Últimas palabras
Últimas palabras
—¿Cómo en los viejos tiempos, eh? —dijo Sweet, sonriendo de manera burlona al contemplar el paisaje salpicado de nieve.
—Pero con más frío —respondió Shy, arrebujándose en su chaquetón nuevo.
—Y con algunas cicatrices más —añadió Lamb, haciendo una mueca al masajearse la carne rosada que rodeaba una de las recientes adquisiciones de su cara.
—Y con más deudas que antes —apostilló Temple.
—Vaya banda de quejicas. ¿Acaso no conseguisteis recuperar a los niños y seguir con vida? ¿No disfrutáis de las Tierras Lejanas que se abren ante vosotros? Yo llamaría a todo eso un final feliz.
Lamb miró el horizonte, gruñendo como siempre. Shy refunfuñó, como dándole la razón. Temple sonrió para sus adentros, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para que la luz del sol tiñera de rosa el interior de sus párpados. Estaba vivo. Era libre. Y aunque tuviera más deudas que antes, las cosas no habían salido tan mal. Si había un Dios, tenía que ser un padre indulgente que siempre perdona los extravíos de sus hijos.
—Parece que nuestro viejo amigo Buckhorm ha prosperado bastante —comentó Lamb cuando despuntaron una loma y vieron la granja.
Formada por un grupo de cabañas perfectamente ordenadas para adoptar la forma de un cuadrado, se encontraba al lado de un arroyo. Cada una de las cabañas tenía unas ventanas estrechas que miraban hacia fuera del perímetro, el cual estaba acotado por una valla de estacas puntiagudas, a cuya entrada se levantaba una torre de madera que era el doble de alta que una persona. El humo que se escapaba lentamente de una chimenea, para manchar el cielo, hacía de aquella granja un sitio seguro, confortable y de aspecto civilizado. El valle que la rodeaba, al menos por lo que Temple podía ver, estaba alfombrado con una vegetación bastante alta, cuyo verdor se alternaba con el blanco de la nieve depositada en las oquedades y el pardo del ganado.
—Me parece que ya tiene cabezas de ganado para vender —comentó Shy.
Sweet se enderezó en los estribos para estudiar a la vaca que estaba más cerca.
—Y es de buena calidad. Espero comerme alguna. —La vaca le miró mosqueada, al parecer no muy contenta por aquella sugerencia.
—Podríamos ganar un dinero extra —dijo Shy— si reuniéramos unas cuantas y nos las llevásemos a las Tierras Cercanas.
—Siempre pensando en las ganancias, ¿eh? —dijo Sweet.
—¿Y por qué dejar pasar la ocasión? Sobre todo cuando nos acompaña uno de los mejores conductores de ganado que se aburre de no hacer nada…
—Oh, Dios —musitó Temple.
—¿Buckhorm? —exclamó Sweet con voz potente cuando los cuatro reanudaron la marcha—. ¿Estás ahí? —Pero nadie les contestó. La puerta, que estaba entornada, chirriaba al moverse por la brisa, dejando ver una rendija. Excepto por el ganado que mugía a lo lejos, todo estaba en calma.
Y excepto por el roce del acero que hizo la espada de Lamb cuando éste la desenvainó, diciendo:
—Algo no va bien.
—En efecto —dijo Sweet, apoyando la ballesta en las rodillas mientras deslizaba un dardo en ella.
—Lo mismo digo. —Shy cogió el arco que llevaba al hombro y una flecha de la aljaba que estaba junto a una de sus piernas.
—Oh, Dios —murmuró Temple, asegurándose de ser el último en entrar por el hueco de la valla, mientras los cascos de los caballos pisaban el barro medio helado. ¿Es que nunca se iba a terminar? Fisgó por puertas y ventanas, estremeciéndose de antemano al pensar que en cualquier momento podía ver un montón de bandidos, una horda de Fantasmas, o el vengativo dragón de Waerdinur que salía del suelo para reclamarles el oro.
