Plegarias atendidas

Plegarias atendidas

Temple estaba bebiendo. Bebía como cuando murió su mujer. Como si hubiera algo en el fondo de la botella que necesitase desesperadamente. Como si fuera una carrera de la que dependiese su vida. Como si la de bebedor fuese una profesión en la que quisiera llegar hasta lo más alto. ¿Acaso no lo había intentado con todas las demás que había tenido?

—Deberías parar —dijo Sworbreck, mirándole preocupado.

—Y tú comenzar —repuso Temple, echándose a reír aunque nunca hubiese tenido menos ganas de hacerlo que en aquel momento. Eructó y, al sentir una arcada, la eliminó echándose otro trago.

—Tienes que contenerte —dijo Cosca, que en absoluto se contenía—. Beber es un arte, no una ciencia. Acaricias la botella. La seduces. La enamoras. Un trago… un trago… un trago… —Y a cada una de estas palabras lanzaba besos al aire y parpadeaba de manera exagerada—. Beber es como… el amor.

—¡Qué cojones sabrás tú del amor!

—Más de lo que me gustaría —respondió el Viejo con una mirada lejana en sus ojos amarillentos, para acto seguido lanzar una risotada llena de amargura—. Los hombres despreciables siguen amando, Temple. Siguen teniendo penas. Siguen intentando reponerse de sus heridas. Quizá más que los demás. —Le dio una palmada en el hombro que le hizo atragantarse y toser lastimeramente—. ¡Pero no nos pongamos sensibleros! ¡Somos ricos, muchacho! Muy ricos. Y los ricos no tienen por qué disculparse. Iremos a Visserine. Para recuperar lo que perdí. Lo que me robaron.

—Lo que desaprovechaste —dijo Temple, con voz tan débil que Cosca no pudo escucharlo entre el clamor general.

—Sí —replicó el Viejo, que seguía ensimismado—. Dentro de poco habrá sitio para un nuevo capitán general. —Movió un brazo para abarcar la estancia llena de ruido, de personas y de calor sofocante—. Todo esto será tuyo.

Era como si en un tugurio de una sola planta se sucediesen al tiempo varias escenas del más puro libertinaje, enmarcadas en una atmósfera apenas iluminada que estuviese cargada con el humo de chagga y dominada por las risotadas y las conversaciones mantenidas en diferentes idiomas. Dos norteños enormes luchaban entre sí, quizá para divertirse o quizá para matarse el uno al otro, ahuyentando a la gente a su alrededor. Dos súbditos de la Unión y uno del Imperio se quejaban ostensiblemente, porque otros habían decidido ocupar su mesa para jugar a las cartas, amontonando en ella toda suerte de monedas y de botellas que se desplomaban continuamente. Tres estirios, que se encontraban en un feliz duermevela, se fumaban una pipa de humo encima del colchón reventado que estaba en un rincón. Amistoso estaba sentado con las piernas cruzadas, tirando los dados una y otra vez en el hueco creado entre ellas y frunciendo el ceño con feroz concentración, como si las respuestas a todas las preguntas estuvieran a punto de aparecer en sus doce caras.

—Un momento —musitó Temple, pues su mente ebria acababa de captar el significado de las palabras de Cosca—. ¿Mío?

—¿Quién está mejor cualificado que tú? Querido mío, ¡te ha enseñado el mejor! Temple, te pareces muchísimo a mí, siempre lo he dicho. Los grandes hombres marchan, a menudo, en la misma dirección. ¿No lo dijo Stolicus?

—¿Los grandes hombres como tú? —susurró Temple.

Cosca se dio una palmada en la grasienta cabellera gris.

—Cerebro, muchacho, tú tienes cerebro. Tu moral puede ser un poco rígida en ocasiones, pero ya se irá haciendo más dúctil a medida que tengas que decidir sobre la marcha. Hablas bien y conoces el punto flaco de la gente. Pero, sobre todo, conoces la ley. La política de mano dura se está quedando anticuada. No quiero decir que nunca haya que emplearla, pero la ley, Temple, será imprescindible para conseguir la riqueza.

—¿Y qué hay de Brachio?

—Tiene familia en Puranti.

—¿De veras? —Temple parpadeó mientras intentaba localizar a Brachio, al que encontró al otro extremo de la habitación, donde abrazaba con ganas a una voluminosa mujer kantic—. Nunca lo mencionó.

—Una esposa y dos hijas. ¿Quién habla de su familia con una chusma como nosotros?

—¿Y Dimbik?

—¡Bah! Carece de sentido del humor.

—¿Y Jubair?

—Más loco que una cabra.

—Pero no soy un soldado, sino ¡un maldito cobarde!

—Algo admirable en un mercenario. —Cosca echó hacia delante la barbilla y se rascó el cuello lleno de sarpullido con el dorso de sus uñas amarillentas—. Yo mismo he terminado desarrollando un saludable respeto por el peligro. No es que tú vayas a blandir el acero. El trabajo consiste en hablar, bla, bla, bla, y en ponerse sombreros grandes. En eso y en saber cuándo no mantener la palabra dada. —Agitó un dedo de nudillos prominentes—. Siempre me dejaba llevar por las emociones. Y era tremendamente leal. Pero tú, Temple…, eres un bastardo traicionero.

