Palabras y encanto

Palabras y encanto

Aunque Shy no tuviese grandes pretensiones, la suciedad no le gustaba nada, y eso que se había arrastrado por ella más de lo que le correspondía. El comedor de la posada de Camling era el resultado del desgraciado matrimonio de dos cosas que, juntas, eran más feas que por separado. Si la superficie de las mesas estaba tan desgastada que a más de un remilgado no le habría gustado su brillo, el suelo estaba endurecido por el barro de las botas. Si la cubertería tenía empuñadura de hueso, las paredes hacía mucho que tenían salpicaduras de comida. Si el desnudo que estaba enmarcado en un marco dorado le daba a uno ganas de reír, el emplasto que tenía por detrás estaba lleno de manchas de moho a causa de la gotera de arriba.

—En qué estado se encuentra este lugar… —musitó Lamb.

—Pues como toda Arruga —dijo Shy—. Patas arriba.

Había oído rumores de que los lechos de los torrentes de las colinas estaban llenos de pepitas que esperaban ansiosas los ávidos dedos de la gente que fuese a recogerlas. Pero, aunque los pocos afortunados que habían encontrado oro en Arruga quizá lo hubieran sacado de su subsuelo, le parecía a Shy que la mayoría de ellos había encontrado la manera de sacárselo del bolsillo a los demás. Quienes se agolpaban en el comedor de Camling y aquellos otros que, enfadados, hacían cola para entrar en él no eran mineros, sino alcahuetes, jugadores, carteristas y prestamistas, así como comerciantes que vendían lo que fuese a la mitad de calidad y al cuádruplo del precio que habían pagado por ello.

—Un maldito exceso de mangantes —musitó Shy mientras pisaba con las botas sucias y daba un codazo sin inmutarse—. ¿Es éste el futuro de las Tierras Lejanas?

—De todas las tierras.

—¡Por favor, por favor, amigos, tomen asiento! —Camling, el dueño, era un bastardo espigado y zalamero que se vestía con una chaqueta raquítica que le llegaba hasta los codos y que tenía la costumbre de posar sus blandas manos donde no eran bien recibidas, por lo que estuvo a punto de recibir un puñetazo de Shy en la cara. Intentaba recoger las miguitas caídas de la mesa que un carpintero demasiado creativo había instalado encima de una antigua columna—. ¡Aunque intentamos mantenernos neutrales, los amigos de la Alcaldesa son amigos míos, faltaría más!

—Quiero sentarme frente a la puerta —dijo Lamb, moviendo su silla.

Camling movió la de Shy, preguntando:

—¿Se me permite decirle cuán positivamente radiante se encuentra usted esta mañana?

—Se le permite, aunque dudo que nadie vaya a dar más importancia a las palabras de usted que a sus propios sentidos. —Shy cambió de posición para sentarse, sintiéndose incómoda porque los antiguos relieves de la columna no le dejaban poner bien las rodillas.

—Al contrario, usted es un adorno muy positivo en este humilde comedor mío.

Shy le miró enfadada. Hubiera encajado mucho mejor un bofetón en la cara que toda aquella palabrería en la que no podía confiar.

—¿Qué tal si nos trae la comida y deja de parlotear?

Camling se aclaró la garganta.

—Por supuesto —dijo, y desapareció en medio del gentío.

—¿Esa de ahí no es Corlin?

Se sentaba en un sitio muy estrecho situado en un rincón poco iluminado, observando a la gente mientras apretaba los labios de la manera que ella acostumbraba, como si para abrirlos fuera necesario el concurso de dos tipos forzudos armados con piqueta y palanca.

—Si tú lo dices —respondió Lamb, entornando los ojos para ver mejor—. Mis ojos ya no son lo que eran.

—Lo digo. Y está con Savian. ¿No pensaban dedicarse a la minería?

—Me dio la impresión de que no les creíste.

—Me parece que tenía razón.

—Sueles tenerla.

—Juraría que me ha visto.

—¿Y?

—Que ni siquiera me ha saludado con la cabeza.

—Entonces es que le habría gustado no haberte visto.

