Todos tenemos un pasado

Todos tenemos un pasado

La lluvia arreciaba. Anegaba las roderas del carro y las profundas huellas dejadas por las botas y los cascos hasta convertirlas en un cenagal y conseguir que a la calle principal sólo le faltase la corriente para convertirse en un río. Cubría la ciudad con una cortina gris, haciendo que sus escasas luces brillasen tan apagadas como si estuviesen inmersas en la niebla, convirtiéndolas en unos temblores anaranjados que bailoteaban como fantasmas en sus cien mil charcos. De los canalones de las casas caían chorros de agua que levantaban barro al caer, y también de los tejados que no tenían canalones y del ala del sombrero de Lamb, que se encogía, silencioso y empapado, en el pescante del carro. El agua corría hacia abajo, formando perlas de miseria, por el cartel que colgaba de un arco levantado sobre unas vigas podridas, el cual proclamaba que las ruinas que veían eran la ciudad de Averstock. Empapaba los costados llenos de suciedad de los dos bueyes, Calder, que cojeaba a causa de su pata trasera, y Scale, que no estaba mucho mejor. Caía encima de los caballos atados a la barandilla de la casucha que quería pasar por taberna. Tres caballos tristes cuyo pelaje se había vuelto negro tras empaparse.

—¿Serán ésos —preguntó Leef— sus caballos?

—Lo son —respondió Shy, tan fría y mojada bajo su chaquetón empapado como si acabaran de enterrarla.

—¿Qué vamos a hacer? —Leef intentaba ocultar la tensión que lo poseía, pero su voz le delataba.

Lamb tardó en contestar. Se inclinó hacia Shy y dijo en voz baja:

—Supongamos que has hecho dos promesas y que no puedes cumplir ninguna de ellas sin faltar a la otra. ¿Qué harías?

Aunque la pregunta le pareciera a Shy un despropósito a causa del asunto que se traían entre manos, le contestó lo siguiente:

—Supongo que cumpliría la que me pareciese más importante.

—Claro —musitó él, observando el lodo que cubría la calle—. Me has dejado como estaba. No puedo elegir. —Transcurrió un buen rato en el que siguieron mojándose, y luego Lamb se pasó a su asiento—. Yo entraré primero. Acomodad a los bueyes y luego entrad vosotros, pero despacio. —Y saltó del carro, salpicando barro con las botas—. A menos que queráis quedaros aquí. Quizá sea lo mejor.

—Yo haré mi parte —dijo Leef de sopetón.

—¿Y cómo puedes saber en qué consiste tu parte? ¿Has matado a alguien?

—¿Y tú?

—Lo único que os pido es que no os entrometáis en lo que haga. —De alguna manera, Lamb parecía diferente. Ya no estaba cargado de hombros. Era más grande. Enorme. La lluvia repiqueteaba en las hombreras de su chaquetón, y un poco de luz incidía en uno de los lados de su cara tremendamente seria, mientras que el otro seguía a oscuras—. Apartaos de mi camino. Prometédmelo.

—Te lo prometo —dijo Leef, echándole a Shy una mirada divertida.

—Yo también —dijo Shy.

El hecho de que se llamara Lamb[2] siempre le había parecido extraño. Cualquiera hubiera podido encontrar corderos mejores que él en aquellas estaciones del año en que se los trasquila. Pero los hombres hacen cosas raras por culpa del orgullo. Shy jamás había tenido la necesidad de sentirse orgullosa. Por eso pensó que lo mejor era dejarle decir lo que quisiera y luego hacer lo que a ella le pareciese, después de que él hubiese entrado. A fin de cuentas, aquella estrategia había funcionado bastante bien a la hora de vender la cosecha. Así que le dejó entrar el primero y ella se quedó atrás. Deslizó el cuchillo por una de sus mangas y observó al viejo norteño cruzar la calle embarrada, haciendo lo indecible para levantar las botas del suelo, porque se le pegaban al barro, y mantener el equilibrio, abriendo mucho los brazos.

Si Lamb titubeaba, ella sabría lo que había que hacer. ¿No lo había hecho antes por razones menos importantes, y a gente que se lo merecía menos? Sintiendo en las sienes los latidos de su corazón, comprobó que el cuchillo salía rápidamente de su manga mojada. Podía hacerlo de nuevo. Tenía que hacerlo de nuevo.

Si la taberna parecía un cuchitril puertas afuera, por dentro no resultaba menos decepcionante. Sintió nostalgia de la Casa de la Carne de Stupfer… un pensamiento que jamás se le ocurrió que fuese a tener. Observó la triste lengua de fuego que parpadeaba dentro de una chimenea tan ennegrecida que ya no podría repararse y olió la rancia fragancia a madera quemada y a cuerpos mojados y sudorosos que no sabían lo que era el jabón. La barra era una plancha de madera vieja llena de cortes, pulimentada por todos los codos que se habían apoyado en ella a lo largo de los años y alabeada en el medio. El dueño de la taberna o, mejor, el dueño del antro estaba de pie, secando unas copas con un trapo.

