La guarida del dragón
La guarida del dragón
—¿Cuándo nos pondremos en marcha? —preguntó Shy en voz baja.
—Cuando lo diga Savian. —Aunque, dentro de la oscuridad del túnel, Shy sólo pudiera ver el tenue contorno de la cabeza de Lamb, aún cubierta de pelusa, su voz le llegaba desde muy cerca, tanto que podía oír cómo respiraba—. En cuanto compruebe que Sweet lleva a los hombres de Cosca valle arriba.
—¿Y crees que esos malnacidos del Dragón también los verán?
—Eso espero.
Por centésima vez se pasó la mano por la frente, apartando el sudor de sus cejas. Maldición, qué calor hacía allí dentro, tanto como en un horno. El sudor se le pegaba al cuerpo, el arco se escurría en su mano, la boca se le secaba por el calor y por lo preocupada que se encontraba.
—Paciencia, Shy. No se puede atravesar la montaña en un día.
—Eso es fácil de decir —le respondió entre dientes. ¿Cuánto tiempo llevaban allí dentro? ¿Una hora o una semana? En dos ocasiones habían tenido que retroceder a toda prisa, sumiéndose aún más en la profunda negrura del túnel cuando algunas personas del Pueblo del Dragón se habían acercado a donde estaban, y apretujándose por el miedo que sentían, mientras ella notaba que el corazón le latía tan deprisa que le castañeteaban los dientes. Tantos cientos de miles de cosas podían salir mal, que apenas podía respirar, porque se sentía abrumada.
—¿Y qué haremos cuando Savian diga que nos pongamos en marcha? —preguntó.
—Abrir la puerta. Y mantenerla en nuestro poder.
—¿Y después? —Eso si seguían vivos después, una posibilidad por la que no habría apostado mucho dinero.
—Encontrar a los niños —contestó Lamb.
Una larga pausa.
—Esto se parece cada vez menos a un plan, ¿no crees?
—Sólo creo que hay que hacer lo que se puede con lo que se tiene.
Shy lanzó un resoplido antes de decir:
—La historia de mi vida.
Si esperaba una respuesta, no recibió ninguna. Le pareció que el peligro convierte en parlanchinas a algunas personas, y en mudas como una ostra a otras. Por desgracia, ella, que pertenecía a las primeras, estaba rodeada por las del otro bando. Avanzó a gatas, sintiendo el calor de la piedra en las manos, hasta llegar al lado de Roca Llorona, preguntándose de nuevo qué interés podría tener la Fantasma en todo aquello. No le parecía que fuese el tipo de persona que se interesa por el oro, los rebeldes o, ni siquiera, los niños. Pero no había manera de saber lo que sucedía bajo aquella máscara arrugada que tenía por rostro, y ella no parecía querer revelarlo.
—¿Cómo es la ciudad de Ashranc? —preguntó Shy.
—Una ciudad excavada en la montaña.
—¿Vive en ella mucha gente?
—Antes eran millares. Ahora son pocos. A juzgar por los que han dejado en ella, muy pocos, los más jóvenes y los más viejos. No son buenos combatientes.
—Si un mal combatiente te clava una lanza, estarás tan muerta como si te la hubiera clavado uno bueno.
—Entonces, que no te la claven.
—Veo que eres una mina de buenos consejos.
—No temas. —Era la voz de Jubair. En la oscuridad del túnel sólo podía ver el brillo de sus ojos y el de la espada que llevaba en la mano. Aun así, comprendió que sonreía—. Porque, si Dios está con nosotros, Él será nuestro escudo.
—¿Y si no está con nosotros? —le preguntó.
—Entonces, ningún escudo bastará para protegernos.
Antes de que Shy pudiera decirle que eso la reconfortaba muchísimo, escuchó detrás de él el sonido de algo que rozaba el suelo y, un instante después, la áspera voz de Savian.
—Ha llegado el momento. Los chicos de Cosca están en el valle.
—¿Todos? —preguntó Jubair.
—Los suficientes.
—¿Estás seguro? —Shy se encontraba tan nerviosa que apenas podía respirar. Llevaba meses preguntándose qué haría al encontrar a Pit y a Ro. Y en aquellos momentos, en que la espera ya había finalizado, hubiera dado cualquier cosa por evitarlo.
—¡Pues claro! ¡Completamente seguro! ¡Adelante!
Cuando una mano la empujó, ella chocó contra algo, y estuvo a punto de caer; pero, tras dar unos cuantos pasos con muy poco tino y despellejarse los dedos con la roca para agarrarse, consiguió seguir adelante. El túnel giró y de repente sintió que el aire frío le daba en la cara y entonces parpadeó al ver la luz.
Ashranc era una enorme boca excavada en la falda de la montaña, una caverna partida en dos, cuyo suelo, lleno de edificios de piedra, estaba protegido por un gran saliente de roca que sumía en penumbra todo lo que se encontraba en su interior. Delante de ellos, al otro lado de la salida del túnel, bajo la que se abría un precipicio enorme, Shy y quienes la acompañaban pudieron ver una gran extensión de cielo y de montaña. La pared rocosa estaba llena de agujeros: entradas, ventanas, escaleras, puentes, una confusión de roca y de pasadizos a lo largo de doce niveles, así como de casas medio enterradas en la pared rocosa, una ciudad incrustada en la piedra.
Un anciano con el cráneo afeitado los miraba fijamente, sin decidirse a tocar el cuerno que se había quedado a medio camino de sus labios. Musitó algo, dio un paso atrás por la sorpresa, y la espada de Jubair le partió la cabeza en dos, haciéndole caer en una lluvia de sangre y soltar el cuerno, que rebotó en el suelo.
Roca Llorona sale como una flecha, seguida de Shy, que escucha que alguien le susurra al oído: «¡Mierda, mierda, mierda!», y entonces cae en la cuenta de que es ella misma. Corre agachada a lo largo de una pared medio derruida, respirando afanosamente mientras todas las partes de su cuerpo entonan una letanía de miedo, pánico y rabia, con tanta fuerza y violencia que piensa que va a vomitar o a orinarse encima. Gritos que llegan de arriba. Y de todas partes. Pisa unas placas desgastadas por el uso, las cuales muestran un extraño tipo de escritura, sus botas suscitan un chirrido metálico y luego otro, el de las piedrecillas sueltas, que aplasta contra las placas. Una arcada en lo alto de la hendidura que separa dos rocas, que ella franquea de un salto, estremeciéndose mientras sigue corriendo. Una gruesa puerta con dos batientes, uno de ellos casi cerrado, dos figuras que se apresuran a cerrar el que aún sigue abierto, una tercera en lo alto del muro situado encima, que les apunta con un arco. Shy se arrodilla y apresta su arco. Una flecha que cae serpenteando, no acierta a ninguno de los mercenarios y retumba al chocar contra el bronce. El tañido del arco cuando Shy dispara la flecha, cuya trayectoria ella observa mientras avanza por el aire sin viento. Alcanza en un costado al arquero, que emite un gañido —una voz de mujer o, quizá, de niño—, se tambalea de lado y cae del parapeto, rebotando en la roca para detenerse, desmadejado, junto a la puerta.