—Pues no le voy a dar ese gusto. —Shy se levantó de la mesa y tuvo que echarse un lado para evitar a un individuo calvo que no dejaba de mover el tenedor a su alrededor mientras hablaba.

—… Aquí sigue llegando gente nueva, pero menos de la que esperábamos. No puedo asegurar cuántos más desistirán. Es como si Mulkova estuviese mal… —En cuanto vio llegar a Shy, Savian dejó de hablar. Los acompañaba un desconocido que, más protegido por las sombras que ellos y situado bajo una ventana cubierta con una cortina, se sentaba entre los dos.

—Corlin —dijo Shy.

—Shy —dijo Corlin.

—Savian —dijo Shy.

Savian se limitó a asentir.

—Pensaba que los dos estabais fuera, excavando.

—No tardaremos en hacerlo. —Corlin le sostenía la mirada a Shy—. Quizá dentro de una semana. O más tarde.

—Hay un montón de gente que quiere hacer lo que vosotros. Para no registrar en la Oficina apenas más que un poco de barro, lo mejor es dirigirse a las colinas.

—Las colinas llevan ahí desde que el gran Euz expulsó a los demonios de este mundo —dijo el desconocido—. Puedo asegurarle que seguirán en el mismo sitio la próxima semana. —Era un tipo extraño, de ojos saltones, barba canosa, bastante larga, y cabellos y cejas muy cortos. Y otra cosa aún más extraña: tenía un par de pajarillos que, tan adiestrados como mascotas, comían semillas en la palma de una de sus manos.

—¿Y usted se llama?

—Zacharus.

—¿Como el Mago?

—Como él.

Aunque le pareciera un disparate llamarse como un mago legendario, lo mismo podía decir de sí misma al presentarse ante los demás con su nombre y apellido: «Shy Sur». Al ir a darle la mano, un pajarillo aún más pequeño que los otros dos abandonó una de sus mangas y le picó en un dedo, dándole un susto de muerte que le hizo dar un respingo.

—Y ese de ahí es Lamb. Salimos de las Tierras Cercanas con una caravana en la que también iban estos dos amigos suyos. Nos enfrentamos con Fantasmas, tormentas, ríos y con muchísimo aburrimiento. Tiempos difíciles, ¿no os parece?

—Abrumadores —dijo Corlin. Como Shy percibía claramente que les hubiera gustado que ella estuviese en cualquier otro lugar que no fuese, precisamente, aquél, decidió quedarse un poco más.

—¿Y a qué se dedica, maese Zacharus?

—A hacer girar las eras. —Tenía una pizca de acento del Imperio, pero sonaba extraño, como esos papeles viejos que se rompen con sólo tocarlos—. A las corrientes del Destino. Al auge y a la caída de las naciones.

—¿Y uno vive bien con eso?

La tímida sonrisa que mostró, igual que la de un loco, estaba formada por un montón de dientes mellados que amarilleaban.

—No hay ninguna manera mala de vivir, al igual que tampoco hay ninguna manera buena de morir.

—En eso estamos de acuerdo. Y, ¿qué me dice de los pájaros?

—Me proporcionan noticias, amistad y canciones cuando me siento melancólico y, de vez en cuando, materiales para construir un nido.

—¿Tiene un nido?

—No, pero ellos creen que debería tener uno.

—Por supuesto que sí. —Aunque aquel hombre mayor parecía más loco que una cabra, Shy no creyó que gente tan calculadora como Corlin y Savian estuvieran, sin más, perdiendo el tiempo con él. Había algo desconcertante en la manera en que aquellos pájaros la miraban fijamente, sin parpadear, echando la cabeza hacia un lado como si pensaran que era una auténtica idiota.

Supuso que aquel hombre sería de su misma opinión.

—¿Qué asuntos la han traído hasta aquí, Shy Sur?

—Los dos niños que se llevaron de nuestra granja.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Corlin.