Angosto y bajo, al lugar aún le quedaba mucho para llenarse del todo, por lo que, en una noche tan infame como aquélla, no parecía gran cosa. Cinco individuos, que a Shy le parecieron comerciantes y nada prósperos, a quienes acompañaban dos mujeres, se sentaban delante de un estofado en la mesa más alejada de ella. Un hombre huesudo se sentaba ante una copa con su cansancio por toda compañía. Lo observó por el espejo renegrido que siempre llevaba consigo, y supuso que era un granjero. En la mesa de al lado, un tipo se arrebujaba en un abrigo de piel tan grande que apenas se le veía, con un matojo de pelo gris, un sombrero adornado con un par de plumas grasientas en una de sus alas y una botella medio vacía al lado. Enfrente, tan tiesa como un juez que presidiese un tribunal, se sentaba una mujer mayor, una Fantasma, con la nariz rota y torcida, el cabello recogido con un trapo que parecía los jirones de alguna antigua bandera del Imperio, y el rostro con unas arrugas tan profundas que cualquiera lo hubiera podido emplear como estantería para poner los platos. Siempre que sus platos no hubiesen ardido junto con el espejo y todo lo que tenía, claro está.

La mirada de Shy llegó, reptando, hasta los últimos miembros de aquel alegre grupo, y entonces pensó que había visto mal. Pero no. Había visto bien. Tres hombres, todos muy juntos. Parecían hombres de la Unión, o al menos tenían pinta de serlo, porque cualquiera que nazca en la Unión y sufra durante varias estaciones el clima y la suciedad de las Tierras Cercanas no tarda en envejecer y agostarse. De los dos más jóvenes, uno tenía una mata de cabello rojizo y un tic, como si una mosca le bajase todo el tiempo por la espalda. El otro, que tenía un rostro agraciado, al menos por lo que Shy podía ver desde donde estaba, llevaba un chaquetón de piel de oveja que él ceñía con un cinturón de fantasía hecho con tachones de metal. El tercero, más viejo, con barba y un sombrero alto desgastado por estar a la intemperie, se sentaba de lado, como si tuviera un alto concepto de sí mismo. Que es lo que la mayoría de los hombres suelen hacer en proporción inversa, por supuesto, a lo que valen.

Llevaba una espada… Shy observó la parte superior de su vaina de latón que asomaba por la rendija de su chaquetón. Guapo llevaba un hacha y un cuchillo grande en el cinturón, junto con un rollo de cuerda. Como Pelirrojo le daba la espalda, no podía ver sus armas, pero hubiera podido asegurar que también tenía una o dos.

Apenas podía creer lo vulgares que le parecían. Como los miles de vagabundos, todos iguales y llenos de mugre, que había visto remoloneando por Tratojusto. Observó que Guapo se llevaba una mano a la espalda para meter el pulgar por aquel cinturón de fantasía de suerte que los demás dedos se le quedasen colgando. Como cualquiera habría hecho al apoyarse en la barra de un bar después de una larga cabalgada. Pero con la diferencia de que aquel jinete había pasado por su granja y la había quemado, haciendo añicos sus esperanzas y llevándose consigo a sus hermanos para sumirlos en la oscuridad.

Apretó las mandíbulas y avanzó, pegándose a las sombras sin ocultarse demasiado, pero intentando no mostrarse abiertamente. No era difícil, porque Lamb estaba haciendo lo contrario, justo al revés de lo que siempre solía hacer. Dando grandes pasos fue hasta al otro extremo de la barra y apoyó sus enormes puños en su madera rajada.

—Bonita noche la que nos han preparado —decía al tabernero, quitándose el sombrero y el chaquetón y haciendo aspavientos cuando descargó toda el agua que tenía encima, de modo que todos los que estaban sentados lo vieron. Sólo los ojos hundidos de la Fantasma siguieron a Shy mientras contorneaba las paredes, pero nada dieron a entender a los demás.

—Con este tiempo no ha venido mucha gente, ¿verdad? —comentó el tabernero.

—Llegar hasta aquí es tan complicado que debería poner una almadía para cruzar la calle.

El tabernero miró a sus parroquianos con poco cariño.

—Lo haría si sirviera para que el negocio mejorase. He oído que hay un montón de gente que está cruzando las Tierras Cercanas, pero aún no han llegado. ¿Le apetece tomar algo?

Lamb se quitó los guantes y los arrojó de manera descuidada encima de la barra.

—Tomaré una cerveza.

El tabernero cogió una copa de metal que relucía de tanto limpiarla.

—Ésa no. —Lamb señaló una gran jarra de cerámica que parecía de diseño antiguo y que descansaba cubierta de polvo en un estante bastante alto—. Me gustan las cosas que pesan al cogerlas.

—¿Estamos hablando de copas o de mujeres? —preguntó mientras iba a por ella.

—¿Por qué no de ambas? —Lamb enseñaba los dientes. ¿Así que podía sonreír? La mirada de Shy fue a parar a los tres hombres que, sentados al otro extremo de la barra, no despegaban la mirada de sus bebidas.

—¿De dónde viene? —preguntó el tabernero.

—Del este. —Lamb le quitó importancia a la pregunta encogiéndose de hombros—. Bueno, de un poco más al norte, cerca de Tratojusto.

Uno de los tres hombres, Pelirrojo, observó a Lamb, resopló y miró a otro sitio.

—Pues hay un buen trecho. Más de cien kilómetros.

—Algo más por el camino por donde hemos venido, subidos en una carreta de bueyes. Mi viejo culo parece picadillo de hacer salchichas.