—Temple, ¿dónde está mi oro?
Temple sintió que el corazón se le encogía aún más. Hubiera preferido al dragón antes que al vengativo espectro que acababa de divisar, medio encogido, bajo el dintel de la casa de Buckhorm. Pues no era otro que aquel infame soldado de fortuna, Nicomo Cosca.
Sus ropas, antaño elegantes, se habían reducido a la condición de harapos llenos de barro. Ya no tenía aquel peto oxidado, y su camisa sucia sólo se sostenía con dos botones. La pernera de una calza estaba rajada, dejando al aire parte de una blanca pantorrilla huesuda y temblorosa. Su magnífico sombrero ya era un recuerdo, y los pocos mechones de cabello gris que había cultivado con tanta dedicación para camuflar con ellos su cráneo pelado flotaban alrededor del mismo como una aureola endurecida por la pringue. Su sarpullido se había vuelto de color carmesí, surcado por las marcas de sus uñas al rascarse, y, como el moho que cubre la pared de una bodega, se había extendido por parte de su cabeza y sus escamas moteaban su cerúleo rostro. Su mano se estremecía en el marco de la puerta, su andar era inseguro, y él se asemejaba a un cadáver recién salido de la tumba, a quien la intervención de algún hechicero hubiese infundido una burla de vida.
Volvió sus ojos enloquecidos, brillantes y febriles hacia Temple mientras daba una palmada en la empuñadura de su espada: una pizca de gloria que había conseguido retener.
—Es como el final de un libro de cuentos barato, ¿eh, Sworbreck? —Reptando desde la oscuridad, el escritor apareció por detrás de Cosca, tan sucio como él y descalzo, lo que lo hacía aún más miserable, con uno de los cristales de sus gafas roto y mesándose las manos—. ¡La aparición final de los malos!
Sworbreck se pasó una lengua por los labios y guardó silencio. Quizá no tuviese muy claro quiénes eran los malos de aquella metáfora.
—¿Dónde está Buckhorm? —preguntó Shy, apuntando con el arco a Cosca y obligando a su biógrafo a agacharse detrás de él para protegerse.
—Llevando ganado a Esperanza con sus tres hijos mayores, creo. La señora de la casa sigue en ella, pero, ay, me temo que no recibe visitas. Y menos estando atada. —Se pasó una lengua ávida por los labios agrietados—. ¿Alguno de vosotros tiene a mano una botella?
—Me la dejé al otro lado de la cresta, con el resto de la caravana —respondió Shy, señalando con la cabeza hacia el este—, porque, siempre que tengo una, acabo bebiéndomela.
—Yo siempre he tenido ese mismo problema —dijo Cosca—. Ahora me apetecería pedirle a uno de mis hombres que me sirviera un trago, pero, gracias a las terribles habilidades de maese Lamb y a las maquinaciones encubiertas de maese Temple, mi Compañía se ha reducido bastante.
—Creo que las tuyas también tuvieron algo que ver —replicó Temple.
—No lo niego. Vivir tanto para verlo todo desmoronarse. Pero aún me quedan unas cuantas cartas. —Y en aquel momento, lanzó un fuerte silbido.
La puerta del granero se abrió violentamente, y los hijos más pequeños de Buckhorm entraron en el patio arrastrando los pies, con ojos muy abiertos y asustados, y varios de ellos, con el rostro surcado por las lágrimas. Quien los pastoreaba era el sargento Amistoso, de una de cuyas muñecas colgaban unas esposas, pues la otra la tenía libre. La hoja de su cuchilla brilló imperceptiblemente al recibir la luz del sol.
—Hola, Temple —dijo, mostrando tan poca emoción como si aquel encuentro aconteciese ante la barra de una taberna.
—Hola —repitió Temple con voz cascada.
