El mejor hombre

El mejor hombre

—Creo que esto es Tratojusto —dijo el Inquisidor Lorsen, un tanto molesto mientras consultaba su mapa.

—¿Y Tratojusto está en la lista del Superior? —preguntó Cosca.

—Lo está. —Lorsen se aseguró de imprimir a su voz el tono necesario para que nadie pudiese pensar que no estaba seguro. Era el único hombre en cientos de kilómetros a la redonda que tenía algo parecido a una causa. No podía dudar.

El Superior Pike había dicho que el futuro se encontraba en el Oeste, pero la ciudad de Tratojusto, contemplada a través del catalejo del Inquisidor Lorsen, no se parecía en nada a ese futuro. Tampoco se parecía a ningún presente en el que él quisiese tomar parte. La gente que se buscaba la vida en las Tierras Cercanas era mucho más pobre de lo que él se había imaginado. Fugitivos y proscritos, inadaptados y fracasados. Al ser demasiado pobres, era evidente que su principal prioridad no era la de apoyar una rebelión contra la nación más poderosa del mundo. La permisividad, el dar explicaciones y el compromiso eran lujos que no se podían permitir. En el transcurso de los muchos y dolorosos años transcurridos como administrador de un campo de prisioneros situado en Angland, Lorsen sabía que la gente tenía que escoger entre el bando correcto y el equivocado, y que a quienes escogían el equivocado no había que darles merced. No le gustaba, pero hacer un mundo nuevo no salía gratis.

Así que dobló el mapa, alisó su doblez con la uña del pulgar y se lo guardó en la casaca.

—Que sus hombres se preparen para el ataque, general.

—Mmmm.

Cuando Lorsen miró de reojo, le extrañó que Cosca estuviera bebiendo de una petaca de metal.

—¿No es un poco temprano para las bebidas espirituosas? —preguntó, apretando los dientes. A fin de cuentas, sólo habían pasado una o dos horas desde el amanecer.

—Las cosas que son buenas a la hora del té seguro que también lo son a la del desayuno —respondió Cosca, encogiéndose de hombros.

—El mismo principio también puede aplicarse a las que son malas —dijo Lorsen, hablando entre dientes.

Sin hacerle caso, Cosca se echó otro trago.

—Le agradecería que no contara nada de esto a Temple. El pobre se preocupa mucho. Piensa en mí como en un padre. Tenía cierta penuria cuando lo conocí. Ya sabe…

—Fascinante —dijo Lorsen, interrumpiéndole—. Que sus hombres se preparen.

—Muy bien, Inquisidor. —El venerable mercenario enroscó el tapón con mucha fuerza… como si acabara de decidir que no volvería a desenroscarlo, y luego, con mucha afectación y muy poca dignidad, comenzó a bajar ladera abajo.

Daba toda la impresión de ser un hombre repugnante: vano e inexpresivo, tan digno de confianza como un escorpión y completamente ajeno a la moralidad. Pero después de llevar varios días con los hombres de la Compañía de la Graciosa Mano, el Inquisidor Lorsen había llegado a la lamentable conclusión de que Cosca, o el Viejo, como a él le encantaba que lo llamasen, era el mejor de todos ellos. Sus subordinados directos eran, ciertamente, peores. El capitán Brachio era un estirio vil que tenía un ojo lloroso a causa de una antigua herida. Aunque fuese buen jinete, era tan gordo como una casa, y había convertido la permisividad que le venía de su indolencia en una religión. El capitán Jubair, un enorme kantic de piel negra, era todo lo contrario, al convertir en religión su locura por querer hacerlo todo por sí mismo. Corría el rumor de que era un antiguo esclavo que antaño había luchado en un foso. Aunque hiciera mucho que lo había dejado, Lorsen sospechaba que una parte del foso aún permanecía dentro de él. El capitán Dimbik, que al menos era un hombre de la Unión, aunque hubiese sido expulsado de su Ejército por incompetencia y por debilidad, también pecaba de petulancia. A pesar de estar calvo, se había dejado el cabello largo, de suerte que en vez de parecer simplemente calvo parecía ser calvo y también necio.

Según el criterio de Lorsen, ninguno de ellos creía en nada que no fuese su propio provecho. Por mucho afecto que Cosca le demostrase, el letrado Temple era el peor del equipo, pues, además de celebrar el egoísmo, la codicia y las manipulaciones hechas bajo cuerda como virtudes, era un hombre tan adulador que hubiera podido dedicarse al trabajo de engrasar ejes de carretas. Lorsen se estremecía al mirar las caras del resto de la gente que se movía alrededor del carruaje reforzado del Superior Pike: despojos andrajosos de todas las razas y de todos los mestizajes, cubiertos por un gran surtido de cicatrices, depravados, zarrapastrosos y, todos ellos, de mirada obscena, en previsión del saqueo y la violencia.

Pero ¿acaso no podía ser que instrumentos tan viles sirvieran para conseguir nobles propósitos? Esperaba poder demostrarlo. El rebelde Conthus se escondía en algún lugar de aquella tierra abandonada, oculto en la sombra mientras urdía más sediciones y masacres. Había que extirparlo de ella costara lo que costase. Tenía que servir de ejemplo, para que Lorsen lograra cosechar la gloria de haberlo capturado. Echó una última mirada con su catalejo a Tratojusto… que seguía tranquila… antes de cerrarlo de golpe y echar a andar cuesta abajo.

