Sueños
Sueños
Hedges odiaba a la gente de aquella caravana. Al bastardo moreno y apestoso de Majud, al cabrón tartamudo de Buckhorm, al viejo farsante de Sweet y todas sus absurdas reglas. Reglas que decían cuándo comer y hacer un alto, qué beber, dónde cagar y de qué tamaño podía ser el perro que podías llevar. Era peor que estar en el maldito Ejército. Le pasaba algo raro con el Ejército: si cuando estaba en él no veía la hora de abandonarlo, en cuanto lo dejó, no tardó en echarlo de menos.
Parpadeó al masajearse la pierna, justo en las partes en que sentía dolor. No consiguió ningún alivio, porque el dolor siempre estaba ahí, riéndose de él. Diablos, le ponía enfermo. Si hubiera sabido que la herida iba a curar tan mal, nunca se la habría hecho con aquel cuchillo mientras pensaba, al ver que el batallón entero cargaba tras el capullo de Tunny, que él era el más listo de todos. Una pequeña herida en la pierna era mucho mejor que otra mayor en el corazón, ¿o no? Si no hubiera sido porque el enemigo había abandonado el muro la noche anterior, con el resultado de que quienes cargaron no corrieron ningún peligro, aquel razonamiento habría sido correcto. Porque, al finalizar la batalla y comprobarse que la única baja sufrida era él, lo expulsaron del Ejército. Sin más perspectivas que las que le ofrecía su pierna sana. Las desgracias siempre le habían perseguido.
Pero, a fin de cuentas, la caravana no estaba tan mal. Miró hacia un lado y vio a Shy Sur, que cabalgaba cerca del ganado. Aunque no fuera precisamente una belleza, aquella chica tenía algo, porque nada parecía importarle, con esa camisa suya mojada por el sudor que se le pegaba al cuerpo para que uno pudiera hacerse una idea del cuerpo que tenía… y que, por lo que él podía ver, no parecía estar nada mal. Siempre le habían gustado las mujeres decididas. Tampoco era una gandula, siempre atareada, haciendo algo. Si no hubiera sido por ese capullo de Temple, ese comedor de especias, ese cabrón moreno que era un inútil y con el que siempre se reía, ella se le habría acercado y él le habría dado algo de lo que reírse.
Hedges volvió a masajearse la pierna, se sentó en la silla y escupió. La chica estaba muy bien, pero los demás eran unos bastardos, o, al menos, la mayoría. Su mirada fue a parar a Savian, que daba botes en su carro, sentado al lado de su furcia burlona, que siempre levantaba la barbilla como si fuera más que nadie, en general, y que Hedges, en particular. Volvió a escupir. Como escupir era gratis, escupía siempre que le apetecía.
La gente hablaba de él y le miraba, y cuando se pasaban la botella unos a otros, a él nunca le llegaba. Pero tenía ojos, y oídos, y había visto al tal Savian en Rostod después de la masacre, dando órdenes como si fuera el mandamás, y quizá también a aquella furcia de sobrina suya, tan malencarada, y escuchado el nombre de «Conthus». Lo había escuchado en voz baja mientras los rebeldes agachaban la cabeza y miraban hacia el suelo ensangrentado como si se tratara del mismísimo Euz. Como había visto lo que había visto, y oído lo que había oído, estaba seguro de que aquel viejo bastardo no era como ninguno de aquellos vagabundos que soñaban con encontrar oro. Sus sueños eran más sangrientos. Era el peor de los rebeldes, y nadie lo sabía. Y aunque siguiera allí sentado como si nada, supo que él, Hedges, tendría la última palabra en aquel asunto. Aunque sólo hubiese conocido la desgracia, podía olfatear una buena oportunidad en cuanto se le presentaba. Sólo era cuestión de encontrar el momento de convertir su secreto en oro.
Mientras tanto, a esperar, a sonreír y a pensar en lo mucho que odiaba a ese cabrón tartamudo de Buckhorm.
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Sabía que era una pérdida de energía que no le beneficiaba, pero había ocasiones en que Raynault Buckhorm odiaba a su caballo. A su caballo, su silla de montar, su cantimplora, sus botas, su sombrero y su cara llena de arrugas, aun sabiendo que su vida dependía de todo aquello. Había muchas maneras de morir en las Tierras Lejanas, todas ellas espectaculares: despellejado por un Fantasma, alcanzado por un rayo, arrastrado por una corriente. Pero también había otras maneras de morir de lo más anodinas: el caballo puede matarte; la silla de montar, si se le rompen las cinchas, puede matarte; la serpiente que pisas descalzo puede matarte. Sabía que no solía ocurrir, porque todos aquellos a quienes se lo comentaba movían la cabeza a uno y otro lado y cloqueaban como si estuviese loco. Pero escuchar es una cosa, y vivir, otra. El trabajo, la manera chanchullera en que se lo repartían y el clima eran un asco. El sol te quemaba, la lluvia te fastidiaba, y el viento siempre te raspaba la cara, cruzando las llanuras para perderse a lo lejos.