—¿Lo soy?

—Me abandonaste cuando te convenía e hiciste nuevos amigos. Y luego, cuando volvió a convenirte, los abandonaste y regresaste tranquilamente, casi diciendo «con la venia».

Temple parpadeó al escucharle, diciendo luego:

—Porque pensaba que me matarías si no lo hacía.

—¡Menudencias! —Cosca movió la mano como si quisiera quitarle importancia—. Ya hacía mucho que había pensado en ti para que me sucedieses.

—Pero… si nadie me respeta.

—Porque tú tampoco te respetas a ti mismo. Dudas, Temple. Falta de decisión. Todo te preocupa demasiado. Antes o después tendrás que hacer algo, o nunca harás nada. Y, cuando lo hagas, serás un magnífico capitán general. Uno de los grandes. Mejor que yo. Mejor que Sazine. Mejor, incluso, que Murcatto. Pero tendrás que beber menos. —Cosca lanzó su botella vacía, le quitó a otra el corcho con los dientes y lo escupió—. Maldito hábito.

—No quiero seguir haciendo esto por más tiempo —susurró Temple.

—Eso es lo que dices constantemente —repuso Cosca—, pero aquí sigues.

—Voy a echar una meada —dijo Temple, y salió dando tumbos.

El aire frío le abofeteó con tanta fuerza que estuvo a punto de chocar con uno de los guardias, y se sintió avergonzado por no estar sobrio. Tropezó con un costado del enorme carruaje del Superior Pike, pensando en la fortuna que se encontraba al alcance de su mano, dejó atrás los caballos que se agitaban, cuyo aliento se condensaba al escapar de sus morrales, dio unos cuantos pasos en dirección a los árboles, sintiendo cómo se hundían sus botas en la nieve, y cuando los sonidos de los juerguistas quedaron atrás, arrojó su botella contra la nieve helada y se desabrochó la bragueta con dedos entumecidos. Maldición, seguía haciendo frío. Se inclinó hacia atrás y miró al cielo, observando que las estrellas que brillaban daban vueltas y bailaban más allá de las ramas que estaban a oscuras.

El Capitán General Temple. Se preguntó qué hubiera dicho el Haddish Kahdia al escuchar aquellas palabras. Se preguntó qué pensaría Dios. ¿Cómo había llegado a aquello? ¿Acaso no había tenido siempre buenas intenciones? Siempre había intentado hacer lo mejor.

Pero hacer lo mejor, en él, nunca había valido nada.

—¿Dios? —preguntó con voz chillona, mirando al cielo—. ¿Estás ahí arriba, bastardo? —Después de todo, quizá Él no fuera más que un matón, como lo presentaba Jubair—. Sólo… te pido una señal, ¿me la darás? Sólo una pequeñita. Para que me guíe por el buen camino. Sólo… un empujoncito.

—Yo te daré un empujoncito.

Se quedó helado durante un instante, aún goteando.

—¿Dios? ¿Eres tú?

—No, necio. —La nieve crujió cuando alguien sacó de la nieve la botella que acababa de tirar.

—Pensé que te habías marchado —dijo Temple, volviéndose.

—He vuelto. —Shy inclinó la botella y se echó un trago. Tenía media cara a oscuras, y la otra media, iluminada por la parpadeante luz de la fogata del campamento—. Pensé que nunca saldrías de ahí —comentó, pasándose una mano por los labios.

—¿Me estabas esperando?

—Un buen rato. ¿Estás borracho?

—Sólo un poco.

—Eso nos viene bien.

—A mí sí.

—Ya lo veo —dijo ella, mirándole de soslayo.

Temple cayó en la cuenta de que tenía la bragueta abierta, y comenzó a abrochársela.

—Si estabas apurada por verme la polla, podías haberlo dicho.

—Aunque no pongo en duda su impresionante belleza, he venido por otra cosa.

—¿Hay alguna ventana por la que alguien tiene que saltar?

—No. He venido porque puedo necesitar tu ayuda.

—¿Puedes necesitarla?

—Si las cosas salen bien, puedes volver a ahogar tus penas.

—¿Te salen bien las cosas muy a menudo?

—La verdad es que no.

—¿Será peligroso?

—Un poco.

—¿Sólo un poco?

—No. —Shy se echó otro trago—. Mucho.

—¿Tiene que ver con Savian?

—Un poco.

—Oh, Dios —musitó, rascándose el caballete de la nariz y deseando que el mundo siguiera tan oscuro como estaba. Las dudas, ahí estaba el problema. La indecisión. Preocuparse demasiado. Le habría gustado estar menos borracho. Y a continuación quiso estarlo más. ¿No había pedido una señal? Nunca había esperado recibirla.

—¿Qué necesitas? —preguntó con voz muy débil.