En la base de la colina, Temple hablaba en voz baja con Cosca, dando un tono de lamento a su voz que a Lorsen le parecía extremadamente exasperante.

—¿No podríamos… quizá… hablar con la gente de la ciudad?

—Eso haremos —dijo Cosca— en cuanto nos hayamos asegurado el forraje.

—O sea, después de que les hayamos robado.

—¡Malditos abogados! —dijo Cosca, dándole una palmada en el brazo—. ¡Qué directos vais al centro de las cosas!

—Tiene que haber una manera mejor…

—Llevo toda la vida buscando una y, mira, aquí estoy. Como bien sabes, Temple, hemos firmado un contrato, y el Inquisidor Lorsen quiere que lo cumplamos hasta el final, ¿eh, Inquisidor?

—Debo insistir en eso —dijo Lorsen entre dientes, lanzando a Temple una mirada envenenada.

—Si querías evitar un derramamiento de sangre —dijo Cosca—, deberías haberlo dicho antes.

—Si lo hice… —el letrado parpadeó.

El Viejo levantó indolentemente las palmas de sus manos para indicar que los hombres se armaran, montaran, bebieran y que, del modo que fuese, se dispusieran a realizar todo tipo de violencia.

—Es evidente que no fuiste lo suficientemente elocuente. ¿Cuántos hombres tenemos hoy listos para luchar?

—Cuatrocientos treinta y dos —respondió al instante Amistoso. Le pareció a Lorsen que Amistoso, ese individuo tan grande, descollaba en dos especialidades extraordinarias: amedrentar a la gente y contar—. Además de los sesenta y cuatro que decidieron no unirse a la expedición, ha habido once deserciones desde que nos fuimos de Mulkova y cinco bajas por enfermedad.

Cosca no le dio importancia.

—Alguna merma es inevitable. Cuantos menos seamos, tocaremos a más gloria, ¿eh, Sworbreck?

El escritor, que se había embarcado estúpidamente en aquella expedición, no parecía muy convencido.

—Bueno, supongo…

—La gloria no resulta tan fácil de contar como la gente —comentó Amistoso.

—Muy cierto —se lamentó Cosca—. Igual que el honor, la virtud y todos esos intangibles tan deseables. Pero cuantos menos seamos, también tocaremos a una parte mayor del botín.

—Las partes del botín sí se pueden contar.

—Y pesar, y tocar, y enseñarlas —dijo el capitán Brachio, acariciando su voluminosa barriga con ambas manos.

—La extensión lógica del razonamiento —Cosca retorcía las puntas enceradas de sus bigotes— sería que todos los grandes ideales de nuestra existencia valen menos que un cobre.

Lorsen se estremeció por el profundo disgusto que sentía.

—Usted describe un mundo en el que yo no podría vivir.

El Viejo le respondió con una sonrisa burlona.

—Y, sin embargo, está aquí, conmigo. ¿Se ha puesto Jubair en posición?

—Casi —respondió Brachio entre dientes—. Esperamos su señal.

Lorsen apretó los dientes y respiró por sus intersticios. Un puñado de locos aguardando la señal de otro que lo estaba aún más.

• • • • •

—No es demasiado tarde —Sufeen hablaba en voz baja para que los demás no pudieran escucharle—. Podemos impedirlo.

—¿Por qué íbamos a hacer tal cosa? —Jubair desenvainó la espada, observó el miedo pintado en los ojos de Sufeen y sintió lástima y desprecio por él. El miedo nacía de su arrogancia. De la creencia de que nada se debía a la voluntad de Dios y que, por tanto, todo podía cambiarse. Pero no era así. Y por eso, Jubair no tenía miedo—. Dios lo quiere.

La mayoría de los hombres se niegan a ver la verdad. Sufeen se lo quedó mirando fijamente, como si pensase que estaba loco de atar.

—¿Y por qué va a querer Dios castigar al inocente?

—No eres quién para juzgar la inocencia. Ni se le ha dado al hombre conocer la voluntad de Dios. Si Él quiere que alguien se salve, sólo tiene que desviar mi espada hacia un lado.

Sufeen disentía lentamente con la cabeza.

—Si ése es tu Dios, yo no creo en Él.

—¿Y qué clase de Dios sería si le importase lo más mínimo que tu creyeses en él? ¿O yo, o cualquier otro? —Cuando Jubair alzó la espada, la luz del sol brilló a lo largo de su filo recto, revelando sus numerosas melladuras y marcas—. Quizá no creas en esta espada, pero puede herirte. Ella es Dios. Y todos seguimos Su camino sin cuestionarlo.

Sufeen volvió a menear su pequeña cabeza, como si así pudiera cambiar el curso de los acontecimientos.

—¿Eso te lo enseñó algún sacerdote?

—He visto cómo es el mundo y he juzgado por mí mismo cómo debería ser. —Echó una mirada por encima de su hombro y vio que sus hombres se reunían en el bosque, con armas y armaduras listas para la tarea, sin dudas en el rostro, ansiosos de comenzar—. ¿Estamos listos para atacar?

—He estado ahí abajo —dijo Sufeen, apuntando con el dedo a Tratojusto, que se encontraba al otro lado del sotobosque—. Tienen tres alguaciles, y dos de ellos son idiotas. Me parece que un ataque con todas nuestras fuerzas sería algo excesivo, ¿no crees?