—Y también maese Hedges, que demostró el suficiente sentido común para unirse a nosotros. —Cosca los señalaba con el dedo, aunque había que imaginárselo, porque su huesudo índice temblaba tanto que no apuntaba a ningún sitio en particular. Al mirar a su alrededor, Temple descubrió la negra silueta que remataba la torrecilla de la puerta. El autoproclamado héroe de la batalla de Osrung apuntaba con su ballesta al centro del patio.
—¡De veras que lo lamento! —dijo Hedges.
—Pues si de veras lo lamentas, deja de apuntarnos —comentó Shy, rezongando.
—¡Sólo quiero lo que se me debe! —respondió.
—¡Ya te daré a ti lo que se te debe, maldito traidor…!
—¿Qué tal si ponemos en claro de una vez lo que se le debe a cada uno de nosotros una vez que me devolváis el dinero? —sugirió Cosca—. ¿Qué tal si, cumpliendo con la tradición establecida para estos casos, dais el primer paso y tiráis las armas?
Shy escupió por el hueco que tenía entre los dientes y dijo:
—¡Que te jodan! —Pero no bajó el arco.
Lamb movió el cuello a uno y otro lado antes de decir:
—No estamos muy apegados a la tradición.
—¿Sargento Amistoso? —dijo Cosca con voz chillona—. Si no han soltado las armas antes de que cuente hasta cinco, mate a uno de los niños.
—¿A cuál? —preguntó Amistoso, moviendo los dedos alrededor de la cuchilla que tenía entre ellos.
—¿Qué importa? Escoja al que quiera.
—Preferiría no hacerlo.
—Pues entonces, al mayor, y deprisa. ¿Tengo que explicarle los detalles?
—Quería decir que no…
—¡Uno! —dijo el Viejo, interrumpiéndole.
Ninguno de los tres hizo el menor ademán de bajar las armas. Todo lo contrario. Shy se apoyó un poco más en los estribos, apuntándole con su arco mientras ponía cara de pocos amigos.
—Si uno de esos niños muere, tú le seguirás.
—¡Dos!
—¡Y tú después! —Para tratarse de un héroe de guerra, la voz de Hedges tenía un registro en absoluto heroico.
—Y luego todos vosotros, cabrones —dijo Lamb, sopesando su gran espada.
Sworbreck miraba a Temple por detrás del hombro de Cosca y abría las manos como si quisiera decir: ¿Qué pueden hacer unas personas sensatas en estas circunstancias?
—¡Tres!
—¡Aguarda! —exclamó Temple—. ¡Aguarda… maldición! —Y bajó a duras penas del caballo.
—¿Qué diablos haces? —exclamó Shy, agitando con su voz las plumas de la flecha.
—Tomar el camino difícil.
Temple comenzó a cruzar el patio sin prisa, pisando el barro y la paja mientras la brisa le removía el cabello y el aliento se le enfriaba en el pecho. No iba hacia ellos con una sonrisa, como Kahdia había hecho al acercarse a los Devoradores después de que éstos entrasen en el Gran Templo, siluetas oscuras que se recortaban en la negrura, para ofrecer su vida a cambio de las de sus alumnos. Como le suponía un gran esfuerzo, se estremeció como si caminase bajo un vendaval. Pero fue hacia ellos.
El sol se abrió paso entre las nubes durante un momento, destellando en los aceros desenvainados y resaltando tanto todos los detalles que hasta hacía daño. Estaba asustado. Se preguntó si no se orinaría encima a cada paso que daba. No estaba tomando el camino fácil, sino el bueno. Si hay Dios, seguro que es un juez justo que vela para que todos reciban según sus merecimientos. Esto explica que Temple se arrodillase en el estiércol que se encontraba delante de Nicomo Cosca y mirase sus ojos inyectados en sangre mientras se preguntaba a cuántos hombres habría asesinado en el transcurso de su larga carrera.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
El ex capitán general frunció el ceño y respondió:
—Mi oro, por supuesto.