Los dos hombres del Pueblo del Dragón que intentaban cerrar las puertas acababan de coger sus armas. Eran mayores, muy mayores. Jubair acuchilló a uno de ellos y lo mandó rodando hasta la cara rocosa. Dos mercenarios cogieron al otro y lo mataron, echando juramentos mientras lo despedazaban y le daban patadas.
Shy se quedó mirando a la chica a la que había disparado, la cual yacía cerca de ella. Le pareció que no era mucho mayor que Ro. Quizá tuviera una parte de sangre de Fantasma, a juzgar por la blancura de su piel y la forma de sus ojos. Como los suyos. Maldita sangre de Fantasma. Miró hacia abajo y la chica miró hacia arriba, con la respiración entrecortada y en silencio, los oscuros ojos húmedos y una mejilla cubierta de sangre. Shy abrió y cerró la mano que empuñaba el arco, sin saber qué hacer.
—¡Aquí! —exclamó Jubair con su poderosa voz. Shy escuchó una débil respuesta a aquellas palabras y vio a través de la puerta que un grupo de mercenarios escalaba afanosamente la ladera de la montaña. Los hombres de Cosca, todos con las armas en la mano. Le pareció ver a Sweet, que avanzaba a pie. Los demás mercenarios abrían las puertas de par en par para que pasaran. Unas puertas de metal con cuatro dedos de espesor, pero que se movían tan fácilmente como la tapadera de una caja.
—Dios está con nosotros —dijo Jubair, con una sonrisa manchada de sangre.
Aunque quizá Dios estuviese con ellos, a Lamb no se le veía por ninguna parte.
—¿Dónde está Lamb? —preguntó, sin dejar de mirar a su alrededor.
—No lo sé. —Savian apenas conseguía soltar unas cuantas palabras seguidas. Respiraba con mucha dificultad mientras se agachaba—. Habrá ido por otro sitio.
Ella salió corriendo.
—¡Aguarda! —Savian echó a correr tras ella, resollando, sin saber adónde iban. Mientras Shy se acercaba como un rayo a la casa más próxima, mostró el suficiente seso para ponerse el arco en bandolera y desenvainar la espada corta. No estaba segura de haber blandido antes una espada estando furiosa. Quizá lo hubiera hecho cuando mató al Fantasma que había acabado con Leef. No sabía por qué lo recordaba en aquellos momentos tan apurados. Respirando profundamente y desgarrando la cortina que cubría la entrada, saltó al interior espada en mano.
Quizá esperase encontrar dentro a Pit y a Ro derramando lágrimas de agradecimiento. Pero sólo encontró una habitación vacía, apenas iluminada por franjas de luz que atravesaban un suelo lleno de polvo.
Penetró de la misma manera en otra casa, pero estaba tan vacía como la anterior.
Subió a la carrera varios peldaños y atravesó uno de los arcos de la fachada de piedra. En el suelo de la habitación amueblada, que estaba completamente liso por el paso del tiempo, había cuencos perfectamente apilados unos encima de otros, pero ningún signo de vida.
El hombre mayor que apareció en la siguiente puerta fue derecho hacia Shy, pero resbaló y cayó, soltando el enorme cuenco que tenía entre las manos, el cual se estrelló contra el suelo. Se echó a un lado, levantando un brazo tembloroso mientras murmuraba algo, quizá maldiciendo a Shy, rogando por su vida, o invocando a algún dios olvidado, y Shy levantó la espada, dominándolo con su estatura. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no acabar con él. Su cuerpo ardía en deseos de hacerlo. Pero tenía que encontrar a los niños antes de que los hombres de Cosca irrumpieran en aquel lugar y comenzaran a acusar los efectos de la fiebre del oro. Tenía que encontrar a los niños. Eso si estaban allí. Dejó que aquel hombre escapara, arrastrándose por una de las salidas.
—¡Pit! —exclamó con voz que se le quebraba en la garganta. Bajó de nuevo los escalones y entró en otra habitación vacía que estaba tan lóbrega y tan cálida como las anteriores, en uno de cuyos extremos otro arco conducía a una nueva estancia. Aquel sitio era un laberinto. Una ciudad construida para miles de personas, como había dicho Roca Llorona. ¿Cómo diablos iba a encontrar en ella a dos niños? Un extraño rugido que reverberaba llegó hasta sus oídos.
—¿Lamb? —Empleó las uñas para apartarse los cabellos que se le pegaban a la cara.
Alguien lanzó un chillido de pánico. La gente comenzaba a salir por las puertas de las casas que estaban más abajo, algunos con armas, otros con utensilios, otros con niños en los brazos, como una mujer de cabellos grises. Algunos miraban ensimismados a su alrededor, barruntando que algo no iba bien, pero sin saber qué era exactamente. Otros se dirigían hacia una abertura bastante grande situada en el extremo opuesto de la entrada a la caverna.
Un hombre de piel negra se erguía ante ella con un bastón en la mano, haciendo señas a todos para que entraran por la zona a oscuras. Waerdinur. Otra figura mucho más pequeña, delgada y pálida, se encontraba a su lado. Aunque tuviera la cabeza afeitada, Shy la reconoció.
—¡Ro! —exclamó, pero su voz se perdió en el estruendo. El ruido metálico de la lucha reverberaba en el techo de la caverna, rebotaba en los edificios, iba de un sitio para otro. Franqueó un parapeto; saltó por encima de un canal lleno de agua; se sobresaltó al encontrarse ante una figura enorme que la dominaba, cayendo en la cuenta de que se trataba de un tronco de árbol que alguien había tallado con la forma de un hombre retorcido; corrió hasta el espacio libre situado junto a un edificio muy largo y de poca altura, y se dejó caer en el suelo para hacer un alto.