Realmente tenían muy pocas defensas. Una valla de troncos mal cortados había protegido antaño el perímetro de la ciudad, pero luego la habían quitado en muchos sitios para que la ciudad pudiera crecer. El tejado de madera que cubría la atalaya estaba lleno de musgo, y alguien había utilizado uno de sus postes para tender la ropa. Como hacía mucho tiempo que habían expulsado a los Fantasmas de la región, la gente de la ciudad no se sentía amenazada. No iban a tardar en descubrir su error.

Jubair miró a Sufeen.

—Ya estoy cansado de tus críticas. Da la señal.

Aunque la mirada del explorador delatara la amargura que sentía, obedeció a regañadientes, cogiendo el espejo y reptando hasta la linde del bosque para dar la señal a Cosca y a los demás. Era lo que tenía que hacer, porque, de no obedecer, Jubair lo hubiese matado, ya que las ordenanzas le permitían hacerlo.

Echó la cabeza hacia atrás y, mirando a través de aquellas ramas negras, de aquellas hojas negras, sonrió al cielo azul. Podría seguir haciendo otras cosas, y eso estaría bien, porque se había convertido en la marioneta complaciente de los propósitos de Dios y, al hacerlo, se había liberado a sí mismo. Estaba solo, rodeado de esclavos. Era el mejor hombre de las Tierras Cercanas. El mejor hombre del Círculo del Mundo. No tenía miedo, porque Dios estaba con él.

Pero Dios siempre estaba en todas partes.

¿Cómo hubiera podido ser de otra manera?

• • • • •

Después de comprobar que nadie le miraba, Brachio tiró del guardapelo que guardaba bajo su camisa y lo abrió con un chasquido. Los dos pequeños retratos que contenía en su interior estaban tan cuarteados y desgastados que cualquier otra persona que no fuese Brachio sólo habría visto en ellos unos simples manchones. Pero él sabía cómo eran. Con mucho cariño, tocó aquellos rostros con las yemas de uno de sus dedos, viéndolos en su mente tal y como eran cuando se había ido de su lado, hacía de aquello mucho tiempo: suaves, perfectos y sonrientes.

—No os preocupéis, hijas mías —dijo, arrullándolos—, pronto volveré.

Un hombre tenía que quedarse con lo que le importaba y dejar todo lo demás a los perros. Preocúpate de todo y no serás bueno en nada. Era el único hombre de la Compañía que tenía algo de sentido común. Dimbik era un tipo melancólico y atildado. Jubair y la cordura eran conceptos contrarios. A pesar de todas sus artes y sus tretas, Cosca era un soñador… toda esa mierda de tener un biógrafo lo demostraba.

Brachio era el mejor de todos, porque sabía que lo era. Nada de grandes ideales, nada de grandes desilusiones. Era un hombre sensible, con ambiciones sensibles, que hacía lo que tenía que hacer y estaba contento. Sus hijas eran lo único que le importaba. Vestidos nuevos, buena comida, buenas dotes y buenas vidas. Vidas mejores que el infierno de vida que él llevaba…

—¡Capitán Brachio! —La voz musical de Cosca, más profunda que de ordinario, le devolvió a la realidad—. ¡La señal!

Brachio cerró el guardapelo, secó su ojo húmedo con el dorso de un puño y se ajustó la bandolera donde llevaba los cuchillos. Cosca acababa de meter una bota en el estribo y se empinaba una, dos, tres veces, para agarrarse al pomo sobredorado de su silla de montar. Sus ojos parecían salírsele de las órbitas cada vez que dejaba de moverse.

—¿Cómo es posible que…?

El sargento Amistoso deslizó una mano bajo el trasero de Cosca y lo acomodó fácilmente en la silla. Ya en ella, el Viejo tardó unos instantes en recobrar el aliento y entonces, con cierto esfuerzo, desenvainó su espada y la mantuvo en alto.

—¡Desenvainad las espadas! —Luego se lo pensó mejor y añadió—. ¡O lo que tengáis! ¡Vamos a hacer… algo bueno!

Brachio señaló la cresta de la colina y exclamó:

—¡Cargad!

Y con un grito lleno de emoción, la primera fila picó espuelas y salió de estampía, levantando una lluvia de barro y de hierba seca. Cosca, Lorsen, Brachio y los demás, como conviene a los mandos, fueron al trote tras ellos.

—¿Era esto? —Brachio escuchó el comentario en voz baja de Sworbreck mientras el triste valle, sus campos destartalados y el pequeño asentamiento rodeado de polvo salían a su encuentro. Quizá hubiera esperado contemplar una fortaleza de un kilómetro de altura, cúpulas de oro y murallas adamantinas. Quizá acabase por describir una igual cuando pasara al papel aquella escena—. Si parece…

—¿No le cuadra? —dijo Temple, con voz cortante.

Los estirios de Brachio cruzaban los campos que rodeaban la ciudad cuando los kantics de Jubair llegaron como un enjambre desde el sentido opuesto, haciendo que sus jinetes parecieran puntos negros al recortarse contra la tormenta de arena que provocaban los caballos.