—Llevo seis días subiendo y bajando por los escalones del Palacio de la Alcaldesa para preguntar a todos los que pasan si saben algo, pero los niños no son, precisamente, algo que por aquí se vea con frecuencia, así que nadie los ha visto. O, si los han visto, no me lo han dicho. Cuando pronuncio el nombre de Grega Cantliss, todos enmudecen como si acabara de echarles un ensalmo de silencio.

—Los ensalmos de silencio son todo un desafío —musitó Zacharus, enarcando las cejas hasta convertirlas en una línea—. Poseen muchas variantes. —La cortinilla se movió, dando paso a una paloma que asomó la cabeza por ella para emitir un arrullo—. Me dice que están en las colinas.

—¿Quiénes?

—Los niños. Pero las palomas son unas mentirosas. Sólo te dicen lo que quieres oír. —Y entonces pegó su lengua a las semillas que tenía en la mano y comenzó a masticarlas con aquellos dientes suyos tan amarillos.

Cuando Shy comenzaba a pensar que debía tocar retirada, escuchó la voz de Camling por detrás:

—¡Su comida!

—¿A qué supones que se dedican esos dos? —preguntó Shy mientras se sentaba nuevamente en su silla y daba un capirotazo a un par de miguitas que se le habían pasado por alto al restaurador.

—Por lo que he oído, a la minería —respondió Lamb.

—¿Acaso escuchas alguna vez lo que te digo?

—En la medida en que puedo evitarlo, no. Pero puedo asegurarte que, si quieren que les ayudemos, nos lo pedirán. Hasta entonces, lo que hagan no es asunto nuestro.

—¿Te imaginas a cualquiera de esos dos pidiendo ayuda?

—No —dijo Lamb—. Por eso te digo que no es asunto nuestro, ¿de acuerdo?

—Definitivamente, no. Por eso quiero enterarme.

—Yo solía ser curioso. Hace mucho tiempo.

—¿Y qué sucedió?

Lamb movió aquella mano que sólo tenía cuatro dedos y enseñó su rostro cubierto de cicatrices.

La comida consistía en gachas frías, huevos fritos, hechos a toda prisa, y panceta gris. Si las gachas no eran recientes, la panceta le hacía dudar a uno de su procedencia porcina. Pero como la vajilla en que se servía la comida era de importación y estaba decorada con flores y árboles pintados en oro, Camling adoptaba un aire entre pedante y orgulloso, como si en todo el Círculo del Mundo no hubiese un menú más exquisito.

—¿Esto es de caballo? —preguntó a Lamb en voz baja mientras le acercaba el segundo plato y aguardaba a que él le dijera si debía comérselo o no.

—Por lo menos, hay que agradecer que no sea de jinete.

—Durante el viaje comíamos mierda. Pero, al menos, era mierda con todas las de la ley. ¿Qué coño es esto?

—¿Mierda ilegal?

—A esto se reduce Arruga. A comer bazofia en una elegante vajilla de Suljuk. A que todo tenga dos caras, a… —De improviso, Shy cayó en la cuenta de que todas las conversaciones habían cesado y de que el ruido que hacía con el tenedor al rozar el plato era lo único que se escuchaba. Mientras se daba la vuelta lentamente, se le erizaron los pelos de la nuca.

Seis hombres añadían las marcas de sus botas a la pátina de barro que alfombraba el suelo del establecimiento. Cinco de ellos, que eran del tipo de rufián predominante en Arruga, se dispersaron por las mesas para encontrar buenos puestos de observación, caminando con esos aires y esa manera de mirar que intentan dejar constancia de que ellos son mejores que cualquiera, porque son muchos y porque llevan espadas. El sexto era harina de otro costal. Bajo de estatura, pero muy ancho de hombros y con una barriga enorme, se vestía con un traje de tejido excelente que estaba a punto de hacer saltar todos los botones que había en él, como si el sastre encargado de hacérselo hubiera sido demasiado optimista al tomarle las medidas. Tenía la piel negra, el cabello gris y muy ensortijado, y uno de los lóbulos de sus orejas estaba dado de sí para acoger un grueso anillo de oro cuyo diámetro interior era tan grande que Shy hubiera podido meter por él uno cualquiera de sus dedos.

