de que la Compañía de la Graciosa Mano iba a reengancharlo sobre la marcha. Si había un Dios, era evidente que en los últimos años le había tomado ojeriza a Temple. Pero no podía culparle, porque comenzaba a sentir lo mismo que Él.

—¡Bienvenidos a Arruga, caballeros! —La Alcaldesa entraba majestuosamente por la puerta—. Mis disculpas por el desorden, pero tenemos… —Cuando vio al Viejo, su rostro palideció al instante. Era la primera vez que Temple la veía sorprenderse por algo—. Nicomo Cosca —dijo, casi sin aliento.

—El mismo. Y usted debe de ser la Alcaldesa. —Hizo una leve reverencia y luego, con cierta socarronería, añadió—: Vaya día. Al parecer, está lleno de reencuentros.

—¿Se conocían? —preguntó Temple.

—Sí —musitó la Alcaldesa—. Qué… suerte tan asombrosa.

—Dicen que la suerte es mujer. —El Viejo consiguió que Temple lanzase un gruñido al meterle la botella por las costillas—. ¡Siempre se muestra a aquellos que menos se la merecen!

Por el rabillo del ojo, Temple vio que Shy bajaba cojeando las escaleras para reunirse con Lamb, que, siempre en compañía de Savian, observaba a los recién llegados en el más absoluto silencio. Mientras tanto, Cosca fue hacia las ventanas con un tintineo de espuelas. Respiró profundamente, como si paladease el olor a madera chamuscada, y movió lentamente la cabeza para seguir el balanceo de los ahorcados.

—Me encanta lo que ha hecho en esta ciudad —dijo a la Alcaldesa—. Es muy… apocalíptico. Me parece que tiene la costumbre de convertir los asentamientos a su cargo en ruinas humeantes.

A Temple le pareció evidente que ambos tenían algo en común. Cuando se dio cuenta de que jugueteaba con los botones de su chaqueta, se quedó quieto.

—¿Estos caballeros son todo su contingente? —preguntó la Alcaldesa, echando una mirada a aquellos mercenarios desaseados y lenguaraces que se intercambiaban guiños mientras se rascaban y arrastraban los pies por su salón de juegos.

—¡Diantre, pues claro que no! Perdimos a unos cuantos mientras cruzábamos las Tierras Lejanas… las inevitables deserciones, las fiebres, un pequeño percance con los Fantasmas. Estos leales sólo son una pequeña muestra de todos ellos. He dejado a los demás fuera de la ciudad, porque si tuviese que traerlos hasta aquí, siendo cerca de trescientos…

—Doscientos sesenta —puntualizó Amistoso. La Alcaldesa palideció aún más al escuchar la cifra.

—¿Contando al Inquisidor Lorsen y a sus Practicantes?

—Doscientos sesenta y ocho. —Al oír mencionar a la Inquisición, el rostro de la Alcaldesa se volvió tan pálido como el de un muerto.

—Si tuviese que traer hasta aquí a doscientos sesenta y ocho combatientes que, por otra parte, están cansados de tanto viajar, no tengo ninguna duda de que harían una carnicería.

—Y no de las buenas —dijo Brachio, metiéndose en la conversación mientras se llevaba un dedo al ojo que le lloraba.

—¿Acaso hay alguna carnicería que lo sea? —musitó la Alcaldesa.

Con el índice y el pulgar, Cosca se atusó con mucha parsimonia el extremo de uno de sus bigotes y respondió:

—Bueno, hay… grados. ¡Vaya, ya ha llegado!

Aunque su casaca negra se viese algo descolorida y sus mejillas, más demacradas que nunca, estuvieran pobladas por una barba rala de un color entre gris y amarillo, la mirada del Inquisidor Lorsen era tan fría como cuando la Compañía había salido de Mulkova. Incluso más, si es que eso era posible.

—Le presento al Inquisidor Lorsen. —Cosca se rascó instintivamente su cuello lleno de erupciones—. Que en la actualidad es quien me paga.

—Es un honor. —Temple notó cierta preocupación en las palabras de la Alcaldesa—. Si me permite la pregunta, ¿qué trae a la Inquisición de Su Majestad a un lugar como Arruga?