En ocasiones contemplaba la vacuidad que tanto le atormentaba, preguntándose si alguien habría pasado por aquel sitio. Sólo con pensarlo, la cabeza le daba vueltas. ¿Hasta dónde habían llegado? ¿Cuánto les faltaba para terminar aquel viaje? ¿Qué pasaría si Sweet no regresaba de una de aquellas cabalgadas suyas de tres días? ¿Podrían encontrar sin él el camino en medio de aquel mar de hierba?
Tenía que parecer preocupado, pero también alegre y fuerte. Como Lamb. Miró de soslayo al poderoso norteño, que acababa de sacar el carro de Lord Ingelstad de un bache. Buckhorm ni se había molestado, y eso que con todos sus hijos apenas le hubiera costado mucho esfuerzo; pero Lamb se limitó a encogerse de hombros y a empujar sin decir ni una palabra. Aunque, por lo menos, tenía diez años más que Buckhorm, parecía estar tallado en roca, nunca se cansaba, nunca se quejaba. La gente ponía a Buckhorm como el ejemplo a seguir, por lo que, si él se ablandaba, todos podrían hacer lo mismo y entonces ¿qué pasaría?
También miró a su mujer, que abandonando la columna con paso cansino iba con otras mujeres a recoger agua. Le pareció que no era feliz y que sólo suponía para él una carga pesada y una molestia. Y no creyó que todo lo sucedido le beneficiase. En Hormring, donde vivía con cierta felicidad, pensaba que el hombre debe dar a su mujer y a sus hijos aquello de lo que carecen, la posibilidad de conseguir un futuro mejor. Bueno, pues allí, en el Oeste, veía adónde habían ido a parar sus buenas intenciones. No sabía qué hacer para conseguir que fuese feliz. ¿No cumplía todas las noches con sus deberes maritales, por más que estuviera cansado o hastiado de hacerlo?
En ocasiones le entraban ganas de preguntarle: «¿Qué quieres?». Y cuando tenía aquella pregunta en la punta de la lengua, le volvía la maldita tartamudez y entonces no conseguía formularla. Le hubiera gustado bajarse del carro y caminar un rato con ella, como antes solían hacer, pero entonces, ¿quién se habría encargado de llevar el ganado? ¿Temple? Musitó una risotada amarga al pensarlo y miró al abogado. Era uno de esos individuos que piensan que el mundo les debe un favor. Uno de esos hombres que vuelan de un desastre a otro como una mariposa, dejando que otros arreglen el estropicio. Ni siquiera se concentraba en la tarea por la que le pagaban, porque sólo le importaba seguir montado en su mula, haciendo el payaso con Shy Sur. Al observar a aquella extraña pareja, Buckhorm ladeó la cabeza a uno y otro lado. Era evidente que ella era mucho más hombre que él.
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Luline Buckhorm ocupó su sitio en el corro, mirando cuidadosamente hacia fuera.
Su carro seguía parado, y así seguiría a menos que ella intentase moverlo con la mente, mientras sus hijos mayores se pegaban para coger las riendas, propagando el ruido de sus necias disputas por toda la extensión de hierba.
En ocasiones odiaba a sus hijos, con sus gemidos, sus mataduras y sus interminables necesidades, tan acuciantes para ellos como agobiantes para ella. ¿Cuándo paramos? ¿Cuándo comemos? ¿Cuándo llegaremos a Arruga? La impaciencia de todos ellos era difícil de sobrellevar, porque se juntaba con la suya. Todos estaban desesperados por las ganas de encontrar algo que consiguiera romper la interminable monotonía del paisaje. Tan liso, tan interminablemente liso, aunque ella sintiera que ya habían comenzado a subir hacia las colinas, porque el carro se inclinaba cada día más.