—Bueno, si quiere proseguir hacia el oeste, yo me lo pensaría. Mucha gente va hacía allí, ávida de oro. Creo que han soliviantado a todos los Fantasmas.

—¿Está seguro?

—Por supuesto, amigo —dijo el hombre del abrigo de piel, asomando la cabeza como la tortuga que saca la suya por el caparazón. Tenía la voz más profunda y sepulcral que Shy jamás hubiese oído en su vida, y eso que había escuchado voces quejumbrosas cuando era más joven—. Las Tierras Lejanas están tan revueltas por todos esos prospectores como las hormigas a las que se les pisa el nido. Llenas de agitación, de bandas y de rumores, como antaño. Incluso se dice que Sangeed ha vuelto a desenvainar la espada.

—¿Sangeed? —el tabernero movió la cabeza como si le apretara el cuello de la camisa.

—El mismísimo Emperador de las Llanuras. —Shy se percató de que aquel viejo bastardo disfrutaba muchísimo asustándolos—. Ni siquiera hace dos semanas que sus Fantasmas masacraron en las llanuras a todo un poblado de prospectores. Cerca de treinta hombres. Les cortaron la nariz y las orejas, y lo que me extraña es que no les cortasen también la polla.

—¿Y qué demonios iban a hacer con tantas pollas? —preguntó el granjero, mirando a la vieja Fantasma y dando un respingo. Pero ella no contestó. Ni siquiera se movió.

—Si sigue decidido a continuar hacia el oeste, hágalo en compañía de mucha gente, y cerciórese de que tienen malas pulgas y mucho acero… eso es lo que yo haría. —Y, con estas palabras, volvió a guarecerse en su abrigo de piel.

—Agradezco el consejo. —Lamb alzó su enorme jarra y tomó un sorbo. Shy deglutió al mismo tiempo que él, repentinamente desesperada por no tener una cerveza. Demonios. Sólo quería irse de allí. Irse de allí o quedarse, pero con una cerveza. Le extrañó que Lamb se mostrase tan paciente como cuando araba—. Pero no estoy muy seguro, realmente, de adónde quiero ir.

—¿Qué le trae desde tan lejos? —preguntó el tabernero.

Lamb había comenzado a remangarse la camisa, poniendo al descubierto los gruesos músculos cubiertos de vello gris de sus antebrazos.

—Los hombres a quienes persigo.

Pelirrojo le miró otra vez con una cascada de tics que llegaban desde el hombro hasta la cara, pero en aquella ocasión no apartó sus ojos de él. Shy dejó que el cuchillo bajara hasta su mano, siempre oculto por el brazo, mientras agarraba con fuerza su empuñadura.

—¿Y por qué los persigue? —insistió el tabernero.

—Porque me quemaron la granja. Se llevaron a mis niños. Colgaron a mi amigo. —Hablaba como si lo que decía apenas tuviera importancia, y luego levantó la jarra.

El lugar quedó en un silencio tan absoluto que hasta se le oyó tragar. Uno de los comerciantes se volvió para mirar, con el ceño fruncido por la pena. Sombrero Alto cogió su copa y Shy vio lo tensos que tenía los tendones de la mano. Leef aprovechó aquel momento para colarse por la puerta y quedarse en el umbral, pálido, empapado y sin saber a qué atenerse. Los parroquianos ni le miraron, pues todos los ojos estaban fijos en Lamb.

—Eran hombres malos, sin escrúpulos —proseguía él—. Han estado robando niños por todas las Tierras Cercanas y dejando tras de sí a mucha gente ahorcada. Durante estos últimos días hemos enterrado a cerca de una docena.

—¿Cuántos son esos bastardos?

—Unos veinte.

—¿Quiere que formemos una partida y vayamos a buscarlos? —A pesar de la sugerencia, el tabernero parecía más dispuesto a seguir en aquel lugar, limpiando copas. ¿Quién hubiera podido echárselo en cara?

—No es necesario —Lamb denegaba con la cabeza—. Ya tienen que estar muy lejos.

—Bueno. Bien. Supongo que, antes o después, la justicia los cogerá. La justicia no descansa, ya sabe.

—La justicia podrá coger lo que yo deje de ellos. —Lamb se remangó hasta donde quería y se volvió de lado, apoyándose cómodamente en la barra y mirando de frente a los tres hombres que se encontraban en el otro extremo. Shy jamás se hubiera esperado aquello, ver a Lamb sonriendo y charlando, como si nunca hubiera tenido ninguna preocupación—. Cuando dije que tenían que estar muy lejos no hice honor a la verdad. Tres de ellos se separaron de los demás.

—¿Está seguro? —preguntó Sombrero Alto, robándole la conversación al tabernero como el ladrón la bolsa.

—Por supuesto —contestó Lamb, manteniéndole la mirada.

—¿Ha dicho que son tres hombres? —La mano inquieta de Guapo reptó a lo largo de su cinturón para tocar el hacha que llevaba. La cordialidad que había dominado el pequeño salón se enfrió repentinamente, pues el agobio que producía la violencia que estaba por llegar era tan grande como el de los nubarrones antes de que descargue la tormenta.