—¡Estamos dando caza a los rebeldes en fuga! —Lorsen miraba a todos los del salón—. ¡Traidores a la Unión!

—Pero aquí estamos muy lejos de la Unión.

Fue como si la sonrisa del Inquisidor tuviese la facultad de dejar helados a todos los presentes durante una fracción de segundo.

—El brazo de su Eminencia se hace cada vez más largo con los años. Ofrecemos cuantiosas recompensas por la captura de ciertas personas. Pondremos listas por toda la ciudad, y a la cabeza de las todas ellas estará el traidor, el asesino, el jefe que instigó la rebelión, ¡Conthus!

Savian comenzó a toser, y Lamb le dio una fuerte palmada en la espalda, pero Lorsen ni se dio cuenta, pues estaba demasiado atareado frunciendo la nariz tras descubrir la presencia de Temple.

—Veo que han vuelto a encontrar a este mentiroso tan escurridizo.

—Vamos. —Cosca cogía cariñosamente a Temple por el hombro como si fuese su padre—. Ser algo escurridizo y, por supuesto, bastante mentiroso es algo positivo para un notario. Por lo demás, nunca se portó como un valiente en lo que concierne a la conciencia y a la moral. Pero creo que puedo confiarle mi vida o, al menos, mi sombrero. —Y entonces se lo quitó, dejándolo encima del vaso de Temple.

—Con tal de que no le confíe ninguno de mis asuntos… —Lorsen hizo una seña a sus Practicantes—. Nos vamos. Tenemos que hacer unas cuantas preguntas.

—Parece un hombre encantador —comentó la Alcaldesa mientras los veía marcharse.

Cosca se rascó una vez más el sarpullido y levantó los dedos para observar los resultados en sus uñas.

—La Inquisición tiene a gala reclutar sólo a los fanáticos y torturadores que hacen gala de las mejores maneras.

—Y, al parecer, también a los mercenarios de mayor edad que sólo hacen gala de las peores.

—El trabajo es el trabajo. Pero yo también tengo mis motivos para estar en este sitio. Busco a un individuo llamado Grega Cantliss.

Se hizo una larga pausa, como si la simple mención de aquel nombre los hubiese dejado a todos tan helados como una fuerte nevada.

—Joder —se le oyó decir a Shy.

—Por lo que veo, el nombre no les es desconocido, ¿verdad? —Cosca los miraba expectante.

—En ocasiones se da una vuelta por aquí. —La Alcaldesa parecía escoger las palabras con mucho cuidado—. ¿Qué pasará cuando lo encuentre?

—Pues que mi notario y yo —por no hablar de mi patrón, el noble Inquisidor Lorsen— dejaremos de cruzarnos en el camino de usted. Aunque bien sé que los mercenarios tenemos muy mala reputación, puede creerme cuando le digo que no hemos venido a este lugar para causar problemas. —Se sirvió con desgana fingida la pizca de licor que quedaba en la botella—. Entonces, ¿tienen o no alguna idea de dónde puede estar Cantliss?

Siguió un silencio preñado de amenaza mientras todos se miraban. Lamb se enderezó. Shy endureció la expresión de su rostro. Y la Alcaldesa los obsequió a todos con un leve encogimiento de hombros que apenas les valió como disculpa.

—Está ahí abajo, encadenado en mi bodega.

—Zorra —dijo Shy entre dientes.

—Cantliss es nuestro. —Lamb salió por detrás de la barra y se plantó todo lo alto que era, llevando su mano izquierda, aún vendada, a la empuñadura de su espada.

Algunos de los mercenarios soltaron el aire de sus carrillos, encontrándose con todo tipo de miradas y posturas desafiantes, muy parecidas a las que suelen adoptar los gatos machos en un callejón poco iluminado. Amistoso se quedó a la expectativa, observándolos a todos con aquella mirada suya tan inexpresiva y jugueteando con los dados que tenía en uno de sus puños.

—¿Es suyo? —preguntó Cosca.

