Ningún sitio adonde ir

Ningún sitio adonde ir

Ro se arrancó la cadena de la que pendía la escama de dragón y la dejó con mucho cuidado encima de las pieles. En cierta ocasión, Shy le había dicho que uno puede pasarse toda la vida esperando el momento oportuno. Bueno, pues aquel momento era tan oportuno como cualquier otro.

Cuando tocó en la oscuridad la mejilla de Pit, éste se desperezó con un asomo de sonrisa. Se sentía feliz en aquel sitio. Quizá fuera lo bastante joven para olvidar. Estaba a salvo, o tan a salvo como podía estar. Pero Ro sabía que en este mundo no existe la certeza. Le habría gustado decirle simplemente «adiós», pero no estaba segura de que no fuese a echarse a llorar. Por eso recogió su hatillo y se deslizó en medio de la noche.

El aire era frío, porque nevaba un poco, aunque no tanto para que la nieve cuajase, pues se fundía apenas tocar el suelo, evaporándose poco después. La luz salía de algunas casas. Como sus ventanas no tenían vidrios ni contraventanas, ya que estaban talladas en la roca o en los muros de las casas, que eran muy viejos y estaban desgastados por la inclemencia del clima, Ro no podía distinguirlas de la montaña sobre la que se levantaban. Así que se pegó a las sombras, pisando sin hacer ruido el antiguo pavimento con sus pies envueltos en harapos, y dejó atrás la gran losa negra que, lustrosa por el paso de los años, les servía para cocinar en ella, observando el vapor que despedía al recibir los copos de nieve.

Como la puerta de la Casa Larga crujió al abrirla, se pegó a la pared ennegrecida, esperando. Las voces de los Mayores, que se dirigían a la Asamblea, entraron por la ventana. Después de llevar tres meses en aquel sitio, prácticamente entendía todo lo que decían.

—Los Shanka están criando en los túneles más profundos. —Era la voz de Uto, que siempre era muy precavida.

—Entonces habrá que sacarlos de allí —decía Akosh, que siempre era muy decidida.

—Si mandamos a muchos guerreros a por ellos, nos quedaremos indefensos. Quizá algún día llegue gente de fuera.

—Pues los expulsaremos hasta el lugar que ellos llaman Almenara.

—Quizá sólo consigamos despertar su interés.

—Eso no tendrá importancia cuando hayamos despertado al Dragón.

—La decisión me incumbe a mí. —Era la profunda voz de Waerdinur—. El Hacedor no trajo a nuestros ancestros hasta este lugar para que su obra cayese en el olvido. Tenemos que ser atrevidos. Akosh, tú bajarás con trescientos de los nuestros a los pozos más profundos, harás salir a los Shanka y mantendrás abiertas las excavaciones durante el invierno. Luego, cuando llegue el deshielo, regresarás.

—Estoy preocupada —decía Uto—. He tenido visiones.

—Tú siempre estás lamentándote…

Las palabras de todos ellos se desvanecieron en la noche cuando Ro echó a andar, pisando las grandes placas de bronce deslustrado en las que muchos nombres aparecían escritos con caracteres muy pequeños, miles y miles de nombres que se apretujaban bajo la bruma de las eras. Como sabía que la guardia le tocaba aquella noche a Icaray, supuso que estaría tan bebido como siempre. Se sentaba bajo el arco de la entrada, con la cabeza a punto de caérsele, la lanza apoyada en la pared y la botella vacía entre los pies. A fin de cuentas, las personas del Pueblo del Dragón eran como cualesquiera otras, y tenían sus mismas debilidades.

Ro volvió la cabeza una vez y pensó en lo bonito que era aquel sitio: las ventanas iluminadas de amarillo, que habían sido excavadas en la negruzca pared del acantilado, los oscuros peldaños tallados en los inclinados techos que se recortaban contra un cielo salpicado de estrellas. Pero no era su hogar. Y no quería que lo fuera. Dejó atrás a Icaray y bajó por los peldaños, agarrándose con la mano derecha a la cálida roca que quedaba a aquel lado, porque a la izquierda le aguardaba una caída de varios cientos de pasos.

Al llegar a la cúspide, encontró la escala oculta que bajaba hasta el pie de la montaña. Aun siendo evidente que no parecía en absoluto oculta, Waerdimur le había asegurado que sí lo era, pues nadie podía verla a menos que ellos se la mostrasen. Y aunque Shy siempre le había dicho que todas las historias de magos y de demonios no eran ciertas, en aquel rincón tan alto y tan alejado del mundo todo tenía magia, y negarlo parecía una necedad tan grande como afirmar que el cielo no existe.

