Una especie de cobarde

Una especie de cobarde

—Oro. —Wist pronunciaba aquella palabra como si fuese algo misterioso—. Vuelve locos a los hombres.

—A los que aún no lo están —dijo Shy, asintiendo.

Ambos se sentaban junto a La Casa de la Carne de Stupfer. Aunque al ver aquel nombre cualquiera pudiese pensar que se trataba de un burdel, no lo era, sino el peor sitio para comer en ochenta kilómetros a la redonda, un galardón conseguido en ardua competición. Shy estaba encima de los sacos amontonados en la carreta, y Wist, encaramado en la valla de la que parecía formar parte, como si un poste acabara de metérsele por el culo para dejarlo ensartado en ella, pues ambos observaban a la gente que pasaba.

—Y yo que he venido hasta aquí para alejarme de la gente… —dijo Wist.

—Pues vaya… —comentó Shy, asintiendo.

Durante el último verano, cualquier persona que hubiese recorrido a diario aquel pueblo no habría sido capaz de encontrar siquiera en él a dos forasteros. Y si hubiese seguido haciendo lo mismo durante varios días, el resultado habría sido idéntico. Pero las cosas cambian muchísimo cuando pasan varios meses y se descubre oro. En aquellos momentos, Tratojusto estaba llena de prospectores que no se arredraban ante nada. El tráfico de su calle principal, que se desarrollaba en un único sentido, llevaba hacia el Oeste a los que ya se imaginaban ricos, dejando pasar a los que iban tan deprisa como se lo permitían los atascos, y reteniendo a quienes hacían un alto en el pueblo para aportar su granito de arena al comercio y al caos que reinaban en él. Las ruedas de las carretas chirriaban, las mulas rebuznaban, los caballos relinchaban, las ovejas balaban y los bueyes mugían. Hombres, mujeres y niños de toda raza y condición aportaban asimismo su parte alícuota de berridos y mugidos con todo tipo de lenguas y de caras. Si no hubiese sido porque la polvareda dominante velaba todos aquellos contrastes hasta rebajarlos a la gris ubicuidad de la mugre, el resultado final habría llegado a ser un espectáculo lleno de colorido.

Wist se echó un trago de la botella que tenía en una mano.

—Cuánta variedad, ¿no te parece?

—Hacen lo que sea a cambio de nada —dijo Shy, asintiendo.

La esperanza los volvía locos a todos. O la codicia, según la fe en la humanidad que tuviera quien se detuviese a mirarlos, la cual, en el caso de Shy, estaba muy lejos de colmar el vaso. Todos estaban ebrios por las ganas de llegar a un río helado, allá en la gran desolación, para pescar en él una nueva vida con ambas manos, dejando sus vidas rutinarias tiradas en la orilla como si acabasen de mudar la piel antes de tomar el atajo que les conduciría a la felicidad.

—¿No sientes la tentación de irte con ellos? —preguntó Wist.

Shy apretó la lengua contra sus incisivos y escupió por el hueco que quedaba entre ellos, diciendo:

—No.

Porque, en el caso de que consiguieran llegar vivos a las Tierras Lejanas, pasarían el invierno con el culo metido en el agua helada, sin desenterrar apenas nada más que porquería. Además, ¿y si el extremo metálico de la pala atraía un rayo? Nada mejor que ser rico para no tener problemas.

Hubo un tiempo en el que Shy pensaba que podría conseguir algo a cambio de nada. Habría mudado su piel y seguido caminando con una sonrisa. Resultó que a veces el atajo no te conduce adonde esperabas, y que pasa por territorios sangrientos.

—La certeza de que hay oro los vuelve locos. —Wist se echó otro trago que hizo bambolear la nuez de su pescuezo pelado y observó a los dos prospectores que se disputaban el último pico que quedaba en un puesto, cuyo propietario intentaba calmarlos—. Imagínate cómo se comportarían esos malnacidos si pudiesen echarle las zarpas a una pepita de oro.

Shy no necesitaba imaginárselo. Ya lo había visto antes, y no le apetecía recordarlo.

—Los hombres no necesitan gran cosa para comportarse como animales.

—Ni las mujeres —añadió Wist.

—¿Por qué me miras? —Shy le miraba con los ojos entornados.

—Porque eres la primera mujer que acude a mi mente.

—No estoy segura de querer estar tan cerca de tu cara.

Al reír, Wist mostró unos dientes como lápidas, y luego le pasó la botella.

—¿Por qué no te has comprometido con ningún hombre?

—Porque los hombres no me gustan demasiado, supongo.

—Nadie te gusta.

—Los hombres me decepcionan.

—¿Todos?

