El socio que aparece

El socio que aparece

En general, Temple tenía que admitir que era una persona que no había conseguido realizar sus más altas expectativas. Ni siquiera las más bajas. Había acometido un cúmulo de proyectos, buena parte de los cuales habrían avergonzado a cualquier persona decente. Respecto a los demás, ya fuera por una mezcla de mala suerte, impaciencia o por obsesionarse inútilmente con lo siguiente que tenía que hacer, apenas recordaba uno solo que no hubiese acabado en decepción, fracaso o en el más completo desastre.

Eso explicaba que la tienda de Majud fuese para él una sorpresa de lo más agradable a medida que iba quedando terminada.

Uno de los suljuks que había ido con ellos en la caravana resultó ser un artista con las tejas. Lamb puso sus nueve dedos en los trabajos de albañilería, demostrando que se le daba muy bien. Pocos días antes, los Buckhorm habían acudido en masa para ayudarles a serrar y a clavar las planchas laterales. Incluso Lord Ingelstad se había tomado un singular respiro para dejar de perder dinero en las timbas locales y asesorarles con la pintura, demostrando no ser un experto en la materia.

Temple fue hasta uno de los escalones que daban a la calle y contempló la fachada casi terminada, a la que sólo le faltaban las balaustradas de los balcones y los cristales de las ventanas. Entonces esbozó la mayor sonrisa de satisfacción que se hubiese permitido en mucho tiempo. Poco le duró, porque el fuerte golpe que recibió en el hombro estuvo a punto de darle en la cara.

Cuando se volvió, pensando que era Shy y que iba a reprocharle lo lento que era a la hora de pagar, recibió una nueva sorpresa.

Un individuo se encontraba detrás de él. Aunque no fuese alto, era ancho de hombros y llevaba unas patillas de un color anaranjado que hacían daño a la vista. Los gruesos cristales de sus gafas empequeñecían el tamaño de sus ojos, consiguiendo que, por comparación, su sonrisa pareciera inmensa. Aunque llevase un traje de sastrería, sus gruesas manos estaban llenas de cicatrices, muestra evidente de todo lo que había trabajado con ellas.

—¡Me desesperaba al pensar que no habría buenos carpinteros en este sitio! —Enarcaba una ceja al contemplar las nuevas bancadas del antiguo anfiteatro que apuntaban caóticamente hacia el cielo—. Y, cuando estaba más deprimido, ¿qué es lo que me encuentro? —Cogió a Temple por los brazos y le obligó a darse la vuelta para mirar la tienda de Majud—. ¡Este tonificante ejemplo del arte de la carpintería! Que, de diseño atrevido y ejecutado con suma diligencia, supone una impetuosa fusión de los estilos que reflejan el carácter multicultural de los aventureros que desafían a esta tierra virgen. ¡Y todo ello en mi nombre! ¡Señor, me descubro ante usted!

—¿En… su nombre?

—¡Ciertamente! —Señaló el letrero que estaba encima de la puerta—. ¡Soy Honrig Curnsbick, la mejor mitad de Majud y Curnsbick! —Y rodeó con sus brazos a Temple, besándole en ambas mejillas para acto seguido hurgar en uno de los bolsillos de su chaleco y sacar una moneda—. Una pequeña aportación extra por sus molestias. ¡La generosidad se paga a sí misma, como siempre dije!

Temple parpadeó al ver la moneda de plata. Era de cinco marcos.

—¿Lo dijo?

—¡Lo dije! ¡Y aunque eso no siempre se concrete en dinero o tenga efectos inmediatos, sí que produce amistad y buena voluntad, que, últimamente, no tienen precio!

—¿No lo tienen? Quiero decir… ¿usted piensa que no lo tienen?

—¡Pues claro que no! ¿Dónde está mi socio Majud? ¿Dónde está ese viejo gusano buscador de dinero que tiene un corazón de piedra?

—No creo que supiese que usted iba a venir…

—¡Ni yo! Pero ¿cómo podía seguir en Adua mientras… esto…? —Y abrió los brazos como si quisiera abarcar con ellos la atestada, balbuciente y fragante Arruga—. ¿Mientras esto ocurre sin mí? Además, tengo una nueva idea que me parece fascinante y que me gustaría discutir con él. Se trata de vapor.

—¿Cómo?

—¡La comunidad técnica sigue entusiasmada con la demostración que Scibgard acaba de hacer de su nuevo aparato de pistón alimentado con carbón!

—¿Un aparato de qué?

Curnsbick se subió las gafas hasta la frente para observar con ojos miopes las colinas situadas al otro lado de la ciudad, y dijo:

—Los resultados de las primeras investigaciones con minerales son extremadamente fascinantes. ¡Muchacho, sospecho que el oro de esas montañas es negro! Tan negro como… —Al levantar la mirada hacia los escalones su voz comenzó a apagarse, y entonces se quedó boquiabierto—. No… puede… ser. —Se puso las gafas en su sitio y entonces se le cayó la mandíbula—. ¿Es el famoso Iosiv Lestek?

