Echando cuentas

Echando cuentas

Olfatearon Almenara mucho antes de que apareciese ante su vista. Una vaharada a carne guisada impulsó colina abajo a la famélica columna, que atravesó los árboles a toda prisa. Los mercenarios bajaban por ella dando tumbos, chocando unos contra otros y lanzando una lluvia de nieve a su paso. Un vendedor ambulante, muy emprendedor, asaba unos espetones de carne en lo alto de la pendiente que rodeaba el campamento. Para su desgracia, los mercenarios, que no estaban de humor para aflojar la bolsa, acallaron sus protestas y, con la eficiencia de una plaga de langostas, se llevaron hasta las ternillas. Toda la carne, incluso la que aún seguía cruda, fue disputada y devorada. En medio de tanto barullo, uno de los mercenarios se arrodillaba en la nieve tras quemarse con una de aquellas parrillas muy calientes, gimiendo y agarrándose la mano llena de rayas ennegrecidas cuando Temple pasó a su lado, tieso de frío.

—Vaya gente —musitó Shy—, más ricos que Hermon y siguen robando.

—Hacer el mal acaba convirtiéndose en una costumbre —replicó Temple, a quien le castañeteaban los dientes.

Era evidente que el olor de las ganancias seguía llegando hasta Arruga, porque incluso el campamento había prosperado. Había más túmulos y nuevas cabañas, cuyas chimeneas humeaban sin parar. Nuevos buhoneros habían instalado sus tiendas, y nuevas putas sus colchones, y todos salían alegremente para socorrer a los valientes conquistadores, retocando subrepticiamente las listas de precios a medida que los vendedores se percataban, con codicioso asombro, de lo despacio que caminaban los recién llegados a causa del oro y la plata que los lastraban.

Cosca era el único que iba montado, dirigiendo el cortejo a lomos de una mula exhausta.

—¡Saludos! —Metió la mano en una alforja y, moviendo la muñeca de manera displicente, arrojó al aire un puñado de monedas antiguas—. ¡Y felicidades para todos!

Un puesto perdió parte de su mercancía, ollas y cacerolas que cayeron estrepitosamente al suelo cuando los del campamento se abalanzaron para recoger las monedas que tintineaban, amontonándose bajo los cascos de la montura del Viejo y peleándose entre sí como pichones por un puñado de semillas. Un violinista demacrado, que no se arredraba por la circunstancia de que a su violín le faltasen varias cuerdas, atacó una alegre jiga y, con sonrisa desdentada, se metió entre los mercenarios.

Bajo el familiar letrero que decía: Majud y Curnsbick, Metalistería, y al que se había añadido lo siguiente: Se Manufacturan y Reparan Armas y Armaduras, vieron a Abram Majud, acompañado por la pareja de empleados que mantenían encendido el fuego de la forja portátil en la estrecha franja de terreno situada ante la tienda.

—Veo que te has hecho con otra parcela —dijo Temple.

—Una pequeña. ¿No te apetecería levantar una casa en ella?

—Quizá más tarde. —Temple estrechó la mano del comerciante, aunque con algo de nostalgia al recordar lo que suponía trabajar honestamente para un patrón que sólo era medio honesto. La nostalgia comenzaba a convertirse en una de sus aficiones favoritas. Qué extraño resulta que los mejores momentos de nuestra vida sólo nos lo parezcan cuando miramos atrás.

—¿Son éstos los niños? —preguntó Majud mientras se agachaba para ponerse a la altura de Pit y de Ro.

—Por fin los encontramos —respondió Shy, no demasiado contenta.

—Me alegro. —Majud tendió una mano al chico—. Tú debes de ser Pit.

—Lo soy —dijo él, estrechándosela con mucha solemnidad.

—Y tú, Ro.

La chica frunció el ceño y no contestó.

—Lo es —dijo Shy—. O… lo era.

Majud se dio una palmada en las rodillas antes de decir:

—Pues yo te aseguro que volverá a serlo. La gente cambia.

—¿De veras? —preguntó Temple.