—Oigan —decía el tabernero—, no quiero problemas en mi…

—Yo tampoco quería problemas —Lamb le interrumpió—, pero me siguen a todas partes. Los problemas se han convertido en un hábito. —Acababa de apartarse de la cara los cabellos empapados y abría mucho los ojos, que también le brillaban mucho, y la boca, para respirar deprisa sin dejar de sonreír. Pero no como lo hubiera hecho cualquier hombre que se dispusiese a emprender un trabajo arduo, sino como aquel que va a comenzar una tarea agradable, sin prisas, como si una comida exquisita le aguardase a su final. Entonces Shy observó todas aquellas cicatrices desde una nueva perspectiva y sintió que la frialdad del lugar reptaba por sus brazos, bajaba por su espalda y cubría todos los vellos de su ser.

—Les he seguido la pista a tres de ellos —dijo Lamb—. Localicé su rastro hace dos días y lo he seguido.

Se hizo otra pausa que los dejó a todos sin respiración y que el tabernero aprovechó para retroceder un paso, con la copa y el trapo entre las manos. Aunque la sombra de una sonrisa aún se insinuase en su rostro, la duda le dominaba. Los tres se acercaron a Lamb, abriéndose en abanico y dando la espalda a Shy, de manera que ella se encontró a sus anchas cuando caminó lentamente para salir de las sombras y dirigirse hacia ellos, apretando con nerviosismo la empuñadura del cuchillo. Mientras todos mantenían la respiración, el tiempo pareció detenerse.

—¿Y adónde llevaba ese rastro? —preguntó Sombrero Alto, arrastrando las palabras con una voz que terminó por sonar cascada.

La sonrisa de Lamb se hizo mayor. Era la sonrisa de la persona que acaba de recibir el regalo de cumpleaños que lleva esperando desde hace mucho tiempo.

—Adonde terminan vuestras putas piernas.

Sombrero Alto se echó el chaquetón hacia atrás con un revoloteo de tejido mientras desenvainaba la espada.

Lamb le lanzó la enorme jarra que tenía en la mano. Rebotó contra su frente y lo tiró al suelo en medio de una lluvia de cerveza.

Una silla chirrió cuando el granjero intentó levantarse y tropezó con ella.

El chico pelirrojo retrocedió un paso, ya fuera por el susto o para hacerse sitio, y Shy le pasó el cuchillo alrededor del cuello y apretó la parte plana de su hoja contra él al tiempo que le agarraba fuertemente con el otro brazo.

Alguien gritó.

Lamb cruzó la habitación de un salto. Agarró la muñeca de Guapo justo cuando sacaba el hacha y se la retorció, mientras con la otra mano le quitaba el cuchillo que llevaba en aquel cinturón de fantasía y se lo clavaba con fuerza en la ingle, para luego mover su hoja y destriparlo en medio de una lluvia de sangre que los roció a ambos. El joven lanzó un grito que más parecía un gorgoteo y que sonó estruendoso en aquel sitio tan pequeño, cayendo de rodillas mientras, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, intentaba colocarse las tripas en su sitio. Lamb le aplastó la nuca con la empuñadura del cuchillo, de suerte que dejó de gritar y cayó al suelo para quedarse tendido en él.

Una de las mujeres que estaban con los comerciantes comenzó a dar saltos, tapándose la boca.

Como el pelirrojo a quien Shy agarraba no dejaba de patalear, ella lo agarró con más fuerza, susurrándole ¡Shh! para que se calmara mientras apretaba la punta del cuchillo contra su cuello.

Sombrero Alto se levantó medio atontado, olvidándose de su sombrero, con la sangre saliéndole por el chirlo que la jarra le había abierto en la frente. Lamb lo agarró del pescuezo, levantándolo con tanta facilidad como si fuese de trapo, y le aplastó la cara contra la barra una vez, otra más, hasta que sonó como un cacharro roto, y una tercera, hasta que su cabeza colgó tan flácida como la de una muñeca y salpicó con su sangre el delantal del tabernero, la pared que estaba a su espalda y el techo. Lamb levantó el cuchillo en alto mientras su rostro enrojecido seguía animado por aquella mueca de locura y luego lo bajó, convirtiendo su hoja en un destello metálico, hasta la espalda de aquel hombre, creando con un poderoso crujido y una lluvia de astillas una raja a todo lo largo de la barra. Y allí lo dejó clavado, con las rodillas justo encima del suelo y las botas rozando las tablas del mismo, en medio del tamborileo que su sangre hacía al caer, muy parecido al que habría hecho una botella cuyo líquido hubiese comenzado a derramarse.

Todo aquello no duró más tiempo que el que Shy hubiera tardado en tomar tres bocanadas de aire, siempre que no hubiese estado conteniendo la respiración, que es lo que había hecho. Para entonces estaba excitada y aturdida, y todo lo que la rodeaba le parecía demasiado brillante. Parpadeaba. No conseguía comprender exactamente qué había sucedido. No se había movido. Ni ella ni nadie. Sólo Lamb, que caminaba hacia Shy con los ojos brillantes por las lágrimas y una parte de su rostro y de su barba manchados con motitas oscuras, mientras sus dientes desnudos relucían en la sonrisa de locura que aún no le había abandonado, y cada bocanada de aire se convertía en su garganta en el quejido que hubiese podido emitir cualquier amante.

Pelirrojo gemía.

