Los secuestrados

Los secuestrados

Los niños se apretujaban unos contra otros cada vez que Cantliss les llevaba nuevos compañeros. En el aprisco, decía él, como si sólo fueran ovejas a las que no había por qué matar. No importaba lo que hubieran hecho en la granja. Cuando el número de niños asustados comenzó a crecer, nadie se rio de lo que hacían. Puntillanegra siempre se reía de un modo ridículo, porque le faltaban dos incisivos. Como si el asesinato le pareciera la más divertida de las bromas.

Al principio, Ro intentó averiguar dónde se encontraban. E incluso dejar alguna señal para quienes tenían que ir en su busca. Pero cuando los bosques y los campos dieron paso a una estepa vacía donde las malezas eran sus únicos puntos destacados, lo único que sacó en claro fue que se dirigían hacia el oeste. Como tenía que pensar en Pit y en los demás niños, intentó mantenerlos alimentados, limpios y todo lo tranquilos que podía.

Todos los niños eran amables, con apenas diez años de edad. Había veintiuno de ellos hasta que aquel chico, Care, intentó huir y Puntillanegra fue a perseguirlo, regresando cubierto de sangre. Así que se quedaron en veinte, y ninguno de ellos intentó huir después de lo sucedido.

Los acompañaba una mujer llamada Abeja que se portaba bien, a pesar de tener en los brazos las cicatrices de la sífilis. En ocasiones cuidaba de los niños, pero no de Ro, porque ella no necesitaba que la cuidase, ni de Pit, porque Ro ya cuidaba de él, sino de los más pequeños, a quienes decía en voz baja que se callasen cada vez que lloraban, porque se orinaba de miedo cada vez que aparecía Cantliss. Él la golpeaba de vez en cuando, después de lo cual ella se restañaba la sangre de la nariz y le pedía perdón. Les contó que había tenido una vida muy difícil, que los suyos le pegaban, que la habían abandonado cuando era pequeña, y cosas por el estilo. Por eso le pareció a Ro que no le gustaba pegar a los niños.

Para entonces ya había descubierto que todo el mundo busca excusas, hasta los más débiles.

Tal y como Ro lo veía, nada de lo de Cantliss valía una mierda. Montaba a caballo con sus ropas de fantasía como si fuera un hombre importante que tenía que hacer muchas cosas importantes, y no un secuestrador de niños, un asesino y un tirado al que le gustaba rodearse de la escoria más baja para sentirse mejor que aquella chusma. Cada noche preparaba un gran fuego, porque le gustaba quemar cosas y beber. Y cuando se ponía a beber, torcía la boca con amargura y se lamentaba de que la vida no era fácil, de que un banquero le había arrebatado su herencia y de que todo le salía mal.

Cuando se detuvieron durante todo un día junto a un río muy caudaloso, Ro le preguntó:

—¿Adónde nos lleváis?

Y él se limitó a contestar:

—Corriente arriba.

Había una balsa amarrada junto a la orilla, así que fueron corriente arriba, impulsándose con las pértigas, las sogas y los remos que manejaban unos hombres que eran pura fibra, mientras las llanuras desaparecían y ellos avanzaban hacia el norte en medio de los tres picos azules de contornos difusos que se recortaban contra el cielo.

Al principio pensó Ro que sería una bendición no tener que ir más a caballo, pero todo lo que hicieron fue viajar sentados. Sentados bajo un toldo dispuesto delante, viendo que el agua y la tierra pasaban deprisa y sintiendo que sus vidas menguaban más y más, mientras los rostros de las personas que habían conocido se desdibujaban cada vez más en sus recuerdos, el pasado se convertía para todos en un sueño, y el futuro, en una pesadilla incierta.

De vez en cuando, Puntillanegra se marchaba con su arco en compañía de otros dos bandidos, trayendo más tarde lo que habían cazado. El resto del tiempo lo pasaba fumando, vigilando a los niños y haciendo muecas durante horas, como si estuviese hechizado. Cuando Ro contempló sus muecas y vio que le faltaban los dientes, se acordó de cuando había disparado a Gully para luego dejarlo colgado de un árbol con el cuerpo lleno de flechas. Y entonces quiso llorar, pero no lloró porque era una de los mayores, y como los más pequeños creían que era fuerte, no podía defraudarlos. Así que pensó que la mejor manera de vencer a aquellos hombres era no llorar. Quizá fuese una pequeña victoria, pero, como Shy solía decir, siempre hay que conseguir todas las victorias que uno pueda.

A los pocos días de estar en la balsa vieron algo que ardía muy lejos, entre la hierba, unos penachos de humo que se retorcían para luego disiparse en la vastedad del cielo, y unos puntos negros, que eran aves, volando en círculo una y otra vez. El patrón de la balsa dijo que debían dar media vuelta, y entonces Cantliss rio, tocó el puñal que llevaba al cinto y comentó que había demasiadas cosas al alcance de la mano para preocuparse por tonterías. Y ahí terminó la conversación.

Aquella noche uno de los bandidos la despertó y empezó a decirle cuánto le recordaba a alguien, sonriendo, aunque había algo malo en la manera de mirarla y su aliento apestaba a licor. Cuando la agarró por un brazo, Pit le golpeó todo lo fuerte que pudo, lo cual no era gran cosa. Abeja se despertó y gritó, logrando que Cantliss se lo llevase lejos y que Puntillanegra lo golpease hasta dejarlo inconsciente, tras lo cual Cantliss lo arrojó al río, advirtiendo a gritos a los demás que no tocasen la mercancía y que utilizaran sus putas manos si estaban apurados, porque no iba a perder dinero por culpa de ningún bastardo.

Entonces ella no pudo contenerse y estalló, aun sabiendo que no hubiera debido decir lo que dijo a continuación:

—¡Mi hermana nos está siguiendo, así que, si os gusta apostar, ya podéis ir haciendo apuestas! ¡Ella os encontrará!

Y aunque pensó que Cantliss iba a golpearla, sólo la miró, como si fuese la última de las aflicciones que el Hado le obligaba a soportar, y dijo:

—Pequeña, el pasado se ha ido como esta agua que ves correr. Cuanto antes te lo quites de tu cabecita, más feliz te sentirás. Ahora no tienes hermana. Y nadie nos sigue. —Y se fue hacia la parte de delante, olvidándose de lo que había dicho mientras intentaba frotarse con un trapo mojado la mancha de sangre que tenía en sus ropas de fantasía.

—¿Es cierto? —Pit preguntaba a Ro—. ¿No nos sigue nadie?

—Shy nos está siguiendo. —Ro nunca lo había dudado, porque Shy no era una persona a la que hubiera que decirle cómo hacer las cosas. Pero lo que Ro no decía era que deseaba fervientemente que Shy no estuviera siguiéndolos, porque no quería ver cómo la atravesaban con flechas, y que no sabía realmente qué podría hacer ella en aquella situación, puesto que, aunque tres de ellos se hubieran marchado, los dos que se habían llevado casi todos los caballos para venderlos antes de que cogieran la balsa y el hombre al que Puntillanegra acababa de matar—, Cantliss contaba con trece hombres. No pensaba que nadie pudiese acabar con ellos.

Entonces echó de menos a Lamb, porque, de estar allí, habría sonreído, diciendo: «Todo está bien. Que nadie se preocupe».

Que era lo que solía hacer cuando había tormenta y ella no podía dormir. Eso hubiera estado bien.