—La mayoría. —Dio un buen restregón al gollete de la botella y se aseguró de tomar sólo un sorbo. Sabía lo poco que le costaría pasar del sorbo al trago, del trago a la botella y de la botella a un despertarse oliendo a meados, con una pierna metida en un charco. Algunas personas contaban con ella, y ya no podía seguir decepcionándolas.

Ya habían apartado a aquellos dos hombres que seguían insultándose en la lengua que les era propia, y aunque nadie entendiese lo que decían, el significado de la mayoría de sus palabras era evidente para todos. Porque el pico se había desvanecido durante la trifulca, seguramente escamoteado por otro aventurero más listo, mientras los demás miraban a otro lado.

—Creo que el oro vuelve locos a los hombres —musitó Wist, haciendo honor a la melancolía implícita en su nombre[1]—. Pero si el suelo se abriese en este momento para ofrecerme un buen botín, supongo que arramblaría con una o dos pepitas.

Shy recordó la granja y todas las faenas que quedaban por hacer, y también que ella nunca se molestaba gran cosa en hacerlas. Molesta por aquel pensamiento, clavó sus uñas mordisqueadas en los pulgares resecos de sus manos. Durante un brevísimo instante, la idea de hacer una excursión por las colinas no le pareció tan descabellada como antes. ¿Y si era cierto que había oro en ellas? No tardó en espantar aquel pensamiento como si se tratase de una mosca molesta. Las grandes esperanzas eran un lujo que no podía permitirse.

—Según mi experiencia, la tierra no suele ofrecer nada gratis. Y menos a unos miserables como nosotros.

—Tienes bastante, ¿verdad?

—¿De qué?

—De experiencia.

Hizo una mueca al devolverle la botella.

—Más de la que te puedas imaginar, viejo. —De cualquier modo, su experiencia era mucho mayor de la que pudieran tener aquellos prospectores. Meneó la cabeza al observar el último grupo que llegaba… gente honesta de la Unión, a juzgar por su aspecto, mejor vestida para una merienda campestre que para recorrer los centenares de kilómetros de una desolación sin ley llena de peligros. Gente que, en vez de sentirse satisfecha con la confortable vida que había llevado hasta entonces, decidía repentinamente que necesitaba algo más. Shy se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que todos regresaran arrastrándose, sin blanca y agotados. Eso si regresaban.

—¿Dónde está Gully? —preguntó Wist.

—En la granja, cuidando de mis dos hermanos.

—Llevo algún tiempo sin verlo.

—Pues todo el que lleva sin venir por aquí. Dice que no le sienta bien subirse a una carreta.

—Se está haciendo viejo. Nos pasa a todos. Cuando vuelvas, dile que le echo de menos.

—Si hubiese venido, seguro que esa botella tuya la habría dejado seca de un trago, y ahora estaría renegando hasta de su nombre.

—Si me lo permites —Wist suspiró—, te diré que eso es lo que suele pasar con las cosas a las que uno echa de menos.

En aquel momento, Lamb vadeaba la calle llena de gente, agitando su cabellera gris por encima de las cabezas que lo rodeaban, porque era un hombre muy alto, con sus pesados hombros un poco más cargados de lo habitual.

—¿Cuánto has sacado? —preguntó ella, saltando del carro.

Lamb hizo una mueca como si supiera lo que estaba a punto de caerle encima.

—Veintisiete…? —La afirmación se convirtió en una pregunta, porque dudó al terminar de pronunciar aquella palabra. Lo que, realmente, quería decir era: Y ahora, ¿en qué la he cagado?

Shy movió la cabeza a uno y otro lado mientras apretaba la lengua contra uno de sus carrillos, como dándole a entender que el desaguisado estaba entre mediano y grave.

—Lamb, eres una especie de cobarde. —El golpe que acababa de dar a las sacas llenas de grano levantó una pequeña nube de polvo—. No he perdido dos días trayendo todos estos sacos para regalarlos.

Aquella mueca, enmarcada en un rostro de barba gris lleno de cicatrices y de arrugas, y curtido tanto por la intemperie como por la mugre, se hizo mayor.

—Shy, no soy bueno regateando, ya lo sabes.

—¿Hay algo en lo que seas bueno? —le preguntó por encima del hombro mientras se encaminaba a grandes zancadas hacia El Cambio de Clay, dejando pasar a un rebaño de cabras de muy variados pelajes que balaban, para luego deslizarse hacia uno de los lados de la calle—. ¿Quizá cargar con los sacos?

—Ah, pues sí, ¿no crees? —murmuró él.