Aquel individuo parecía complacido consigo mismo en un grado exagerado, sonriendo a todo y a todos como si eso fuera exactamente lo que le gustaba hacer. A Shy le desagradó. Lo más seguro es que fuese envidia. Porque, a fin de cuentas, a ella no le había gustado ninguna de las cosas que últimamente había hecho.

—¡No os preocupéis! —dijo con una potente voz que desbordaba buen humor—. ¡Podéis seguir comiendo! ¡Siempre que queráis pasaros el día entero con cagalera! —Y se echó a reír, dándole a uno de sus hombres una palmada tan fuerte en la espalda que estuvo a punto de tirarlo encima de la comida de uno de los idiotas que se encontraban en aquel sitio. Luego se abrió paso entre las mesas, saludando por su nombre a unos, estrechando las manos de otros o dándoles palmadas en el hombro, y pasando por los tableros su largo bastón con empuñadura de hueso.

Shy, que lo vio acercarse, echó su silla ligeramente hacia un lado y se desabrochó el botón inferior de la chaqueta para coger mejor la empuñadura del cuchillo. Lamb seguía sentado, mirando la comida. Ni siquiera apartó los ojos de ella cuando aquel gordinflón se detuvo junto a la mesa próxima a la suya y dijo:

—Soy Papá Anillo.

—Ya me lo suponía —dijo Shy.

—Tú eres Shy Sur.

—No es ningún secreto.

—Y tú debes de ser Lamb.

—Si debo de serlo, supongo que lo seré.

—Me dijeron que me fijase en un norteño enorme que tenía la cara como un tajo de picar carne. —Papá Anillo acababa de coger una de las sillas libres de la mesa de al lado—. ¿Os importa si me siento?

—¿Y si te dijéramos que no? —preguntó Shy, a su vez.

Se detuvo a medio camino de sentarse en la silla, apoyándose con fuerza en el bastón, y respondió:

—Pues entonces diría que lo sentía y me sentaría igualmente. Lo siento. —Y, finalmente, su cuerpo recorrió el trayecto que había dejado a medias—. Ya sé que no tengo ni puñetera gracia, como todo el mundo me dice. Preguntad a quien queráis. Os dirán que no tengo ni puñetera gracia.

Shy echó un rápido vistazo por la sala. Aunque Savian no hubiese levantado la cabeza para mirar, captó el tenue brillo de la hoja de una espada desenvainada por debajo de su mesa. Eso le hizo sentirse mejor. Aunque no des la cara por nadie, Savian, es reconfortante tenerte en la retaguardia.

Al contrario que Camling. Su orgulloso anfitrión llegaba a toda prisa, frotándose las manos con tanta fuerza que a Shy le pareció que echaban humo.

—Hola, Papá. Eres bienvenido.

—¿Y por qué no iba a serlo?

—Por nada, por nada. —Si Camling seguía frotándose las manos, en cualquier momento podían comenzar a arder—. Mientras no haya… problemas.

—¿Quién busca problemas? He venido a hablar.

—Siempre se comienza hablando.

—Todo comienza hablando.

—Sí, pero lo que a mí me preocupa es saber cómo se termina.

—¿Y cómo es posible saberlo hasta que se deja de hablar? —preguntó Lamb, que seguía sin levantar la vista del plato.

—Exacto —dijo Papá Anillo, sonriendo como si estuviera pasando el mejor día de su vida.

—Muy bien —concedió Camling, a regañadientes—. ¿Te apetece comer algo?

Anillo lanzó un bufido.

—Tu comida es una mierda, como estos dos infortunados están a punto de descubrir. Piérdete.

—Papá, estoy en mi establecimiento…

—No sabes la suerte que tienes. —La sonrisa de Anillo parecía menos bonachona—. Así sabrás dónde te has perdido.

Camling tragó saliva y se marchó con la más triste de las expresiones pintada en la cara. Aunque las conversaciones comenzaron a animarse, todas parecían estar dominadas por cierto nerviosismo.