—¿Acaso no se encuentra ante mí la persona que lo demuestra? —El comerciante le puso una mano en el hombro.

Mientras se preguntaba si era un cumplido o una broma, escuchó aquella voz chillona de Cosca que le resultaba tan familiar:

—¡Temple!

—La voz de tu amo —comentó Shy.

¿Qué sentido tenía discutir con ella? Temple se disculpó, escabulléndose hacia el fuerte como el perro apaleado que era. Pasó junto a un hombre que partía un pollo asado con las manos y tenía la cara pringada de grasa. Otros dos se peleaban por una botella de cerveza negra, y cuando le quitaron accidentalmente el tapón, un tercero se zambulló entre los dos, abriendo la boca en un esfuerzo vano para conseguir que el chorro que ya comenzaba a decaer fuese a parar en ella. Estalló una ovación cuando la puta que tres mercenarios llevaban a hombros pasó por delante de los demás. Engalanada con oro viejo y una diadema ladeada en la cabeza, decía con voz chillona:

—¡Soy la reina de la maldita Unión! ¡Soy la maldita reina de la maldita Unión!

—Qué gusto verte tan bien. —Sworbreck le dio una palmada en el hombro con lo que parecía una muestra de genuina alegría.

—Al menos, con vida. —Hacía bastante tiempo que Temple no se sentía bien.

—¿Qué tal os fue?

—Me temo que no podrás escribir ninguna historia heroica al respecto —respondió Temple después de pensarse la respuesta.

—Ya he perdido la esperanza de poder escribir alguna.

—Creo que lo mejor es perder cuanto antes la esperanza.

El Viejo hacía señas a sus tres capitanes para que, a la sombra del gran carruaje reforzado del Superior Pike, se reunieran con él en lo que olía a conspiración.

—Mis fieles amigos —dijo para comenzar, como si lo que iba a seguir fuese una mentira—. Nos encontramos en el alto pináculo de nuestra meta. Pero, hablando desde el punto de vista de quien se ha encontrado frecuentemente en él, os diré que ningún sitio es más precario y que quienes dejan de hacer pie en él caen durante un largo trecho. El éxito pone mucho más a prueba la amistad que el fracaso. Así pues, debemos vigilar a los hombres con el doble de atención de la que antes les dedicábamos, y triplicar nuestras precauciones a la hora de tratar con extraños.

—Estoy de acuerdo —dijo Brachio, a quien le temblaban las quijadas.

—Por supuesto —afirmó Dimbik, que, con su afilada nariz rosa a causa del frío, sonreía con sorna.

—Bien lo sabe Dios —dijo Jubair con voz tonante, mirando al cielo.

—¿Cómo podría fracasar cuando mi peso descansa en los tres pilares que sois vosotros? Mi primera orden será la de juntar todo el botín. Si dejamos que nuestros hombres sigan con él, antes de que sea de día esos buitres habrán conseguido que se lo pateen en su mayor parte.

Los mercenarios lanzaban grandes vítores mientras abrían un enorme tonel de vino y la nieve que soportaba su peso se llenaba de salpicaduras rojas, pagando alegremente diez veces lo que costaba el barril por cada una de las jarras que se tomaban.

—Para entonces, lo más seguro es que hayan contraído una deuda enorme —observó Dimbik, que se llevaba la punta mojada de un dedo a la cabeza para pegarse en ella un largo mechón de pelo.

—Sugiero requisar inmediatamente todos los objetos de valor, para que luego, a la vista de todos, el sargento Amistoso proceda a su recuento y Temple los registre notarialmente antes de guardarlos en este carruaje que tiene tres cerraduras. —Y Cosca dio un golpe en la sólida madera que revestía el carruaje para recalcar lo acertada y juiciosa que era su sugerencia—. Dimbik, trae a tus hombres más leales para que lo guarden.

Brachio vio que uno de los mercenarios daba vueltas a la cadena de oro que llevaba al cuello, que destellaba por las joyas que tenía engastadas.

—Los hombres no entregarán el botín de buena gana.

