Final abrupto
Final abrupto
El Practicante Wile deslizó un dedo por debajo de la máscara para rascarse la pequeña marca que le estaba dejando en la cara. Aunque no fuese la peor parte del trabajo, se le acercaba.
—Ya está —dijo, volviendo a colocar sus naipes como si aquel simple movimiento bastara para mejorar la mano que le había tocado—. Creo que ella sale con alguien.
—Si sabe lo que le conviene… —replicó Pauth, rezongando.
Wile estuvo a punto de dar un golpe en la mesa, pero luego, pensando que podía hacerse daño en la mano, se contuvo.
—¡A esto me refería cuando hablaba de minar la moral! ¡Se supone que todos debemos mirar unos por otros, pero vosotros siempre me replicáis!
—Ninguno de los juramentos que pronuncié decía nada de que no pudiera replicarte —dijo Pauth, arrojando una pareja de naipes y cogiendo otros dos de la parte inferior del mazo.
—Lealtad a Su Majestad y obediencia a Su Eminencia —apostilló Bolder—, así como castigar cualquier traición de manera despiadada, pero nada respecto a respetar a nadie.
—No hubiera estado mal que hubiese hecho referencia a lo último —dijo Wile, que volvía a reordenar su lastimosa mano.
—Confundes cómo es el mundo con cómo te gustaría que fuera —comentó Bolder—. Una vez más.
—Sólo pido un poco de solidaridad. Todos estamos metidos en el mismo bote que hace agua.
—Pues entonces comienza a achicarla y deja de gemir y de quejarte. —Pauth tenía una buena rozadura debajo de la máscara—. Hasta ahora es lo único que has hecho. La comida. El frío. El picor de la máscara. Tu novia. Mis ronquidos. Los hábitos de Bolder. El temperamento de Lorsen. Es más que suficiente para exasperar a cualquiera.
—Como si la propia vida no fuera ya suficientemente exasperante —dijo Ferring, que, sin participar en el juego, llevaba casi cerca de una hora con las botas encima de la mesa. Ferring parecía muy a gusto sin hacer nada.
Pauth le miró enfadado.
—Pues tus botas son bastante exasperantes.
Ferring le devolvió la mirada. Fue como si le traspasara con sus ojos azules.
—Las botas son botas.
—¿Las botas son botas? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Las botas son botas?
—Si no tenéis nada que decir que valga la pena, entonces será mejor que no digáis nada. —Bolder movió el tocón que tenía por cabeza en dirección al prisionero—. Arrancad una página de su libro[10]. —Aquel viejo no había contestado a ninguna de las preguntas de Lorsen. Y apenas había hecho más que gruñir cuando lo quemaban con hierros al rojo, limitándose a mirar con ojos entornados cómo humeaba su carne cuando le quemaban los tatuajes.
Ferring miró fijamente a Wile.
—¿Crees que resistirías una quemadura tanto como él?
Wile no le contestó. No le gustaba imaginarse soportando una quemadura. Tampoco le gustaba hacerle una quemadura a nadie, por muchos juramentos que hubiera pronunciado y por muchas matanzas, traiciones y masacres que aquel hombre hubiese perpetrado. Una cosa es perorar acerca de la justicia a miles de kilómetros de distancia, y otra, apretar un metal al rojo contra la carne de quien sea. No le gustaba imaginarse nada de todo aquello.
Entrar a formar parte de la Inquisición supone tener un trabajo estable, le había dicho su padre. Mejor hacer preguntas que tener que dar respuestas, ¿verdad? Y los dos se habían reído, aunque Wile no lo encontrase divertido. Solía reírle a su padre todas las gracias, aunque muy pocas le resultaran divertidas. Pero en aquellos momentos no le habría reído ninguna. Aunque quizá se estuviera tomando las cosas demasiado en serio. Tenía esa fea costumbre.