—Lo siento —dijo Temple. Y no mentía—. Pero se esfumó. Lo tiene Conthus.
—Conthus murió.
—No. Te confundiste de persona. Conthus cogió el dinero, y ya no lo devolverá. —No intentaba parecer serio. Simplemente miraba el marchito rostro de Cosca y decía la verdad. A pesar del miedo, de la certeza de que iba a morir y del agua helada que lamía las perneras de sus pantalones, se sentía en paz.
Siguió una pausa preñada de muerte. Cosca miraba fijamente a Temple, y Shy a Cosca, y Hedges a Shy, y Sweet a Hedges, y Amistoso a Sweet, y Lamb a Amistoso, y Sworbreck a ninguno de los presentes. Todos con aplomo, todos preparados, todos manteniendo la respiración.
—Me traicionaste —dijo Cosca.
—Sí.
—Después de todo lo que hice por ti.
—Sí.
Los dedos engarabitados del Viejo fueron hacia la empuñadura de su espada.
—Debería matarte.
—Probablemente —dijo Temple, que no tenía más remedio que admitirlo.
—Quiero mi dinero —repitió Cosca, aunque con una ligera nota de dolor en la voz.
—No es tu dinero. Nunca lo fue. ¿Por qué sigues empeñado en recuperarlo?
—Bueno… porque me puede servir para recobrar mi ducado… —Cosca parpadeó, moviendo la mano como sin saber a qué atenerse.
—No quisiste el ducado cuando lo tenías.
—El… dinero…
—Tampoco te gusta el dinero. Porque, en cuanto lo tienes, lo derrochas.
Cosca abrió la boca como si quisiera refutar aquel aserto, para cerrarla en cuanto comprobó que era cierto. Y allí se quedó, lleno de picores, estremeciéndose, más viejo de lo que exigía su considerable edad. Y entonces miró a Temple como si acabara de reparar en su presencia, y dijo en voz baja:
—Creo que te pareces demasiado a mí.
—Pues intento evitarlo. ¿Qué quieres?
—Quiero… —Cosca parpadeó al mirar a los niños y entonces vio a Amistoso, que apoyaba una mano en el hombro del chico más alto mientras mantenía en alto la otra, la que tenía la cuchilla. Luego miró a Lamb, que, con la espada desenvainada, parecía tan siniestro como un sepulturero. Y después a Shy, que seguía apuntándole con su arco, y a Hedges, que apuntaba con el suyo a Shy. Y entonces encogió sus huesudos hombros.
—Quiero una oportunidad para volver a comenzar. Para hacerlo todo… bien. —Por los ojos del Viejo se asomaban las lágrimas—. Temple, ¿cómo es posible que siempre haya hecho las cosas tan mal? Tenía tantas cosas a mi favor para hacerlas bien. Tantas oportunidades. Pero las malgasté. Se escurrieron como la arena que cae por el reloj. Tantas decepciones…
—Tú mismo fuiste el causante de la mayoría de ellas.
—Lo sé. —Lanzó un suspiro entrecortado—. Por eso me dolían tanto. —Y entonces echó mano a su espada.
Pero no la encontró. Bajó la mirada, desconcertado.
—¿Dónde está mi…? Oh.
La hoja le salió por el pecho. Se la quedó mirando lo mismo que Temple, que estaba tan sorprendido como él, mientras el sol relucía en su punta y la sangre comenzaba a manar por ella y a empapar su camisa mugrienta. Sworbreck soltó la empuñadura y retrocedió, boquiabierto.
—Oh —dijo Cosca, cayendo de rodillas—. Ya la veo.
Temple oyó el tañido de una cuerda, y luego, casi al mismo tiempo, el de otra. Se volvió lentamente, apoyándose en uno de sus codos embarrados.