El actor, entrapajado en una manta y en la pelusa gris de muchos días que cubría sus grises mejillas, le devolvió la misma mirada atónita que él acababa de dirigirle.

—Bueno, sí…

—¡Mi querido señor! —Curnsbick subió los escalones al trote, hizo que uno de los hijos de Buckhorm se golpease en un dedo con el martillo que manejaba, cogió al actor por una mano y la estrechó, moviéndola de arriba abajo más deprisa de lo que hubiera podido hacer cualquier aparato de pistón concebido para tal efecto—. ¡Es un honor conocerle, señor, un completo honor! ¡La interpretación que hizo de Bayaz en Adua me dejó encantado! ¡Completamente encantado!

—Es usted muy amable —murmuró Lestek, mientras el socio de Majud, que parecía tan complacido como implacable en sus afectos, le conducía a la tienda—. Pero sigo creyendo que mi mejor representación está por llegar…

Temple los siguió, todavía sorprendido. Curnsbick no era lo que había esperado. ¿Y qué lo es en la vida? Volvió al peldaño de antes para ensimismarse en la bonita perspectiva del edificio que acababa de construir, y la nueva palmada que acababa de recibir en el hombro, tan fuerte como la anterior, estuvo a punto de llegarle a la cara. Se volvió hacia Shy, ciertamente incómodo.

—Te devolveré tu dinero, sanguijuela…

Un tipo monstruoso, cuya pequeña cara asomaba por debajo de una enorme cabeza calva, se encontraba detrás de él.

—La Alcaldesa… quiere… verle a usted —recitó, como si aquellas palabras formaran parte de una frase que hubiese memorizado a duras penas.

Temple comenzó a pasar revista a las muchas razones por las que alguien tan poderoso podía querer verlo muerto.

—¿Está seguro de que se refería a mí? —Aquel hombre asintió. Temple tragó saliva—. ¿Y ha dicho por qué?

—No lo dijo. Y yo no se lo pregunté.

—¿Y si me quedase aquí?

Aquella cara minúscula arrugó el ceño, como si el hecho de pensar le supusiera mucho esfuerzo.

—No consideró… esa opción.

Temple echó una mirada a su alrededor sin ver a nadie que le pudiese ayudar. En cualquier caso, la Alcaldesa era una de esas personas a las que es imposible evitar. Si decía que quería verlo, era porque quería verlo enseguida. Se encogió de hombros, sintiéndose una vez más tan desvalido como una hoja ante los vientos del Hado, y puso toda su esperanza en Dios. Por razones que sólo Él conocía, últimamente parecía haberse fijado en su persona.

• • • • •

La Alcaldesa llevaba mirándolo en silencio un buen rato desde el otro lado de su escritorio.

A las personas que tenían una alta opinión de sí mismas quizá les gustase que las miraran de esa manera mientras pasaban lista en su cabeza a las muchas características, todas ellas encomiables, que suscitaban tan gran admiración en la persona que las miraba. Pero todo aquello suponía una tortura para Temple, porque, reflejada en aquella mirada calculadora, veía su propia decepción sobre sí mismo. Así que se removió en su asiento, deseando que aquella ordalía terminase cuanto antes.

—Me siento muy honrado por su invitación, Alcaldesa… señoría —dijo tartamudeando, porque ya no podía resistir aquello por más tiempo—, pero…

—¿Por qué estamos aquí?

El hombre mayor que estaba junto a la ventana, cuya presencia seguía siendo un misterio, se permitió chasquear la lengua antes de decir:

—Juvens y su hermano Bedesh debatieron esa cuestión durante siete años, y, por más que discutían, la respuesta se alejaba cada vez más de ellos. Soy Zacharus. —Se echó hacia delante, tendiéndole una mano de nudillos abultados. Temple observó las medias lunas de mugre que tenía bajo las uñas.

—¿Como el Mago? —preguntó Temple, adelantando la suya.

—Como él. —Aquel hombre estrechó su mano, le dio la vuelta y observó el callo que tenía en el dedo índice, que aún seguía en su sitio aunque Temple no hubiese cogido una pluma en semanas—. Un hombre de letras —comentó, y las palomas que se encontraban en el alféizar de la ventana cobraron vida y movieron las alas como si hablaran entre sí.

—He tenido… varias profesiones. —Temple intentó mover la mano para librarse de la presa, sorprendentemente recia, con que aquel hombre mayor la había inmovilizado—. Estudié historia, teología y leyes en el Gran Templo de Dagoska, bajo la dirección del Haddish Kahdia. —La Alcaldesa dio un respingo al escuchar aquel nombre—. ¿Lo conocía?

—Lo conocí hace mucho tiempo. Era un hombre al que admiraba muchísimo. Siempre ponía en práctica lo que predicaba. Hacía lo que consideraba correcto, por muy difícil que fuese.

—Mi imagen especular —musitó Temple.

—Las tareas diferentes exigen aptitudes diferentes —observó la Alcaldesa—. ¿Tiene experiencia en redactar tratados?