En ocasiones, Wile se preguntaba cómo podía ser justa una causa que se basaba en quemar, herir o mutilar a la gente. Y cuando miraba las cosas con perspectiva, ¿por qué sería que aquellas prácticas no le parecían propias de personas que se ufanaban de ejercer la justicia? Además, apenas producían resultados satisfactorios. A menos que el dolor, el miedo, el odio y la mutilación fuesen lo que estaban buscando. Quizá fuesen, realmente, lo que buscaban.
En ocasiones, Wile se preguntaba si la tortura no daba lugar a la misma deslealtad que debía perseguir; pero ese pensamiento se lo guardaba para sí. Porque, aunque haga falta tener coraje para dirigir una carga, al menos, hay gente que le sigue a uno. Pero se necesita un coraje de otro tipo, un coraje que no suele darse, para ponerse de pie solo y declarar: «No me gusta nuestra manera de hacer las cosas». Sobre todo ante un grupo de torturadores. Wile no tenía ese tipo de coraje. Sólo hacía lo que le ordenaban sin intentar pensar en ello, mientras se preguntaba cómo sería trabajar en algo en lo que creyese.
Ferring no tenía ese problema. Le gustaba aquel trabajo. Podía verlo en aquellos ojos suyos, tan azules. Sonrió al mirar al hombre lleno de tatuajes y dijo:
—No creo que siga encajando tan bien las quemaduras cuando lo llevemos de vuelta a Starikland. —El prisionero siguió sentado, observándolos, moviendo sus costillas llenas de tatuajes azules cada vez que respiraba con dificultad—. Quedan muchas noches entre este momento y aquel. Y quizá muchas quemaduras. Claro que sí. Estoy por asegurar que para entonces se comportará mejor y será mucho más comunicativo…
—Creo haberte sugerido antes que cerrases la boca —dijo Bolder—. Ahora estoy pensando en dejarme de sugerencias y ordenártelo. ¿Qué te…?
Alguien llamó a la puerta. De hecho, llamaron tres veces seguidas. Los Practicantes se miraron unos a otros, enarcando las cejas. Lorsen, que volvía para hacerle más preguntas. En cuanto a Lorsen se le ocurría una pregunta, no estaba dispuesto a esperar para recibir la respuesta.
—¿No vas a abrir? —Pauth le preguntaba a Ferring.
—¿Por qué tengo que abrir yo?
—Porque estás más cerca.
—Pero tú eres el más bajo.
—¿Y eso qué cojones tiene que ver?
—Nada, pero me parecía divertido decirlo.
—¡Pues a lo mejor a mí me resulta divertido meterte este cuchillo por el ojete! —dijo Pauth, sacando un cuchillo de una de sus mangas como por arte de magia. ¡Cuánto le gustaba hacerlo! Lo tenía a gala.
—A ver, vosotros dos, niños, ¿queréis cerrar el pico, por favor? —Bolder tiró las cartas boca abajo encima de la mesa, levantó su corpachón de la silla y apartó el cuchillo de Pauth con una mano—. Vine hasta aquí para descansar de mis condenados hijos, no para tener que preocuparme por otros tres.
Wile reordenó sus naipes una vez más, preguntándose si podría ganar. Una victoria, ¿era mucho pedir? Pero con una mano tan mala… Como su padre siempre le decía, no hay manos malas, sino jugadores malos; pero Wile no estaba de acuerdo.
Volvieron a llamar.
—¡Ya voy! —dijo Bolder a regañadientes, mientras movía los cerrojos—. No creo que…
Se escuchó un golpe. Cuando Wile levantó la cabeza para ver qué pasaba, Bolder salió disparado contra la pared y una silueta se abrió paso. Le pareció excesivo, aunque hubieran tardado un poco en abrir. Supuso que Bolder pensaba lo mismo, porque ya abría la boca para quejarse. Pero cuando comprobó que por ella no salían palabras sino un borboteo de sangre, se asustó. Y entonces vio el mango del cuchillo que sobresalía de su rolliza garganta.