La tienda estaba mucho más repleta que la calle, y olía a serrín, a especias y a los cuerpos sudorosos de los trabajadores que se hacinaban en ella. Se abrió paso a empujones, quedándose atascada entre un escribiente y un negro negrísimo del Sur que se expresaba en un lenguaje que nunca había oído, y luego rodeó una palangana que colgaba de unas traviesas, estando a punto de perder el equilibrio por culpa del codazo que alguien le propinó, y dejó atrás a un Fantasma malencarado que adornaba su cabellera rojiza con ramitas, hojas y otros abalorios. Toda aquella gente que se dirigía al Oeste quería hacer fortuna, y ¡ay del comerciante que intentara interponerse entre Shy y sus ganancias!

—¿Clay? —preguntó a voz en grito, sabiendo que de nada le habría valido hablar en voz baja—. ¡Clay!

El sorprendido comerciante frunció el ceño mientras pesaba harina en el platillo de una enorme balanza.

—Shy Sur en Tratojusto. Hoy no es mi día de suerte.

—Echa un vistazo. ¡Tienes una ciudad llena de atontados a los que estafar!

La entonación tan teatral con la que pronunció aquella última palabra consiguió que varias cabezas se volvieran y que Clay pusiera los brazos en jarras.

—Aquí nadie estafa a nadie —declaró.

—Por supuesto, siempre que yo no pierda de vista este negocio.

—Shy, tu padre y yo acordamos veintisiete.

—Sabes que no es mi padre, y también que el trato no debía cerrarse hasta que yo llegara.

Clay frunció una ceja al mirar a Lamb, y el norteño bajó los ojos hacia el suelo y se echó hacia un lado como si intentara pasar desapercibido, pero sin conseguirlo. Pues, a pesar de su tamaño, Lamb era un cobardón, y una simple mirada bastaba para hacerlo callar. Podía ser un hombre adorable y muy trabajador, y había sido lo bastante bueno para hacer de padre de Ro, de Pit y de Shy siempre que esta última se lo había permitido. Era un hombre bastante bueno, pero ¡por los muertos!, también era una especie de cobarde.

Como a Shy no le gustaba avergonzarse de él, se enfadó. Apuñaló el rostro de Clay con un dedo, como dándole a entender que no tendría escrúpulos a la hora de repetirlo con un cuchillo de verdad.

Tratojusto, ¡vaya nombrecito para el pueblo que uno se dispone a sangrar con su negocio! El año pasado me diste veintiocho, y entonces no tenías ni la cuarta parte de los compradores que tienes hoy. Treinta y ocho.

—¿Cómo? —La voz de Clay sonaba más aguda de lo que ella había esperado—. ¿Es grano dorado, no?

—Así es. Y de la mejor calidad. Trillado con mis propias manos llenas de ampollas.

—Y con las mías —apostilló Lamb.

Shh —dijo Shy—. Treinta y ocho, y no me moveré de aquí hasta que cierres el trato.

—¡No sabes cuánto te lo agradezco! —rugió Clay, cuyas papadas se agitaban por lo furioso que estaba—. Porque quise a tu madre, te doy veintinueve.

—Tú nunca quisiste a nadie ni nada que no fuese tu bolsa. Vuelve a bajar de treinta y ocho y me largo de tu tienda para ofrecerle la mercancía a toda esta gente, y a un precio ligeramente inferior al que piensas poner.

Él sabía que lo haría aunque perdiese dinero. Jamás amenaces a menos de estar casi seguro de que acabarás cumpliendo la amenaza.

—Treinta y uno —dijo, rechinando los dientes.

—Treinta y cinco.

—¡Estás haciendo que esta buena gente pierda su tiempo, zorra presumida! —La verdad era que ella les estaba revelando los beneficios que él quería conseguir a su costa, por lo que, antes o después, acabarían dándose cuenta del latrocinio.

—Eres una escoria de hombre, y por eso seguiré haciéndoles perder el tiempo hasta que Juvens regrese de la tierra de los muertos. A menos que antes me des treinta y cinco.

—Treinta y dos.

—Treinta y cinco.

—Treinta y tres. ¡Ni aunque me quemes la tienda te saldrás con la tuya!

—No me tientes, gordinflón. Treinta y tres, y añade un par de esas palas nuevas que estoy viendo y algo de comida para los bueyes. Comen casi tanto como tú. —Escupió en la palma de su mano derecha y se la tendió.

Clay, amargado, abrió la boca y, al igual que ella, escupió en la palma de su mano para luego estrechar la suya.

—Tu madre no era mejor que tú —comentó.

—No lo soportaba —Shy se abrió paso a codazos hacia la puerta, dejando que Clay se desahogara con el siguiente comprador—. No era tan difícil ¿verdad? —añadió, mirando por encima del hombro a Lamb.

—Creo que podríamos haberlo dejado en veintisiete —dijo aquel norteño alto y entrado en años al que le faltaba un trozo de oreja.