—¡Joder, joder! —exclamaba Pelirrojo, lloriqueando, por lo que Shy apretó la hoja del cuchillo más fuerte contra su cuello y volvió a decirle entre susurros que se callara. Como aún guardaba en su cinturón un enorme cuchillo al que poco le faltaba para ser una espada, se lo quitó con la mano que tenía libre. Entonces Lamb se inclinó sobre ella y el chico, con la cabeza casi tocando las vigas más bajas, y lo agarró por la camisa, liberándolo del abrazo de Shy.

—Háblame —y le abofeteó en la cara con la suficiente fuerza para dejarlo sin sentido si hubiese querido.

—Yo… —musitó el chico.

Lamb le abofeteó nuevamente, con tanta fuerza que los comerciantes que estaban en el otro extremo se acobardaron, pero sin moverse un ápice.

—Habla.

—¿Qué vas a…?

—¿Quién estaba al mando?

—Cantliss. Así se llama. —El chico comenzó a parlotear, lanzando un montón de palabras que se atropellaban entre sí y babeando por las prisas en hablar—. Grega Cantliss. No sabía lo mala que era su gente, sólo quería ir de aquí para allá y sacar un poco de dinero. Trabajaba en la balsa con la que se pasa el río que está al este, y un día llegaron las lluvias y la arrastraron y… —Bofetón—. Nosotros no queríamos, tiene que creerme. —Bofetón—. Tiene gente muy mala. Un norteño llamado Puntillanegra fue el que disparó flechas a un viejo. Los demás se reían.

—¿Estoy riendo? —dijo Lamb, abofeteándolo otra vez.

El chico pelirrojo levantó una mano temblorosa.

—¡Yo no me reí! ¡Como no queríamos participar en esos crímenes, nos fuimos! Creímos que sólo se trataba de robar algo, eso nos dijo Cantliss, pero luego resultó que comenzamos a robar niños y…

Lamb le interrumpió con otra bofetada.

—¿Por qué se llevó a los niños? —Y se dispuso a propinarle otra, aunque la pecosa cara del chico estuviese llena de cortes y abultada por un lado, y la nariz le sangrase.

—Dijo que conocía a una persona que se los iba a comprar, y que todos seríamos ricos si se los llevábamos. Dijo que no les harían daño, que no les tocarían ni un solo pelo. Quería que estuvieran perfectos para hacer el viaje.

Lamb le atizó una vez más, haciéndole otro corte.

—¿El viaje adónde?

—A Arruga —dijo él—, y luego a otro sitio un poco más lejos.

—Eso está en la cabecera del Sokwaya —dijo Shy—. Por el camino que cruza las Tierras Lejanas.

—Primero a Arruga, ¿y luego adónde?

El chico pelirrojo estaba a punto de desmayarse, porque se le cerraban los párpados. Lamb le abofeteó en ambas mejillas y lo agarró por la camisa.

—Primero a Arruga, ¿y luego adónde?

—No lo dijo. O no me lo dijo a mí. Quizá a Tabernero. —Y miró al hombre que seguía clavado en la barra y entonces observó el mango del cuchillo que sobresalía de su espalda. Shy pensó que no les mentía.

—¿Quién está comprando niños? —preguntó Lamb.

Pelirrojo movió su cabeza de trapo para dar a entender que no lo sabía. Lamb le abofeteó una, dos, tres veces. Una de las mujeres de los comerciantes se tapó la cara. Los demás seguían mirando sin moverse. El hombre que estaba a su lado se la llevó hasta una silla.

—¿Quién los está comprando?

—No lo sé. —Pronunciaba mal las palabras, y una baba sanguinolenta caía de su labio partido.

—Quédate aquí. —Lamb soltó al chico, se acercó hasta donde se encontraba Sombrero Alto, cuyas botas estaban en el centro de un charco de sangre, le quitó la espada y cogió el puñal que llevaba dentro del chaquetón. Entonces le dio la vuelta a Guapo con la puntera de una bota y lo dejó mirando al techo como si fuese idiota, bastante menos guapo con las tripas fuera. Cogió la cuerda que llevaba a la cintura, se acercó a donde estaba el chico pelirrojo y comenzó a anudar un extremo alrededor de su cuello mientras Shy se limitaba a mirar, completamente extenuada. Aunque los nudos que hizo no fuesen muy buenos, resistirían, así que tiró del chico hacia la puerta y él le siguió sin rechistar, como un perro apaleado.

Luego se detuvieron. El tabernero había recorrido toda la barra y se encontraba en la puerta. Quizá para constatar que uno nunca puede imaginarse lo que llegará a hacer una persona, ni cuándo lo hará. Agarraba con fuerza el trapo de secar la vajilla, como si fuese un escudo que pudiera defenderle de la maldad. Aun reconociendo que no sería muy efectivo, Shy sintió mucho respeto por sus tripas, esperando que Lamb no acabase por juntarlas con las de Guapo, que seguían manchando de sangre las tablas del suelo.

—Esto no es justo —comentó el tabernero.

—¿Quieres morir para que te parezca que es más justo? —La voz de Lamb, monocorde y tranquila, no suponía una amenaza, sino simplemente una pregunta. No había gritado. Aquellos dos muertos lo hacían por él.

Los ojos del tabernero miraron apurados a su alrededor, pero ningún héroe saltó a su lado. Todos estaban aterrorizados, como si Lamb fuese la mismísima Muerte que iba a su encuentro. Todos excepto aquella mujer mayor, la Fantasma, que seguía sentada, mirando, y su acompañante, el del abrigo de piel, que mantenía cruzadas las piernas mientras se servía con movimientos pausados otro trago.