Soltó los naipes.
—¿Eh? —dijo Ferring, e intentó levantarse. Pero sus botas le hicieron tropezar con la mesa. El que acababa de herir a Bolder no era Lorsen, sino el enorme norteño que había ido con ellos, el que estaba cubierto de cicatrices. Entró de una zancada en la habitación, apretando los dientes, y le metió a Ferring un cuchillo por la cara, clavándoselo hasta la empuñadura y aplastándole la nariz de paso, de suerte que un chorro de sangre salió por ella. El Practicante resolló, arqueó la espalda y se desplomó encima de la mesa, lanzando por los aires naipes y monedas.
Wile se levantó a trompicones y el norteño, que tenía la cara llena de salpicaduras de sangre, se volvió para mirarle, sacó otro cuchillo de su chaquetón y…
—¡Alto! —dijo Pauth, entre dientes—. ¡O lo mato! —De alguna manera, había conseguido llegar hasta el prisionero y estaba arrodillado junto a la silla a la que lo habían atado, apretando un cuchillo contra su cuello. Pauth siempre había sido rápido a la hora de pensar. Algo bueno tenía que tener.
Bolder, que había ido deslizándose por la pared hasta llegar al suelo, emitía un quejido mientras su sangre comenzaba a formar un charco.
Wile fue consciente de que llevaba un rato sin respirar y dio una boqueada.
La mirada de aquel norteño cosido de cicatrices fue de Wile a Pauth, y viceversa. Luego se enderezó ligeramente y bajó poco a poco la espada.
—¡Busca ayuda! —dijo Pauth, metiendo los dedos entre la cabellera gris del prisionero y echando su cabeza hacia atrás, pero sin apartar la punta del cuchillo de su cuello—. Yo me encargo de esto.
Wile, cuyas rodillas apenas podían sostenerle, rodeó al norteño y apartó una de las cortinas de cuero que dividían las escaleras del fuerte, intentando mantenerse todo lo lejos de él que podía. Resbaló con la sangre de Bolder y estuvo a punto de caer al suelo. Consiguió salir por la puerta, que seguía abierta, y echó a correr.
—¡Socorro! —chillaba—. ¡Socorro!
Uno de los mercenarios bajó la botella de la que estaba bebiendo y bizqueó al verle. La celebración comenzaba a llegar a un punto muerto, en el que las mujeres reían y los hombres cantaban, gritaban y se movían de un lado para otro como si estuviesen adormilados, sin disfrutar realmente, pero sin poder parar, como un cadáver que sufriese contracciones, y todo ello bajo la miserable iluminación proporcionada por la fogata que seguía chisporroteando. Wile resbaló en el barrizal, se levantó dando traspiés y se quitó la máscara para poder gritar más alto.
—¡Socorro! ¡El norteño! ¡El prisionero!
Un mercenario le señaló con el dedo y se rio, otro le dijo que cerrase el pico, y otro vomitó encima de una tienda, mientras Wile intentaba encontrar a alguien capaz de poner orden en aquel desbarajuste. Entonces sintió que le agarraban con fuerza de un brazo.
—¿Qué farfullas? —Era el mismísimo general Cosca, cuyos ojos llorosos brillaban a la luz de la fogata. Una de sus mejillas hundidas, que estaba llena de sarpullido, relucía por los polvos blancos, de mujer, que la cubrían.
—¡El norteño! —decía Wile con voz chillona, agarrando al capitán general por la camisa llena de lamparones—. ¡Lamb! ¡Ha matado a Bolder! ¡Y a Ferring! —Y apuntó con un dedo tembloroso al fuerte—. ¡Allí!