—Nunca lo han hecho, pero si permanecemos juntos y les proporcionamos las suficientes distracciones, sucumbirán. ¿Cuántos nos quedan, Amistoso?

—Ciento cuarenta y tres —respondió el sargento.

Jubair meneó su pesada cabeza por la falta de fe de que tanto adolece el género humano.

—La Compañía mengua de manera alarmante.

—No podemos permitirnos más deserciones —dijo Cosca—. Sugiero reunir todos los caballos para llevarlos a un corral, donde una guardia de confianza los vigilará de cerca.

—No será fácil. —Brachio, que parecía preocupado, se rascó la arruga que formaban sus dos papadas—. Entre ellos hay algunos que son asustadizos y que…

—Tú te encargarás de los caballos. Que se haga lo que digo. Jubair, quiero una docena de tus mejores hombres en posición, para asegurarnos de que nuestra pequeña sorpresa tiene éxito.

—A la orden.

—¿Qué sorpresa? —preguntó Temple. Como bien sabía Dios, no estaba muy seguro de poder aguantar más sustos.

El capitán general hizo una mueca y dijo:

—Una sorpresa compartida deja de ser una sorpresa. Pero no te preocupes. Estoy seguro de que la aprobarás. —Temple no estaba muy seguro. A cada día que transcurría, su idea acerca de lo que era bueno se alejaba cada vez más de lo que Cosca pudiese pensar al respecto—. Pues a trabajar, mientras yo hablo a los hombres.

Mientras veía alejarse a sus tres capitanes, la sonrisa de Cosca comenzó a difuminarse, dejándole con una mirada llena de desconfianza en los ojos entornados.

—Confío en esos tres bastardos tanto como en la mierda.

—No —dijo Amistoso.

—No —dijo Temple, puesto que el hombre en quien menos confiaba se encontraba justo delante de él.

—Quiero que los dos procedáis al recuento del tesoro. Que hasta el objeto más pequeño de latón quede perfectamente numerado, registrado y guardado.

—¿Hacer un recuento? —preguntó Amistoso.

—De todo, mi viejo amigo. Y preocupaos de que en el carruaje también haya agua y comida, y un tiro de caballos enjaezados y listos para partir. Si las cosas se ponen… feas, quizá haya que salir a toda prisa.

—Ocho caballos —dijo Amistoso—. Cuatro parejas.

—Y ahora, levántame. Tengo que dar un discurso.

Con gran profusión de aspavientos y de quejas, el Viejo consiguió subirse a la silla y, desde ella, al techo del carruaje. Luego juntó los puños encima de su parapeto de madera y miró al campamento. Al verlo subido encima de aquel escenario, los que no estaban entretenidos haciendo lo que fuese comenzaron a cantar en su honor, agitando bajo la luz del atardecer armas, botellas y trozos de carne a medio devorar. Cansados, los que cargaban con la recientemente coronada Reina de la Unión se libraron de ella de manera poco ceremoniosa, tirándola al barro, donde, a pesar de sus chillidos, fue despojada de todos los objetos de valor que tenía encima.

—¡Cosca! ¡Cosca! ¡Cosca! —exclamaron cuando el capitán general se quitó el sombrero, alisó los cuatro pelos blancos que tenía en la mollera y extendió los brazos para que lo adulasen. Alguien cogió el violín del mendigo y lo destrozó, asegurándose el silencio del violinista con un puñetazo en la boca.

—¡Mi honrados compañeros! —dijo el Viejo con voz potente. Aunque el paso del tiempo hubiese menguado algunas de sus facultades, la potencia de su voz seguía intacta—. ¡Lo hemos hecho bien! —Un fuerte aplauso. Alguien lanzó dinero al aire, provocando una desagradable disputa—. ¡Y esta noche lo celebramos! ¡Esta noche bebemos, cantamos y nos vamos de parranda, como corresponde al triunfo que en nada desmerece del que recibían los héroes de antaño! —Más aplausos, abrazos fraternales y palmadas en el hombro. Temple se preguntó si los héroes de antaño habrían celebrado el despeñamiento de unas pocas docenas de ancianos desde lo alto de un acantilado. Lo más probable era que sí. Así son los héroes.