—Me quemó la granja y se llevó a mis dos hijos para vendérselos a unos salvajes. Lo perseguimos desde las Tierras Cercanas. Y ahora nos va a llevar a las montañas, para indicarnos dónde vive el Pueblo del Dragón.

Aunque al Viejo se le hubiera ido poniendo rígido el cuerpo con el paso de los años, sus cejas seguían siendo las más ágiles del mundo. Esto explica que, al escuchar aquellas palabras, alcanzaran una altura insospechada.

—¿El Pueblo del Dragón, dice usted? Es posible que nuestros objetivos no sean incompatibles.

Lamb echó una mirada a aquellas caras barbudas, llenas de cicatrices y suciedad, y comentó:

—Creo que uno nunca está sobrado de aliados.

—¡Eso digo yo! Un hombre perdido en el desierto debe guardar toda el agua que encuentre, ¿eh, Temple?

—No estoy muy segura de que vaya a tener sed —musitó Shy.

—Yo soy Lamb. Y ésta es Shy. —Cuando el norteño levantó su vaso, el muñón de su dedo corazón asomó por entre las vendas.

—Un norteño con nueve dedos —comentó el capitán general con aire divertido—. Recuerdo que un tipo llamado Caul Escalofríos andaba buscándolo por las Tierras Cercanas.

—Pues no lo he visto.

—Ah. —Cosca señaló con la botella las heridas de Lamb—. Creía que eso podía ser obra suya.

—Pues no.

—Al parecer, maese Lamb, usted tiene bastantes enemigos.

—En ocasiones tengo la impresión de que cada vez que cago me salen dos enemigos nuevos.

—Supongo que eso depende de adónde vaya a cagar. Un tipo que da miedo, ese tal Caul Escalofríos, yo no diría que los años han conseguido ablandarlo. Nos conocimos en Estiria. En ocasiones tengo la impresión de que ya he conocido a todo el mundo, porque los nuevos sitios a los que voy están llenos de caras antiguas. —Su mirada escrutadora se posó en Savian—. Aunque no me parece reconocer a este caballero.

—Me llamo Savian —dijo, tapándose la boca con un puño mientras tosía.

—¿Y qué le ha traído a la Tierras Lejanas? ¿Su salud?

Savian se quedó sin saber qué decir, mientras un silencio opresivo comenzaba a extenderse por el salón, haciendo que algunos mercenarios no apartaran las manos de sus armas. Entonces, Shy dijo:

—Cantliss también se llevó a uno de sus hijos. Por eso ha venido con nosotros para perseguirlo. El chico se llama Collem.

El silencio persistió unos segundos más, hasta que Savian añadió, casi a regañadientes:

—Collem es mi chico. —Volvió a toser y carraspeó para aclararse la garganta—. Espero que Cantliss nos conduzca hasta él.

Fue casi un alivio ver a dos de los hombres de la Alcaldesa llevar al bandido a rastras por el salón. Iba esposado, sus antaño elegantes ropas eran harapos sucios, su rostro estaba tan magullado como el de Lamb, le colgaba una mano y arrastraba una pierna.

—¡El escurridizo Grega Cantliss! —exclamó Cosca cuando los hombres de la Alcaldesa le obligaron a arrodillarse—. No temas. Soy Nicomo Cosca, infame soldado de fortuna, etcétera, etcétera, y voy a hacerte unas preguntas. Te aviso de que pienses con mucho cuidado lo que vas a responderme, porque tu vida depende de ello, etcétera, etcétera.

Cantliss miró con atención a Shy, a Savian, a Lamb y a la docena larga de mercenarios, y con ese instinto propio del cobarde, que Temple conocía demasiado bien, se percató rápidamente de que los platillos de la balanza se inclinaban desfavorablemente para él. Así que se apresuró a asentir.

—Hace varios meses compraste unos caballos en una ciudad llamada Greyer. Los pagaste con unas monedas como ésta. —Haciendo un gesto propio de un mago, Cosca sacó una pequeña moneda de oro—. Al parecer, son monedas del Viejo Imperio.

La mirada de Cantliss parpadeó al mirar a Cosca, como si realmente intentase leer un guión que alguien hubiera escrito de antemano.

