Parcelas

Parcelas

—Es una parcela —decía Temple.

—No se puede negar —dijo Majud, asintiendo.

—Más que eso —dijo Temple—. No me gustaría arriesgarme.

—A mí tampoco. —Majud movió lentamente la cabeza—. Ni aun siendo su propietario.

Aunque la cantidad de oro que había en Arruga hubiera sido sobrevalorada, nadie podía negar que la suciedad acumulada en ella alcanzaba proporciones épicas. En primer lugar estaba el traicionero albañal que era su calle principal y que todo el mundo tenía que vadear a trompicones, por más que maldijera al hacerlo. Después, las salpicaduras de porquería que, cada vez que llovía, las ruedas de los carros lanzaban a considerable altura hacia casas, columnas, animales y personas. Luego la porquería húmeda que era muy insidiosa, pues se abría paso desde el suelo para lamer la madera y las lonas y llenar todo tipo de tejido con mohos y hongos que dejaban unas marcas negruzcas en los dobladillos de la ropa de toda la gente. Por lo demás, la ciudad disponía de un suministro inagotable de estiércol, cagadas, mierda y deyecciones nocturnas de cualquier forma y color, por lo general, todo ello en los sitios más inverosímiles. Finalmente, cómo no, estaba la suciedad moral que lo invadía todo.

La parcela de Majud tenía todo eso y mucho más.

Un individuo, tan demacrado que se resistía a cualquier descripción, salió tambaleándose de una de las decrépitas tiendas amontonadas de mala manera, dijo algo en tono de falsete, pero a voz en cuello, y escupió en aquel barro que tan abonado estaba por tantos desperdicios. Luego obsequió a Majud y a Temple con la cara más belicosa que pudo encontrar, se rascó la infecta barba, tiró hacia arriba de la ropa interior que le cubría todo el cuerpo, la cual volvió a caérsele al instante, y regresó a la indescriptible oscuridad de donde había salido.

—El sitio es bueno —dijo Majud.

—Excelente —aseveró Temple.

—Justo en la calle principal. —Aunque Arruga fuese tan estrecha que, realmente, se reducía a su única calle, la luz del día revelaba un aspecto diferente de ella. La marea de criminales ebrios que había recorrido las ruinosas columnas había terminado por convertirse en una corriente que se le antojaba más respetable. Las casas de putas, los tugurios de juego, los antros para fumar el nocivo humo y los bares infectos sin duda seguían acogiendo a sus parroquianos, pero ya sin aquella urgencia de que aquéllos habían hecho gala, como si el mundo fuera a terminarse al amanecer. Ahora predominaban otros locales con estrategias menos espectaculares para desplumar a los transeúntes. Tiendas de comestibles, establecimientos para cambiar moneda, casas de empeños, herrerías, establos, carnicerías, establos que también eran carnicerías, peleterías baratas y sombrererías, peleterías de mejor calidad, registros de la propiedad y consultorías mineras, comercios que vendían equipos de excavación de la peor calidad y un servicio de correos, a uno de cuyos carteros Temple lo había visto vaciando su saca en un riachuelo próximo a la ciudad. Varios grupos de prospectores legañosos habían vuelto de manera miserable a su oficio, quizá con la esperanza de arañar un poco más polvo de oro de los helados lechos de los arroyos con el que pasar otra noche de locura. De vez en cuando, aguijados por sus sueños, los desaliñados miembros de una nueva caravana llegaban a la ciudad para adoptar la misma expresión de horror y extrañeza que Majud y Temple habían mostrado en cuanto llegaron.

Eso era Arruga. Un lugar por donde todo pasaba.

—He hecho un cartel —dijo Majud, dándole una palmadita afectuosa al mismo. Sobre fondo blanco, unas letras doradas proclamaban lo siguiente: Majud y Curnsbick, Metalistería, Bisagras, Clavos, Reparaciones de Carros, Todo Tipo de Herrería de Alta Calidad. Y luego repetía Metalistería en otros cinco idiomas, una precaución que estaba justificada en Arruga, donde daba la impresión de que no había dos personas seguidas que hablasen la misma lengua, no digamos ya que supiesen leer en ella. Aunque aquella palabra la hubiese escrito mal en norteño, el resultado seguía siendo notablemente superior a lo que podía leerse en los carteles chillones que bailoteaban en la calle principal. Uno de los edificios de enfrente lucía un cartel de color rojo cuyas letras amarillas se tropezaban con el borde inferior del mismo. Simplemente ponía: Palacio de la Jodienda—. Lo tenía desde que salí de Adua.