Así que bajó por aquella escala zarandeada por el viento, sintiendo que las piedras que tocaba con los pies estaban cada vez más frías. Luego entró en el bosque de árboles muy altos que crecían junto a las laderas desnudas, cuyas raíces atraparon los dedos de sus pies y se enredaron en sus tobillos. Pasó corriendo junto a una corriente de aguas sulfurosas que burbujeaban entre rocas incrustadas de salitre. Se detuvo cuando su aliento comenzó a condensarse, y entonces sintió en su pecho la dentellada del frío. Por eso apretó con más fuerza los trapos que le cubrían los pies, desenrolló la piel, echándosela por encima de los hombros, comió y bebió, cerró el hatillo que llevaba y apretó el paso. Pensó en Lamb, que era capaz de arar durante muchas horas sin cansarse, y de Shy, que movía la hoz mientras el sudor le goteaba por la cara y le decía, apretando los dientes: Sigue. No pienses en detenerte. Sigue. Y Ro siguió apretando el paso.

En aquel lugar, la nieve comenzaba a fundirse en los pocos sitios donde había cuajado, de suerte que las ramas dejaban caer gotas de agua con un monótono tap, tap que a ella le hizo echar de menos unas buenas botas. Y cuando escuchó el lamento de los lobos a lo lejos, corrió más deprisa, con pies cada vez más mojados y piernas cada vez más doloridas, pero siempre montaña abajo, montaña abajo, gateando por rocas melladas, deslizándose sobre rocas sueltas y consultando con las estrellas la dirección que seguía, tal y como Gully le había enseñado tiempo atrás, cuando ella no podía dormir y se sentaba con él al raso, junto al granero.

Aunque la nieve hubiera dejado de caer, cubría bastante, reluciendo cuando la aurora se insinuó tímidamente a través del bosque y consiguiendo que sus pies suscitaran en su blanco manto todo tipo de crujidos, y, también, que la cara le comenzara a picar por el frío. Cuando más adelante los árboles comenzaron a escasear, corrió más deprisa, quizá con la esperanza de descubrir a lo lejos campos, o valles cubiertos de flores o un alegre villorrio encajado entre colinas.

Se detuvo ante el extremo de un acantilado que le dio vértigo, y se quedó mirando aquella región tan alta y tan estéril, donde, sin un atisbo siquiera de seres humanos o de cualquier color, la oscuridad del bosque y de las rocas se veía invadida por la blancura de la nieve que comenzaba a desvanecerse en un rumor gris. Nada había allí del mundo que ella conocía, ni esperanza alguna de poder huir, ni calor en la tierra que pisaba, pues todo se hallaba dominado por el frío, de suerte que Ro se echó el aliento en las temblorosas manos para calentárselas, mientras se preguntaba si el mundo no acabaría en aquel sitio.

—Bienvenida, hija. —Waerdinur estaba sentado detrás de ella con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en el tocón de un árbol, con su bastón, o su lanza (Ro aún no sabía cuál de las dos cosas era exactamente), entre el pecho y un brazo—. ¿Llevas comida en ese hatillo? Como he tenido que perseguirte, no he podido coger nada.

Ella no le contestó, limitándose a ofrecerle una tira de carne, y luego ambos se sentaron a comer, y ella se sintió muy contenta por el hecho de que hubiera ido a buscarla.

Poco después, él dijo lo siguiente:

—Supongo que te resulta difícil seguir con nosotros. Pero debes comprender que el pasado ya no existe. —Y sacó la escama de dragón que ella había dejado atrás, pasándole la cadena alrededor del cuello. Y, mientras lo hacía, no intentó detenerle.

—Shy vendrá a buscarme… —dijo ella, pero su voz apenas era audible, porque estaba atenuada por el frío, opacada por la nieve, perdida en la gran desolación.

—Es posible. ¿Sabes cuántos niños han llegado hasta aquí durante todos los años que he vivido?

Ro no contestó.

—Centenares. ¿Y sabes cuántos familiares suyos han acudido a reclamarlos?

Ro tragó saliva y siguió sin hablar.

—Ninguno. —Waerdinur pasó uno de sus grandes brazos alrededor de su cuerpo y la abrazó, dándole calor—. Ahora eres uno de los nuestros. En ocasiones, alguno decide dejarnos. Y hay quienes lo consiguen. Mi hermana fue uno de ellos. Si, realmente, quieres irte, nadie te lo impedirá. Pero es un camino largo y azaroso, ¿y para qué? Las tierras de ahí fuera están teñidas de rojo, y carecen de justicia y de sentido común.

Ro asintió. Eso ya lo sabía.

—Aquí la vida tiene un propósito. Aquí te necesitamos. —Hizo una pausa y le tendió una mano—. ¿Podré mostrarte más adelante una cosa maravillosa?

—¿Qué cosa?

—El motivo por el que el Hacedor nos dejó en este sitio. El motivo por el que nos quedamos en él.

Ella tomó su mano y él la levantó con suma facilidad, sentándola encima de sus hombros. Entonces ella puso una de las palmas de sus manos sobre la suave pelusa de su cabeza afeitada y preguntó:

—¿Por qué no me afeitas mañana la cabeza?

—Sólo te la afeitaré cuando estés preparada para ello. —Y comenzó a subir por la colina, siguiendo el camino que ella había tomado y cubriendo con sus pies las huellas que aún seguían marcadas en la nieve.