Cosca alzó una mano huesuda para pedir silencio, el cual sólo se vio alterado por los tenues sonidos de succión de una parejita que había decidido adelantarse a la celebración.

—Pero antes de la juerga, lamento deciros que debemos proceder al recuento. —Un súbito cambio de ánimo—. Todos tendréis que entregar el botín. —Murmullos de desagrado—. ¡Todo el botín! —Murmullos aún más desagradables—. ¡Nada de tragarse joyas ni de meterse monedas por el culo! A nadie le apetece tener que buscarlas ahí dentro. —Unos cuantos abucheos—. ¡Que nuestra majestuosa ganancia pueda ser debidamente valorada, registrada y guardada bajo triple cerradura en este mismo carruaje, para que luego nos la repartamos como corresponde al llegar a la civilización!

Las cosas comenzaban a ponerse feas. Temple observó que unos cuantos hombres de Jubair se abrían paso sigilosamente entre la multitud.

—¡Mañana por la mañana saldremos de aquí! —dijo Cosca con su poderosa voz—. ¡Pero esta noche cada uno de vosotros recibirá cien marcos de regalo para que se los gaste a su gusto! —Dio la impresión de que los ánimos mejoraban—. ¡No malgastemos nuestro triunfo en disensiones que luego podamos lamentar! Sigamos unidos, y podremos abandonar esta tierra de asechanzas con más riquezas de las que cualquier persona codiciosa pudiera anhelar. Volvámonos unos contra otros, y el fracaso, la vergüenza y la muerte serán nuestro justo merecimiento. —Cosca golpeó con uno de sus puños el peto que llevaba puesto—. ¡Como siempre, sólo pienso en la seguridad de nuestra noble hermandad! ¡Cuanto antes comience el recuento del botín, antes empezará la diversión!

—¿Y qué hay de los rebeldes? —preguntó alguien que tenía una voz muy penetrante. El Inquisidor Lorsen se abría paso hacia el carruaje, dando a entender con su rostro sombrío que la diversión iba a tardar algún tiempo en comenzar—. Cosca, ¿dónde están los rebeldes?

—¿Los rebeldes? Ah, sí. Es muy extraño. Registramos toda Ashranc de cabo a rabo. Temple, ¿tú emplearías la palabra «registramos»?

—Sí —respondió Temple. Lo cierto era que habían destrozado todo aquello donde hubiera podido ocultarse una moneda, no digamos un rebelde.

—¿Y no encontraron ni rastro de ellos? —preguntó Lorsen, un tanto amostazado.

—¡Nos engañaron! —Cosca dio un golpe al parapeto por la frustración que sentía—. ¡Maldición, esos rebeldes son gente muy escurridiza! La alianza entre ellos y el Pueblo del Dragón era una argucia.

—¿Una argucia… de usted?

—¡Inquisidor, me malinterpreta! Estoy tan molesto con este asunto como usted…

—¡Lo dudo mucho! —le espetó Lorsen—. A fin de cuentas, ya se ha forrado bien el bolsillo.

Cosca abrió humildemente los brazos, como si lo lamentase, y dijo:

—Eso es lo que piensa de los mercenarios…

Un estallido de risotadas se elevó por toda la Compañía, pero cuando quien les pagaba tomó la palabra, dejó bien claro que no estaba de humor para reírles la gracia.

—¡Me ha hecho cómplice del robo! ¡Del asesinato! ¡De la masacre!

—Yo no le puse un puñal en el cuello. Si bien recuerdo, el Superior Pike quería el caos…

—¡Para conseguir un fin! ¡Usted ha perpetrado una matanza inimaginable!

—¿Cree que una matanza imaginable sonaría mejor? —Cosca soltó una risita que los Practicantes de Lorsen, cubiertos con sus máscaras negras y desperdigados entre las sombras, no corearon, faltos de todo sentido del humor.

El Inquisidor esperó a que se hiciera el silencio antes de proseguir.

—¿Cree usted en algo?