—Es un noble cartel que representa la proeza que has realizado al venir desde tan lejos. Ahora necesitas un edificio donde colgarlo.

La prominente nuez del comerciante se agitó al aclararse la garganta.

—Recuerdo que en la impresionante lista de las profesiones que habías tenido aparecía la de constructor.

—Recuerdo que no te pareció tan impresionante —dijo Temple—. «Aquí no necesitamos casas» fueron tus palabras exactas.

—Tienes muy buena memoria para recordar lo que se dice en las conversaciones.

—Sólo en aquellas en las que me juego la vida.

—¿Tengo que disculparme antes de que te contrate?

—No veo por qué no.

—Entonces me disculparé. Estaba equivocado. Has demostrado ser un leal compañero de viaje, por no mencionar todo lo que vales como predicador. —Un perro extraviado entró cojeando en la parcela, olisqueó un excremento, puso al lado otro de su propia cosecha y se largó.

—Hablando como carpintero…

—Ex carpintero.

—… ¿qué te parecería construir en esta parcela?

—¿Me estás poniendo un puñal en el pecho? —Temple dio un paso atrás. La bota se le hundió en el agua hasta más arriba del tobillo y tuvo que hacer un considerable esfuerzo para sacarla con un chapoteo.

—El suelo no es muy bueno —le concedió Majud, muy a su pesar.

—El suelo es bueno siempre que caves bastante hondo en él. Comenzaríamos clavando pilotes de madera recién cortada que sea dura.

—Para eso necesitaremos a alguien robusto. Habrá que ver si maese Lamb puede concedernos uno o dos días.

—Es un individuo robusto.

—No me gustaría ser uno de los pilotes que estarán debajo de su martillo.

—A mí tampoco. —Desde que abandonara la Compañía de la Graciosa Mano, Temple se había sentido como si fuera un pilote colocado debajo de un martillo, y esperaba que esa sensación terminase de una vez—. Después se construye un armazón de madera de buena calidad encima de los pilotes, se encaja y se encola, y luego vigas que aguanten un suelo de plancha de pino, para que quienes entren en la tienda no tengan que pisar el barro. Pero antes de terminar el suelo de la primera planta de tu tienda, que te servirá de oficina y de taller, tendrás que contratar a un albañil para que prepare el tiro de la chimenea, y a un maestro albañil para que construya el sitio donde quieres poner la fragua. En la planta superior irá la vivienda. Y, luego, siguiendo lo que parece ser la costumbre local, le añadirás un balcón que dé a la calle. Y, si te apetece, podrás engalanarlo con mujeres semidesnudas.

—Me parece que en eso último no seguiré la costumbre del lugar.

—Un tejado bastante inclinado no estaría mal para evitar el agua de las lluvias invernales, ni tampoco lo estaría acomodar un ático para las mercancías o los empleados. —El edificio comenzaba a tomar forma en la imaginación de Temple, que ya esbozaba su silueta con una mano. La magia de aquel plan estuvo a punto de perderse a causa de la nidada de niños salvajes, todos ellos de la estirpe de los Fantasmas, que retozaban desnudos entre las porquerías de la corriente situada al otro lado.

Majud asintió con un breve movimiento de cabeza.

—Deberías haber dicho que fuiste «arquitecto» y no «carpintero».

—¿Acaso hay alguna diferencia?

—Para mí sí.

—Pues a mí no me lo digas, ni tampoco a Curnsbick.

—Tiene un corazón de hierro…

—¡He encontrado una! —Un individuo con mucha mugre incrustada encima cabalgaba calle abajo, llevando su fatigado rocín todo lo deprisa que podía y levantando un brazo en alto como si en él acarrease la palabra del Todopoderoso—. ¡He cogido una! —volvió a repetir con voz ronca. Temple distinguió en su mano el inconfundible brillo del oro. La gente aplaudió con desgana, le felicitó con tibieza y se reunió a su alrededor para darle palmadas en la espalda en cuanto bajó del caballo, como si a todos fuera a pegárseles algo de su buena suerte.