Cosca no necesitó escuchar nada más para creerle. Así que arrojó la botella vacía y exclamó:
—¡El enemigo ha entrado en el campamento! ¡Rodead el fuerte! ¡Tú, cubre la puerta, y asegúrate de que nadie sale por ella! ¡Dimbik, que unos hombres rodeen la parte trasera! ¡Tú, suelta a esa mujer! ¡Y, vosotros, despojos, armaos!
Unos cuantos obedecieron a la carrera. Dos encontraron unos arcos y apuntaron con ellos hacia la puerta. Uno de ellos disparó accidentalmente una flecha que cayó en el fuego. Otros se quedaron mirando como atontados, o siguieron con la juerga, o sonrieron de manera aviesa, pensando ser objeto de alguna broma bien urdida.
—¿Qué diablos pasa? —Era Lorsen, que con los pelos alborotados acababa de echarse la negra casaca por encima de la camisa de dormir.
—Al parecer, nuestro amigo Lamb ha acudido al rescate de su prisionero —dijo Cosca—. Apartaos de esa puerta, idiotas. ¿Pensáis que es una broma?
—¿Rescate? —musitó Sworbreck, con las cejas levantadas y las gafas mal puestas, signo evidente de que acababan de sacarlo de la cama.
—¿Rescate? —Lorsen se lo preguntaba a Wile mientras le agarraba por el cuello de la camisa.
—Pauth mantiene preso… al prisionero. Intenta…
Una figura salió tambaleándose por la puerta del fuerte, que seguía abierta, y dio unos cuantos pasos titubeantes. Los ojos que se veían a través de su máscara estaban muy abiertos mientras se llevaba las manos al pecho. Pauth. Cuando cayó con la cabeza por delante, la nieve que la rodeaba se volvió de color rosa.
—¿Decía usted? —dijo Cosca en tono burlón. Una mujer chilló y retrocedió, tapándose la boca con una mano. Con los ojos llenos de legañas, los mercenarios comenzaban a salir de tiendas y cabañas para cubrirse con ropa y partes de armadura, y coger de mala manera sus armas, mientras el aliento de todos ellos se condensaba por el frío.
—¡Aquí necesito más arcos! —dijo Cosca con un rugido, arañándose con las uñas el cuello lleno de sarpullido—. ¡Quiero que todo lo que asome por ahí quede hecho un acerico! ¡Echad a los malditos civiles!
Lorsen siseaba al hablarle a Wile en la cara.
—Conthus, ¿sigue vivo?
—Creo que sí… lo estaba cuando… cuando yo…
—¿Huí como un cobarde? ¡Póngase la máscara, maldición, es usted un desastre!
Probablemente, el Inquisidor tuviera razón, y Wile fuese un Practicante lamentable. Lo curioso era que él se sentía muy orgulloso de que pudiera tener razón.
—¿Puede oírme, maese Lamb? —preguntó Cosca mientras el sargento Amistoso le ayudaba a ponerse su oxidado peto dorado: una combinación de pompa y decadencia que resumía a la perfección su idiosincrasia.
—Sí. —La voz del norteño les llegaba desde la entrada del fuerte, que seguía a oscuras. Desde el día anterior, en que los mercenarios habían hecho su entrada triunfal en el campamento, lo más parecido al silencio reinaba por fin en él.
—¡No sabe lo contentos que estamos porque haya querido honrarnos una vez más con su presencia! —El capitán general movió una mano para que los arqueros medio vestidos que se agazapaban en las sombras rodeasen las cabañas—. ¡Si nos hubiera informado con tiempo de su llegada, le habríamos preparado una recepción mejor!
—Supongo que quería sorprenderlos.
—¡Apreciamos el gesto! ¡Pero quiero que sepa que aquí fuera dispongo de unos ciento cincuenta combatientes! —Cosca observó los arcos titubeantes, los ojos húmedos y las caras biliosas de los hombres de su Compañía—. Aunque buena parte de ellos estén muy bebidos, aún aguantan. ¡Y, por más que yo admire fervientemente las causas perdidas, no veo que le aguarde un final feliz!