—Los compré. Es cierto.

—Esos caballos eran de los rebeldes que intentan apartar a Starikland de la Unión.

—¿Lo eran?

—Sí.

—Pues será que se los compré.

Cosca se acercó más a él.

—¿De dónde sacaste esas monedas?

—Del Pueblo del Dragón, me pagaron con ellas —dijo Cantliss—. Son los salvajes que viven en las montañas situadas más allá de Almenara.

—¿En concepto de qué?

Se lamió los labios llenos de costras antes de decir:

—De los niños que les vendí.

—Un negocio repugnante —terció Sworbreck.

—La mayor parte de los negocios lo son —dijo Cosca, inclinándose más y más hacia Cantliss—. ¿Les quedaban más monedas de ésas?

—Tantas como yo quisiera, eso me dijo él.

—¿Y quién es él?

—Waerdinur. Su jefe.

—Tantas como quisieras. —Los ojos de Cosca relucían tanto como aquel oro en el que estaba pensando—. ¿Me estás diciendo que ese Pueblo del Dragón está en contubernio con los rebeldes?

—¿Qué?

—Te pregunto que si esos salvajes están sufragando, y quizá cobijando, al mismísimo líder de los rebeldes, un tipo llamado Conthus.

Todos guardaron silencio mientras Cantliss parpadeaba.

—Es posible.

Cosca sonrió de oreja a oreja.

—O sea, que sí. Y ahora dime exactamente qué le responderás a mi patrón, el Inquisidor Lorsen, cuando te haga esta misma pregunta.

—Le diré lo siguiente: «¡Sí! ¡Estoy seguro de que tienen al tal Conthus allí arriba! ¡Diablos, seguro que piensa usar su dinero para comenzar una guerra!».

—¡Lo sabía! —Cosca llenó con un poco de licor el vaso vacío de Lamb—. ¡Le acompañaremos a las montañas y arrancaremos de cuajo la raíz de la insurrección! Este desgraciado nos guiará, y de ese modo conseguirá la libertad.

—¡Eso es! —exclamó Cantliss, haciendo una mueca a Shy, Lamb y Savian para luego chillar cuando Brachio le obligó a levantarse y se lo llevó a empujones hacia la puerta, por más que él siguiera arrastrando la pierna herida.

—Cabrones —dijo Shy en voz baja.

—Realistas —le respondió Lamb, poniéndole una mano en el codo.

—¡Qué suerte hemos tenido todos de que yo llegara cuando se disponían a irse! —decía Cosca.

—Oh, yo siempre he tenido suerte —musitó Temple.

—Y yo —dijo Shy, hablando tan bajo como él.

—Realistas —apostilló Lamb, hablando entre dientes.

—Una partida de cuatro personas sería derrotada fácilmente —explicaba Cosca a su audiencia—. ¡Pero una partida de trescientas, no tan fácilmente!

—De doscientas setenta y dos —le corrigió Amistoso.

—¿Puedo decir algo? —Dab Sweet se había ido acercando a la barra—. Si está planeando dirigirse a las montañas, necesitará un explorador más entero que este asesino medio muerto. Estoy más que dispuesto a ofrecerle mis servicios.

—Es usted muy generoso —dijo Cosca—. Por cierto, ¿se llama?

—Dab Sweet. —Y, al decir esto, el famoso explorador se quitó el sombrero para mostrar su menguada cabellera. Era evidente que acababa de olfatear una oportunidad mejor que la de pastorear a los desesperados de vuelta a Starikland.

—¿El célebre hombre de la frontera? —preguntó Sworbreck—. Creía que era más joven.

—Lo fui —dijo Sweet, suspirando.

—¿Lo conoce? —preguntó Cosca.

—Un individuo llamado Marin Glanhorm —el biógrafo señalaba con su nariz al techo—, a quien, entre paréntesis, me niego a conferir el apelativo de «escritor», garrapateó algunas obras de calidad muy inferior, y muy rebuscadas, basadas en sus supuestas hazañas.