—Uno de los afortunados —dijo Majud al ver cómo subía, con las piernas arqueadas y caminando como un pato, por las escaleras que llevaban a la Iglesia del Placer, seguido por una muchedumbre zarrapastrosa, ansiosa de contemplar, aunque sólo fuese por una vez, una pepita de oro.

—Estoy completamente seguro de que a la hora de comer ya no la tendrá —comentó Temple.

—¿No te parece demasiado tiempo?

Alguien apartó bruscamente los faldones de una de las tiendas. Un gruñido en su interior y un arco de orina que, saliendo de la tienda para caer contra la que está al lado, rocía el barro, pierde intensidad y desaparece. Los faldones vuelven a cerrarse.

Majud se desahogó con un largo suspiro.

—Si me ayudas a construir el edificio del que hemos estado hablando, te pagaré el salario de un marco al día.

—Veo que Curnsbick no consiguió expulsar del Círculo del Mundo a toda la caridad que quedaba en él.

—Aunque la caravana se haya disuelto, aún me considero con la obligación de cuidar de aquellos que me acompañaron.

—Eso o que pensabas encontrar en este sitio a un carpintero y ahora compruebas que la calidad del trabajo local no te… satisface. —Temple miró significativamente el edificio que colindaba con la parcela. Observó que, además de que ninguno de los marcos de sus puertas y ventanas guardase la orientación debida, el edificio, aun asentándose sobre un antiguo bloque de piedra medio hundido en el terreno, estaba ladeado—. Supongo que quieres un edificio que siga en su sitio después de que llueva. ¿No crees que el invierno tiene que ser bastante desagradable en este sitio?

En la breve pausa que siguió a estas palabras, el viento se hizo más frío y sopló con más fuerza, consiguiendo que las lonas de las tiendas ondeasen y las maderas de los edificios cercanos crujiesen de un modo alarmante.

—¿Qué salario quieres? —preguntó Majud.

Temple había estado sopesando muy seriamente la posibilidad de largarse sin pagarle a Shy Sur los setenta y seis marcos que aún le debía. Pero lo malo de aquella ocurrencia era que no tenía un sitio a donde ir, y que tendría que ganarse la vida por su cuenta. Eso le obligaba a quedarse para hacer dinero.

—Tres marcos diarios. —Era la cuarta parte de lo que Cosca solía pagarle, pero diez veces más que el salario que recibía por cabalgar en la retaguardia.

—Es una exageración —Majud chasqueó la lengua—. El abogado que tienes dentro habla por ti.

—Pues resulta que es amigo íntimo del carpintero.

—¿Cómo puedo saber que tu trabajo estará a la altura de tu sueldo?

—Te desafío a que encuentres a alguien que no haya quedado completamente satisfecho con la calidad de mi carpintería.

—¡Pero si aquí no has construido ninguna casa!

—Pues, entonces, la tuya será algo único. Los compradores harán cola para verla.

—Un marco y medio al día. ¡Si subo, Curnsbick exigirá mi cabeza!

—No me gustaría tener tu muerte sobre mi conciencia. Que sean dos, con comida y alojamiento incluidos —dijo Temple, y extendió la mano derecha.

—Shy Sur ha sentado malos precedentes en esto de negociar. —Majud le miraba sin entusiasmo.

—Su brusquedad se acerca bastante a la de maese Curnsbick. Quizá deberían montar juntos un negocio.

—Siempre que dos chacales quieran compartir el mismo despojo. —Se estrecharon la mano y volvieron a darle vueltas al asunto de la parcela como si no les importase perder el tiempo.

—El primer paso sería limpiar el terreno —dijo Majud.

—Estoy de acuerdo. Su estado actual es una verdadera ofensa contra Dios. Por no mencionar la salud pública. —Otro ocupante acababa de emerger de una estructura fabricada con telas manchadas de moho, la cual estaba tan suelta que parecía un milagro que no tocase el barro que tenía más abajo. Sólo llevaba encima una barba gris que, aunque bastante larga, no bastaba para proteger, si no su dignidad, la de cualquiera que lo estuviera mirando, y un cinturón del que pendía una espada envainada. Se sentó en medio de la porquería y, como si fuese un animal, comenzó a roer un hueso—. También nos sería útil el concurso de maese Lamb.

—Sin duda. —Majud le dio una palmada en el hombro—. Buscaré al norteño mientras comienzas a hacer limpieza.

—¿Yo?