—Dices eso porque eres una especie de cobarde. Mejor enfrentarse a las cosas que vivir con el miedo de que se enfrenten a ti. ¿No era eso lo que solías decir?

—He tenido mucho tiempo para aprender adónde pueden llevar esas palabras —musitó Lamb, pero Shy no le escuchó, porque estaba demasiado ensimismada en la victoria que acababa de conseguir.

Treinta y tres era muy buen precio. Terminó de echar las cuentas y vio que, después de arreglar las goteras del granero y comprar la pareja de cerdos de cría con los que reemplazar a los sacrificados durante el invierno, quedaría algo de dinero para Ro. Quizá pudieran estirarlo para comprar un poco de simiente y conseguir que el pequeño huerto de hortalizas volviese a estar en condiciones. Apretó los dientes al pensar en todo lo que podría hacer con ese dinero, en todo lo que podría construir.

No necesitas sueños de grandeza, solía decirle su madre en los raros momentos en que estaba de buen humor, con uno pequeño te bastará.

—Descarguemos los sacos —dijo.

Aunque Lamb hubiera ido envejeciendo con los años y fuese tan lento como una vaca vieja, en absoluto había perdido fuerza física. Ningún peso podía doblegarlo. Shy sólo tuvo que subirse a la carreta y cargar los sacos uno a uno encima de sus hombros para que se los llevase de cuatro en cuatro al almacén de Clay. Pues él los cogía como si estuviesen llenos de plumas, resintiéndose menos que el vehículo que había transportado toda aquella carga. Aunque Shy sólo pesara la mitad que Lamb, fuese veinticinco años más joven y le tocara el trabajo más fácil, los poros de su cuerpo no tardaron en bombear sudor, de suerte que la camisa se le pegó a la espalda y los cabellos a la cara, mientras sus brazos adquirían un tono entre rosado, a causa del cañamazo de los sacos, y blanquecino, por el polvo que soltaba el grano, y su lengua se encajaba entre el hueco de sus dientes por los juramentos que soltaba.

Lamb se detuvo con dos sacos en un hombro y un tercero en el otro, entero a pesar de su respiración agitada, mientras unas profundas líneas producidas por las ganas de reír se le marcaban en los rabillos de los ojos.

—Shy, ¿necesitas un descanso?

—Un descanso de tus quejas —contestó ella, mirándole.

—Si te parece, junto unos cuantos sacos y te preparo una cama. A lo mejor hay una manta detrás. Incluso puedo cantar para que te quedes dormida, como hacía cuando eras joven.

—Aún lo soy.

Shh. A veces recuerdo a aquella niñita que me sonreía. —Lamb miró a lo lejos y meneó la cabeza—. Y entonces me pregunto qué hicimos mal tu madre y yo.

—¿Te refieres a que ella decidió morirse y que tú no sirves para nada? —Shy levantó el último saco que quedaba y lo dejó caer sobre uno de los hombros de Lamb con toda la fuerza que podía.

El norteño se limitó a hacer una mueca y a levantar una mano para sujetarlo.

—Es posible. —Mientras se volvía, estuvo a punto de tirar al suelo a otro hombre del Norte que casi era tan alto como él y que tenía una fea catadura. Aquel individuo comenzó a balbucir alguna palabrota, pero luego se detuvo. Lamb siguió trabajando con la cabeza gacha, como siempre que veía llegar algún problema. El desconocido miró enfadado a Shy.

—¿Qué? —dijo ella, manteniéndole la mirada.

El hombre volvió a mirar a Lamb y se largó, rascándose la barba.

Después de que Shy descargara sonoramente el último saco bajo la mirada burlona de Clay, aún pasó algún tiempo antes de que el comerciante le tendiera la bolsa de cuero que daba vueltas alrededor de su dedo índice, pues había metido por él la cuerda que la cerraba. Shy se irguió, se secó la frente con el dorso de uno de sus guantes, abrió la bolsa y miró en su interior.

—¿Está todo?

—No voy a robarte.

—Más te vale —dijo ella, y comenzó a contar el dinero. Como su madre solía decir, siempre se sabe cuando estás delante de un ladrón por el cuidado con el que cuenta su dinero.

—Debería registrar todos los sacos para asegurarme de que contienen grano y no mierda.

—Si fuese mierda —Shy lanzó un bufido—, ¿qué te impediría venderla?

—Te has salido con la tuya —dijo el comerciante, suspirando.

—Pues sí.

—Tiene que cuidar del ganado —añadió Lamb.

Se hizo una pausa mientras las monedas tintineaban y los números daban vueltas en la cabeza de la joven.

—He oído que Glama Dorado ganó otro combate en el foso que está cerca de Greyer —dijo Clay—. Es el bastardo más duro de las Tierras Cercanas, y anda que no hay bastardos duros en ellas. Habría que ser un loco para apostar contra él, por muy favorables que fuesen las apuestas. Realmente, uno tendría que estar loco.