—Nunca me importaron gran cosa los finales felices —gruñó Lamb. A Wile le maravilló que alguien pudiera parecer tan seguro en aquellas circunstancias.
—¡Ni a mí, pero quizá podamos agenciarnos uno usted y yo! —Con un par de gestos, Cosca envió a unos cuantos hombres más a ambos lados del fuerte y pidió otra botella—. ¿Por qué no dejamos las armas y sale usted para que discutamos todo este asunto como hombres civilizados?
—Tampoco me ha importado nunca mucho la civilización —dijo Lamb—. Creo que tendrá usted que venir.
—¡Maldito norteño! —musitó Cosca, quitando el corcho de la botella que acababan de llevarle y tirándolo—. Dimbik, ¿cuántos de tus hombres no están borrachos?
—Querías que estuviesen como cubas —dijo el capitán, que por las prisas se había puesto mal su fajín lleno de manchas.
—Pues ahora necesito que estén sobrios.
—Quizá los pocos que están de guardia.
—Pues que vengan.
—¡Y queremos a Conthus con vida! —terció Lorsen, casi ladrando.
—Lo intentaremos, Inquisidor —dijo Dimbik, haciendo una reverencia.
—Pero no podemos prometérselo. —Cosca se echó un largo trago de la botella sin apartar los ojos del fuerte—. ¡Haremos que ese bastardo norteño lamente haber vuelto!
• • • • •
—No deberías haber vuelto —decía Savian, refunfuñando mientras cargaba la ballesta.
Lamb abrió la puerta, pero sólo un poco para mirar por el resquicio.
—Ya comienzo a lamentarlo. —Un golpe seco, astillas y la brillante punta de una saeta que asoma entre las planchas de madera. Lamb echó la cabeza hacia atrás y cerró la puerta de una patada—. No ha salido como esperaba.
—Se podría decir lo mismo de casi todo en la vida.
—En la mía, desde luego. —Lamb agarró el cuchillo que el Practicante tenía clavado en el cuello y lo extrajo de un tirón, limpiándolo en la pechera de la casaca negra del muerto antes de lanzárselo a Savian, que lo atrapó en el aire y lo metió en su cinturón.
—Uno nunca tiene demasiados cuchillos —comentó Lamb.
—A la hora de vivir.
—O de morir —dijo Lamb mientras le lanzaba otro—. ¿Necesitas una camisa?
—¿Qué sentido tiene hacértelos si luego no puedes enseñarlos? —Savian estiró los brazos y vio cómo se movían los tatuajes. Las palabras por las que había vivido—. Llevaban ocultos demasiado tiempo.
—Supongo que uno tiene que enseñar lo que es.
Savian asintió y dijo:
—No sabes cuánto me habría gustado que nos hubiéramos conocido hace treinta años.
—No te habría gustado. Por entonces yo era un cabrón enloquecido.
—¿Y ahora?
Lamb clavó un cuchillo encima de la mesa.
—Creía que había aprendido algo. —Y clavó otro en el marco de la puerta—. Pero aquí estoy, sembrando cuchillos.
—Eliges un camino —Savian estiraba la cuerda de la otra ballesta—, y piensas que sólo es para el día siguiente ¿verdad? Luego, treinta años después, miras atrás y ves que has elegido el camino de tu vida. Si entonces lo hubieses sabido, a lo mejor hubieras elegido con más cuidado.
—Quizá. Pero, para ser honesto, te diré que nunca elegí nada con mucho cuidado.
Savian terminó de llevar hacia atrás la cuerda de la ballesta y miró la palabra Libertad que rodeaba su muñeca como si fuera un brazalete.
—Siempre pensé que moriría luchando por la causa.
—Y lo harás —dijo Lamb, que seguía atareado colocando armas por toda la habitación—. Aunque la causa se reduzca a salvar mi viejo y gordo culo.