—¿Quién si no?

—¡Soy carpintero, no alguacil!

—¡Hace sólo un día eras sacerdote y vaquero, y poco antes de eso, abogado! Estoy seguro de que una persona con tanto talento como tú sabrá arreglárselas. —Y, con estas palabras, Majud echó a andar calle abajo con paso muy decidido.

La mirada de Temple abandonó la basura terrenal para dirigirse al cielo azul.

—No digo que no lo merezca, pero supongo que lo haces porque te gusta poner a prueba a la gente. —Se remangó las perneras de los pantalones y avanzó con cuidado hacia el mendigo desnudo que roía el hueso, pero cojeando ligeramente, porque la puñalada que Shy le había dado en el trasero aún le molestaba por las mañanas—. ¡Buenos días! —exclamó a modo de saludo.

El hombre bizqueó al mirarlo, chupando una ternilla del hueso, y dijo:

—No creo que lo sean. ¿Tienes algo para beber?

—Creí que lo mejor era dejarlo.

—Entonces, muchacho, tendrás un buen motivo para incordiarme.

—Lo tengo, aunque no creo que a ti te lo parezca.

—Veamos de qué se trata.

—El hecho es —aventuró Temple— que dentro de muy poco vamos a construir en esta parcela.

—¿Y cómo podréis hacer eso, estando yo en ella?

—Porque esperaba que podría convencerte para que te fueras.

El mendigo inspeccionó la superficie de su hueso para ver si quedaba en él algo con lo que alimentarse más tarde y, como no encontró nada, se lo lanzó a Temple, alcanzándole en la camisa.

—No me convencerás de nada sin un trago.

—La cuestión es que esta parcela pertenece a mi patrón, Abram Majud, y…

—¿Quién lo dice?

—¿Quién… dice?

—¿Te estás burlando de mí? —El individuo sacó un cuchillo como si fuera a realizar con él alguna de las tareas que había programado para aquel día, pero el propósito era evidente. El brillo de su hoja, que era muy larga y estaba muy limpia, en sorprendente contraste con la suciedad que uno podía observar en un radio de diez pasos, relució bajo la luz del sol—. Acabo de preguntarte que quién lo dice.

Temple retrocedió, tambaleándose. Para chocar con algo muy sólido. Cuando se volvió, esperando encontrarse cara a cara con alguno de los demás residentes de aquellas tiendas que, posiblemente, llevaría encima otro cuchillo mucho mayor —como en Arruga había muchísimos cuchillos, todos muy largos, sólo Dios sabía distinguirlos de las auténticas espadas—, se sintió muy aliviado, porque quien lo dominaba con toda su estatura no era otro que Lamb.

Yo lo digo —respondió Lamb—. Puedes ignorarme. Incluso puedes seguir moviendo un poco más ese cuchillo. Pero entonces, a lo mejor te lo encuentras metido en el culo.

El hombre bajó el cuchillo, pensando que mejor hubiera sido amenazarle con otro más corto, y se lo guardó con algo de aprensión.

—Como verás, me estoy marchando.

—Ya lo veo —dijo Lamb, asintiendo con la cabeza.

—¿Puedo coger los pantalones?

—Es lo mejor que puedes hacer.

Entró en su tienda, caminando como un pato, y salió de ella abotonándose la prenda más andrajosa que Temple jamás hubiera visto.

—Os dejo la tienda, si no os importa. No es muy buena.

—Ni falta que lo digas —dijo Temple.

Aquel hombre se demoró un buen rato antes de añadir:

—¿Qué tal lo de echar un trago?

—Ya no —dijo Lamb con un gruñido, y el mendigo se fue a toda prisa como si llevase un perro pegado a los talones.

—¡Vaya, maese Lamb! —Majud mostraba sus pantorrillas cubiertas de barro, porque se acababa de subir con ambas manos las perneras de los pantalones—. ¡Te buscaba para ofrecerte trabajo, pero veo que ya has comenzado!

—No tiene ninguna importancia —dijo Lamb.

—Tranquilo, si te apetece ayudarnos a limpiar este sitio, tendré el gusto de pagarte…

—No te molestes.

—¿Seguro? —El desvaído sol resplandeció en el diente de oro de Majud—. ¡Si me hicieras ese favor, te consideraría un amigo por el resto de mi vida!

—Debes saber que ser amigo mío puede resultar peligroso.

