¡Oh, Dios, el polvo!

¡Oh, Dios, el polvo!

—Despierta.

—¡No! —Temple intentaba taparse la cara con los míseros harapos que le servían de manta—. ¡Por favor, Dios, no!

—Me debes ciento cincuenta y tres marcos —dijo Shy, mirándolo sin agacharse. Todas las mañanas pasaba lo mismo. Si es que se las podía llamar «mañanas». En la Compañía de la Graciosa Mano, a menos que hubiese algún botín en perspectiva, muy pocos se levantaban hasta que el sol estaba muy alto, y el notario era el último en hacerlo. Pero en la caravana las cosas marchaban de forma diferente. Por encima de Shy, las estrellas aún parpadeaban, y el cielo que las cubría apenas era una sombra menos oscura que la brea.

—¿A cuánto ascendía mi deuda original? —preguntó con voz cascada, intentando quitar de su garganta el polvo del día anterior.

—A ciento cincuenta y seis.

—¿Cómo? —Llevaba nueve días rompiéndose la espalda, destrozándose los pulmones, despellejándose las nalgas, y sólo había conseguido reducir su deuda en tres marcos. Dijeran lo que dijesen de Nicomo Cosca, aquel viejo bastardo sí que pagaba bien.

—Buckhorm te endiñó otros tres por la vaca que perdiste ayer.

—Soy como un esclavo —murmuró Temple, amargado.

—No eres ni eso. Porque a los esclavos se los puede vender —Shy lo empujó con un pie y él comenzó a levantarse, refunfuñando; se puso las botas mojadas, que eran varios números más grandes que el suyo y que sobresalían por debajo de su manta raquítica, se echó la chaqueta de cuarta mano por encima de la camisa, tiesa por el sudor que se había secado, y saltó hacia el carro de la cocina, agarrándose el trasero, que le dolía por pasarse mucho tiempo encima de la silla de montar. Aunque tuviese ganas de llorar, consiguió sobreponerse para no darle a Shy aquella satisfacción. Cualquier cosa menos eso.

Allí se quedó, lleno de dolores y miserable, tomándose el agua fría y la carne medio cruda que habían cocinado la noche anterior. A su alrededor, los hombres se disponían a realizar las tareas del día, hablando en voz baja, mientras su aliento humeaba en el amanecer helado, del oro que los aguardaba al final del viaje, y abriendo, maravillados, unos ojos como platos, como si creyeran que en lugar de aquel metal amarillo iban a ver el secreto de su existencia grabado en las rocas de aquellos lugares nunca cartografiados.

—Te toca ir en la retaguardia —dijo Shy.

Aunque buena parte de las profesiones por las que había pasado Temple tuvieran que ver con la suciedad, el peligro y con trabajar a la desesperada, ninguna de ellas se acercaba, por su atroz mezcla de tedio, incomodidad y exiguo salario, a la de cabalgar en la retaguardia de una caravana.

—¿Otra vez? —agachó los hombros como si acabaran de decirle que aquella mañana iba a pasarla en el Infierno. Pues a eso se parecía la tarea que acababan de encomendarle.

—Qué va. Estoy de broma. Tus habilidades como abogado aún son muy demandadas. Hedges quiere que hables en su nombre con el Rey de la Unión, y Lestek ha decidido crear un nuevo país, por lo que necesita que lo aconsejen a la hora de redactar su Constitución. Y Roca Llorona quiere añadir otro codicilo a su testamento.

Seguían parados en la penumbra, con el viento que soplaba en la llanura y que se le metía por el roto que tenía cerca de una axila.

—Me iré a la retaguardia.

—Bien.

Temple estuvo tentado de suplicar, pero el orgullo le venció. Quizá suplicase a la hora de la comida. Así que recogió el montón de cuero desvencijado que le servía de silla de montar y de almohada y, cojeando, fue hacia su mula. Que, con ojos llenos de odio, vio cómo se acercaba a ella.

Había hecho todo lo posible para tratar a la mula como si fuese una compañera más en aquel desafortunado asunto, pero el animal no se daba por aludido. Era su archienemiga, y aprovechaba cualquier oportunidad que se le presentase para morderlo o cocearlo, y en una ocasión se orinó de la manera más memorable posible en aquellas botas suyas tan enormes cuando intentó montarse en ella. En aquellos momentos, subido en el recalcitrante animal, se dirigía hacia la retaguardia de la columna, mientras los carros que marchaban en cabeza comenzaban a moverse, y sus ruedas, a rechinar y a despedir polvo.