—¡Miradlos! —Cosca se quitaba el sombrero para agitarlo—. ¡Qué chicos tan valientes! ¡Menuda energía, menudo brío! ¡Cuánto me gustaría poder cargar al lado de ellos!

—¿De veras? —Brachio recordaba que dirigir una carga era un trabajo difícil, doloroso y lleno de peligros que exigía poca energía y menos brío.

Cosca se lo pensó durante unos instantes y luego volvió a calar el sombrero en su calva cabeza y a envainar la espada.

—No, en realidad no.

Así que se acercaron a la ciudad dando un paseo.

• • • • •

Si esperaban encontrar alguna oposición, para cuando llegaron a Tratojusto ya había terminado.

En medio del polvo, y apretándose la herida que tenía en la cara con unas manos llenas de sangre, el hombre que se sentaba al lado de la carretera parpadeó cuando Sworbreck pasó a su lado. El escritor vio un corral destrozado, todas las ovejas muertas, y un perro que se afanaba entre sus cadáveres. Un carro aparecía volcado cerca de él, y dos mercenarios, uno kantic y otro estirio, discutían como salvajes en términos que no conseguía entender acerca del contenido del mismo, que se encontraba tirado por el suelo. Otros dos estirios intentaban echar abajo, a patadas, la puerta de una fragua. Otro se había subido al tejado para desde allí apalancar la puerta con su hacha. En el centro de la calle, Jubair seguía montado en su caballo, apuntando aquí y allá con su espada descomunal y dando órdenes a voz en grito, alternándolas con comentarios incomprensibles que tenían que ver con la voluntad de Dios.

Sworbreck había cogido su lápiz. Sus dedos recorrían la cuerda que lo mantenía sujeto al cuaderno, pero a él no se le ocurría nada que escribir. Al final, de manera absurda, garabateó unas cuantas letras: Sin heroísmo aparente.

—Pero ¿qué hacen esos idiotas? —preguntó Temple en voz baja. Varios mercenarios kantics habían atado unas cuantas mulas a uno de los postes de aquella atalaya cubierta de musgo y les daban de latigazos para ver si podían tirarla abajo. Pero no lo conseguían.

Sworbreck sabía por experiencia propia que la mayoría de los mercenarios se divertían rompiendo cosas. Cuanto mayor fuese el esfuerzo que hiciera falta para causar el daño que fuese, más se divertían. Como si quisieran ilustrar esta regla, cuatro de los hombres de Brachio acababan de tirar a alguien al suelo y se empleaban a fondo en golpearlo, mientras un hombre obeso que llevaba puesto un delantal intentaba infructuosamente calmarlos.

Sworbreck apenas sabía qué era la violencia. Por eso se sentía al mismo tiempo desanimado y excitado. Porque, a fin de cuentas, ¿no había ido hasta allí precisamente para eso, para presenciar sangre, degradación y salvajismo en su mayor grado? ¿Para oler las tripas secándose y oír los gritos de los atormentados? Así podría decir que había visto todo aquello. Así podría imprimir convicción y autenticidad a su trabajo. Así podría sentarse en los salones de moda de Adua y hablar de manera desenvuelta acerca de las oscuras realidades de la guerra. Y aunque los motivos no fuesen muy nobles, era evidente que no eran los peores de todo aquel espectáculo. A fin de cuentas, no pretendía ser el mejor hombre del Círculo del Mundo.

Sólo el mejor escritor.

Cosca bajó de un salto de la silla de montar, gruñó mientras devolvía la vida a sus viejas piernas y luego, un tanto entumecido, se acercó al grupo.

—¡Buenas tardes! Soy Nicomo Cosca, Capitán General de la Compañía de la Graciosa Mano —dijo, mientras señalaba a los cuatro estirios cuyos codos y garrotes seguían subiendo y bajando en el transcurso de la paliza—. Ya veo que conocen a algunos de mis bravos compañeros.

—Me llamo Clay —dijo un individuo obeso cuyos carrillos temblaban de miedo—. Soy el propietario de esta tienda…

—¿Una tienda? ¡Excelente! ¿Podemos echarle un vistazo?

Los hombres de Brachio ya habían comenzado a llevarse suministros por la fuerza de las armas, bajo la vigilante mirada del sargento Amistoso. Si el latrocinio dentro de la Compañía se mantenía dentro de un límite aceptable, todo hacía pensar que el que acontecía fuera de ella no era mal visto. Sworbreck refrenó su lápiz. Una nueva anotación sobre la falta de heroísmo hubiera sido superflua.

—Tomen todo lo que necesiten —dijo Clay, mostrando las palmas de sus manos, que estaban cubiertas de polvo—. No es necesario emplear la violencia. —Una pausa, seguida por el ruido de maderas y de cristales rotos, así como por el quejido del hombre caído en el suelo que seguía recibiendo patadas ocasionales, para entonces carentes de entusiasmo—. ¿Puedo preguntarles a qué han venido?

Lorsen dio un paso adelante.

—Hemos venido para desarraigar la deslealtad, maese Clay. Hemos venido para aplastar la rebelión.

—¿Usted es… de la Inquisición?

Lorsen no respondió, pero su silencio hubiese podido llenar varios volúmenes.

—Aquí no hay ninguna rebelión —Clay tragó saliva—, se lo aseguro. —Sworbreck notó un timbre de falsedad en su voz. Producida por algo más que su lógico nerviosismo—. No nos interesa la política…

—¿De veras? —Era evidente que Lorsen también lo había notado—. ¡Remánguese la camisa!