Varias personas del Pueblo del Dragón se encontraban unos cuantos pasos más adelante. Tres ancianos, dos mujeres y un niño, todos armados, no parecían muy decididos a irse de aquel sitio.
Shy sopesó su espada con la mano izquierda y exclamó:
—¡Apartaos de mi puñetero camino!
Como sabía que su figura no tenía nada de imponente, casi le sorprendió que comenzaran a apartarse. Cuando un dardo de ballesta se clavó en uno de los ancianos, aquel hombre se llevó las manos al estómago y soltó la lanza. Los demás se volvieron y echaron a correr. Shy oyó a su espalda ruido de pisadas, las de los mercenarios, que siguieron corriendo sin dejar de lanzar gritos y alaridos. Uno de ellos acuchilló en la espalda a una anciana cuando intentaba huir cojeando.
Shy miró hacia la arquivolta flanqueada por pilares de color negro, que seguía sumida en la sombra. Waerdinur había desaparecido en su interior. Ro también, siempre que se tratara de ella. Seguro que lo era.
Shy echó a correr.
• • • • •
Cosca llevaba la mejor parte, y el peligro parecía sacar lo mejor de él. Temple avanzaba encogido, pegándose a las paredes, arañando de tan mala manera el dobladillo de su camisa con las uñas que poco le faltaba para comenzar a deshilacharla. Brachio avanzaba el doble de encogido que él. Incluso Amistoso avanzaba con los hombros sospechosamente encogidos. Pero el Viejo no tenía miedo. O, al menos, no de morir. Avanzaba a grandes zancadas en medio de aquella antigua ciudad, sin preocuparse en absoluto de las flechas que caían de vez en cuando, con la barbilla alta, los ojos brillantes, los pasos casi derechos, y eso que estaba bebido, lanzando órdenes que parecían tener sentido.
—¡Derribad a ese arquero! —decía, apuntando con la espada a la anciana que estaba en lo alto de un edificio.
»¡Limpiad esos túneles! —decía, señalando con la mano unos agujeros oscuros que se abrían ante ellos.
»¡No matéis a los niños si podéis evitarlo! ¡Un trato es un trato! —decía, agitando un dedo ante un grupo de kantics cubiertos de sangre, como si los estuviera sermoneando.
No es fácil saber si alguien le hacía caso. Porque los miembros de la Compañía de la Graciosa Mano no obedecían la mayoría de las veces, y aquella vez no era, precisamente, la más adecuada para que lo hicieran.
El peligro no sacaba lo mejor de Temple. Se sentía igual que cuando había estado en Dagoska, durante el asedio. Sudando en aquel hospital apestoso, maldiciendo, manoseando los vendajes y rasgando la ropa de los muertos para hacer más vendas. Pasando cubos a la luz de los incendios durante toda la noche y llenándolos de agua, y todo para nada. Porque la ciudad había acabado ardiendo. Llorando cada vez que alguien moría. Llorando de pena. Llorando de agradecimiento, porque no le había tocado a él. Llorando de miedo, por si él era el siguiente. Asustado durante meses, siempre con miedo. Y desde entonces no había dejado de tener miedo.
Un grupo de mercenarios acababa de rodear a un anciano que, apretando los dientes, lanzaba insultos en un lenguaje ininteligible que sonaba como el imperial antiguo, mientras con ambas manos movía una lanza como si fuese un salvaje. Temple no tardó mucho en darse cuenta de que estaba ciego. Los mercenarios se acercaban rápidamente a él para luego retroceder. Y cuando el anciano se daba la vuelta, uno le clavaba su arma en la espalda, y cuando se volvía, otro se encargaba de hacerle los honores. La túnica del anciano ya estaba oscura por la sangre.
—¿No deberíamos parar eso? —musitó Temple.
—Por supuesto —dijo Cosca—. ¿Amistoso?
El sargento atrapó con su enorme mano la lanza del ciego, justo por debajo de la hoja, sacó con la otra una cuchilla de su chaquetón y con un eficiente tajo casi le partió en dos la cabeza, dejando luego caer su cuerpo y arrojando la lanza, que produjo un ruido metálico al llegar al suelo.
—Oh, Dios —musitó Temple.
—¡Hay trabajo que hacer! —espetó el Viejo a los mercenarios, que parecían desilusionados—. ¡Encontrar el oro!
Temple apartó las manos de su camisa y las llevó a su cuero cabelludo, que se rascó, restregó y desgarró. Desde Averstock se había prometido que no se limitaría a quedarse a la expectativa, mirando, si volvía a ocurrir lo mismo. En Kadir había hecho la misma promesa. Y antes en Estiria. Y, sin embargo, ahí estaba él, quedándose a la expectativa y mirando. Hasta entonces no había hecho gran cosa por mantener lo que había prometido.
Como seguía sintiendo la nariz seca y llena de picores, se la restregó con el filo de una mano hasta que le sangró. Pero le volvió a picar. Intentó mirar al suelo, pero los sonidos conseguían que sus húmedos ojos mirasen hacia los lados. Hacia los ruidos de cosas aplastadas, risas y bramidos, hacia los sitios en que escuchaba gemidos, gorgoteos, sollozos y chillidos. Y como a través de puertas y ventanas vislumbró fugazmente lo que sucedía, y supo que aquellas imágenes fugaces de lo que estaba pasando le acompañarían el resto de su vida, a regañadientes ancló en el suelo los ojos y dijo para sí:
—¡Oh, Dios!
¿Cuántas veces había dicho aquello mismo durante el asedio? Constantemente, cuando corría entre las ruinas calcinadas de la Ciudad Inferior y el grave estallido de la pólvora hacía temblar la tierra mientras él daba la vuelta a los cadáveres, buscando supervivientes, y cuando los encontraba, estaban quemados, cosidos a heridas, moribundos, y ¿qué podía hacer? Había aprendido que no podía hacer milagros. Oh, Dios. Oh, Dios. Pero entonces no le había ayudado. Y no le ayudaría en aquel momento.
—¿Las quemamos? —preguntaba un estirio patizambo que saltaba como un niño ansioso de salir al recreo. Apuntaba con el dedo a unas esculturas que parecían talladas en antiguos troncos de árboles, cuya madera, que era tan hermosa como extraña, brillaba por el paso del tiempo.
—Si quieres… —Cosca se encogió de hombros—. A fin de cuentas, ¿cuál es el destino de la madera, sino acabar ardiendo? —Vio que el mercenario rociaba con aceite la escultura que estaba más cerca para luego sacar la yesca—. Lo malo es que me da igual. Todo esto me aburre.