Escuchó a Lady Ingelstad bajarse las faldas y luego sintió el empujón que acababa de darle al ponerse a su lado. Las Tierras Lejanas eran como la Gran Niveladora. Aquella mujer, que ni siquiera se hubiera dignado mirarla en la civilización y cuyo marido, por muy idiota que fuese, se había sentado en el Consejo Abierto de la Unión, en aquellos momentos se ponía a su lado para mear. Sisbet Peg ocupaba su lugar en medio del corro para despatarrarse encima del cubo, a cubierto de las miradas curiosas. Apenas tenía más de dieciséis años, pues era una recién casada que aún quería a su marido y que explicaba la manera en que él satisfacía todas sus necesidades, bendita ella.
Como Luline pilló al baboso de Hedges fisgando mientras pasaba por allí a lomos de su mula sarnosa, le miró ceñuda mientras juntaba uno de sus hombros con el correspondiente de Lady Ingelstad y ponía sus brazos en jarras para parecer más grande, o tan grande como podía, asegurándose de que lo único que viera fuese su mirada de desaprobación. Entonces Raynault llegó al trote, interponiéndose entre las mujeres y Hedges para hablar un momento con este último.
—Tu marido es un buen hombre —dijo Lady Ingelstad en tono de aprobación—. Siempre puedes fiarte de él para hacer las cosas decentemente.
—Puedes apostar por eso —repuso Luline, asegurándose de que su voz sonara con el orgullo que le correspondía a una esposa.
En ocasiones odiaba a su marido por su desconocimiento de todo lo que hacía, algo que a ella le resultaba agobiante, y por sus prejuicios, no menos agobiantes, respecto a lo que tenía que ver con las tareas del hombre y de la mujer. Como si poner una valla de listones para luego emborracharse fuera un trabajo pesado, y tener que cuidar día y noche de un hatajo de niños pequeños viniese a ser algo gratificante y divertido. Cuando alzó la mirada al cielo, vio una bandada de aves que volaban a mucha altura, adoptando una formación en forma de flecha, y tuvo ganas de volar a su lado. ¿Cuántos pasos había dado ella al lado de aquel carro, casi sin fuerzas para andar?
Le gustaba vivir en Hormring, donde tenía buenas amistades y una casa en la que hubiera podido ver cómo pasaban los años. Pero nadie le preguntó qué sueños tenía, oh, no, como si ella hubiera estado deseando vender su cómodo sillón y el cálido fuego de su casa para echar a correr tras los sueños de su marido, a quien en aquel momento su montura llevaba al trote hasta la cabecera de la columna para hablar con Majud de algo que señalaba con el dedo. Los grandes hombres siempre tienen que discutir sus grandes sueños.
¿No se le había pasado por la cabeza a su marido que ella pudiese querer ir en un carro, sentir la frescura del viento, sonreír a aquella vasta extensión, reunir el ganado, estudiar el itinerario, hablar en las reuniones, mientras él caminaba penosamente junto a su quejumbroso carro, cambiaba los pañales llenos de mierda del más pequeño, gritaba a los tres mayores que dejaran de chillar, y que le dejaran los pezones en carne viva cada hora o cada dos, mientras preparaba una buena cena para luego cumplir todas las malditas noches con sus deberes conyugales?
Era una tontería. A él jamás se le había pasado por la cabeza nada de eso. Pero, aunque a ella sí se le hubiera pasado, porque ya estaba harta, siempre surgía algo que le obligaba a refrenar la lengua, como si le entrase un ataque de tartamudez, de manera que se encogía de hombros y se callaba, resignada.
—¿Habéis visto eso? —preguntó en voz baja Lady Ingelstad. Shy Sur acababa de bajar del caballo a menos de una docena de pasos de la columna para, luego de agacharse entre la frondosa hierba y quedar oculta por la sombra de su montura, morder las riendas con los dientes, bajarse los pantalones hasta los tobillos, enseñar un carrillo de su pálido trasero y, finalmente, echar una meada.
—Increíble —comentó alguien en voz baja.
Luego se subió los pantalones, agitó amistosamente la mano, se abrochó el cinturón, escupió las riendas que tenía en la boca, las agarró con una mano y se subió en la silla. Todo aquel asunto apenas había durado nada, y ella lo había llevado a cabo exactamente cuándo y cómo quería. Luline Buckhorm observó, ceñuda, los rostros de las mujeres del corro, las cuales, sin dejar de mirar hacia fuera del mismo, no veían llegar el momento de usar el cubo.
—¿Hay alguna razón por la que no podamos hacer lo mismo que ella? —musitó.
Lady Ingelstad le dedicó una mirada de pocos amigos, diciendo:
—¡Pues claro que la hay! —Todas veían irse a Shy Sur, que a voz en grito le decía algo a Sweet que tenía que ver con juntar más los carros—. Aunque en este momento debo confesar que no podría decir cuál.