—Uno de los argumentos que a mí me parecen decisivos a la hora de pensar en la inexistencia de Dios es la existencia de Lennart Camling —decía Anillo mientras observaba cómo se iba su anfitrión. Las partes encoladas de la silla crujieron de infelicidad cuando, después de recobrar su buen humor, se acomodó en ella—. ¿Cómo encontráis Arruga?

—Sucia en todos los sentidos. —Shy apartó la panceta, dejó el tenedor en el plato y también lo apartó. Para su disgusto, no era posible poner más tierra por medio entre su persona y aquella panceta. Cuando apenas acababa de dejar las manos sobre su regazo, una de ellas fue por voluntad propia hacia la empuñadura de su cuchillo.

—Pues a nosotros nos gusta así de sucia. ¿Ya habéis ido a la Alcaldía?

—No sé qué decirte —respondió Shy—. ¿Deberíamos haber ido?

—Sé que la habéis visto.

—Entonces, ¿a qué viene esa pregunta?

—Para guardar los modales. Aunque los míos jamás serán como los suyos. Porque los encantos de nuestra Alcaldesa son muchos y variados, ¿no os parece? —Anillo acarició con una palma la madera pulimentada de la mesa—. Tan suave como un espejo. Cuando habla, uno se siente como acunado entre pañales, ¿a que sí? La gente más importante tiende a moverse en su órbita. Esos modales. Qué maneras. La gente importante disfruta con esas cosas. Pero no creo que ahora vayamos a pretender que vosotros dos sois gente importante.

—Quizá aspiremos a serlo —dijo Shy.

—Yo también aspiro a eso —dijo Anillo—. Bien sabe Dios que llegué a este lugar con lo puesto. Pero no creo que la Alcaldesa os ayude a mejorar.

—¿Y tú?

Anillo lanzó una risotada tan alegre como sincera, como la que hubiera podido lanzar uno de nuestros tíos más amables.

—No, no, por supuesto que no. Pero, al menos, intentaré comportarme honestamente con vosotros.

—¿Intentarás ser honesto en la deshonestidad?

—Jamás he pretendido hacer otra cosa que no fuera dar a la gente lo que quería y no juzgarla por lo que deseaba. Me atrevería a decir que la Alcaldesa ha intentado haceros creer que soy el maldito Diablo en persona.

—Podemos sacar esa impresión de ti por nosotros mismos —replicó Shy.

—Eres de respuesta rápida.

—Intento no dejarte muy atrás.

—¿Siempre lleva ella la voz cantante?

—Casi siempre —respondió Lamb, hablando por una comisura de la boca.

—Creo que está aguardando a que digas algo que merezca una buena contestación —comentó Shy.

Anillo hizo una mueca.

—Bueno, eso me parece una costumbre razonable. Parecéis personas razonables.

—Creo que todavía no nos conoces —dijo Lamb, encogiéndose de hombros.

—Por eso he venido a veros. Para conoceros mejor. Y, quizá, para ofreceros algún consejo amistoso.

—Ya soy mayor para los consejos —dijo Lamb—. Incluso para los consejos amistosos.

—También eres mayor para andar buscando pendencias, aunque he oído por ahí que podrías estar metido en cierto asunto de Arruga que tiene que ver con luchar a puñetazos.

—Luché una o dos veces cuando era joven —dijo Lamb, volviendo a encogerse de hombros.

—Ya lo veo —dijo Anillo, mirando las cicatrices que tenía en la cara—, pero como devoto que soy de las artes marciales, te diré que ese asunto al que me refería aún no ha sucedido.

—¿Te preocupa que tu campeón pueda perder? —preguntó Shy, que no conseguía que Anillo dejara de mostrar aquella mueca.

—En realidad, no. Mi campeón es famoso por derrotar a muchos hombres que también eran famosos, y de mala manera. Pero la verdad es que me gustaría que la Alcaldesa hiciese tranquilamente la maleta. No me malinterpretéis, no me importa que se derrame un poco de sangre. Eso le da a entender a la gente que te preocupas. Pero derramar demasiada es malo para el negocio. Y yo he hecho grandes planes para este sitio. Buenos planes… Pero no creo que eso os importe mucho.