—Por supuesto —murmuró Lamb, que siempre parecía tranquilo cuando se hablaba de violencia.

—Me dijeron que golpeó tan fuerte al viejo Oso Rechoncho, que las tripas se le salieron por el culo.

—¿Qué os resulta tan divertido? —preguntó Shy.

—Cagar tus propias tripas a fuerza de golpes.

—Pues eso no parece un gran motivo de conversación.

—Me he entretenido hablando de cosas peores. —Clay se encogió de hombros—. ¿No oíste hablar de la batalla que hubo cerca de Rostod?

—Supongo que sí —dijo ella entre dientes, intentando no perder las cuentas que hacía.

—Al parecer, los rebeldes volvieron a atacar. Un desastre, en esta ocasión. Todos salieron huyendo. Todos a los que la Inquisición no pudo atrapar.

—Pobres bastardos —dijo Lamb.

Shy dejó de contar durante un instante y luego prosiguió. Aunque muchos bastardos lo estuvieran pasando mal, no eran problema suyo. Bastante tenía ella con sus dos hermanos, por no hablar de Lamb, Gully y de la granja, para lamentarse por las desgracias que otros se habían labrado.

—Quizá resistan en Mulkova, pero no por mucho tiempo. —La valla se quejó cuando Clay apoyó en ella su espalda fofa y metió las manos entre sus sobacos de manera que sólo los pulgares sobresalieran por ellos—. La guerra, si así queréis llamarla, no parece que vaya a terminar pronto, y la región está llena de gente sin hogar. La gente a la que no quemaron, que fue expulsada o que perdió todo lo que tenía. Los pasos están abiertos, y las mercancías pasan por ellos. La gente que busca fortuna en el Oeste viene hacia aquí. —Señaló el caos que dominaba la calle—. Sólo son las primeras gotas. Se avecina una inundación.

Lamb sorbió por las narices y dijo:

—Hasta que lleguen a las montañas y encuentren un buen filón de oro. Entonces la inundación tomará la dirección contraria.

—Algunos lo conseguirán. Algunos echarán raíces. Y la Unión llegará después. Por muchas tierras que tenga, siempre quiere más, y cuando descubra que el Oeste existe, olerá el dinero. Ese viejo bastardo vicioso de Sarmis se sienta en la frontera y defiende el Imperio con su espada, pero le tiembla la mano. No creo que consiga detener la marea. —Clay dio otro paso más hacia Shy y bajó el tono de voz, como si se dispusiera a compartir con ella un secreto—. He oído decir que en Hormring ya hay agentes unionistas que preparan la anexión.

—¿Están sobornando a la gente?

—Aunque muestren una moneda en una mano, seguro que con la otra agarran una espada. Como siempre. Deberíamos pensar cómo vamos a jugar esta mano, en el caso de que se les ocurra venir a Tratojusto. Todos los que llevamos algún tiempo en el pueblo deberíamos permanecer unidos.

—No me interesa la política. —A Shy no le interesaba nada que pudiese darle problemas.

—Tampoco a la mayoría de nosotros —repuso Clay—, pero lo malo es que, en ocasiones, la política sí que se interesa por nosotros. La Unión llegará, y traerá la ley consigo.

—La ley no parece algo malo. —Shy no se creía lo que decía.

—Quizá no lo sea. Pero los impuestos siguen a la ley tan deprisa como la carreta al burro.

—No puedo decir que yo sea una entusiasta de los impuestos.

—Sólo es una manera imaginativa de robar a la gente, ¿no te parece? Pero prefiero que me robe un ladrón honrado, de esos que llevan antifaz y puñal, antes que uno de esos bastardos sin sangre, armados con lápiz y papel.

—No sé —musitó Shy. Ninguno de aquellos bastardos a los que había robado parecían demasiado contentos por la experiencia, y algunos de ellos mucho menos que los demás. Dejó que las monedas se deslizaran por el interior de la bolsa y apretó la cuerda que la cerraba.

—¿Te salen las cuentas? —preguntó Clay—. ¿Falta algo?

—De momento, no. Pero la próxima vez también contaré las monedas.

—No esperaba menos —dijo el comerciante, haciendo una mueca.

Shy apartó unas cuantas cosas que necesitaban: sal, vinagre, un poco del azúcar que llegaba de vez en cuando, un costillar de carne de vaca seca y media bolsa de clavos. Lo de la bolsa de clavos dio pie a la broma de Clay, por otra parte nada original, de que para qué iba a necesitar más clavos, si pinchaba tanto como media bolsa; la cual dio pie a que Shy le devolviera la broma al decirle que, como ella pinchaba tanto, le clavaría sus frutas en la entrepierna; la cual propició otra broma de Lamb, al asegurar que las frutas de Clay eran tan pequeñas que Shy no podría encontrarlas a la hora de querer clavárselas. Como es evidente, todos se divirtieron con aquellas ocurrencias tan poco imaginativas.