—¿Cómo? —El comerciante intentó sonreír, esperando salir del mal paso moviendo amablemente sus carnosas manos, pero Lorsen no se dejó engañar. Levantó un dedo y dos Practicantes fueron hacia él: unos hombres enormes, cubiertos con máscara y capucha.

—Desnudadlo.

Clay intentó retorcerse.

—Espere…

Sworbreck parpadeó cuando uno de ellos propinó al comerciante un puñetazo en las tripas que le hizo doblarse en dos. El otro le subió la manga y le retorció el brazo. Desde el codo hasta la muñeca llevada tatuadas, con letras negras, unas palabras escritas en la Vieja Lengua. Algo borradas por el tiempo, pero todavía legibles.

Lorsen ladeó un poco la cabeza para leer mejor.

Libertad y justicia. Qué nobles sentimientos. ¿Qué tal les habrían sentado a los inocentes ciudadanos de la Unión a quienes los rebeldes masacraron en Rostod?

El comerciante intentaba recobrar el aliento.

—¡Nunca he matado a nadie en toda mi vida, lo juro! —Su rostro estaba perlado de sudor—. ¡El tatuaje es una locura que hice en mi juventud! ¡Para impresionar a una mujer! ¡No he hablado con un rebelde en veinte años!

—Y suponía que en este sitio, al otro lado de la frontera de la Unión, podría librarse de expiar sus crímenes. —Sworbreck no había visto antes sonreír a Lorsen, y deseó no volver a verlo nunca más—. La Inquisición de Su Majestad tiene un brazo mucho más largo de lo que usted se imagina. Y una memoria aún mayor. ¿Quién más en esta miserable colección de cuchitriles tiene simpatía por los rebeldes?

—Estoy por asegurar que, si no había nadie que la tuviera antes de que llegáramos —Sworbreck oía hablar por lo bajo a Temple—, todos la tendrán cuando nos hayamos ido…

—Nadie —respondió Clay, meneando la cabeza—. Nadie que quiera hacer daño alguno, y yo menos que…

—¿En qué parte de las Tierras Cercanas podrían estar los rebeldes?

—¿Y yo cómo voy a saberlo? ¡Se lo diría si lo supiera!

—¿Dónde está Conthus, el jefe rebelde?

—¿Quién? —El comerciante no podía hacer nada más que mirarle fijamente—. No lo sé.

—Ya veremos lo que sabe. Llevadlo dentro. Traed mi instrumental.

Los dos Practicantes levantaron al desafortunado comerciante y se lo llevaron a rastras al interior de su propia tienda, que para entonces ya había sido vaciada completamente de todo lo que pudiese tener algún valor. Lorsen los siguió, y cada fibra de su ser estaba tan ansiosa de comenzar su tarea como las de los mercenarios antes de dar comienzo a la suya. El Practicante que quedaba fue el último en entrar, llevando en una mano la caja de madera barnizada que guardaba los instrumentos, para luego cerrar lentamente la puerta con la otra. Sworbreck tragó saliva y pensó en sacar su cuaderno, pues no estaba seguro de que aquel día hubiera anotado en él todo lo que debía.

—¿Por qué se tatúan esos rebeldes? —preguntó entre dientes—. Eso hace que los identifiquen enseguida.

Mientras se abanicaba con su sombrero, Cosca bizqueaba al mirar al cielo.

—Supongo que porque así se comprometen y ya no pueden volverse atrás. Eso les hace sentirse orgullosos. Cuanto más luchan, más tatuajes se hacen. Uno a quien ahorcaron cerca de Rostod tenía todo el brazo lleno. Yo los vi —dijo el Viejo, suspirando—. Pero la gente hace todo tipo de cosas en el calor del momento, que luego, cuando se lo piensa mejor, no son demasiado sensatas.

Sworbreck enarcó las cejas, se pasó el lápiz por los labios y copió aquella parrafada en su cuaderno. Un débil grito les llegó desde el otro lado de la puerta, seguido por otro más. Así era muy difícil concentrarse. Sin duda, aquel hombre era culpable, pero Sworbreck no podía ayudarle poniéndose en su posición, y tampoco disfrutaba quedándose en aquel sitio. Parpadeó al pensar en los robos banales, en el vandalismo sin causa, en la violencia gratuita, y buscó algo para secarse las manos, acabando por emplear su propia camisa. Al parecer, comenzaba a perder rápidamente las buenas maneras.

—Esperaba que todo esto fuese un poco más…

—¿Glorioso? —le interrumpió Temple. El hombre de leyes miraba a la tienda con el ceño fruncido, mostrando una expresión de completo desagrado.

—¡La gloria en la guerra es tan rara como el oro a ras de suelo, amigo mío! —dijo Cosca—. ¡O como la constancia en el género femenil, ya puestos a comparar! Puede utilizarlo.

Sworbreck empuñó su lápiz.