—Todo el mundo hace planes —dijo Shy—, y todos piensan que los suyos son los mejores. Por eso, cuando unos cuantos planes buenos se enredan con otros, las cosas comienzan a ir cuesta abajo.

—Entonces contestadme a la pregunta que voy a haceros, y si la respuesta es «sí», os dejaré disfrutar en paz de vuestra espantosa comida. ¿Le habéis dicho «sí» a la Alcaldesa o, por el contrario, aún puedo mejorar su oferta? —La mirada de Anillo fue de Lamb a Shy y, al comprobar que ninguno de ellos le contestaba, sus esperanzas fueron en aumento, y posiblemente estuviese en lo cierto—. Aunque quizá no tenga su encanto, nunca dejo de pensar en la victoria. Decidme solamente qué os ha prometido.

Lamb decidió mirarle de frente antes de responder:

—Entregarnos a Grega Cantliss.

Como Shy no le quitaba el ojo de encima, comprobó que la sonrisa de Anillo se esfumaba al escuchar aquel nombre. Por eso le preguntó:

—¿Así que lo conoces?

—Trabaja para mí. Ha trabajado para mí en varias ocasiones.

—¿Trabajaba para ti cuando me quemó la granja, mató a un amigo mío y secuestró a mis dos niños? —le preguntó Lamb.

Anillo se echó hacia atrás, masajeándose la barbilla y frunciendo ligeramente el ceño.

—Es una grave acusación. Robar niños. Puedo asegurarte que yo no he tenido nada que ver con eso.

—Pero, al parecer, contrataste a uno que sí que tenía que ver.

—Es tu palabra contra la mía. ¿Qué clase de hombre sería si entregase a mi gente por una suposición?

—Me importa una mierda la clase de hombre que seas —dijo Lamb, gruñendo mientras sus nudillos se volvían blancos por la fuerza con que agarraba los cubiertos. Shy observó que los matones de Anillo se agitaban, inquietos, y que Savian seguía sentado, vigilándolos. Mientras tanto, Lamb seguía mirando a Anillo—. Entrégame a Cantliss y asunto acabado. Entrométete en mi camino y tendrás un problema. —Frunció el ceño mientras desplazaba el cuchillo que tenía encima de la mesa para apuntar con él a Anillo.

Anillo enarcó lentamente las cejas.

—Eres muy confiado. Demasiado, teniendo en cuenta que nadie ha oído hablar de ti.

—Ya he pasado antes por esto. Sé perfectamente cómo terminará.

—Mi campeón no se asusta por un cuchillo.

—Se asustará.

—Sólo tienes que decirnos dónde está Cantliss —dijo Shy—, y entonces nos iremos y ya no nos verás más.

Daba la impresión de que, por primera vez a lo largo de la entrevista, a Papá Anillo comenzaba a agotársele la paciencia.

—Chica, ¿sería posible que te quedaras callada mientras tu padre y yo tratamos este asunto?

—Creo que no. Quizá sea por culpa de mi sangre de Fantasma, pero lo cierto es que sufro una maldición que me hace llevarle la contraria a todo el mundo. Cuando me dicen que no haga algo, yo comienzo a pensar en la manera de hacerlo. Soy incapaz de contenerme.

Anillo respiró profundamente para comportarse de una manera razonable.

—Lo comprendo. Si algún malnacido se llevara a mis hijos, no habría ningún sitio en el Círculo del Mundo al que yo no fuera para perseguirlo. Pero no me convirtáis en enemigo vuestro cuando sería muy fácil que yo fuese vuestro amigo. No puedo entregaros a Cantliss. Es posible que la Alcaldesa lo hiciera si estuviese en mi lugar, pero yo no, porque no es mi estilo. Lo único que puedo prometeros es que, cuando regrese a la ciudad, nos sentaremos con él y tendremos esta misma conversación para sacarle la verdad, y así podremos encontrar, finalmente, a vuestros niños. Y os doy mi palabra de que os ayudaré en todo lo que pueda.

—¿Tu palabra? —Shy frunció los labios y escupió en la panceta. Si es que era panceta.