Temple se sobresaltó al ver que un niño desnudo acababa de estrellarse cerca de él. Era imposible saber si estaba vivo o muerto antes de caer.
—Oh, Dios —musitó.
—¡Tened cuidado! —exclamó Amistoso, observando ceñudo los edificios situados a su izquierda.
Aunque Cosca observó cómo brotaba la sangre del cráneo destrozado del niño, apenas interrumpió su discurso.
—Observo este tipo de cosas y sólo siento… un ligero aburrimiento[8]. Mi mente vagabundea, pensando en lo que tendremos para cenar, o en el picor recurrente que tengo en la planta del pie, o en cómo y cuándo podré conseguir que me hagan una buena mamada. —Comenzó a rascarse la coquilla sin darse cuenta y luego se dio por vencido—. ¡Qué horror! ¿Eh? ¿Aburrirse con esto? —Cuando las llamas cubrieron alegremente el costado de la escultura que estaba más cerca, el estirio pirómano dio un salto de alegría y se acercó a la siguiente—. La violencia, la traición y el derroche de los que he sido testigo me han quitado todo el entusiasmo que tenía. Me siento entumecido. Por eso te necesito, Temple. Tienes que ser mi conciencia. ¡Quiero creer en algo!
Le dio a Temple una palmada en el hombro que le hizo vacilar. Entonces se escuchó un chillido. Temple se volvió justo a tiempo de ver que acababan de arrojar a una anciana por el precipicio.
—Oh, Dios.
—¡A eso me refería! —Cosca le dio otra palmada en el hombro—. Pero, si existe Dios, ¿por qué no ha levantado una mano durante todos estos años para detenerme?
—Quizá porque nosotros seamos Su mano —dijo Jubair, que acababa de pasar por una de las entradas y secaba con un trapo su espada, que chorreaba sangre—. Sus caminos son misteriosos.
—Una puta que se oculta bajo un velo es misteriosa. —Cosca lanzó una carcajada—. Pero los caminos de Dios me parecen… propios de un loco.
El aroma que la madera despedía al arder irritaba las fosas nasales de Temple. Le olía igual que aquella vez, en Dagoska, cuando los gurkos consiguieron entrar en la ciudad. Las llamas que se propagaban hasta los barrios bajos y quemaban a sus habitantes, la gente que ardía y se lanzaba al mar desde los muelles destrozados. El ruido de la batalla, que cada vez estaba más cerca. El rostro de Kahdia, iluminado por el parpadeo anaranjado de las llamas, el tenue murmullo de los demás, que rezaban, y él mismo, Temple, que le tiraba a Kahdia de la manga mientras decía: «Debes irte, ya llegan», y el viejo sacerdote que mueve la cabeza y sonríe mientras oprime cariñosamente el hombro de Temple y le dice: «Por eso debo quedarme».
¿Qué otra cosa podía haber hecho entonces? ¿Y qué otra cosa podía hacer él en aquel momento?
Captó un movimiento con el rabillo del ojo y vio que una pequeña silueta pasaba rápidamente entre dos edificios de poca altura.
—¿Lo habéis visto? ¿Era un niño? —preguntó mientras dejaba atrás a los que estaban con él.
—¿Por qué nos preocupan tanto los niños? —dijo Cosca mientras se alejaba—. ¡Se volverán tan viejos y desagradables como nosotros!
Pero Temple no le escuchaba. Le había fallado a Sufeen, le había fallado a Kahdia, les había fallado a su esposa y a su hija, y aunque hubiera jurado tomar siempre el camino fácil, quizá en aquel momento… Rodeó la esquina del edificio.
Y se encontró con un chico que tenía la cabeza afeitada. De piel clara y cejas castaño-rojizas, como Shy. Quizá con la misma edad que…
Temple comprobó que tenía una lanza. Una lanza corta que agarraba sin miedo. Como Temple siempre estaba preocupándose por los demás, jamás se preocupaba de sí mismo. Quizá eso revelase que comenzaba a ser mejor persona. Pero las palmaditas de felicitación tendrían que esperar.
—Tengo miedo —dijo, sin necesidad de exagerar—. ¿Y tú?
No hubo respuesta. Temple extendió las manos con las palmas hacia arriba.
—¿Eres Pit?
Un amago de sorpresa recorrió el rostro del chico. Temple se arrodilló lentamente mientras intentaba sacar a la luz su antigua labia, aun sabiendo que no le resultaría fácil hablar, dominados como estaban por los ruidos de la destrucción que los rodeaba.
—Me llamo Temple, y soy amigo de Shy. —El chico parpadeó—. Un buen amigo. —Aunque fuese un tanto exagerado, se le podía perdonar, dadas las circunstancias. La punta de la lanza comenzó a moverse—. Y también de Lamb. —Y a bajar—. Han venido a buscarte. Y yo he venido con ellos.
—¿Están aquí? —Le parecía extraño escuchar a aquel chico que hablaba la lengua común con el acento de las Tierras Cercanas.
—Sí. Y han venido a por ti.
—Te sangra la nariz.
—Lo sé —dijo, pasándose la muñeca por ella—. No es nada.
Pit soltó la lanza, se acercó a Temple y lo abrazó con fuerza. Temple parpadeó durante un instante y luego, con cierta vacilación, rodeó al chico con los brazos y lo mantuvo contra sí.
—Ahora estás a salvo —dijo—. A salvo.
No era la primera mentira que decía en su vida.
• • • • •
Shy regresó sigilosamente por el vestíbulo, con ganas de salir corriendo y asustada hasta el punto de casi cagarse encima, pero sin dejar de agarrar la empuñadura de su espada, que estaba resbaladiza por el sudor. La habitación sólo estaba iluminada por la parpadeante luz de unas pequeñas lámparas que hacían brillar los dibujos en metal hechos en el suelo —círculos concéntricos, letras y líneas— y la sangre que corría entre las piedras. Su mirada saltaba de las engañosas sombras a los cadáveres… del Pueblo del Dragón y de los mercenarios, que, llenos de cuchilladas y lanzazos, aún sangraban.
—¿Lamb? —preguntó con voz tan baja que apenas podía oírse a sí misma.
Los sonidos le llegaban luego de reverberar en la cálida roca, entrando por las aberturas dispuestas a uno y otro lado: gritos y cosas que se estrellaban, el susurro del vapor, llantos y risotadas burlonas. Las risotadas eran lo peor de todo.