—No será menos noble. —Savian puso un dardo en la ballesta—. Creo que voy a subir a la buhardilla.
—Será lo mejor. —Lamb desenvainó la espada que le había cogido a Waerdinur, de hoja larga y mate, cuyas letras plateadas destellaban—. No tenemos toda la noche.
—¿Estarás bien aquí abajo?
—Es mejor que te quedes arriba. El cabrón enloquecido de hace treinta años… suele venir a visitarme.
—Entonces os dejaré tranquilos a los dos. No deberías haber vuelto. —Savian alargó una mano—. Pero me alegro de que lo hayas hecho.
—No hubiera querido perdérmelo. —Lamb cogió la mano de Savian y la estrechó con fuerza, mientras ambos se miraban a los ojos. Y en aquel instante fue como si se conocieran desde hacía treinta años. Pero no había tiempo para la amistad. Tenían que tratar con enemigos. Savian se volvió y subió de tres en tres los peldaños de la escalera hasta llegar a la buhardilla, con una ballesta en cada mano y los dardos de ambas en la aljaba que colgaba de uno de sus hombros.
Cuatro ventanas, dos en la fachada delantera y dos en la trasera. Balas de paja alrededor de las paredes, una mesa baja con una lámpara y, en el círculo de luz que derramaba, un arco de caza y una aljaba de flechas, y también una maza con un pincho, cuyo metal destellaba. Lo bueno de los mercenarios es que dejan tiradas las armas por donde pasan. Se agachó para dirigirse a la parte delantera y dejar con mucho cuidado una ballesta bajo la ventana de la izquierda, y luego fue hacia la de derecha con la otra ballesta bajo el brazo, abriendo las contraventanas para mirar.
Fuera reinaba el caos. Bajo la luz de la gran fogata que chisporroteaba, la gente apretaba el paso a ambos lados de la calle. Le pareció que a algunos de los que habían llegado para enriquecerse con las sobras de la Compañía no se les había pasado por la imaginación que fueran a encontrarse en medio de un combate. El cadáver desmadejado de uno de los Practicantes seguía cerca de la puerta, pero Savian no iba a llorar por él. Si de pequeño lloraba fácilmente, los ojos se le habían secado con los años. No les había quedado otro remedio. No hubiera habido suficiente agua salada en el mundo para llorar por todo lo que había visto y hecho.
Observó que unos arqueros se agachaban cerca de las cabañas, apuntando con sus arcos al fuerte, y tomó mentalmente nota de las posiciones, de los ángulos, de las distancias. Entonces vio a un grupo de mercenarios que, levantando sus hachas, echaban a correr. Cogió la lámpara de la mesa y la lanzó por la ventana. Cuando se estrelló contra la techumbre de paja de una cabaña, unas vetas de fuego se propagaron rápidamente por ella.
—¡Vienen a la puerta! —exclamó.
—¿Cuántos son? —la voz de Lamb le llegaba por la escalera.
—¡Unos cinco! —Sus ojos fueron desde las sombras a los alrededores de la fogata—. ¡No, seis! —Se echó la ballesta al hombro y se la acomodó para disparar en cuanto fuera necesario, sintiéndola tan cálida y familiar como la espalda de la amante a la que uno abraza. Le hubiera gustado pasar más tiempo abrazando a una amante que no a una ballesta, pero aquél era el camino que había elegido, y tenía que dar el siguiente paso.
Apretó el gatillo y sintió cómo saltaba el dardo. Uno de los mercenarios que llevaban hachas se tambaleó hacia un lado y se quedó sentado en el suelo.
—¡Cinco! —exclamó Savian mientras se apartaba de aquella ventana e iba hacia la otra, dejando la primera ballesta y cogiendo la segunda. Escuchó el golpeteo de varias flechas en el marco de la ventana que había dejado atrás, y una de ellas penetró, dando vueltas, en la oscuridad de la habitación. Levantó la ballesta, divisó una forma negra que se recortaba contra el fuego y disparó. Un mercenario dio un paso atrás y cayó en las llamas. A pesar de todo aquel barullo, Savian pudo oír cómo gritaba mientras ardía.