Como Shy estaba a punto de comprarle una camisa nueva a Pit que costaba más de lo que se podían permitir, ya fuese con rebaja o sin ella, Lamb sonrió y le pasó una mano enguantada por el brazo. Así que Shy desistió y compró hilo y agujas para hacerle a Pit una camisa con alguna de las viejas de Lamb. Aquel chico era tan desmirriado que de una sola de las de Lamb saldrían hasta cinco para él. Las agujas eran de un tipo nuevo; según Clay, las hacían a cientos en Adua con una máquina. Shy sonrió, pensando que Gully, nada más enterarse, menearía su blanca cabeza y diría que después de construir una máquina para hacer agujas, a saber qué sería lo siguiente que iban a inventar. Y que Ro, dando vueltas y más vueltas a las agujas entre sus ágiles dedos, frunciría el ceño cuando ella le explicase cómo las hacían.

Y como para entonces ya había recuperado su buen humor, hizo una pausa en sus pensamientos y se pasó la lengua por los labios, pues acababa de imaginarse un vaso de licor que brillaba de manera muy atractiva en la oscuridad. Acto seguido, desencantada por la cruda realidad, discutió con Clay más que antes, de suerte que ambos acabaron agotados.

—¡No vuelvas a venir nunca más a esta tienda, furcia loca! —decía el comerciante a gritos mientras ella se encaramaba en el pescante de la carreta, al lado de Lamb—. ¡Casi me has arruinado!

—¿Qué tal hasta la próxima estación?

—Vale, nos veremos para entonces —y movió una mano regordeta para llamar la atención de la clientela.

Cuando Shy fue a quitar el freno, vio que el norteño al que Lamb había empujado antes accidentalmente estaba al lado de la carreta, frunciendo el ceño como si intentase recordar algo. Había metido los pulgares por dentro del cinturón de su espada… grande, de empuñadura sencilla, lista para ser desenvainada. Tenía cierto aire hosco a causa de la cicatriz que nacía en uno de sus ojos para luego recorrer su barba hirsuta. Shy puso buena cara mientras desenfundaba el cuchillo y le daba la vuelta, empuñándolo sin que se viese la hoja, porque había quedado oculta bajo su brazo. Mejor tener el acero en la mano y cerciorarse de que no hay ningún problema, que encontrarte con un problema sin tener el acero en la mano.

El hombre del Norte dijo unas palabras en su lengua y Lamb se encogió un poco más en el pescante, sin volverse para mirarle. El desconocido insistió. Lamb rezongó algo a modo de respuesta, chasqueó las riendas y la carreta se puso en movimiento. Shy dio un salto por culpa de las ruedas, que traqueteaban. Cuando ya habían recorrido unos cuantos pasos por la calle llena de baches, echó una mirada por detrás del hombro, sin volver del todo la cabeza. El norteño seguía donde estaba, mirándolos con cara de pocos amigos.

—¿Qué quería?

—Nada.

Volvió a meter el cuchillo en la vaina, apoyó una bota en el estribo y se acomodó en el asiento.

—De acuerdo, el mundo está lleno a rebosar de gente muy extraña. En vez de perder el tiempo preguntándonos qué estarán pensando, mejor será que nos preocupemos de nuestra propia vida.

Lamb estaba más encogido que nunca, con el sombrero calado hasta abajo, como si intentase meter la cabeza dentro del pecho para que no se le viera.

—Eres un maldito cobarde —le espetó Shy.

—Un hombre puede ser cosas mucho peores —dijo él, tras mirarla de soslayo y luego de frente.

• • • • •

Reían cuando la cuesta se terminó con un traqueteo y el pequeño valle apareció ante ellos. Lamb había dicho algo divertido después de animarse en cuanto dejaron el pueblo, como de costumbre. Jamás se sentía cómodo delante de la gente.

Subir por aquel sendero, que apenas venía a ser más que dos roderas borrosas entre la hierba crecida, mejoró el humor de Shy. En su juventud había pasado muy malos ratos, como cuando creía que iba a morir al raso, o ahorcada y echada a los perros, si la atrapaban. En más de una ocasión se había jurado que, si lograba encontrar el buen camino, disfrutaría de todos los momentos felices que le brindase la vida. Y aunque no hubiera encontrado la felicidad plena, aún la buscaba. Por eso volvió a sentirse más aliviada cuando la carreta la llevaba de vuelta a casa.