Un agudo chillido procedente de la columna y proferido por la mayor de sus hijas hizo que a Luline casi se le saliese el corazón del pecho. Se tambaleó, presa del pánico, hasta que comprobó que los niños volvían a pelearse en la carreta, gritando y riéndose.
—No te preocupes —dijo Lady Ingelstad, dándole una palmadita en la mano cuando ella ocupó su sitio en el corro—. Todo está bien.
—Hay tantos peligros ahí fuera —Luline respiró profundamente para que el corazón le latiera más despacio— que muchas cosas pueden salir mal. —En ocasiones odiaba a su familia, y en otras, el amor que les tenía le producía dolor. Probablemente se tratara de un rompecabezas difícil de resolver.
—Tu turno —decía Lady Ingelstad.
—De acuerdo —Luline comenzó por remangarse la ropa mientras el corro se cerraba a su alrededor. Maldición, ¿por qué resultaba siempre tan complicado el simple hecho de orinar?
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El famoso Iosiv Lestek gruñía mientras hacía fuerza, para finalmente soltar unas pocas gotitas más en la lata.
—Sí… sí…
Entonces el carro dio un salto, las cacerolas y las cajas tintinearon y su polla chocó contra el borde de la lata, de suerte que, cuando todo volvió a la normalidad, aquella efímera alegría que sentía desapareció.
—¿Por qué sufrirá el hombre la maldición de la edad? —murmuró, repitiendo la última frase de La muerte del mendigo. ¡Oh, qué gran silencio se había hecho después de pronunciar él aquellas palabras, cuando estaba en su mejor momento! ¡Oh, qué aplauso siguió después! ¡Qué tremenda ovación! Y en el momento presente, ¿qué? Mientras su compañía hacía una gira por las provincias de las Tierras del Medio, él se había imaginado en una tierra salvaje, sin tener idea de a qué podría parecerse. Miró por la ventana la interminable hierba y observó unas ruinas, fragmentos olvidados del Imperio que llevaban así desde incontables años. Columnas rotas, muros cubiertos de hierba. Muchas de ellas aparecían dispersas por aquella parte de las Tierras Lejanas. Reliquias de una era desaparecida hacía siglos. Eso es lo que eran.
Recordaba con tremenda nostalgia aquella época de su vida en la que solía llenar un cubo cada vez que orinaba. Cuando orinaba como una manguera sin darle importancia, para luego subir al escenario y asolearse con la luz de aquellas lámparas de aceite de ballena que daban tan buen olor, para suscitar los suspiros de la audiencia, para disfrutar de los febriles aplausos. La fea pareja de pequeños trolls, dramaturgo y empresario, le suplicaban que siguiera, siguiera y siguiera, ofreciéndole cada vez más, pero él no se dignaba contestarles, ebrio de poder. ¡Había sido invitado a Agriont para pisar el escenario del palacio antes incluso que Su Augusta Majestad y que el Consejo Cerrado! Había interpretado el papel del Primero de los Magos delante del Primero de los Magos… ¿cuántos actores podían decir lo mismo? Había pisado un pavimento de críticos abyectos, de competidores arruinados, de adoradores entusiastas, y todos ellos se habían dado cuenta de que estaban bajo sus pies. El fracaso no era para él.
Y entonces se le aflojaron primero las rodillas, luego las tripas, después la vejiga y, finalmente, la audiencia. Con una sonrisa de afectación, el dramaturgo sugiere que otro actor más joven encabece el reparto… aunque él seguirá teniendo un papel importante mientras no le abandonen las fuerzas, claro está. Vacilar por el escenario, tartamudear al interpretar el personaje, sudar bajo la luz de las apestosas lámparas. Luego, con otra sonrisa de afectación, el autor sugiere que no puede seguir trabajando con él. Qué colaboración tan magnífica han mantenido, cuántos años ha durado, qué críticas, cuánta audiencia… Pero ya es hora de que ambos busquen nuevos éxitos, de que persigan nuevos sueños…
—¡Oh, traición, tu malsano rostro muest…!