—No, si puedo evitarlo. La creencia por sí misma no es nada de lo que uno pueda enorgullecerse, Inquisidor. La creencia sin evidencias es el sello característico del salvaje.

—Usted es realmente repugnante. —Lorsen movía la cabeza, atónito.

—No seré yo quien le lleve la contraria, pero lo malo de todo esto es que no comprende que usted lo es mucho más. Nadie puede hacer mayores maldades que quien cree estar en posesión de la verdad. No hay peores intenciones que las intenciones sublimes. Admito libremente que soy un villano. Por eso me contrató usted. Pero no soy un hipócrita. —Cosca hizo un gesto a los menguados remanentes de la Compañía, que guardaban silencio mientras observaban aquella confrontación—. Tengo bocas que alimentar. Usted puede irse derecho a su casa. Si sigue queriendo hacer el bien, haga algo de lo que pueda sentirse orgulloso. Abra una panadería. ¡Pan recién horneado todas las mañanas! ¡Ésa sí que es una causa noble!

El Inquisidor frunció sus delgados labios.

—¿Así que, realmente, no tiene nada que lo diferencie de un animal? Usted carece de conciencia. Y de la más elemental moralidad. No tiene principios que vayan más allá de su egoísmo.

Cosca endureció la expresión de su rostro al acercarse más a él.

—Cuando usted haya afrontado tantas decepciones y sufrido tantas traiciones como yo, quizá lo comprenderá. No hay principios que vayan más allá del egoísmo, Inquisidor, y los hombres son animales. La conciencia es un fardo que hemos decidido llevar. Y la moralidad, la mentira con la que nos engañamos para que no nos pese tanto. En muchas ocasiones he deseado que no fuera así. Pero es así.

Lorsen asintió lentamente, mirando fijamente a Cosca con ojos de ira.

—Esto tendrá un precio.

—Cuento con ello. Aunque ahora parezca un asunto ridículamente irrelevante, el Superior Pike me prometió cincuenta mil marcos.

—¡Por la captura del rebelde Conthus!

—Así es. Y aquí está.

Hubo entonces un roce de aceros, un chasquido de gatillos, un tintineo de armaduras, y doce de los hombres de Jubair se acercaron a él. Un círculo de espadas desenvainadas, de ballestas cargadas, de alabardas levantadas que, de improviso, apuntaron a Lamb, Sweet, Shy y Savian. Majud apartó con mucho cuidado a los niños, que abrían unos ojos como platos.

—¡Maese Savian! —exclamó Cosca—. Lamento profundamente tener que pedirle que deje caer sus armas al suelo. ¡Todas, por favor!

Sin mostrar emoción alguna, Savian se desabrochó la correa que le cruzaba el pecho, de suerte que la ballesta y los dardos que tenía sujetos en ella cayeron al suelo con un ruido metálico. Lamb, que no perdía detalle, mordió lentamente la pata del pollo que se estaba comiendo. Era evidente que lo más fácil era esperar y observar. Bien sabía Dios que Temple había tomado muchas veces aquel camino. Quizá demasiadas…

Se subió al carruaje para decirle a Cosca al oído:

—¡No tiene que hacer esto!

—¿Que si tengo que hacerlo? Pues no.

—¡Por favor! ¿De qué le sirve?

—¿Que de qué me sirve? —El Viejo enarcó una ceja mientras miraba a Temple y Savian se desabotonaba el chaquetón, dejando caer las restantes armas una tras otra—. No me sirve de nada. He ahí la mismísima esencia de la caridad y del desapego por uno mismo.

Temple no podía hacer más que parpadear, por lo perplejo que se sentía.

—¿No estás diciéndome siempre que haga lo correcto? —le preguntó Cosca—. ¿Acaso no firmamos un contrato? ¿No hicimos nuestra la noble causa del Inquisidor Lorsen? ¿No lo llevamos a una alegre cacería por todo lo largo y ancho de esta lejana tierra olvidada de todos? Guarda silencio, Temple, te lo ruego. Jamás pensé en decirte esto, pero ahora estás coartando mi desarrollo moral. —Se volvió para decir—: Maese Savian, ¿tendría la amabilidad de subirse las mangas de la camisa?