—Ehh…

—¡Debería haber estado conmigo en el Sitio de Dagoska! ¡Hubo allí tanta gloria que habría recopilado material para escribir miles de cuentos! —Cosca le pasó un brazo por un hombro y movió el otro como si saludase a una esplendorosa legión que iba a su encuentro, y no al grupo de rufianes que se llevaban el mobiliario de una casa—. ¡Oleadas de gurkos avanzando hacia nuestras defensas! ¡Nosotros, pocos, pero impávidos, encaramados en las imponentes murallas, lanzando a gritos nuestro desafío! Y entonces, a la orden…

—¡General Cosca! —Bermi cruzaba la calle a toda prisa. Se echó hacia atrás cuando dos caballos pasaron como un relámpago y se llevó por delante una puerta medio derruida para evitarlos, prosiguiendo luego su camino mientras se quitaba el polvo de las ropas con el sombrero—. Tenemos un problema. Un bastardo del Norte que ha capturado a Dimbik y ha puesto…

—Un momento —dijo Cosca—. ¿Un bastardo del Norte?

—Sí.

—¿Un… bastardo?

El estirio se hurgó en sus rizos dorados llenos de pringue y se caló el sombrero.

—Uno muy grande.

—¿Cuántos hombres tiene Dimbik?

Mientras Bermi se lo estaba pensando, Amistoso contestó por él:

—Hay ciento dieciocho hombres en el contingente de Dimbik.

Bermi abrió los brazos como si quisiera librarse de cualquier responsabilidad que le incumbiese.

—No hemos hecho nada por miedo de que matase al capitán. Me dijo que le llevara a quien estuviese al mando.

Cosca se apretó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice.

—¿Dónde está ese montañés secuestrador? Veamos si le hacemos entrar en razón antes de que acabe con toda la Compañía.

—Está ahí.

El Viejo examinó el cartel deteriorado por la intemperie que seguía colgado delante de la entrada.

La Casa de la Carne de Stupfer. Un nombre nada apetecible para un burdel.

—Creo que es una posada —Bermi le miró de soslayo.

—Pues entonces, aún es menos apetecible —replicó Cosca, y luego, suspirando, entró por su puerta con un tintineo de espuelas doradas.

Sworbreck tardó un poco en acomodar la visión. La luz entraba a raudales por los huecos de los paneles de las paredes. Habían volcado dos sillas y una mesa. Varios mercenarios estaban de pie junto a ellas, y sus armas, dos lanzas, dos espadas, un hacha y las flechas de dos arcos, apuntaban hacia el secuestrador que se sentaba ante una mesa situada en el centro de la estancia.

Aquel hombre no mostraba signo alguno de nerviosismo. Era un norteño muy alto, cuyos cabellos rodeaban su rostro hasta llegar a las pieles que le cubrían los hombros. Olfateaba el plato lleno de carne y de huevos que se encontraba ante él, masticando lentamente su contenido mientras agarraba un tenedor con la mano izquierda, pero con tan poca maña como un niño. El cuchillo que tenía en la derecha lo cogía con mucho mejor estilo, apretándolo contra la garganta del capitán Dimbik, cuyo rostro de ojos protuberantes se aplastaba indefenso contra la parte superior de la mesa.

Sworbreck se quedó sin aliento. Aquella escena, que no podía calificarse de heroica, estaba llena de audacia. Aunque en cierta ocasión él mismo hubiese publicado al respecto algún artículo controvertido que le había supuesto un gran esfuerzo, apenas podía comprender que un hombre pudiese mostrarse tan impávido en una situación tan desfavorable como aquélla. Mostrarse valiente cuando te acompañan los amigos no tiene mérito. Pero tener al mundo contra ti y seguir tu camino pese a quien pese, eso es tener valor. Lamió el extremo del lápiz para escribir algo al respecto. Entonces, el hombre del Norte le miró, y Sworbreck observó que algo brillaba entre su lacia cabellera. Casi se muere del susto. El ojo izquierdo del norteño, que era de metal, relucía en la penumbra de aquel sorprendente figón. El otro sólo mostraba una terrible decisión. Como si sólo a duras penas consiguiera evitar las ganas de cortarle la garganta a Dimbik para ver qué sucedía.

—¡Vaya, jamás me lo hubiera imaginado! —Cosca abrió los brazos—. ¡Sargento Amistoso, si es nuestro antiguo compañero de armas!

—Caul Escalofríos —dijo Amistoso muy despacio, sin apartar la mirada del norteño. Aunque Sworbreck estuviese razonablemente seguro de que las miradas no matan, se sintió muy contento de no encontrarse entre aquellos dos.

Sin apartar la hoja del cuello de Dimbik, Escalofríos trinchó con su tenedor unos cuantos huevos, los masticó como si ninguno de los presentes tuviera nada mejor que hacer que mirarlo y se los tragó.

—Este cabrón intentó quitarme los huevos.

—¡Eres un bestia sin modales, Dimbik! —Cosca agarró una silla y se sentó enfrente de Escalofríos, agitando un dedo ante la cara del capitán—. Espero que te sirva de lección. Jamás intentes quitarle los huevos a un hombre que tiene un ojo de metal.

Sworbreck apuntó la cita, aun pensando que se trataba de un aforismo difícil de aplicar en circunstancias normales. Dimbik intentó hablar, quizá para decir eso mismo, pero Escalofríos apretó los nudillos y el cuchillo un poco más contra su garganta, convirtiendo las palabras que estaban a punto de salir en un gorgoteo.

—¿Es amigo tuyo? —preguntó el norteño casi gruñendo, mirando a su rehén con cara de pocos amigos.