—Pues sucede que yo mismo negocié un tratado de paz y tracé una o dos fronteras la última vez que estuve en Estiria. —Lo cierto era que se había convertido en el instrumento de un expolio de tierras vergonzoso y completamente ilegal, pero la honestidad, que siempre resulta útil para los carpinteros y los sacerdotes, no lo es tanto para los abogados.

—Quiero que redacte un tratado para mí —dijo la Alcaldesa—. Uno que pida el ingreso de Arruga y de las partes colindantes de las Tierras Lejanas en el Imperio, así como su protección.

—¿En el Viejo Imperio? La gran mayoría de quienes se han establecido en la ciudad proceden de la Unión. ¿No sería natural que…?

—No quiero tener absolutamente nada que ver con la Unión.

—Comprendo. No deseo suponer para usted ningún problema, algo a lo que, por desgracia, estoy acostumbrado, pero las únicas leyes que la gente parece respetar en este sitio son las que terminan en punta.

—Quizá hasta ahora. —La Alcaldesa se acercó rápidamente a la ventana y observó la calle llena de gente—. Pero el oro se agotará y los mineros se marcharán, y cuando se terminen las pieles, los tramperos se marcharán, y luego los tahúres, los asesinos y las putas. ¿Qué quedará de todo eso? Un día no muy lejano, sólo la gente como su amigo Buckhorm, que construye una casa y cría ganado a un día de la ciudad. O su amigo Majud, en cuya bonita tienda y forja usted se ha dejado las manos en estas últimas semanas. O la gente que cultiva, vende o construye lo que sea. —Volvió con una copa y una botella que acaba de coger con maneras muy elegantes—. Y toda esa gente necesitará leyes. Aunque no les gusten mucho los abogados, los considerarán un mal necesario. Lo mismo que yo.

Entonces le sirvió un poco de licor que él no aceptó.

—La bebida y yo hemos mantenido prolongadas y dolorosas conversaciones y hemos descubierto que simplemente no concordamos.

—La bebida y yo tampoco compaginamos bien. —Ella se encogió de hombros y luego se tomó el contenido de la copa—. Pero seguimos discutiendo este asunto.

—He preparado una especie de borrador… —Zacharus rebuscó en su chaqueta, sacando un mugriento fajo de papeles que tenían un formato inusual, olían a cebolla mohosa y estaban garrapateados con la caligrafía más ilegible que uno pueda imaginar—. Como verá, he tenido en cuenta los puntos más importantes. Lo ideal sería un estatuto de enclave casi independiente que se encontrase bajo la protección del Imperio, al que se le pagarían unos tributos nominales. Hay un precedente. La ciudad de Calcis. ¿Cómo se dice? Lo tengo en la punta de la lengua. Bueno. —Bizqueó y se dio una floja bofetada, como si con ella quisiera sacarse la respuesta de la cara.

—Veo que tiene alguna experiencia con la ley —comentó Temple mientras hojeaba el documento.

—Sí, con la ley del Imperio, hace mucho tiempo. Este tratado también tendrá que cumplir las leyes de la Unión y de la minería.

—Lo redactaré lo mejor que pueda. Pero no tendrá validez hasta que lo firmen un representante de la población local y el Emperador, o aquel en quien delegue.

—Un Legado del Imperio habla por el Emperador.

—¿Tiene alguno a mano?

Zacharus y la Alcaldesa se miraron.

—He oído que las legiones del Legado Sarmis están a cuatro semanas de marcha.

—Y yo que Sarmis no es… alguien a quien uno invite a la ligera. Y a sus legiones, aún menos.

La Alcaldesa se encogió de hombros con resignación.

—No se trata de invitar a nadie. Papá Anillo está empeñado en que Arruga forme parte de la Unión. Estoy enterada de que sus negociaciones al respecto se encuentran muy adelantadas. No podemos permitir que eso suceda.

—Entiendo —dijo Temple. Pero lo que entendía era que la escalada del conflicto había adquirido una dimensión de carácter internacional que aún podía ir a más. Afortunadamente, las escaladas de los conflictos eran aquello de lo que los abogados comían y bebían. Aunque eso supusiera tomar el camino fácil, tuvo que reconocer que su corazón se enardecía ante la simple idea de volver a su antigua profesión.

—¿Cuánto tiempo tardará en preparar el documento? —preguntó la Alcaldesa.

—Muy pocos días. Pero antes tengo que terminar la tienda de Majud…

—Considérelo una prioridad. Su minuta será de doscientos marcos.

—¿Dos… cientos?

—¿No es suficiente?

Realmente, sí que era tomar el camino fácil. Se aclaró la garganta y respondió con voz algo ronca:

—Lo es, pero… antes tengo que acabar la casa. —Las palabras que salían de su boca le sorprendieron más que las que le había dicho la Alcaldesa al mencionar la minuta.

Zacharus asintió y dijo:

—Veo que usted es de esos hombres a los que le gusta ir al fondo de las cosas.

Temple no pudo por menos que sonreír.

—En absoluto… pero siempre me gustó la idea de llegar a ser uno de ellos.