Dominado por los tintineos que los mercenarios producían al moverse nerviosamente. Savian se aclaró la garganta, agarró el primer botón del cuello de la camisa, lo desabrochó, y luego hizo lo mismo con los restantes, mientras que combatientes, buhoneros y putas observaban en silencio el desarrollo de aquel drama. Cuando se quitó la camisa y quedó desnudo de cintura para arriba, todos pudieron ver que su pálido cuerpo estaba cubierto desde el cuello hasta las manos con todo tipo de letras, grandes y menudas, de color azul, que, agrupadas en consignas, decían en una docena de idiomas: Muerte a la Unión. Muerte al Rey. El único habitante bueno de las Tierras del Medio es el que está muerto. Nunca te arrodilles. Nunca te rindas. Sin perdón. La paz, jamás. Libertad. Justicia. Sangre.

—Sólo le pedí que nos enseñara los brazos —musitó Cosca—, pero comprendo la intención.

—¿Y si les dijera que no soy Conthus? —Savian sonreía sin ganas.

—No le creeríamos. —El Viejo echó un vistazo a Lorsen, que miraba fijamente a Savian con furia reconcentrada—. De hecho, no lo creo en absoluto. ¿Alguna objeción, maese Sweet?

Sweet parpadeó al ver junto tanto metal afilado y optó por el camino fácil.

—No. Estoy tan sorprendido como todos por este giro inusitado de los acontecimientos.

—Debería sorprenderse de saber que ha estado viajando con un asesino de masas todo este tiempo. —Cosca hizo una mueca—. Bueno, más bien con dos, ¿no, maese Lamb? —El norteño aún seguía agarrando el espetón como si ningún acero apuntase en su dirección—. ¿Algo que decir respecto a su amigo?

—He matado a la mayoría de mis amigos —respondió Lamb con la boca llena—. Sólo vine a buscar a los niños. Lo demás sólo es barro.

Cosca se apretó el peto con una mano, como si lamentase lo sucedido.

—Me he encontrado en su posición, maese Savian, y simpatizo completamente con usted. Al final, todos estamos solos.

—Este mundo es una mierda —dijo Savian, mirando siempre al frente.

—Prendedlo —ordenó Lorsen, y sus Practicantes saltaron como perros a los que se les acabase de quitar la correa. Durante un momento dio la impresión de que la mano de Shy iba lentamente hacia su cuchillo. Lamb la agarró con la que tenía libre, mirando al suelo mientras los Practicantes se dirigían al fuerte llevando a Savian consigo. El Inquisidor Lorsen los siguió hasta que entraron en él, volviéndose con una sonrisa siniestra antes de cerrar su puerta de golpe.

Cosca meneó la cabeza.

—Ni siquiera me ha dado las gracias. Hacer el bien no conduce a nada, Temple, como siempre te he dicho. ¡A la cola, muchachos, ha llegado el momento del recuento!

Después de que la excitación producida por la detención de Savian comenzara a desvanecerse, Brachio y Dimbik comenzaron a moverse para que los mercenarios hiciesen cola, aunque a regañadientes. Temple miró a Shy y ella le miró a él, ¿qué otra cosa podían hacer?

—¡Necesitamos sacos y cajas! —exclamaba Cosca—. Abrid el carruaje e instalad una mesa para comenzar el recuento. Una puerta colocada encima de un caballete bastará. ¡Sworbreck, coge pluma, tinta y un libro de cuentas! ¡Aunque ahora no escribirás lo que acostumbras, tu trabajo no será por ello menos honorable!

—Me siento profundamente honrado —dijo el escritor con voz cascada, aunque parecía sentirse un tanto incómodo.

—Mejor nos vamos. —Dab Sweet se había abierto paso hasta el carruaje y miraba hacia arriba—. Creo que debemos llevar a los niños de vuelta a Arruga.