El carro volvió a traquetear, de suerte que las míseras gotas que tan a duras penas había cosechado en la última hora abandonaron la lata para caer en su mano. Casi no se dio cuenta. Se restregó la sudorosa mandíbula. Necesitaba un afeitado. ¿Acaso no estaba llevando la cultura a aquella desolación? Cogió la carta de Camling y la leyó una vez más, pero en voz baja, para sí. Aunque el tal Camling tuviese un estilo excesivamente florido, era agradablemente abyecto en su elogio y en su apreciación, en las promesas que le hacía de dispensarle un trato esmerado, en su deseo de dar una representación en el antiguo anfiteatro imperial de Arruga que hiciese época. Una representación que se recordaría durante eras. ¡Una fantasía de carácter cultural!
Iosiv Lestek no estaba acabado. ¡Eso no era para él! La redención podía llegarle en el lugar más insospechado. Y ya había pasado algo de tiempo desde la última vez que había sufrido alucinaciones. Lestek dejó la carta y, con mucho valor, volvió a cogerse la polla, mirando cómo aquellas ruinas pasaban lentamente ante la ventana.
—Mi representación definitiva está por llegar… —dijo con un gruñido, mientras apretaba los dientes al echar unas cuantas gotas más dentro de la lata.
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—Me preguntó cómo será —decía Sallit, mirando anhelante aquel carro de colores chillones que llevaba escritas en uno de sus costados con letras doradas las palabras El Famoso Iosiv Lestek. O al menos eso era lo que le había dicho Luline Buckhorm, porque ella no sabía leer.
—¿Cómo será qué? —preguntó Goldy, dando un ligero tirón de las riendas.
—Ser actor. Subir al escenario ante un público y todo eso. —Ya había visto a varios actores una vez que fue al teatro con sus padres. Antes de que murieran. Por supuesto. Pero, aunque no fueran grandes actores de ciudad, estuvo aplaudiendo hasta que le dolieron las manos.
Goldy tocó el mechón de cabellos que salía por debajo del desgastado sombrero con el que Sallit se cubría.
—¿Acaso no interpretas un papel cada vez que estás con un cliente?
—No es lo mismo.
—Pues no es muy diferente, aunque el público sea mucho más reducido. —Escuchaban cómo, en la parte trasera del carro, Najis atendía entre gemidos a uno de los primos mayores de Gentili—. Si te gusta, a lo mejor es que tienes cualidades para hacer teatro. —Al menos, parecía que iba a acabar pronto. No estaba mal.
—Nunca he pensado que valiera para fingir —murmuró Sallit. Tampoco pensaba que le gustase. Cuando lo hacía, intentaba pensar que no había nadie.
—No me refería a follar. De veras. —Goldy siempre estaba cerca de ella. Era condenadamente realista. A Sallit le habría gustado ser también realista. Quizá pudiera serlo en aquel sitio—. Sólo tienes que tratarlos como si fueran personas. Eso es lo que quieren todos, ¿o no?
—Supongo. —A Sallit le hubiera gustado que la tratasen como si fuera una persona, no una cosa. Cuando la gente la miraba, sólo veía en ella a una puta. Se preguntó si había alguien de la caravana que supiera cómo se llamaba. Les importaba menos que el ganado y le tenían menos consideración que a un animal. ¿Qué habrían dicho sus padres si hubieran llegado a enterarse de que era una puta? Pero como estaban muertos, ya no podían hablar, como ella, que ya no sabía qué decir. Le pareció que su caso era peor que el de sus padres.
—Sólo es una manera de ganarse la vida. Así es como tienes que enfocarlo. Eres joven, amor. Ya tendrás tiempo de preocuparte. —Una perra en celo corría junto a la columna, seguida por una esperanzada manada de doce o más perros de toda forma y color—. Ábrete al mundo —dijo Goldy, viéndolos pasar—. Ponte a trabajar y serás rica. Lo suficientemente rica para retirarte a tiempo. Ése es el sueño.
—¿Lo es? —A Sallit le parecía un sueño más bien mediocre. Por no decir el peor de los sueños.
—Ahora no hay mucho trabajo, es cierto; pero espera a llegar a Arruga, y ya verás como entra el dinero. Lanklan sabe lo que se hace, así que no te apures.
Todos querían llegar a Arruga. En cuanto se despertaban, hablaban de la ruta a tomar, le pedían a Sweet que les dijera cuántos kilómetros habían recorrido y cuántos les quedaban, y se ponían a contarlos como si fueran los días de una larga condena. Pero a Sallit le asustaba aquel sitio. En ocasiones, a Lanklan le brillaban los ojos al pensar en todos los hombres solitarios que tenía que haber allí y al decirles que tendrían cincuenta clientes diarios, lo cual era algo para pensárselo. Y a Sallit eso le parecía el Infierno. En ocasiones no le caía bien Lanklan, por más que Goldy afirmase que así era como tenía que comportarse un alcahuete.