—No es justo —dijo el tabernero, aunque para entonces su voz fuese tan poco contundente como la cerveza aguada.

—Es justo porque hay que hacerlo —dijo Lamb.

—Podríamos adecentar un poco este salón y juzgarlo como es debido, y preguntar…

Lamb se echó hacia delante.

—Lo único que tienes que preguntarte es si vas a interponerte en mi camino. —El tabernero se echó hacia atrás y Lamb tiró del chico. Shy los siguió, súbitamente despejada, adelantando a Leef, que seguía boquiabierto en el umbral.

Fuera, la lluvia había dado paso a una llovizna. Lamb tiraba de Pelirrojo por la calle enlodada, en dirección al arco de maderas podridas del que colgaba el cartel. Lo suficientemente alto para que un hombre a caballo pasara por debajo. O para que otro a pie colgase de él.

—¡Lamb! —Shy saltó desde el porche de la taberna, hundiéndose hasta los tobillos—. ¡Lamb! —Él sopesó la cuerda y luego la pasó por encima del travesaño—. ¡Lamb! —Ella comenzó a cruzar la calle, pero a duras penas, porque el barro succionaba sus pies. Él cogió el extremo libre de la cuerda y tiró de ella, haciendo que el chico pelirrojo tropezara al sentir que el nudo corredizo le apretaba por debajo de la barbilla, mostrando tanta extrañeza en su rostro abotagado que era evidente que no había pensado en lo que iba a ocurrirle.

—¿Es que no hemos visto ya a demasiada gente ahorcada? —exclamó Shy mientras intentaba sortear los charcos. Lamb ni contestó ni la miró, limitándose a pasar el extremo de la cuerda alrededor de uno de sus antebrazos.

—No es justo —dijo ella. Pero Lamb sorbió por la nariz y comenzó a subir al chico por el aire. Shy agarró la cuerda por el extremo que terminaba en el chico y comenzó a cortarla con la espada corta. Como estaba muy afilada, apenas tardó en hacerlo.

—Echa a correr.

El chico la miró, parpadeando.

—¡Corre, jodido idiota! —Le propinó una patada en el trasero y él dio unos cuantos pasos inciertos antes de caer de cara, para luego levantarse de un modo muy torpe y desaparecer en la oscuridad, con la cuerda aún en el cuello.

Shy se volvió hacia Lamb. Él la miraba fijamente, con la espada robada en una mano y el trozo de cuerda en la otra. Pero apenas la veía. Porque apenas era él mismo. ¿Cómo podía ser aquel hombre el mismo que se inclinaba sobre Ro para cantarle cuando tenía fiebre, mientras las arrugas de su rostro se le marcaban por lo preocupado que se sentía? Miró sus ojos negros y se asustó, porque era como mirar al vacío. Era como estar ante el borde de la nada. Por eso tuvo que hacer acopio de todo su coraje para no echar a correr.

—¡Trae esos tres caballos hasta aquí! —exclamó, dirigiéndose a Leef, que fuera ya del porche iba de un sitio para otro con el sombrero y el chaquetón de Lamb en los brazos—. ¡Tráelos ahora! —Al oírlo, el chico salió a toda prisa. Lamb ni se había movido, buscando con la mirada al pelirrojo mientras la lluvia comenzaba a lavarle la sangre de la cara. Agarró el pomo de la silla de montar cuando Leef le entregó el caballo de mayor tamaño, que se asustó y coceó al intentar montarse en él, de suerte que soltó la silla con un gruñido y se fue hacia atrás sin poder meter el pie en el estribo, cayendo de lado en el barro. Shy se arrodilló a su lado mientras él intentaba levantarse con manos y pies.

—¿Te has hecho daño?

La miró. Tenía lágrimas en los ojos cuando susurró:

—Por los muertos, Shy. Por los muertos.

Ella lo levantó a duras penas, un trabajo muy arduo, pues Lamb era como un peso muerto. Cuando finalmente pudieron ponerse de pie, la abrazó.

—Prométemelo —susurró—. Prométeme que nunca más te interpondrás en mi camino.

—No pienso hacerlo. —Pasó una mano por su mejilla llena de cicatrices—. Te sujetaré el estribo. —Y así lo hizo, y también acarició la cara del caballo, susurrándole para que se tranquilizase y esperando que alguien, llegado el momento, hiciese lo mismo por ella. Entonces, lenta y trabajosamente, Lamb se subió a la silla, apretando los dientes como si le supusiera un esfuerzo mayor de lo que era. Luego se acomodó, cogiendo las riendas con la mano derecha y abotonándose el cuello del chaquetón con la izquierda. De nuevo volvía a parecer un hombre mayor. Más viejo que antes. Un hombre mayor que soportaba un terrible peso y una pena terrible sobre sus hombros contrahechos.

—¿Está bien? —La voz de Leef apenas era un susurro, como si tuviese miedo de hablar demasiado alto.

—No lo sé. —No le pareció que Lamb lo hubiera oído, pues seguía escrutando el oscuro horizonte, que para entonces casi se confundía con el cielo.

—Y tú, ¿estás bien? —Leef seguía hablando en voz baja.