¡Oh, Dios, el polvo!

Preocupado por los Fantasmas después de que Temple se los hubiera encontrado, Dab Sweet llevó la caravana hasta una árida extensión de hierbas y zarzas agostadas por el sol, donde el polvo se levantaba sólo con mirar aquel terreno reseco. Cuanto más atrás se encontrase uno en la retaguardia, más amigo iba haciéndose del polvo, como Temple, que había pasado los últimos seis días detrás de todos ellos. La mayor parte del tiempo opacaba el sol, cubriéndolo con la lobreguez propia de una tumba, haciendo que el paisaje pareciese borroso, que los carros desaparecieran y que el ganado que estaba justo delante de él se convirtiese en una procesión de siluetas fantasmales. Todas las partes de su ser estaban resecas por el viento e impregnadas de polvo. Tenía arena entre los dientes. Y si el polvo no conseguía asfixiarle, el pestazo de los animales se encargaba de rematar la faena.

El resultado habría sido el mismo que si se hubiese estado frotando el culo con estropajo durante catorce horas seguidas mientras se tomaba un preparado de arena mezclada con mierda de vaca.

No hay duda de que hubiera debido saltar de alegría por la suerte que tenía y dar gracias a Dios por seguir vivo, pero no le era fácil mostrarse agradecido por vivir en aquel purgatorio de polvo. A fin de cuentas, la gratitud y el resentimiento son hermanos inseparables. De vez en cuando pensaba en la manera de escapar, de librarse de aquella deuda que lo sofocaba, pero no encontraba ninguna, al menos ninguna que le pareciese fácil. Rodeado por cientos de kilómetros de terreno al aire libre, se sentía como un preso encerrado en una celda. Se quejaba amargamente a quien quisiera escucharle, pero nadie le hacía caso. Leef era el jinete que estaba más cerca de él, y era evidente que aquel chico sufría los ardores de la pasión de adolescente que sentía por Shy, a la que situaba en algún lugar intermedio entre los de madre y amante, llegando a exhibir unos celos tan extremados cuando ella hablaba o reía con otro hombre que casi resultaban cómicos, lo que, por desgracia para él, sucedía frecuentemente. Pero Temple no albergaba ningún pensamiento romántico respecto a la mujer que era la primera de sus torturadores.

No obstante, tenía que reconocer que había algo singularmente interesante en aquellas maneras bruscas, rápidas y seguras que la definían, siempre moviéndose, siempre siendo la primera en acometer el trabajo y la última en dejarlo, siempre en pie mientras los demás se sentaban, siempre jugueteando con su sombrero, su cuchillo o los botones de su camisa. En ocasiones era consciente de preguntarse si su carne sería tan recia como la de aquel hombro suyo que había tocado. Como la de aquel costado suyo contra el que se había apretado. ¿Besaría tan fuerte como regateaba?

Cuando, finalmente, Sweet los llevó hasta el miserable regato de un río, se desató una estampida de animales y de personas. Los animales se apelotonaron y se subieron unos encima de otros, volviendo marrón aquella agua amarga. Los pequeños de Buckhorm chapoteaban y se divertían. Ashjid dio gracias a Dios por su munificencia, mientras su idiota asentía, chasqueaba la lengua y llenaba los barriles del agua potable. Iosiv Lestek mojaba ligeramente su pálido rostro y se dedicaba a declamar el largo fragmento de un poema pastoril. Temple encontró corriente arriba una charca y se dejó caer de espaldas en ella, sonriendo como un tonto mientras la humedad le empapaba lentamente la camisa. Sus exigencias respecto a lo que consideraba una situación placentera habían decrecido notablemente en las últimas semanas. De hecho, mientras disfrutaba mucho con el calorcillo del sol que le daba en la cara, algo lo veló sin previo aviso.

—¿Crees que te mereces que mi hija malgaste el dinero en ti? —Lamb estaba encima de él. Cuando, aquella misma mañana, Luline Buckhorm se preparaba a cortar el pelo a sus pequeños, el norteño se puso a regañadientes en la cola. Con la barba y la cabellera más cortas, parecía más grande, más fuerte, e incluso más lleno de cicatrices que antes.

—Me atrevería a decir que sacaría más dinero vendiéndome al peso, como carne.

—Yo no se lo sugeriría —dijo Lamb, pasándole una cantimplora.

—Es una mujer dura —dijo Temple, cogiéndola.

—No lo creas. Te salvó, ¿ya lo has olvidado?

—Sí, me salvó. —Tenía que admitirlo, aunque preguntándose si la muerte no habría sido preferible.