—Creo que correré el riesgo.

—Podrías ganarte un buen sueldo —comentó Temple.

—Ya tengo el dinero que necesito —dijo Lamb—, pero siempre estuve corto de amigos, por desgracia. —Frunció el ceño al ver al vagabundo que acababa de sacar la cabeza fuera de otra tienda—. ¡Tú! —exclamó. Y el otro la metió rápidamente en la tienda como la tortuga que se escuda tras su caparazón.

Majud enarcó las cejas para mirar a Temple.

—Si todo el mundo fuese tan acomodadizo…

—Nadie está obligado a venderse como esclavo.

—Podías haberte negado. —Shy se apoyaba en la barandilla del destartalado porche del edificio colindante, con las botas cruzadas y dejando caer las manos. Temple tardó un momento en reconocerla. Se había remangado la camisa, que era nueva, para mostrar sus antebrazos morenos, en uno de los cuales, enroscada, aún podía ver la marca anaranjada que le había dejado la soga. Por lo demás, el descolorido chaleco de piel de borrego que llevaba encima de la camisa, pues costaba un poco adivinar que había sido de color amarillo, representaba toda una aparición celestial en medio de tanta mugre. Y aunque siguiera con el mismo sombrero lleno de manchas, un poco más echado hacia atrás, su cabello, que parecía menos grasiento y más rojizo, se estremecía bajo la brisa.

Temple estuvo mirándola un buen rato, y descubrió que le gustaba.

—Pareces más…

—¿Aseada?

—Bueno, algo parecido.

—Pareces… sorprendido.

—Un poquito.

—¿Suponías que me gustaba oler mal?

—No, sólo suponía que te estabas dejando.

Shy escupió por el hueco que tenía entre los dientes y por poco no acertó a sus propias botas.

—Pues ya ves que estabas equivocado. La Alcaldesa tuvo la gentileza de dejarme usar su baño.

—Así que bañándose con la Alcaldesa, ¿eh?

Ella le guiñó un ojo y contestó:

—Subiendo en la escala social.

Temple se tiró de la camisa, que parecía pegarse a él por todas las manchas de mugre que tenía.

—¿Crees que me dejaría tomar un baño?

—Pídeselo. Pero creo que hay una probabilidad de cuatro contra cinco de que te mate.

—Me gusta el margen. Mucha gente sugirió una probabilidad de cinco contra cero acerca de mi muerte prematura.

—¿Tenía algo que ver con el hecho de ser abogado?

—Debes saber que, con fecha de hoy, soy carpintero y arquitecto.

—Bueno, por lo que veo, cambias tanto de profesión como las putas de bragas, ¿no te parece?

—Siempre hay que aprovechar cualquier oportunidad. —Se volvió para mover airosamente una mano, como si con ella quisiera abarcar toda la parcela—. La firma Majud y Curnsbick me ha contratado para levantar en este sitio sin par una residencia y un local comercial.

—Te felicito por dejar la abogacía y convertirte en un miembro respetable de la comunidad.

—¿Crees que eso existe en Arruga?

—Todavía no, pero quiero pensar que estamos a punto de conseguirlo. Si juntas a muchos criminales borrachos, uno volverá a robar, otro a mentir, otro a decir palabrotas, y luego, cuando vean que todo eso no les conduce a nada, se comportarán con sobriedad, formarán una familia y vivirán con honradez.

—Me parece un camino difícil, pero es posible. —Lamb expulsaba de la parcela a un borracho que tenía el pelo revuelto y que arrastraba por el fango las pocas posesiones que le quedaban—. ¿Nos ayudará la Alcaldesa a encontrar a tus hermanos?

—Supongo. —Shy lanzó un prolongado suspiro—. Pero pide una cosa a cambio.

—Nada sale gratis.

—Nada. ¿Cuánto te pagan por ser carpintero?

Temple le guiñó un ojo.

—Por desgracia, apenas lo suficiente para ir tirando…

—¡Dos marcos al día, más una participación en los beneficios! —exclamó Majud, que se entretenía en desmontar una tienda que había quedado vacía—. ¡He conocido a bandidos que se mostraban más amables con sus víctimas!

—¿Le has sacado dos marcos a ese miserable? —Shy lo aprobó con un movimiento de cabeza—. Bien hecho. Te quitaré un marco diario para que me vayas pagando la deuda.