—Tampoco lo sé. —Sintió que el mundo se rompía en mil pedazos y se disolvía, como si ella navegase por mares extraños, rota toda relación con la tierra firme—. ¿Y tú?

Leef se limitó a mover la cabeza y a bajar la mirada con unos ojos como platos.

—Lo mejor será coger del carro lo que necesitemos y montar para irnos, ¿no te parece?

—¿Y qué hacemos con Scale y Calder?

—Están agotados, y nosotros tenemos que irnos. Aquí se quedan.

El viento lanzó gotas de lluvia sobre su rostro mientras se bajaba el ala del sombrero y apretaba las mandíbulas. Su hermano y su hermana… tenía que encontrarlos. Eran las estrellas que guiarían su rumbo, dos puntos de luz en la oscuridad. Ellos eran lo único importante.

Así que azuzó con los talones a su nuevo caballo y condujo hacia la noche a quienes la acompañaban. No habían llegado muy lejos cuando escuchó los ruidos que el viento llevaba hasta ellos, así que puso su caballo al paso. Lamb acomodó el avance de su montura al de la suya y desenvainó la espada. Una vieja espada de caballería, larga y pesada, afilada por un lado.

—¡Alguien nos sigue! —dijo Leef, aprestando su arco.

—¡Aparta eso! Acabarías clavándote la flecha con tan poca luz. O clavándomela a mí, lo que sería peor. —Shy escuchaba ruido de cascos de caballos por el camino que habían tomado, así como el traqueteo de un carruaje, y entonces distinguió entre los árboles la débil luz de una antorcha. ¿Habrían salido de Averstock para perseguirlos? ¿No sería el tabernero un mejor defensor de la justicia de lo que les había parecido? Sacó la espada corta que colgaba del pomo de la silla, y su acero relució al recibir el último rayo rojizo de la aurora. No tenía ni idea de lo que podía acontecerles. Si el mismísimo Juvens hubiera salido de la nada para desearles buenas tardes, ella se habría encogido de hombros antes de preguntarle adónde iba.

—¡Deténganse! —dijo la voz, que era una de las más profundas y ásperas de todas las que había escuchado. No era el mismísimo Juvens, sino el hombre del abrigo de piel. Acababa de verlo montado a caballo, con una antorcha en la mano—. ¡Soy un amigo! —dijo, poniendo su caballo al paso.

—Usted no es amigo mío —le replicó ella.

—Entonces, permítame que lo sea. —Hurgó en la alforja que llevaba en la silla y lanzó a Shy una botella medio llena. En ese momento apareció un carruaje tirado por dos caballos. La vieja Fantasma llevaba sus riendas, con el mismo rostro arrugado e inexpresivo que había mostrado en la taberna, cuando sujetaba entre los dientes una vieja pipa chamuscada de chagga que estaba apagada.

Y allí, en medio de la oscuridad, permanecieron todos inmóviles durante un instante, hasta que Lamb decidió preguntar:

—¿Qué quieren?

El desconocido se acercó lentamente a ellos y echó su sombrero hacia atrás.

—No es necesario derramar más sangre esta noche, grandullón, no somos sus enemigos. Y, si lo fuéramos, ahora mismo lo reconsideraría. Sólo quiero hablar, eso es todo. Hacerle una proposición que nos beneficiará a todos.

—Pues diga lo que tenga que decir —dijo Shy, quitando el corcho de la botella con los dientes para no soltar la espada que llevaba en la mano.

—Lo haré ahora mismo. Me llamo Dab Sweet.

—¿Cómo ha dicho? —exclamó Leef—. ¿Igual que ese explorador del que se cuentan tantas historias?

—Así me llamo. Porque soy ese que dices.

Shy dejó de beber.

—¿Usted es Dab Sweet? ¿El mismo que vio por primera vez las Montañas Negras? —preguntó, pasándole la botella a Lamb, que se la pasó a Leef, quien tomó un trago y comenzó a toser.

Sweet rio por lo bajo.

—Creo que las montañas me vieron antes, pero los Fantasmas ya llevaban allí unos cuantos siglos y, antes que ellos, quizá la gente del Imperio, y quién sabe antes de los Viejos Tiempos. ¿Quién puede decir cuál fue el primero en llegar a esa tierra?

—Pero ¿no es cierto que usted mató en la cabecera del Sokwaya a aquel enorme oso pardo sólo con sus manos? —preguntó Leef, devolviéndole la botella a Shy.

—Bueno, es cierto que he estado en la cabecera del Sokwaya muchas veces, pero esa historia, en particular, me ofende. —Sweet hizo una mueca, y las arrugas que se extendieron por su curtido rostro mostraron la cordialidad de su dueño—. No me parece que luchar, incluso contra un oso pequeño con las manos desnudas, sea algo muy inteligente, que digamos. Mi manera preferida de acercarme a los osos —lo mismo que a cualquier otro peligro— consiste en estar donde ellos no estén. Pero he atravesado todo tipo de ríos poco conocidos en el transcurso de los años, y debo confesar que mi memoria ya no es lo que era.

—Quizá no recuerde bien su propio nombre —apuntó Shy mientras se echaba otro trago. Tenía una sed infernal.

—Señorita, aceptaría eso que acaba de decir como una posibilidad nada despreciable si no fuera porque escribí mi nombre en esta silla de montar, tal y como puede ver —y dio una palmadita sobre el cuero—: Dab Sweet.