—¿Lamb?
Se acercó al extremo de la arquivolta situada al final de la sala y se apoyó con fuerza en una de las paredes. Volvió a apartar con los dedos el pelo que se le metía por los ojos, los movió para que cayeran las gotas de sudor que se habían quedado en ellos e hizo acopio de sus menguadas fuerzas. Por Pit y por Ro. Ya no podía echarse atrás.
Atravesó la arcada y entonces se quedó boquiabierta. Un enorme vacío se encontraba ante ella, una hendidura grandísima, un abismo dentro de la montaña. Su antepecho estaba lleno de bancos, yunques y herramientas de las que suelen emplear los herreros. Más allá se abría un foso de negrura cruzado por un puente que apenas tenía dos pasos de anchura, sin barandilla, el cual atravesaba las tinieblas para llegar a otro antepecho y otra arquivolta, ambos situados a una distancia de cincuenta pasos. El calor era sofocante, el puente recibía por debajo la luz de unas fogatas que se perdían en la lejanía, los cristales de las paredes rocosas chispeaban por aquella luz, al tiempo que los martillos, los yunques, los lingotes y su propia espada brillaban como los metales de una fundición. Shy tragó saliva mientras se acercaba a aquel abismo, comprobando que la pared situada frente a ella parecía bajar cada vez más. Como si acabara de llegar a una de esas zonas superiores del Infierno a las que los vivos nunca deben acercarse.
—Deberían haberle puesto una maldita barandilla —dijo para sí.
Waerdinur estaba de pie en el puente, protegido con un gran escudo cuadrado en el que aparecía pintado un dragón y agarrando una lanza, de suerte que nadie podía entrar por él. Un mercenario muerto yacía a sus pies y otro intentaba ponerse a salvo, manteniéndose lejos, aunque no tanto para no hostigarle con la alabarda que manejaba con poca destreza. Un tercero se arrodillaba cerca de Shy, cargando una ballesta. Waerdinur se abalanzó hacia delante y trinchó con su lanza al alabardero, para luego tirarlo del puente. Lo abandonó sin emitir sonido alguno. Ni al caer ni al llegar al fondo.
El hombre del Pueblo del Dragón regresó a su posición inicial, haciendo un ruido metálico cuando la parte inferior de su enorme escudo golpeó el puente, y gritando hacia atrás en un lenguaje que Shy no conocía. Varias personas se apretujaban en la sombra a su espalda… ancianos, niños y también una chica que corría.
—¡Ro! —Mientras el grito de Shy moría en aquel calor sofocante, la chica seguía corriendo, engullida por las sombras que velaban el otro extremo del puente.
Waerdinur se detuvo, agachándose detrás del escudo y mirándola por encima de su borde superior mientras ella apretaba los dientes y siseaba de frustración. Llegar tan cerca y no poder pasar.
—¡Toma esto, capullo! —El mercenario que quedaba levantó su ballesta. El dardo rebotó en el dragón pintado en el escudo de Waerdinur y se perdió en la oscuridad, girando sin parar: una pequeña astilla anaranjada en medio de aquel vacío tan negro como la tinta—. Bueno, éste no va a ningún sitio. —El ballestero extrajo otro dardo de su aljaba y comenzó a tensar nuevamente el resorte—. Dos disparos más y será nuestro. Antes o después. No tienes por qué preocu…
Shy captó un movimiento fugaz con el rabillo de un ojo, y el mercenario cayó contra la pared, traspasado por la lanza de Waerdinur. Y diciendo: «¡Oh!», comenzó a resbalar, quedándose sentado en el suelo, pero no sin antes dejar lentamente la ballesta en él. Cuando Shy daba un paso hacia el cadáver, sintió un ligero toque en la espalda.
Era Lamb. Pero su aspecto no le sirvió para tranquilizarla. Porque, tras haber perdido el chaquetón, llevaba sólo el chaleco de cuero, lleno de cortes y de fibras deshilachadas, y la sangre, que goteaba por el fragmento de hoja que le quedaba a su espada, le llegaba hasta el codo.
—¿Lamb? —susurró Shy. Él ni siquiera la miró, limitándose a apartarla con el brazo mientras sus ojos negros adquirían un brillo feroz al mirar hacia el extremo del puente, los músculos del cuello hinchados, la cabeza inclinada, su piel pálida cubierta de salpicaduras de sangre y perlada de sudor, y en sus dientes desnudos la sonrisa burlona de una calavera. Shy se apartó de su camino como si la mismísima Muerte acabara de tocarla en el hombro. Y quizá lo fuera.
Como si se tratara de un encuentro concertado con antelación, Waerdinur desenvainó una espada. Larga, recta y oscura, cerca de su empuñadura brillaba una marca plateada.
—Yo solía tener una como ésa. —Lamb arrojó su espada inservible, que recorrió el suelo y cayó hacia la nada.
—La forjó el propio Hacedor —dijo Waerdinur—. Deberías haberla conservado.
—Me la robó un amigo. —Lamb se acercó a uno de los yunques para coger la barra de hierro que estaba apoyada en él, tan larga como Shy. Los dedos de su mano se volvieron blancos por la fuerza con que la empuñó—. Junto con todo lo demás. —El metal chirrió cuando arrastró la barra para entrar en el puente—. Era menos de lo que me merecía.
Shy intentó decirle que no se acercara a Waerdinur, pero no le salían las palabras. Era como si no pudiera bombear el aire que necesitaba para pronunciarlas. No había otra manera de arreglar las cosas. Se quedaría mirando. Así que envainó la espada y cogió el arco que seguía llevando en bandolera. Cuando Waerdinur lo vio, retrocedió unos pasos por precaución, mientras la luz iluminaba los tendones de sus pies, que él movía tan tranquilo como si se encontrase en el amplio suelo de un salón de baile, y no en una franja de piedra tan estrecha que ni la carreta más pequeña hubiera podido pasar por ella.
—Te dije que volvería —dijo Lamb mientras entraba en el puente, sin soltar la barra de metal que seguía arañando el suelo.
—Y aquí estás —replicó Waerdinur.
Lamb apartó con una bota el cadáver del mercenario muerto, que cayó al abismo sin hacer ruido.
—Te dije que traería a la Muerte conmigo.
—Y la has traído. Estarás contento.
—Lo estaré cuando te hayas apartado de mi camino. —Lamb se detuvo a dos pasos de Waerdinur, dejando tras de sí un reguero de huellas relucientes. En medio de aquel gran vacío, los dos hombres se miraron uno a otro.