—¿Dimbik? —Cosca se encogió de hombros de manera espectacular—. No diría que no sirve para nada, pero sí que no es el mejor hombre de la Compañía.

• • • • •

Al capitán Dimbik le resultaba muy difícil mostrar su desacuerdo con aquellas palabras, sobre todo porque el puño del norteño le apretaba tanto la garganta que apenas podía respirar, pero estaba en desacuerdo, y mucho. Era el único hombre de la Compañía que se preocupaba un poco por la disciplina, la dignidad y el buen comportamiento, y quizá por todo eso se encontrase en aquella situación. Acogotado por un bárbaro en una casa de lenocinio.

—¿Cuál era la probabilidad —preguntó Cosca— de volver a vernos después de tantos años, a tantos cientos de kilómetros del lugar donde nos encontramos por primera vez? ¿A cuántos kilómetros dirías tú, Amistoso?

—No estoy seguro —contestó Amistoso.

—¿Volviste al Norte, verdad?

—Volví. Y vine a este sitio. —Era evidente que Escalofríos no era un hombre al que le gustase adornar las cosas con detalles.

—¿Y para qué?

—Para encontrar a un hombre con nueve dedos.

Cosca se encogió de hombros.

—Pues haberle cortado uno a Dimbik y te habrías ahorrado la búsqueda.

Dimbik rezongó y se retorció, liándose con su fajín de capitán, a lo que Escalofríos respondió clavándole la punta del cuchillo en el cuello para que se quedara quieto.

—Busco a uno en particular. —Su voz seguía sonando tranquila—. Me llegó el rumor de que podía estar aquí. Calder el Negro quiere ajustar una deuda con él. Y yo también.

—¿No habías ajustado ya bastantes deudas en Estiria? La venganza es un feo asunto. Y también es malo para el alma, ¿no, Temple?

—Eso dicen —dijo el letrado, a quien Dimbik sólo podía ver por el rabillo de uno de sus ojos. Cómo le odiaba. Siempre de acuerdo en todo, siempre dando la razón, siempre comportándose como si supiera más que nadie, pero sin decir nunca a qué se debía que supiera tanto.

—Dejemos el alma a los sacerdotes —decía Escalofríos— y los negocios a los comerciantes. Yo sólo entiendo de ajustar deudas. ¡Joder! —Dimbik lloriqueó, esperando su fin. Luego escuchó un sonido metálico cuando el norteño, a quien se le había escurrido el huevo, que acababa de estrellarse contra el suelo, dejó el tenedor encima de la mesa.

—Si empleas las dos manos, verás que resulta más fácil. —Cosca movió una de las suyas hacia los mercenarios que se apoyaban contra las paredes—. Caballeros, tranquilícense. Escalofríos es un viejo amigo, y no quiero que le hagan ningún daño. —Los arcos, las espadas y las porras perdieron paulatinamente el grado de amenaza que representaban hasta entonces—. ¿No te parece que ahora podrías soltar al capitán Dimbik? Si muere, los demás se pondrán nerviosos. Como patitos.

—Los patitos tienen más ganas de pelear que esta gente —comentó Escalofríos.

—Son mercenarios. Luchar es lo último que se les pasa por la cabeza. ¿Por qué no te alistas con nosotros? Sería como en los viejos tiempos. ¡La camaradería, las risas, la excitación!

—¿El veneno, la traición y la codicia? He descubierto que trabajo mejor solo. —La presión sobre el cuello de Dimbik cesó repentinamente. Cuando apenas había comenzado a respirar con todas sus fuerzas, sintió que una mano le agarraba por el cuello de la camisa y lo lanzaba a todo lo largo de la habitación. Pataleó sin que le sirviera de nada antes de estrellarse contra uno de sus hombres y chocar junto con él, ambos hechos una maraña, contra una mesa.

—Si logro atrapar a alguien con nueve dedos, te lo haré saber —dijo Cosca, levantándose.

—Muy bien. —Con mucha calma, Escalofríos empleó para cortar la carne el cuchillo con el que había estado a punto de matar a Dimbik—. Y cierra la puerta cuando te vayas.

Dimbik se levantó lentamente, respirando de manera entrecortada y llevándose una mano a la rozadura que le había quedado en el cuello mientras miraba fijamente a Escalofríos. Le habría gustado muchísimo matar a aquel animal. O, mejor, ordenar que lo matasen. Pero Cosca había dicho que no le hicieran ningún daño, y Cosca, para lo bueno y lo malo, aunque quizá para lo malo, era el oficial al mando. A diferencia de los demás desechos, Dimbik era un soldado. Todas esas cosas como el respeto, la obediencia y el procedimiento se las tomaba en serio. Aunque fuese el único. Era especialmente importante que él se las tomara en serio, porque nadie lo haría. Se colocó bien el desgastado fajín, observando con disgusto que su vieja seda se había manchado de huevo. Qué bueno había sido aquel fajín. Nunca volvería a serlo.

Como era el mejor hombre de la Compañía, todos se burlaban de él. Le daban el mando más insignificante, las peores misiones, la parte más pequeña del botín. Se alisó el deshilachado uniforme, sacó un peine y se arregló el pelo para luego abandonar aquel lugar donde había sido humillado y salir a la calle con la mayor apostura militar que le era posible aparentar.