Los gemidos de Najis llegaban a un clímax que era difícil de ignorar.
—¿Queda mucho para llegar? —preguntó Sallit en un afán de tapar con la conversación aquel gemido.
Goldy miró el horizonte y frunció el ceño.
—Aún mucha tierra y un montón de ríos.
—Es lo mismo que dijiste hace semanas.
—Entonces decía la verdad, lo mismo que ahora. No te preocupes, amor. Dab Sweet nos llevará hasta allí.
Sallit deseó que no los llevase hasta allí. Que el viejo explorador los llevase, describiendo un gran círculo, de vuelta a Nueva Keln, donde su padre y su madre la recibirían con una sonrisa junto a la puerta de su vieja casa. Eso era lo que quería. Pero ellos habían muerto por las fiebres, y allí, en medio de aquella desolación vacía, no había lugar para los sueños. Respiró profundamente para no llorar, que era lo que hacía cuando veía llorar a las demás.
—Por lo que he oído, el viejo Dab Sweet —Goldy tiró de las riendas y chasqueó la lengua para que lo oyeran los bueyes— no se ha perdido nunca.
• • • • •
—Entonces no nos hemos perdido —decía Roca Llorona.
Sweet apartó la mirada del jinete que se dirigía hacia ellos y la miró de soslayo. Ella, que se había subido encima de uno de los muros derruidos, dejando el sol a la espalda, balanceaba una pierna. Al quitarse la vieja bandera con la que se cubría la cabeza, su larga cabellera plateada, en la que persistían algunas hebras doradas, se agitó al viento.
—¿Cuándo me he confundido de camino?
Roca Llorona hizo una mueca de dolor. Durante aquel viaje sólo había tenido que orientarse dos veces de noche con el astrolabio para trazar un itinerario correcto. Aquel instrumento, que en el transcurso de los años le sería condenadamente útil, se lo había ganado jugando a las cartas a un capitán retirado. En ocasiones aquellas llanuras se parecían al mar. Sólo le faltaba el cielo, la línea del horizonte y los quejidos del maldito cargamento. Un hombre necesita hacer una o dos trampas para mantener viva su leyenda.
¿El oso pardo? Lo había matado con una lanza, no con sus propias manos, y el animal era viejo, lento y en absoluto enorme. Pero era un oso, y él lo había matado. ¿Por qué no se habían dado todos por satisfechos con su muerte? ¡Dab Sweet ha matado a un oso! Pero no, tenían que magnificar lo sucedido cada vez que lo contaban —que lo había matado con sus propias manos, salvando a una mujer de aquella fiera, y luego no había sido un oso, sino tres—, hasta que él mismo se sintió incómodo con toda aquella historia. Se apoyó en una columna rota y se cruzó de brazos, porque acababa de ver que aquel jinete que llegaba al galope montaba a pelo, sin silla, a la manera de los Fantasmas. Entonces sintió una sensación muy, pero que muy desagradable, en las tripas.
—¿Qué me convierte en un individuo tan cojonudamente admirable? —preguntó en voz baja—. No será mi porte.
—Uh —dijo Roca Llorona.
—En toda mi vida jamás tuve una motivación sublime.
—Uh.
Hubo un tiempo en que, al escuchar las historias de Dab Sweet, se metía los pulgares en el cinto, levantaba la barbilla y se engañaba a sí mismo, pensando que su vida era tal y como la contaban. Pero a medida que los años le iban desgastando y él iba a menos, las historias iban a más, hasta convertirse en las hazañas de un hombre al que nunca había conocido y al que nunca habría querido imitar. En ocasiones, cuando aquellas historias le traían el recuerdo de combates tan salvajes como enloquecidos, o de momentos ya caducos en los que había pasado hambre y frío, meneaba la cabeza y se preguntaba qué maldita alquimia era capaz de transmutar aquellos episodios, motivados por la más dura necesidad, en las más nobles de las aventuras.
—¿Y qué saqué yo de todo eso? —preguntó en voz alta—. De un montón de historias que la gente escuchaba diciendo «sí» con la cabeza. Nada que sirviera para jubilarme. Sólo una silla desgastada y cargar con un saco lleno con las mentiras de otros.
—Uh —dijo Roca Llorona, como si él sólo estuviera siguiendo el orden natural de todas las cosas.
—No es justo. No es nada justo.
—¿Y por qué iba a serlo?