Pero cuando vieron la granja, la risa se ahogó en su garganta, muriendo cuando el viento revolvió torpemente la hierba que los rodeaba. No podía respirar, sólo mirar fijamente la granja mientras se le helaba la sangre en las venas. Bajó de la carreta y echó a correr.

—¡Shy! —exclamó Lamb, pero ella ya no le oía, pues su mente sólo escuchaba su propia respiración entrecortada mientras bajaba la pendiente a la carrera y la tierra y el cielo se entrecruzaban a su alrededor. Pasó entre los rastrojos del campo que habían segado hacía menos de una semana. Por encima de la valla, caída y pisoteada, y de las plumas de gallina incrustadas en el barro.

Se dirigió hacia el patio —hacia lo que había sido el patio— y se detuvo al llegar a él, impotente. La casa sólo era un amasijo de vigas chamuscadas y de escombros entre los que nada quedaba en pie, excepto el desvencijado tubo de la chimenea. No había humo. La lluvia debía de haber apagado el incendio hacía uno o dos días. Pero todo había ardido. Recorrió uno de los lados del ennegrecido granero, gimiendo, con los ojos llenos de lágrimas.

Gully colgaba del gran árbol plantado en la parte trasera. Lo habían ahorcado encima de la tumba de su madre, cuya lápida yacía tirada en el suelo, desprendida posiblemente a patadas. Gully estaba acribillado de flechas. Unas veinte, o quizá más.

Shy sintió como si acabaran de darle una patada en las tripas y se dobló por la cintura, agarrándosela con ambas manos y gimiendo. El árbol gimió con ella cuando el viento lo alcanzó y agitó sus hojas, haciendo que el cadáver de Gully oscilase lentamente. Pobre bastardo, tan viejo como inofensivo. Cuando los demás se subieron a la carreta la había llamado para decirle que no se preocupara, porque él cuidaría de los niños. Y ella rio, diciéndole que no iba a preocuparse, porque los niños cuidarían de él. Pero ya no podía mirarle, porque los ojos le dolían a causa del viento que se clavaba en ellos, así que apretó fuertemente los brazos alrededor de su propio cuerpo, sintiendo de repente un frío tan intenso que creyó que por nada del mundo volvería a entrar en calor.

Oyó las pesadas botas de Lamb acercarse hasta ella, primero lentamente, luego más deprisa, hasta que llegó a su lado.

—¿Dónde están los niños?

Buscaron en la casa y en el granero. Al principio despacio, luego más deprisa, y luego más despacio, por el cansancio que sentían. Lamb arrastró las vigas quemadas mientras Shy escarbaba entre las cenizas, preparada para encontrar en cualquier momento los huesos de Pit y de Ro. Pero los niños no estaban en la casa. Ni en el granero. Ni en el patio. Siguió buscando para olvidar el miedo que sentía, y con más frenesí, intentando sofocar su esperanza, mirando entre la hierba y escarbando entre los escombros. Pero lo más cerca que estuvo de encontrar a sus hermanos fue el caballo de juguete renegrido que Lamb había tallado para Pit hacía muchos años, y las páginas chamuscadas de algunos de los libros ilustrados de Ro que ella pasaba con los dedos.

Los niños se habían desvanecido.

Y allí permaneció ella, azotada por el viento, mirando fijamente la granja, con el dorso de una de sus arañadas manos contra su boca y el pecho en tensión. Sólo podía pensar en una cosa.

—Los han raptado —dijo con un quejido.

Lamb se limitó a asentir, con los cabellos y la barba más grises que nunca y manchados de hollín.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Shy se restregó las manos llenas de hollín con la parte delantera de la camisa y las cerró con fuerza.

—Hay que ir tras ellos.

—Sí.

Se agachó encima del césped ralo que rodeaba el árbol. Se restregó la nariz y los ojos. Siguió las huellas hasta llegar a otra parte del suelo que estaba pisoteada. Encontró una botella vacía medio enterrada en el barro y la lanzó lejos. No habían hecho nada para borrar su rastro. Unas huellas de caballos rodeaban por todas partes los edificios.

—Serían unos veinte caballos. Y ahí dejaron las monturas de refresco.

—¿Para llevarse a los niños?

—Sí, pero ¿adónde?

Lamb se limitó a menear la cabeza.

Ella siguió hablando, dispuesta a encontrar una pista. Dispuesta a trabajar con cualquier hipótesis en la que no hubieran pensado.

—Creo que llegaron por el oeste y se dirigieron hacia el sur. A toda prisa.

—Cogeré las palas. Enterraremos a Gully.