—¿Realmente piensas que te asiste el derecho de hacer todo esto? —preguntó el Hombre del Dragón.
—¿A quién le importa eso del derecho? —Lamb saltó, levantando la barra de metal y bajándola con un siseo hacia el escudo de Waerdinur. El golpe fue tan fuerte que abolló el dragón pintado en él y dobló hacia abajo una de sus esquinas, haciendo que Shy diera un respingo por el ruido que hizo. El Hombre del Dragón tuvo que agacharse y luego dar un salto para evitar el borde del puente. Pero antes de que los ecos del golpe se hubieran desvanecido, Lamb atacó de nuevo.
Esta vez Waerdinur estaba preparado, giró el escudo para que la barra no lo alcanzase de lleno y devolvió el golpe. Lamb se echó bruscamente a un lado con la celeridad de una serpiente y evitó la espada por un pelo. Acto seguido, tan rápido como un ofidio, alcanzó a Waerdinur debajo de la mandíbula, haciendo que se tambaleara y escupiese sangre. No obstante, recuperó el equilibrio enseguida y tiró varias cuchilladas a derecha e izquierda, lanzando chispas y esquirlas de la barra de metal cada vez que Lamb bloqueaba su ataque.
Shy apuntó con su arco, pero se movían tan deprisa —con una rapidez tan letal y asesina que cualquier paso que daban o finta que hacían podía ser la última— que, aun estando cerca, no podía saber a cuál de los dos llegaría a herir. La mano le temblaba cuando entró lentamente en el puente para afinar el disparo, siempre retrasada respecto a la posición del blanco, con las pestañas cubiertas de sudor mientras su vista iba del combate hasta el abismo que se encontraba bajo sus pies, y viceversa.
Waerdinur vio llegar el siguiente golpe y lo esquivó con agilidad a pesar de su tamaño. La barra chirrió al golpear el puente y despidió chispas, haciendo que Lamb perdiera el equilibrio el tiempo suficiente para que el Hombre del Dragón pudiera preparar un golpe. Lamb apartó la cabeza, de suerte que la brillante punta de la espada, en vez de partirle en dos el cráneo, le dejó una línea roja por toda la cara, de la que unas gotas de sangre cayeron al vacío. Entonces dio tres pasos, y hubiera caído del puente si no llega a clavar los talones en el último momento. Pero aquello dejó un momentáneo hueco libre entre ambos, mientras Waerdinur echaba hacia atrás su espada para asestarle el golpe definitivo.
Aunque a Shy no se le daba bien esperar, siempre sabía aprovechar un buen momento. Así que disparó sin pensar. La flecha atravesó rápidamente la oscuridad, rozó el borde del escudo y se clavó en el brazo con el que Waerdinur empuñaba la espada. Lanzó un gruñido. La punta de su acero cayó, arañando el puente sin hacer el daño previsto mientras Shy bajaba su arco, aún sin creerse que hubiera disparado ni, mucho menos, que hubiese acertado en el blanco.
Lamb mugió como un toro enloquecido, girando aquel trozo de metal como si pesara lo mismo que una vara de sauce y golpeando con él, a mansalva, a Waerdinur, que retrocedió, tambaleándose a todo lo largo del puente y sin posibilidad alguna de devolver el golpe por la flecha de Shy, ni de hacer ninguna otra cosa que no fuese tratar de mantenerse en pie. Lamb fue tras él, incansable, inmisericorde, expulsándolo del puente y empujándolo hacia el otro extremo del mismo. Un último golpe arrancó el escudo del brazo de Waerdinur y lo envió dando tumbos a la oscuridad que los rodeaba. Tropezó con la pared y la espada cayó al suelo tintineando, tras soltarla la mano exánime que la empuñaba, roja para entonces con la sangre que goteaba de la flecha.
Una figura llega corriendo desde las sombras que rodean la arquivolta. Un cuchillo relampaguea mientras la sombra salta sobre Lamb. El norteño titubea y está a punto de caer al vacío, se pelea con ella, se la quita de encima y la lanza contra la pared. Una chica con la cabeza afeitada se desploma en el suelo. Está cambiada, muy cambiada, pero Shy sabe quién es.
Shy soltó el arco y corrió sin pensar en la caída que le aguardaba a ambos lados, sin pensar en nada que no fuese la distancia que la separaba de ella.
Lamb sacó el cuchillo que acababan de clavarle en el hombro, junto con un hilillo de sangre, y lo arrojó como si fuese un mondadientes, con el rostro aún congelado en una sonrisa roja, tan sangrienta como una herida recién hecha, sin ver nada, sin preocuparse de nada. Ya no era el hombre que se había sentado a su lado en aquel carro durante tantos kilómetros de incómodo traqueteo. Ni el que araba el campo de manera tan paciente. Ni el que entonaba canciones para los niños. Ni el que les enseñaba a ser realistas. Sino otro hombre, si es que lo era. El que había asesinado a aquellos dos bandidos en Averstock, el que le había cortado la cabeza a Sangseed en las llanuras, el que había matado a Glama Dorado dentro del Círculo. Por supuesto que era el mejor amigo de la Muerte.
Arqueó la espalda con aquel largo trozo de metal aún entre sus grandes puños, y los cortes y arañazos producidos por la espada del Hacedor brillaron en la oscuridad. Shy gritó, pero fue en balde. Porque en él quedaba ya tan poca piedad como la que mostraba el invierno que los rodeaba. Los kilómetros que había recorrido, la lucha que había mantenido en aquella tierra hostil, no suponían nada si no franqueaba aquellos pocos pasos antes de que la barra bajase de golpe.
Waerdinur se arrojó rápidamente encima de Ro, de suerte que el metal cayó sobre uno de sus gruesos antebrazos y lo rompió como si fuese una rama, aplastando acto seguido el hombro, abriéndole una gran brecha en la cabeza y dejándolo sin sentido. Lamb volvió a levantar la barra, lanzando espumarajos por sus labios torcidos; pero Shy dio un salto y agarró el otro extremo de la barra, lanzando un alarido cuando echó a volar como si no pesara nada. El viento se arremolinó en su cara, la brillante caverna dio vueltas a su alrededor y entonces se estrelló boca abajo contra la piedra.
Todo estaba en calma.
Todo, excepto un débil repiqueteo.
Pisadas de botas.
Arriba, Shy.
No puedes seguir echada ahí todo el día.