Asintió con un gruñido. No es que se estuviera haciendo viejo. Sino que era un viejo. Las piernas le dolían al despertarse, y el pecho le dolía cuando se acostaba, y el frío le agarraba con fuerza; y cuando pensaba en los días que ya quedaban atrás, comprobaba cuánto excedían en número a los que le aguardaban. Había comenzado a preguntarse cuántas noches más podría dormir a la intemperie bajo el implacable cielo, a pesar de que muchos hombres aún le mirasen con reverencia como si él fuese el gran Juvens, pensando que, si llegaban a encontrarse con un problema real, él invocaría una tormenta para que se durmiesen con los truenos, o desmontaría a los Fantasmas con los relámpagos que lanzaría por el culo. Pero no sólo no tenía relámpagos, sino que en más de una ocasión, cuando, después de hablar con Majud y de hacer el papel de sabelotodo-que-nunca-se-escaquea mucho mejor de lo que hubiera podido hacerlo el propio Iosiv Lestek, montaba en su caballo, las manos le temblaban, sus ojos se ofuscaban, y él le decía a Roca Llorona: «Estoy desanimado». Y ella se limitaba a asentir, como si él sólo estuviera siguiendo el orden natural de todas las cosas.
—Hubo un tiempo en que fui alguien, ¿verdad? —preguntó con un murmullo.
—Aún lo eres —respondió Roca Llorona.
—¿Entonces?
El jinete tiró de las riendas a pocos pasos de ellos, mirando ceñudo a Sweet, a Roca Llorona y las ruinas donde le esperaban, tan suspicaz como un venado espectral. Luego pasó una pierna por encima de la silla y bajó de ella.
—Dab Sweet —dijo el Fantasma.
—Locway —dijo Sweet. Tenía que ser él. Era de las nuevas generaciones, gente resentida a la que todo le parecía mal—. ¿Por qué no ha venido Sangeed?
—Puedes hablar conmigo.
—Puedo, pero ¿por qué debería hablar contigo?
Locway se enfadó y puso la cara de enfado que siempre suelen poner los jóvenes. Era muy posible que Sweet hubiera sido de joven como él. O quizá mucho peor, pero ya no tenía el cuerpo para ir de gallito. Así que agitó una mano como para quitarle importancia a lo sucedido.
—De acuerdo, de acuerdo, hablaremos.
Tomó aliento sin conseguir quitarse de encima aquella sensación desagradable. Aunque llevaba planeando aquello durante mucho tiempo, sopesando todas las probabilidades antes de acometerlo, cada paso que daba en su consecución le suponía mucho esfuerzo.
—Pues habla —dijo Locway.
—Estoy guiando a una caravana que se encuentra al sur, a un día al galope. Tienen dinero.
—Entonces lo cogeremos —dijo Locway.
—Haréis lo que yo os diga que hagáis, y punto —dijo Sweet de muy malos modos—. Dile a Sangeed que vaya al lugar que acordamos. Les daréis un susto de mil demonios. Sólo tenéis que aparecer como si fueseis a atacarlos al viejo estilo, dando unas cuantas vueltas alrededor, gritando mucho y lanzando una o dos flechas, y ellos os darán el dinero. Todo con mucha calma, ¿has entendido?
—Sí —dijo Locway, pero Sweet tenía sus dudas respecto a lo que para él podía significar hacer las cosas con mucha calma.
Así que se acercó al Fantasma, metió los pulgares por el cinturón de la espada, le miró a la cara, echó la mandíbula hacia delante y dijo:
—Sin matar a nadie, ¿has oído? Fácil y sencillo, y todo el mundo soltará la pasta. La mitad para vosotros y la otra para mí. Díselo a Sangeed.
—Lo haré —dijo Locway, sosteniéndole la mirada a modo de desafío. Sweet tuvo la desagradable tentación de acuchillarle y mandar al infierno todo el asunto. Pero el sentido común prevaleció en él—. ¿Qué tienes que decir de esto? —Locway miraba a Roca Llorona.
Ella le devolvió la mirada, con su cabellera ondeando bajo la brisa y aquella pierna suya que no dejaba de moverse. Como si no se hubiese dirigido a ella. Incluso Sweet se rio por lo bajo.
—¿Te estás riendo de mí, hombrecillo? —le espetó Locway.
—Pues sí, me estoy riendo, y te miro a ti —respondió Sweet—. Saca las conclusiones que quieras. Y ahora lárgate y dile a Sangeed lo que te he dicho.