—Digamos que formaban parte de una «biografía no autorizada» —explicó Sweet—. Pero lo cierto es que he realizado una o dos hazañas. He pateado tantos sitios de estas Tierras Lejanas… también las montañas, casi hasta Ashranc, donde vive el Pueblo del Dragón. Su territorio es sagrado. Mi socia, Roca Llorona, ha estado incluso más allá… —hizo una pausa efectista— fue una de ellos.

—Es cierto —aseveró con un gruñido Roca Llorona, que seguía sentada junto a la mesa aunque Corlin ya se hubiese ido de ella, dejando sólo sus cartas.

—Se crio allí —decía Sweet—. Vivió allí.

—¿Y también nació allí? —preguntó Cosca.

Roca Llorona lo negó con un solemne movimiento de cabeza antes de añadir:

—Nadie nace en Ashranc. —Y apretó su muerta pipa de chagga con los dientes como si acabara de decir la última palabra al respecto.

—Y como conoce las entradas secretas, también les será indispensable, porque esos bastardos del Dragón no suelen brindar una acogida muy efusiva a la gente que penetra en sus tierras. Su territorio es extraño, es sulfuroso, pero lo defienden como si fueran osos, es la verdad.

—Entonces ustedes dos serán una notable aportación a nuestra expedición —comentó Cosca—. ¿Cuál sería su salario?

—¿Qué le parece el veinte por cierto de los objetos de valor que consigamos?

—Nuestro objetivo es erradicar la revolución, no conseguir objetos de valor.

—Pero cualquier empresa que se precie siempre corre el riesgo de no conseguir sus objetivos —replicó Sweet con una sonrisa.

—Entonces, entonces ¡bienvenidos a bordo! ¡Mi notario redactará un contrato!

—Doscientos setenta y cuatro —dijo Amistoso. Y sus ojos de mirada muerta se fijaron en Temple—. Y tú.

Cosca comenzó a servir bebida para todos.

—¿Por qué será que toda la gente interesante siempre está entrada en años? —preguntó, dándole a Temple un codazo en las costillas—. Los de tu generación no habéis hecho nada que valga la pena.

—Excepto agacharnos a la sombra de los gigantes y acusar nuestros defectos mejor que nadie.

—¡Pues ahí no has acertado, Temple! Si algo he aprendido en cuarenta años de hacer la guerra, es que hay que mirar las cosas por su lado divertido. ¡Qué lengua tiene este hombre! Lo digo desde la perspectiva de la conversación, no de la sexualidad, por supuesto, en la que no quiero entrar. ¡Sworbreck, no escribas eso! —El biógrafo puso mala cara al tachar algo de lo que había escrito—. ¡Nos iremos en cuanto los hombres hayan descansado y dispongamos de suministros!

—Lo mejor sería esperar a que pasara el invierno —apuntó Sweet.

Cosca se acercó a él y le dijo:

—¿Tiene usted idea de lo que podría suceder si yo dejara mi Compañía acuartelada en esta ciudad durante cuatro meses? El estado actual de la ciudad no es nada en comparación con como iba a quedar.

—¿Y usted puede imaginarse lo que podría suceder si trescientos hombres se quedaran atrapados ahí fuera en medio de una auténtica tormenta invernal? —replicó Sweet, pasándose los dedos por la barba.

—En absoluto —contestó Cosca—, pero estoy impaciente por averiguarlo. ¡Aprovechemos el momento! Éste ha sido siempre mi lema. Escríbelo, Sworbreck.

Sweet enarcó las cejas antes de decir:

—Espero que no tenga que cambiar el lema por este otro: No siento los malditos pies.

Pero, como era usual en él, el capitán general no le escuchaba.

—¡Tengo el pálpito de que en esas montañas encontraremos lo que estamos buscando! —Y pasó un brazo y luego otro por encima de los hombros de Savian y de Lamb—. Lorsen, sus rebeldes; yo, mi oro, y esta gente tan notable, a los niños que les robaron. ¡Un brindis por nuestra alianza! —Y levantó en alto la botella de Temple, que ya estaba en las últimas.

—Vaya mierda —dijo Shy entre dientes.

Temple tuvo que darle la razón. Pero, al parecer, era todo lo que tenía que decir al respecto.