Hay cosas que hacer en la granja.
El hecho de respirar ya era en sí un desafío.
Hizo fuerza contra la pared, o contra el suelo, o contra el techo, y todo comenzó a dar vueltas a su alrededor, haciendo que se sintiera como una hoja arrastrada por la corriente.
¿Estaba de pie? No. Estaba tumbada boca arriba. Le colgaba un brazo. Colgaba sobre el abismo de negrura y fuego, diminuta en aquella inmensidad. No era una buena idea. Rodó para alejarse del borde. Buscó sus rodillas, pero todo se movía, así que intentó disipar la bruma que llenaba su cráneo.
Había gente gritando, pero sus voces le llegaban atenuadas, imprecisas. Algo chocó contra ella, y casi estuvo a punto de caer al vacío.
Un revoltijo de gente que peleaba y que arrastraba los pies. Lamb estaba en el medio, con una cara tan feroz como la de un animal, llena de sangre por el corte que la recorría, lanzando unos sonidos guturales que ni siquiera parecían palabrotas.
El enorme sargento de Cosca, Amistoso, estaba detrás de él, echándole un brazo alrededor del cuello. Si su frente perlada de sudor acusaba el esfuerzo que hacía, su rostro, en cambio, apenas enarcaba una ceja, como si resolviese una suma que se le resistía.
Sweet intentaba mantener agarrado el brazo izquierdo de Lamb, pero él lo arrastraba, como si quisiera amarrar con una cuerda a un caballo loco. Savian le cogía por el brazo derecho mientras decía: «¡Quieto! ¡Quieto, cabrón enloquecido!». Cuando Shy vio que empuñaba un cuchillo, no creía que fuera a poder impedirle que lo usara. Tampoco sabía si quería o no.
Lamb había intentado matar a Ro. Después de todo lo que habían pasado para encontrarla, él quería matarla. También habría matado a Shy a pesar de lo que le había prometido a su madre. Los habría matado a todos. No encontraba ninguna explicación. Tampoco quería.
Entonces Lamb se quedó rígido y estuvo a punto de arrastrar a Sweet hasta el borde del precipicio. Por debajo de las pestañas, que parpadeaban nerviosamente, asomaba el blanco de sus ojos. Instantes después se derrumbó, boqueó, gimió, se pasó por el rostro la mano de cuatro dedos llena de sangre, y dejó de resistirse.
Sin soltar el cuchillo, Savian le dio unas palmaditas en el pecho, diciendo:
—Tranquilo, tranquilo.
Shy se levantó dando tumbos, pues lo que la rodeaba había terminado por asentarse más o menos, pero el corazón le latía muy deprisa, y sangraba por detrás de la cabeza.
—Tranquilo, tranquilo.
Aunque Shy apenas pudiera mover el brazo derecho y las costillas le doliesen cada vez que respiraba, se dirigió hacia el arco de la entrada. Lamb, que sollozaba, seguía atrás.
—Tranquilo… tranquilo…
Un túnel estrecho, tan caliente como una fragua y a oscuras, excepto por la débil luz de su parte más distante y las manchas del suelo que brillan con tonos apagados. La sangre de Waerdinur. Shy las sigue, recuerda que tiene una espada e intenta desenvainarla; pero apenas puede sostener su empuñadura con la mano derecha, que siente como si se le hubiese dormido, así que la coge con la izquierda y sigue adelante, cada vez más deprisa, casi corriendo, mientras el túnel se hace más brillante, más cálido, y divisa la salida, y una luz dorada ilumina las piedras del suelo. Pasa rápidamente por ella y se resbala, cayendo sobre su propio trasero. Se queda quieta, apoyándose en los codos, y respira con dificultad.
—Joder —dice ella, casi sin aliento.
Aunque los llamaran el Pueblo del Dragón, nunca imaginó que tuvieran uno.
Se encontraba en el centro de una vasta estancia con forma de cúpula, como si acabara de salir de un cuento… hermoso, terrible, extraño, con sus miles y miles de escamas de metal reluciendo bajo la luz de los fuegos.
Aunque no era fácil calcular su tamaño por lo enroscado que estaba, su cabeza en forma de huso era tan larga como un hombre de gran estatura. Sus dientes eran como puñales. No tenía garras. Por el extremo de cada una de sus numerosas patas asomaba una mano cuyos hermosos dedos de metal se hallaban cubiertos de anillos dorados. Bajo sus alas, que parecían de papel, y que mantenía plegadas, unos engranajes y unas ruedas se movían lentamente con un sonido metálico, y un tenue hálito vaporoso brotaba por sus abiertos ollares, mientras la punta de una lengua bífida parecida a una cadena tintineaba débilmente, y cuatro ojos de esmeralda se mostraban entornados bajo otros tantos párpados de metal.
—Joder —volvió a decir Shy, recorriendo con la mirada el lecho donde descansaba el dragón, tan propio de una ensoñación infantil como el mismísimo monstruo. Una montaña de dinero. De oro viejo y de vajillas de plata. De cadenas y de cálices, de monedas y de aristocráticas coronas. De armas y de armaduras sobredoradas. De gemas incrustadas por doquier. El estandarte de plata de alguna legión, perdida en el remoto pasado, aparecía en un rincón, tirado de mala manera. Un trono, de valiosa madera y cubierto con pan de oro, dominaba toda aquella confusión. Había tantas cosas que aquel espectáculo parecía absurdo. Tesoros de precio incalculable convertidos en basura de colores chillones por haberse amontonado unos encima de otros.
—Joder —musitó por última vez, esperando que los ojos de aquella bestia de metal se abrieran para posarse en la insignificante intrusa que era. Pero como el monstruo no se desperezó, la mirada de Shy fue hacia el suelo. Cuando las manchas de sangre comenzaron a hacerse más pequeñas, vio a Waerdinur, que apoyaba la espalda en una de las patas delanteras del dragón, y a Ro, que, con el rostro manchado de sangre por un corte en el cuero cabelludo, la miraba fijamente.
Shy intentó levantarse, pero no lo consiguió, así que tuvo que arrastrarse por el suelo convexo de la estancia, donde habían dibujado varios círculos concéntricos llenos de símbolos, agarrando con fuerza su espada como si aquella minúscula astilla de acero bastase para infundirle ánimo.