—Estoy segura de haber oído que era más alto.

—Si fuera por lo que dicen de mí, debería medir un kilómetro. A la gente le gusta hablar, pero me costaría bastante crecer hasta conseguir la estatura que me adjudican, ¿no le parece?

—¿Qué relación tiene con esa vieja Fantasma? —preguntó Shy.

Con la lentitud y la solemnidad que habría empleado para hacer un elogio fúnebre, la Fantasma respondió:

—Él es mujer.

Sweet volvió a reírse.

—A veces es lo que parece, tengo que reconocerlo. Se llama Roca Llorona. Hemos recorrido juntos todos los lugares de las Tierras Cercanas y de las Tierras Lejanas, así como muchos otros que no aparecen en los mapas. Una caravana de prospectores que cruza las llanuras para dirigirse a Arruga acaba de contratarnos en calidad de exploradores, cazadores y guías.

—¿Ah, sí? —Shy entornó la mirada.

—Por lo que escuché en el pueblo, ustedes se dirigen a Arruga. No encontrarán ninguna balsa para vadear los ríos, ni a nadie que los lleve hasta allí, lo que significa viajar solos, a caballo, en carro o en balsa. Con los Fantasmas campando a sus anchas, necesitarán compañía.

—O sea, la suya.

—Aunque no haya estrangulado a muchos osos, conozco las Tierras Lejanas. Y las conozco muy bien. Si alguien puede lograr que lleguen a Arruga con las orejas pegadas a la cabeza, ése soy yo.

Roca Llorona se aclaró la garganta, ayudándose con la lengua para mover aquella pipa muerta de uno a otro lado de la boca.

—Yo y Roca Llorona.

—¿Y qué les mueve a hacernos tan gran favor? —preguntó Shy, mosqueada por aquel ofrecimiento después de todo lo que había sucedido.

Sweet se rascó la barba llena de roña.

—La expedición se preparó antes de que las llanuras comenzaran a dar todo tipo de problemas. Aunque algunos lleven armas, tienen poca experiencia y demasiadas responsabilidades. —Echó a Lamb una mirada calculadora. La misma que Clay le habría echado a un buen cargamento de grano—. Ahora que hay problemas en el País Lejano, podemos contratar a un hombre que no se maree al ver la sangre. —Su mirada fue hacia Shy—. Y estoy por asegurar que, si es preciso, usted también puede empuñar una espada bastante bien.

Shy sopesó su espada.

—Apenas puedo manejar una sin que se me caiga. ¿Cuál es su oferta?

—Por lo general, la gente suele pagar una cuota en especie o en metálico para unirse a una caravana. Luego todos comparten los suministros y se ayudan entre sí cuando pueden. El grandullón…

—Lamb.

—¿De veras que se llama así? —Sweet enarcaba una ceja.

—Es un nombre tan bueno como cualquier otro —dijo Lamb.

—No voy a negárselo, usted vendrá gratis. He sido testigo de sus habilidades. Usted, señorita, puede pagar media cuota, y el chico, la cuota entera. Eso hace… —Sweet frunció toda la cara mientras sumaba mentalmente.

Aunque aquella noche Shy hubiera visto morir a dos hombres y salvado a otro, por no hablar de que el estómago le seguía doliendo y la cabeza le daba vueltas, no quería desaprovechar la oportunidad de hacer un buen negocio.

—Iremos gratis los tres.

—¿Cómo?

—Leef es el mejor tirador con arco que jamás haya conocido. Es una buena inversión.

Sweet no parecía muy convencido.

—¿De veras?

—¿Lo soy? —musitó Leef.

—Los tres iremos gratis. —Shy se echó otro trago y pasó la botella—. Es eso o nada.

Sweet entornó los ojos mientras se echaba un largo y pausado trago. Luego volvió a mirar a Lamb, a quien no se le veía la cara, sólo los rabillos de los ojos, en los que se reflejaba la luz de la antorcha, y suspiró.

—Le gusta regatear, ¿verdad que sí?

—Mi manera preferida de hacer negocios poco ventajosos es no hacerlos.

—Entonces, trato hecho. Creo que acabarás gustándome, chica. ¿Cómo te llamas?

—Shy Sur.

Sweet volvió a enarcar las cejas.

—¿Shy?

—Es un nombre, viejo, no una descripción[3]. Y ahora pásame esa botella.

Y de esta suerte se sumergieron en la noche, mientras Dab Sweet les contaba historias con aquella voz suya tan profunda y agobiante, hablando mucho, no diciendo nada, riendo lo justo al recordar que aquellos dos habían dejado tirados dos cadáveres apenas una hora antes, y pasándoles la botella hasta que quedó vacía y Shy la arrojó a la oscuridad con la barriga bien caliente. Cuando las casas de Averstock se convirtieron a lo lejos en unas lucecitas, Shy llevó su caballo al paso y se acercó a quien era lo más parecido al padre que nunca había tenido.

—Tu nombre no ha sido siempre el de Lamb, ¿verdad que no?

Él la miró y luego apartó la vista. Para agacharse más en la silla. Para arrebujarse más en su chaquetón. Para pasarse el pulgar entre los dedos una y otra vez y rascarse el muñón que tenía donde hubiera debido estar el dedo corazón.

—Todos tenemos un pasado —comentó.

Y era muy cierto.