En el manicomio, pensó, el único cuerdo parecerá que está loco.

• • • • •

Sufeen notaba en el aire el olor a quemado. Le traía el recuerdo de otras batallas de antaño. De batallas en las que había tenido que combatir. Como, al parecer, aquella en la que había participado. Por no querer luchar por su país había acabado luchando por sus amigos, por su vida, por el botín… por lo que fuera. Los hombres que habían intentado tirar abajo la atalaya se sentaban alrededor de ella con cara de pocos amigos, pasándose una botella cuando el Inquisidor Lorsen los dejó atrás con cara de muy pocos amigos.

—¿Ya terminó los asuntos que tenía que tratar con el comerciante? —le preguntó Cosca mientras bajaba por la escalera de la posada.

—Los terminé —contestó Lorsen con poca gracia.

—¿Y qué descubrió?

—Nada. Murió.

Una pausa.

—La vida es un mar de lágrimas.

—Algunas personas no consiguen resistir un interrogatorio en profundidad.

—¿Fallo cardíaco, producido por un decaimiento moral?

—El resultado es el mismo —dijo el Inquisidor—. Tenemos la lista de los asentamientos que redactó el Superior. El siguiente es Lobbery, y después Averstock. Reúna a la Compañía, general.

Cosca enarcó una ceja. Era la única muestra de desagrado que Sufeen había visto en su cara en todo el día.

—¿No podemos dejarles, al menos, que pasen la noche en este sitio? Algo de tiempo para descansar y disfrutar de la hospitalidad de los locales…

—Las noticias de nuestra aparición no deben llegar a los rebeldes. El justo no puede retrasarse. —Lorsen intentaba evitar cualquier indicio de ironía en sus palabras.

—El trabajo del justo es duro, ¿verdad? —Cosca llenó de aire sus carrillos para vaciarlos con un soplido.

Sufeen sentía una gran indefensión. Apenas podía levantar los brazos, de repente se sentía muy cansado. Si al menos hubiera encontrado allí a algún justo… Pero él era la única persona que se acercaba al concepto de lo que es ser justo. El mejor hombre de la Compañía. No se vanagloriaba de eso. El mejor gusano de la mierda hubiera podido jactarse más que él. Era el único hombre de los allí presentes que tenía algo de conciencia. Excepto, quizá, Temple, pero Temple se pasaba todas las horas del día intentando convencer a todo el mundo, incluido él mismo, de que no tenía conciencia. Sufeen lo vigilaba, quedándose cerca de Cosca, pero a su espalda, un poco agachado como si quisiera pasar desapercibido, y hacía como si se mirase los dedos o intentara abotonarse la camisa. Un hombre que podía haberlo sido todo y que hacía todo lo posible para no ser nada. Pero en medio de toda aquella locura y de toda aquella destrucción, el derroche del potencial de un hombre era algo de lo que apenas valía la pena hablar. ¿Tendría razón Jubair? ¿No sería Dios un asesino vengativo que se complacía en la destrucción?

El enorme norteño estaba junto a la salida principal de la Casa de la Carne de Stupfer viendo cómo montaban, agarrando con sus grandes puños la barandilla mientras el sol de la tarde hacía brillar la muerta bola de metal que tenía por ojo.

—¿Qué piensa escribir acerca de lo sucedido? —preguntaba Temple.

Sworbreck, que aún tenía el lápiz en la mano, miró desanimado su cuaderno de notas y lo cerró cuidadosamente.

—Supongo que edulcoraré un poco el episodio.

—Pues espero que edulcore muchas cosas —dijo Sufeen con sorna.

Pese a todo, y eso había que concedérselo, aquel día la Compañía de la Graciosa Mano se comportó con un comedimiento inusual. Dejaban Tratojusto a sus espaldas quejándose de la escasa calidad del botín obtenido, así como el cadáver del comerciante, que colgaba desnudo de la atalaya con un cartel en el cuello que proclamaba su fin aciago, para que sirviera de escarmiento a los rebeldes de las Tierras Cercanas. Pero Sufeen dudaba mucho de que los rebeldes aprendiesen de aquel escarmiento y pensó en lo que podrían hacer después. Otros dos hombres colgaban al lado del comerciante.

—¿Quiénes eran? —preguntó Temple, frunciendo el ceño.

—Creo que al joven le dispararon cuando intentaba huir. Del otro no estoy seguro.

Temple sonrió apenado mientras retorcía y manoseaba una de sus mangas muy gastadas.

—¿Qué otra cosa habríamos podido hacer?

—Sólo hacer caso a lo que nos decía la conciencia.

Temple se volvió hacia él y exclamó:

—¡Para ser un mercenario, estás a todas horas con la conciencia!

—¿Y a ti qué te importa, a menos que la tuya te moleste?

—¡Pues, por lo que yo veo, no le haces ascos al dinero de Cosca!

—¿Te gustaría que dejara de cogerlo?

Temple abrió la boca. Luego la cerró sin decir nada, miró al horizonte y siguió retorciendo más y más aquella manga.

Sufeen suspiró.

—Dios sabe que jamás me ufané de ser buena persona. —Dos casas que estaban al final del pueblo acababan de estallar en llamas. Siguió con la mirada las columnas de humo que se perdían en el azul del cielo—. Sólo de ser el mejor de toda la Compañía.