—Entonces deberías pensar que es bastante blanda, ¿no te parece?

Temple bebió a grandes tragos.

—Pero parece enfadada por algo.

—Ha sufrido muchas decepciones.

—Lo siento, pero no creo que yo pueda conseguir que las olvide. Siempre he sido un hombre tremendamente decepcionante.

—Conozco ese sentimiento. —Lamb se rascaba lentamente su menguada barba—. Pero siempre hay un mañana. Siempre es posible hacer mejor las cosas la próxima vez. Así es la vida.

—¿Por eso habéis venido los dos hasta aquí? —preguntó Temple, devolviéndole la cantimplora—. ¿Para comenzar de nuevo?

Lamb entornó los ojos para mirarlo.

—¿No te lo ha dicho Shy?

—Cuando está conmigo sólo habla de mi deuda o de lo lento que soy en pagársela.

—Ya había oído que no haces las cosas muy deprisa.

—Cada marco que le quito es como si me quitara un año de vida.

Lamb se agachó junto a la corriente.

—Shy tiene dos hermanos, chico y chica. Los han… secuestrado —sumergió en el agua la cantimplora, que comenzó a soltar burbujas—. Unos bandidos que quemaron nuestra granja y mataron a un amigo nuestro. Han secuestrado a unos veinte niños para llevarlos río arriba, hasta Arruga. Los estamos siguiendo.

—¿Qué pasará cuando los encontréis?

Metió el corcho en la cantimplora, apretándolo con tanta fuerza que los nudillos llenos de cicatrices de su mano derecha se volvieron blancos.

—Lo que tenga que pasar. Prometí a su madre que guardaría sanos y salvos a sus hijos. He roto muchas promesas a lo largo de mi vida. Pero ésa la voy a cumplir. —Respiró profundamente—. ¿Y qué te trajo a ti río abajo? Aunque nunca haya sido bueno juzgando a los hombres, creo que no das el perfil del individuo que ha decidido labrarse una vida nueva fuera de la civilización.

—Estaba huyendo. De una manera u otra, eso se ha convertido en una costumbre.

—A mí me pasa lo mismo. Vaya a donde vaya, siempre me encuentro… con el problema que intentaba dejar atrás. —Cuando le tendió una mano para que se levantara, Temple fue a cogerla, y entonces se detuvo.

—Tienes nueve dedos.

Repentinamente Lamb le estaba mirando con el ceño fruncido; ya no era el viejo lento y amistoso de hacía unos momentos.

—¿Te gusta la gente a la que le falta algún dedo?

—No, pero… creo que conozco a alguien al que sí le gusta. Me dijo que lo habían enviado a las Tierras Lejanas para encontrar a un hombre con nueve dedos.

—No creo que yo sea el único hombre en las Tierras Lejanas al que le falte un dedo.

Temple comprendió que debía medir sus palabras.

—Creo que eres el tipo de hombre al que aquel tipo de hombre podría estar buscando. Tenía un ojo de metal.

Su mirada ni se inmutó cuando dijo:

—Un hombre, al que le falta un ojo, que persigue a otro hombre al que le falta un dedo. Parece la letra de una canción. ¿Te dijo cómo se llamaba?

—Caul Escalofríos.

—¡Por los muertos! El pasado jamás se queda donde uno lo deja. —El rostro lleno de cicatrices de Lamb se retorció como si le reconcomiera la amargura.

—Entonces, ¿lo conoces?

—Sí. Lo conocí hace mucho tiempo. Ya conoces el dicho: Si, con el tiempo, la leche se vuelve amarga, las cuentas pendientes se vuelven dulces.

—Hablando de cuentas pendientes. —La sombra que acababa de pasar al lado de la de Lamb hizo que Temple bizquease. Shy volvía a estar encima de él con las manos en las caderas—. Ciento cincuenta y dos marcos. Y ocho cobres.

—¡Oh, Dios! ¿Por qué no me dejaste en el río?

—Eso es lo que me pregunto cada mañana. —Le acarició la espalda con la punta de una bota—. Vamos, arriba. Majud quiere que le prepares un contrato de propiedad para unos caballos.

—¿De veras? —preguntó, mientras una chispa de esperanza aleteaba en su corazón.

—No.

—Me vuelvo a la retaguardia.

Shy hizo una mueca, se dio la vuelta y se fue.

—¿Decías que era bastante blanda? —musitó Temple.

Lamb siguió de pie y se secó las manos en la parte trasera de los pantalones.

—Dale tiempo.