—Por supuesto, amigo mío —dijo Cosca, regalándole una de sus muecas—. Le echaremos mucho de menos. Sin sus habilidades —y no digamos sin las de maese Lamb— el trabajo hubiera sido casi imposible de hacer. Las historias que se contaban de él al final no eran tan exageradas, ¿no te parece, Sworbreck?

—Eran leyendas hechas carne, capitán general —musitó el escritor.

—Habrá que dedicarles un capítulo. ¡Quizá dos! Que usted y sus compañeros tengan la mejor de las suertes. ¡Le recomendaré donde quiera que vaya! —Y Cosca se volvió, como dando por concluido aquel asunto.

Sweet miró a Temple, que se limitó a encogerse de hombros. Ninguno de ellos podía hacer nada por el otro.

El viejo explorador se aclaró la garganta para comentar:

—Aún queda el asunto del porcentaje de las ganancias. Si recuerdo bien, hablamos de un veinte…

—¿Y qué hay del mío? —Cantliss se abría paso a codazos hacia donde estaba Sweet y se le quedaba mirando fijamente—. ¡Fui yo quien dijo que allí arriba habría rebeldes! ¡Fui yo quien reveló la existencia de esos bastardos!

—¡Pues claro que sí! —dijo Cosca—. ¡Eres un auténtico maestro en el robo de niños y te debemos todo nuestro éxito!

Los ojos inyectados en sangre de Cantliss se animaron con un destello de codicia.

—¿Entonces… cuánto se me debe?

Amistoso se acercó a él por detrás y deslizó inocentemente un lazo alrededor de su cabeza. Mientras Cantliss miraba a todos lados, Amistoso tiró con todo su peso de la cuerda, que antes había pasado por encima de la viga que salía por una de las fachadas de la torre en ruinas. El cáñamo crujió cuando el bandido dejó de hacer pie. En una de sus patadas, parte del contenido del tintero llegó al libro de Sworbreck, que, con la cara tan blanca como la cera, perdió el equilibrio cuando Cantliss, cuyos ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas, intentó quitarse el lazo con la mano rota.

—¡Pagado! —exclamó Cosca. Unos cuantos mercenarios lanzaron gritos de júbilo. Un par de ellos rieron. Otro le lanzó el corazón de una manzana y falló. La mayoría apenas enarcaron una ceja.

—Oh, Dios —musitó Temple, tirándose de los botones y mirando las planchas manchadas de brea que pisaba. Pero aún podía ver la sombra de Cantliss, que seguía moviéndose.

Amistoso enrolló la cuerda varias veces en un tocón y luego la aseguró en él. Hedges, que se había ido acercando hasta el carruaje, se aclaró la garganta y se retiró cuidadosamente, ya sin sonreír. Shy escupió por el hueco que tenía entre los dientes y se dio la vuelta. Lamb siguió mirando hasta que Cantliss dejó de retorcerse, sin apartar la mano de la empuñadura de la espada que antes había pertenecido al Pueblo del Dragón. Luego miró, ceñudo, la puerta por la que habían sacado a Savian y lanzó al suelo el hueso completamente pelado del pollo.

—Diecisiete veces —dijo Amistoso, enarcando las cejas.

—Diecisiete veces ¿qué? —preguntó Cosca.

—Las que ha pataleado. La última no cuenta.

—La última fue más un espasmo —observó Jubair.

—¿Diecisiete son muchas? —preguntó el Viejo.

—Más o menos la media —respondió Amistoso, encogiéndose de hombros.

Cosca miró a Sweet, levantando mucho sus cejas grises.

—¿Me decía algo de un porcentaje?

El viejo explorador, que observaba cómo se mecía Cantliss de un lado para otro, se aflojó el primer botón de la camisa y una vez más eligió el camino fácil.

—Ahora no lo recuerdo. Creo que regresaré a Arruga, si a usted no le importa.

—Como desee. —Más abajo, el primero de la cola abría su mochila para depositar en la mesa un reluciente montón de oro y de plata. El capitán general acarició la pluma de su sombrero y se lo encasquetó—. ¡Feliz viaje!