Miró preocupado a Locway durante un buen rato, viendo cómo él y su caballo se convertían bajo el atardecer en una pequeña mancha negra, y pensando que casi con toda seguridad aquel episodio no entraría a formar parte de la leyenda de Dab Sweet. La sensación desagradable era peor que antes. Pero ¿qué podía hacer? ¿Acaso estaba condenado a guiar para siempre una caravana tras otra?
—Así tendré algo para jubilarme —musitó—. No creo que sea pedir demasiado.
Bizqueó al mirar a Roca Llorona, que había vuelto a cubrir su cabellera con aquella bandera arrugada. Aunque la mayoría de los hombres no hubiesen sido capaces de verla, él, que la conocía desde hacía muchos años, sí que vio la decepción pintada en su rostro. Aunque quizá fuese la suya, que se reflejaba en ella como en un estanque de aguas en reposo.
—Nunca he sido un puñetero héroe —le espetó—. Digan lo que digan.
Ella se limitó a asentir como si aquél fuera el orden natural de todas las cosas.
• • • • •
La Gente acampaba alrededor de las ruinas donde Sangeed, aprovechando la articulación del brazo caído de una estatua colosal, había levantado su alta morada. Nadie sabía dónde había estado la estatua original. Un dios antiguo, muerto y desaparecido en el pasado, con quien, según el parecer de Locway, la Gente no tardaría en reunirse.
El campamento estaba en calma, pues las tiendas no eran muchas y los hombres se iban lejos para cazar. En los ganchos sólo quedaban tiras de carne seca. Las lanzaderas de las mujeres que tejían las mantas tintineaban y chasqueaban, partiendo el tiempo en intervalos desagradables. Como hacían ellos, que habían dominado las llanuras. Tejiendo sus miserables recursos y robando todo el dinero que podían para comprar las cosas que hubieran debido ser suyas a quienes las habían destruido.
Las motas negras en la piel habían aparecido durante el invierno para llevarse consigo a la mitad de los niños entre gemidos y sudores. Aunque quemaron las tiendas de los enfermos y dibujaron los círculos sagrados en la tierra, para luego pronunciar las palabras apropiadas, todo había seguido igual. El mundo estaba cambiando, y los viejos rituales habían perdido su poder. Los niños seguían muriendo, las mujeres cavando y los hombres llorando, y Locway era el que más lloraba de todos ellos.
Sangeed le puso una mano encima del hombro y dijo:
—No tengo miedo por mí, pues lo he tenido durante mucho tiempo. Temo por ti y por los jóvenes que vendrán cuando muera, porque verán el fin de las cosas. —Locway también tenía miedo. En ocasiones le parecía que toda su vida era puro miedo. ¿Cómo podía seguir siendo un guerrero sintiendo lo que sentía?
Dejó el caballo y atravesó el campamento. Habían sacado de la tienda a Sangeed, que apoyaba los brazos en los hombros de sus dos fuertes hijas. Su espíritu lo abandonaba poco a poco. Cada mañana quedaba menos de él, pues su poderoso cuerpo, ante el que antaño el mundo había temblado, apenas era un cascarón.
—¿Qué ha dicho Sweet? —preguntó casi en un susurro.
—Que se acerca una caravana y que nos pagarán. No me fío de él.
—Ha sido uno de los amigos de la Gente. —Una de sus hijas limpió la saliva que brotaba por una de las comisuras de aquella boca suya ya sin fuerza—. Lo necesitamos. —Y se quedó dormido.
—Iremos a su encuentro —dijo Locway, que temía lo que pudiera suceder.
Tenía miedo por su hijo pequeño, que sólo tres noches antes había reído por primera vez, convirtiéndose por ello en uno más de la Gente. Hubiera debido ser un momento de alegría, pero Locway sólo sintió miedo. ¿En qué tipo de mundo acababa de nacer? Los rebaños y manadas de la Gente, fuertes y numerosos cuando él era joven, menguaban a causa de todos los que llegaban para robarlos, y los excelentes pastos quedaban agostados por las caravanas que pasaban, y sus animales eran cazados por deporte, de suerte que la Gente tenía que dispersarse y ganarse la vida de un modo vergonzoso. Antes, el futuro le parecía tan bueno como el pasado. Pero en aquellos momentos el pasado le parecía un sitio mejor, pues el futuro estaba lleno de miedo y de muerte.
La Gente no desaparecería sin antes luchar. Por eso mismo, Locway se sentó junto a su esposa y su hijo cuando las estrellas comenzaron a mostrarse, y soñó con un mañana mejor que nunca llegaría.