Hedges lanzó un grito y soltó el arco que empuñaba con una mano. Un dardo le atravesaba la otra. Sweet bajó la ballesta, al principio aturdido, pero luego complacido consigo mismo.
—Le he clavado la espada —musitaba Sworbreck.
—¿Estoy herida? —preguntó Shy.
—Vivirás —respondió Lamb, jugueteando con las plumas del dardo de Hedges, que se había clavado en el pomo de la silla de montar.
—Mis últimas palabras… —Con un quejido apenas audible, Cosca se derrumbó de costado al lado de Temple—. Tenía preparadas unas… maravillosas. ¿Adónde habrán ido? —Y entonces esbozó esa sonrisa suya tan radiante que sólo él era capaz de mostrar, y el buen humor y las buenas intenciones iluminaron su rostro curtido—. ¡Ah! Ya las recuerdo…
Y aquéllas fueron sus últimas palabras.
—Ha muerto —dijo Temple con voz átona—. Ya no sufrirá más decepciones.
—Tú fuiste la última —dijo Amistoso—. Le dije que estaríamos mejor en una prisión. —Tiró la cuchilla al barro y dio una palmada en el hombro al mayor de los hijos de Buckhorm—. Ya podéis iros los cuatro a ver a vuestra madre.
—¡Me has disparado! —decía Hedges, chillando mientras se agarraba la mano que Sweet le había atravesado.
—¡Una destreza sorprendente! —Sworbreck se ajustaba las gafas rotas como si apenas diera crédito a lo que veía.
—Le apuntaba al pecho —dijo el explorador, casi sin resuello.
El escritor rodeó con mucho cuidado el cadáver de Cosca.
—Maese Sweet, me preguntaba si podría hablarle de un libro que me ronda por la cabeza.
—¿Ahora? Realmente no me parece…
—Obtendría una parte de los beneficios.
—… que pueda negarme.
Aunque el agua se le siguiera metiendo a Temple por los bajos de los pantalones y agarrándole el trasero con sus frías zarpas, no podía moverse. Dios, qué cansado estaba. El hecho de enfrentarse a la muerte le dejaba a uno sin fuerzas. Ése era el motivo de que siempre hubiera hecho todo lo posible para no enfrentarse a nadie.
Cayó en la cuenta de que Amistoso estaba junto a él. Frunció el ceño al mirar el cadáver de Cosca y dijo:
—¿Y qué voy a hacer yo ahora?
—No lo sé —respondió Temple—. ¿Qué tal si haces lo que el resto de la gente?
—He pensado en hacer un auténtico retrato de la pacificación de las Tierras Lejanas y del posterior asentamiento en ellas —parloteaba Sworbreck—. ¡Una narración que perdurará! Una en la que usted aparecerá como el pivote central de los acontecimientos.
—El pivote, claro —dijo Sweet—. Por cierto, ¿qué es un pivote?
—¡Mi mano! —repetía Hedges, que no dejaba de quejarse.
—Eres afortunado, porque podría habértela clavado en la cara —dijo Lamb.
A Temple le llegaban los lloriqueos que hacían los hijos de Buckhorm al reunirse con su madre en alguna parte de la granja. Le pareció que eran buenas noticias. La cosa no había salido tan mal.
—¡Mis lectores se estremecerán con sus heroicas hazañas!
—A nosotros ya nos ha estremecido —dijo Shy, burlándose de él—. En el Este nadie se creerá la dimensión heroica que pueden alcanzar sus gases digestivos.
Temple miró hacia arriba y vio cómo se movían las nubes. Si había un Dios, el mundo no parecía notarlo.
—Debo insistir en la sinceridad más absoluta. ¡No aceptaré ninguna exageración! La verdad, maese Sweet, reside en el corazón de las grandes obras de arte.
—No lo dudo. Lo que me lleva a preguntar… si usted conoce los detalles de aquella aventura acaecida en la cabecera del Sokwaya en la que maté a un gran oso pardo sólo con estas dos manos…