A medida que se acercaba pudo distinguir más cosas en aquel ingente montón de objetos. Documentos con gruesos sellos. Demandas de mineros. Letras de cambio. Escrituras de inmuebles que se habían convertido en polvo. Testamentos recurridos hacía ya mucho tiempo. Participaciones en caravanas, compañías y empresas ya desaparecidas. Llaves que abrían vaya usted a saber qué cerraduras. También calaveras. Las había a docenas. A centenares. Monedas y piedras preciosas arrancadas de las joyas en las que habían sido engastadas, las cuales salían por las vacías cuencas de sus ojos. ¿Qué puede ser más valioso que los muertos?
La respiración de Waerdinur se entrecortaba mientras yacía allí con la túnica manchada de sangre, el brazo roto colgando, y agarrando a Ro con el otro, la flecha de Shy aún alojada cerca de su hombro.
—Soy yo —musitó Shy, que no se atrevía a levantar la voz mientras se inclinaba y le tendía la mano—, Ro. Soy yo.
Ella no quería soltarse del brazo del anciano. Él lo levantó lentamente y apartó la mano de la niña con delicadeza para, luego de asentir mientras miraba a Shy, decirle unas palabras amables en su lengua y apartarla con más firmeza. Otras palabras más y Ro, con lágrimas en los ojos, agacha su afeitada cabeza y comienza a apartarse.
Waerdinur dedicó a Shy una mirada dominada por la pena.
—Sólo queríamos lo mejor para ellos.
Shy se arrodilló y cogió a la niña entre sus brazos. La notó flaca, rígida y arisca, como si apenas quedara en ella algo de la hermana que había sido hacía tanto tiempo. Apenas era el encuentro con el que había soñado. Pero era un encuentro, a fin de cuentas.
—¡Joder! —Nicomo Cosca estaba junto a la entrada de la estancia, mirando fijamente el dragón y su cama.
El sargento Amistoso llegó a su lado y, sacando una pesada cuchilla de su chaquetón, dio un paso hacia aquella cama de oro, huesos y documentos que crujió bajo su peso, creando una especie de pequeño corrimiento de tierra, pero de monedas, alrededor de sus botas, y luego, inclinándose, tocó el hocico del dragón.
La cuchilla de carnicero produjo el mismo ruido metálico que hubiese hecho un yunque.
—Es una máquina —dijo, frunciendo el ceño.
—Es la obra más sagrada del Hacedor —explicó Waerdinur, ya casi sin aliento—. Una obra de maravilla, de poder, de…
—Sin duda —Cosca sonreía de oreja a oreja mientras se paseaba por la habitación, abanicándose con el sombrero. Pero no miraba al dragón, sino a su cama—. Amistoso, ¿crees que todo esto valdrá mucho dinero?
El sargento enarcó las cejas y respiró profundamente.
—Muchísimo. ¿Lo calculo?
—Quizá después.
Amistoso parecía un poco decepcionado.
—Escuchadme… —Cuando Waerdinur intentó levantarse, la sangre brotó de la flecha que tenía clavada en el hombro, manchando el brillante oro que se encontraba detrás de él—. Estábamos a punto de despertar al dragón. ¡A punto! El trabajo de siglos. Este año… quizá el siguiente. No podéis imaginaros su poder. ¡Podríamos… podríamos compartirlo con vosotros!
Cosca hizo una mueca antes de afirmar:
—La experiencia me ha demostrado que no se me da bien compartir las cosas.
—Expulsaríamos de las montañas a los Intrusos, y el mundo volvería a ser como antes, como en el Tiempo Antiguo. Y tú… ¡tú tendrías todo lo que quisieras!
Cosca sonrió, mirando al dragón mientras ponía las manos en jarras.
—Es evidente que tenemos ante nosotros algo tan curioso como notable. Una magnífica reliquia. Pero ¿podremos utilizarla contra lo que ya pulula por las llanuras? ¿Los lerdos, que son legión? ¿Los comerciantes, los granjeros, los que entretienen a la gente con majaderías, los que emborronan los periódicos? ¿La infinita marea de codiciosos? —Agitó su sombrero en dirección al dragón—. Todo este tipo de cosas son ahora tan inútiles como una vaca contra una invasión de hormigas. En el mundo que está por llegar no quedará sitio para lo mágico, lo misterioso, lo extraño. La gente llegará a vuestros lugares sagrados para levantar en ellos… sastrerías. Y emporios de comida deshidratada. Y bufetes de abogados. Harían lamentables copias de todo lo que hay por ahí. —El viejo mercenario se rascó pensativo el cuello lleno de sarpullido—. Puedes desear que eso no suceda. Y yo puedo coincidir contigo. Pero sucederá. Ya estoy cansado de combatir por causas perdidas. El tiempo de la gente como yo se está acabando. ¿Y el tiempo de los que son como tú? —Se quitó una mota de sangre seca que tenía bajo una uña—. Acabó hace ya tantos años que es como si nunca hubiese existido.
Waerdinur intentó tocarle, pero su mano pendía de su antebrazo roto y la piel estaba tensa alrededor de sus huesos destrozados.
—¿No comprendes lo que supondría todo lo que te ofrezco?
—Pues claro que sí. —Cosca, que acababa de pisar con una de sus botas un yelmo dorado que sobresalía del tesoro, sonrió a la Mano Derecha del Hacedor—. Quizá te sorprenderá saberlo, pero a lo largo de mi vida he recibido muchas ofertas de países extranjeros: fortunas ocultas, puestos de honor, lucrativos derechos comerciales en la costa de Kadiri, una ciudad entera, fíjate, aunque hay que reconocer que en mal estado. Y entonces comprendí… —y en ese momento miró el hocico humeante del dragón, como si viera algo que los demás no veían— una cosa que me resultó muy dolorosa, porque siempre había tenido las fantasías que tiene todo el mundo… —y cogió una moneda de oro de entre todo aquel montón y la levantó para que todos la vieran—: Que un simple marco valía para mí más que mil promesas juntas.
Waerdinur dejó caer lentamente su brazo roto.
—Siempre intenté hacer… lo mejor.
—Por supuesto. —Cosca asintió con la cabeza y lanzó la moneda al montón—. Lo creas o no, es lo que hacemos todos. ¿Amistoso?
El sargento se agachó y partió limpiamente en dos la cabeza de Waerdinur con su cuchilla.
—¡No! —exclamó Ro, y Shy apenas pudo retenerla, porque tiraba con mucha fuerza.
Cosca casi no pareció sentirse molesto por aquella interrupción.
—Deberías llevártela de aquí. Este sitio no es en absoluto apropiado para una niña.