Y así lo hicieron, sin perder tiempo. Shy trepó rápidamente por el árbol, pues conocía los huecos que le permitían poner las manos y los pies en él. Solía hacer aquello mucho antes de que llegara Lamb, siempre bajo la atenta mirada de su madre y los aplausos de Gully. Pero su madre estaba enterrada debajo, y a Gully lo habían colgado de él. En cierta manera, se sentía responsable de lo sucedido. Es imposible enterrar un pasado como el suyo y pensar que uno puede largarse como si nada.

Quitó las flechas y las cuerdas que lo sujetaban, y acarició su cabello ensangrentado mientras Lamb cavaba un agujero junto a la tumba de su madre. Cerró sus abultados ojos y acarició sus mejillas, sintiendo su frialdad. Parecía tan pequeño y tan delgado… Intentó cubrirlo con alguna prenda grande, pero no tenía ninguna a mano. Lamb lo abrazó de un modo desmañado y luego llenaron la fosa entre los dos, volviendo a poner derecha la lápida de su madre, echando encima la hierba que habían arrancado y pisándola con fuerza, mientras las cenizas formaban bajo el frío viento pequeñas manchas de gris y de negro que se dispersaban por el terreno para perderse en la nada.

—¿No hay que decir unas palabras? —preguntó Shy.

—Yo no tengo nada que decir. —Lamb se disponía a subir al pescante de la carreta. Aún les quedaba una hora de luz.

—Yo no voy a subir —dijo Shy—. Puedo correr más deprisa que estos malditos bueyes.

—Me parece que no por mucho tiempo, y menos cargada. Nada saldrá bien si nos precipitamos. Además, ¿cuánta ventaja nos sacan? ¿Dos o tres días? Seguro que cabalgan a toda prisa. ¿Veinte hombres, decías? Hay que ser realistas, Shy.

—¿Realistas? —masculló la palabra como si no creyera lo que estaba escuchando.

—Si los perseguimos a pie, y no morimos de hambre ni arrastrados por las aguas de algún torrente y conseguimos alcanzarlos, ¿qué haremos? Ni siquiera tenemos armas. Ese cuchillo tuyo no cuenta. No. Les seguiremos lo más deprisa que Scale y Calder puedan llevarnos. —Señaló a los bueyes, que aprovechaban el descanso para comer un poco de hierba—. A ver si podemos prescindir de un par de animales. Averiguar qué pretenden.

—Está claro qué pretenden —dijo ella, señalando a la tumba de Gully—. ¿Y que les pasará a Ro y a Pit mientras los seguimos como unos gilipollas? —Como terminó la frase gritando, su voz rompió el silencio que los rodeaba, haciendo que dos cuervos confiados abandonasen, volando, las ramas del árbol.

Lamb torció la boca sin dignarse mirarla.

—Los seguiremos. —Ya lo daba por hecho—. Quizá podamos arreglarlo hablando. Pagaremos un rescate.

—¿Un rescate? Te queman la granja, ahorcan a tu amigo, se llevan a tus niños, ¿y tú quieres pagarles por el privilegio de hacerlo? ¡Eres un maldito cobarde!

Pero él seguía sin mirarla.

—Hay ocasiones en las que es preciso comportarse como un cobarde. —Su voz era ronca y le raspaba la garganta—. Ningún derramamiento de sangre hará que la granja vuelva a ser como antes, ni que Gully vuelva a la vida. Lo mejor que podemos hacer es traer de vuelta a los pequeños, y eso es lo que haremos. Devolverlos a una vida segura. —En aquel momento, el rictus de su boca se extendió hasta la mejilla llena de cicatrices para terminar en el rabillo del ojo—. Y luego, ya veremos.

Shy echó una última mirada mientras avanzaban lentamente hacia el ocaso. Su casa. Sus esperanzas. Cómo cambian las cosas de un día para otro. Nada quedaba de todo aquello, salvo unas cuantas vigas quemadas que apuntaban hacia el cielo rosado. No necesitaba sueños de grandeza. Se sintió más abatida que nunca, y eso que había pasado por lugares llenos de maldad, oscuros e infectos. Apenas tenía fuerza para levantar la cabeza.

—¿Por qué lo han quemado todo? —preguntó con un susurro.

—Porque a algunas personas les gusta quemarlo todo —respondió Lamb.

Shy lo miró detenidamente: el perfil de su ajado y fruncido ceño que asomaba por debajo de su sombrero raído, el moribundo sol que centelleaba en su mirada y, sobre todo, y por extraño que pudiera parecerle, la tranquilidad que desprendía. Un hombre que no tenía redaños para regatear, pensando en muertos y en secuestros. Siendo realista sobre el final de todo por lo que habían trabajado.

—¿Cómo puedes seguir tan tranquilo? —le preguntó en voz baja—. Es… es como si lo estuvieras esperando.

—Siempre lo he estado esperando. —Lamb seguía sin mirar a Shy.