—Un marco. —A Temple le costaba aflojar la bolsa—. Muy razonable. —Si existía un Dios, seguro que Sus mercedes no eran gratis y había que pagarlas.

—¡Pensé que la caravana se había disuelto! —Dab Sweet acercó su caballo hasta la parcela, con Roca Llorona pegada a su hombro. No parecía que ninguno de ellos se hubiese encontrado dentro del radio de acción de un baño o de un simple cambio de ropa. De manera extraña, Temple fue consciente de que eso le reconfortaba—. Buckhorm está fuera de la ciudad, con su hierba y su agua. Lestek prepara el teatro para su gran debut. La mayoría de los demás se han ido a buscar oro por su cuenta. Pero vosotros cuatro seguís aquí, todos juntos. Que yo haya forjado en las llanuras una camaradería como la vuestra es algo que me reconforta el corazón.

—No pretenderás ahora que tienes corazón —dijo Shy.

—Algo tendrá que bombear este veneno negro que corre por mis venas, ¿no te parece?

—¡Ah! —exclamó Majud—. ¡Si es el nuevo Emperador de las Llanuras, el vencedor del gran Sangeed, Dab Sweet!

—Yo no he difundido ese rumor. —El explorador echó una nerviosa mirada de soslayo a Lamb.

—Y, sin embargo, ha corrido por la ciudad como un reguero de pólvora. He oído media docena de versiones distintas, ninguna de ellas ni parecida a la verdadera. La última decía que habías disparado al Fantasma desde una distancia de más de un kilómetro, y teniendo en contra un viento racheado.

—Yo escuché que lo habías empalado en los cuernos de un antílope rabioso —dijo Shy.

—Pues según la última versión que he escuchado —decía Temple—, lo mataste en duelo para defender el buen nombre de una mujer.

—¿De dónde demonios sacarán todas esas tonterías? —Sweet lanzó un bufido—. Todo el mundo sabe que ninguna de las mujeres que conozco tiene un buen nombre. ¿Es ésta tu parcela?

—Lo es —respondió Majud.

—Es una parcela —dijo Roca Llorona con mucha solemnidad.

—Majud me ha contratado para que construya una tienda en ella —explicó Temple.

—¿Más edificios? —Sweet se encogió de hombros—. Más techos malditos encima de la cabeza. Paredes que te confinan. ¿Cómo podéis respirar metidos ahí dentro?

—Edificios. —Roca Llorona asentía, moviendo la cabeza.

—Cuando se está dentro de uno de ellos no se puede pensar en nada que no sea la manera de salir. Para mí, que soy un vagabundo, ésa es la realidad. He nacido para sentir el cielo encima de la cabeza. —Sweet miraba la manera en que Lamb, con una mano, sacaba de su tienda a un borracho que intentaba zafarse de él, para luego arrojarlo, rodando, a la calle—. Uno tiene que seguir siendo lo que es, ¿no os parece?

—Pero puede intentar ser de otra manera —dijo Shy, frunciendo el ceño.

—Lo más frecuente es que no le dure mucho. El hecho de que lo intente un día tras otro acaba por hacerle volver a la idea original. —El viejo explorador le guiñó un ojo—. Por cierto, ¿ha aceptado Lamb la oferta de la Alcaldesa?

—Nos la estamos pensando —contestó ella, de sopetón.

Temple miró a uno y luego a la otra.

—¿Me estoy perdiendo algo?

—Como siempre —respondió Shy y luego, sin dejar de mirar a Sweet, añadió—: Como piensas irte de la ciudad, supongo que no habrás venido a pedirnos dinero…

—Nada de eso. —El viejo explorador señaló con un dedo la calle principal, que iba llenándose de tráfico a medida que el día avanzaba y el mojado sol arrancaba tenues vapores del barro húmedo, de los caballos mojados, de los techos mojados—. Acabamos de firmar un contrato para guiar a una caravana de prospectores hasta las colinas. En Arruga siempre hay trabajo para los guías. Todos los de aquí quieren irse a otro sitio.

—Yo no —dijo Majud, haciendo una mueca al ver que Lamb echaba abajo otra tienda a patadas.

—Claro que no. —Sweet echó una última mirada a la parcela y una sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca—. Vosotros estáis justo en el lugar al que pertenecéis. —Y salió de la ciudad, con Roca Llorona a su lado.