—Aunque no tenga ningún encanto, sí que tengo palabra. —Y Anillo clavó en la mesa su grueso dedo índice—. Mi palabra hace que todo siga de pie a este lado de la calle. La gente me es leal porque yo soy leal con ella. Si rompo mi palabra, no soy nada, nada. —Se acercó a ellos como si fuese a proponerles un asesinato—. Pero si no la aceptáis, si aceptáis la oferta que os hizo la Alcaldesa… tú tendrás que luchar, y, créeme, la lucha será endiablada. Así que os lo pregunto una vez más: ¿Queréis que os ayude? —Se encogió de la manera más rotunda que sus hombros podían permitir, como si considerase que la alternativa a su pregunta era una locura—. Sólo tendrás que limitarte a no luchar.

Aunque a Shy no le gustasen más las sensaciones que le producía aquel malnacido que las que experimentaba al estar con la Alcaldesa, tuvo que admitir que lo que decía tenía algo de sentido.

Lamb asintió, poniendo su cuchillo entre el índice y el pulgar de su mano derecha para dejarlo encima del plato, diciendo:

—¿Y si prefiero luchar?

Y entonces se levantó, dando grandes zancadas mientras se dirigía hacia la puerta, y la gente que estaba en la cola se apartó a su paso.

Anillo parpadeó, sorprendido, y enarcó las cejas, diciendo:

—¿Y quién prefiere luchar?

Sin responderle, Shy se levantó y echó a correr detrás de Lamb, sorteando las mesas.

—¡Sólo te pido que lo pienses! ¡Razona un poco!

Ya habían salido a la calle.

—¡Detente, Lamb! ¡Lamb!

Ella esquivó con paso incierto un rebaño de corderos que balaban y tuvo que detenerse para dejar paso a los dos carros que se le acercaban traqueteando. Vio a Temple, que, martillo en mano, estaba sentado a horcajadas encima de una traviesa. La sólida estructura cuadrada de la tienda de Majud apenas sobresalía por encima de los edificios medio derruidos que la flanqueaban a ambos lados. Temple agitó una mano a modo de saludo.

—¡Setenta marcos! —exclamó, mirándole. Aunque no pudo verle la cara, sí que observó que bajaba los hombros con cierto desánimo.

—¿Quieres detenerte? —Agarró del hombro a Lamb cuando éste ya estaba muy cerca de la Iglesia de los Dados de la Alcaldesa, comprobando que los rufianes que rodeaban su puerta y que los observaban con cara de pocos amigos apenas se distinguían de aquellos otros que le guardaban las espaldas a Papá Anillo—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Aceptar la oferta de la Alcaldesa.

—¿Sólo porque ese idiota seboso ha conseguido hacerte enfadar?

Lamb se acercó aún más a ella, y entonces le pareció que era tan alto como una torre.

—Por eso y porque, además, se llevó a tus hermanitos.

—¿Y tú crees que eso me hace feliz? —masculló ella, que volvía a estar enfadada—. ¡Pero no conocemos todos los detalles! A fin de cuentas, parecía un tipo bastante razonable.

Lamb volvió la cabeza para ver el establecimiento de Camling.

—Algunas personas sólo hacen caso a la violencia.

—Y otras no hacen más que mencionarla. Nunca te tomé por una de ellas. ¿Hemos venido hasta aquí para encontrar a Pit y a Ro o para buscar sangre?

Aunque Shy sólo quería dejar constancia del hecho y no hacerle una pregunta, le pareció que Lamb se pensaba lo que iba a responder.

—Creo que para hacer las dos cosas.

Se le quedó mirando durante un instante.

—¿Quién cojones eres? Hubo un tiempo en que la gente te restregaba la mierda por la cara y tú les dabas las gracias y pedías más.

—¿Y sabes qué? —Le quitó los dedos del brazo que ella agarraba, haciéndole casi daño—. Acabo de recordar que no me gustaba mucho. —Y entonces comenzó a escalar los peldaños por los que llegaba al local de la Alcaldesa, dejando a Shy en la calle.