Se deslizó hasta el suelo y apoyó la espalda contra la pared bajo la ventana. Vio la flecha que pasaba rápidamente por encima de él para clavarse en una viga. Aunque un súbito ataque de tos le demoró durante un instante, consiguió dominarlo. Su respiración era agitada, y las quemaduras que tenía en las costillas le escocían. Unas hachas golpeaban la puerta, podía escuchar los golpes que daban con ellas. Tenía que dejárselos a Lamb. Era el único a quien podía confiarle aquella tarea. Oyó voces por la parte trasera, quedas, pero las oyó. Se levantó y corrió hacia ella, cogiendo el arco de caza, y como no tenía tiempo de pasarse la aljaba por el hombro, la enganchó en el cinturón.
Respiró profundamente, se aguantó las ganas de toser, colocó una flecha en el arco, tiró de su cuerda hacia atrás, metió el arco por detrás de las contraventanas y, haciendo palanca con él, las abrió, se levantó, se asomó y expulsó lentamente el aire por la boca.
Los mercenarios se agachaban entre las sombras situadas al pie de la pared trasera. Uno le miró con unos ojos como platos que resaltaban en su cara redonda, y Savian metió una flecha por aquella boca suya que estaba a uno o dos pasos de él. Preparó otra flecha. Un dardo le pasó cerca, rozándole el pelo. Empuñó el arco con calma y decisión. Podía ver cómo brillaba la punta de la flecha en el arco que tenía enfrente. Alcanzó al arquero en el pecho. Sacó otra flecha. Vio a un hombre que corría. Le disparó y observó cómo se derrumbaba en la nieve. Pisadas que crujían en la nieve cuando el último salió corriendo. Savian cogió una flecha y la disparó, alcanzándole en la espalda. El otro se arrastró, gimiendo y tosiendo. Entonces Savian metió otra flecha en el arco y le disparó por segunda vez, cerró las contraventanas y tomó aire.
Sufrió otro ataque de tos que le obligó a apoyarse en la pared. Escuchó un rugido por debajo de la escalera, el choque de los aceros, palabrotas, ruidos de cosas aplastadas, tajos y lucha.
A trompicones volvió a la ventana de enfrente, colocó una flecha, vio a dos hombres que corrían hacia la puerta y disparó en la cara a uno de ellos, que cayó con las piernas dobladas. El otro patinó al detenerse y se escabulló por una esquina. Las flechas parecían congeladas al recibir la luz de la fogata, chocando estruendosamente contra la fachada del edificio cuando Savian se apartó de la ventana.
Se oyó un crujido, y las contraventanas de la ventana de atrás se abrieron de golpe para mostrar un cuadrado de cielo nocturno. Cuando Savian vio una mano en el alféizar, soltó el arco y, sin dejar de avanzar, empuñó la maza, describiendo con ella una trayectoria baja y rápida para evitar las vigas y aplastar la cabeza cubierta por un yelmo que acababa de asomarse por la ventana, de forma que el cuerpo cayó dando vueltas, para perderse en la noche.
Se giró cuando en la ventana vio reflejada la sombra de un mercenario que subía silenciosamente con un cuchillo entre los dientes. Savian se abalanzó contra él, con la mala fortuna de que el mango de su maza se le escurrió y ambos se agarraron gruñéndose mutuamente. Savian sintió una quemadura en las tripas, cayó de espaldas contra la pared, con aquel individuo encima de él, y buscó el cuchillo que llevaba al cinto. Cuando la fogata iluminó la mitad de la cara del mercenario, que seguía rugiendo, se lo clavó en ella y la rajó, de suerte que cayó al suelo y comenzó a dar vueltas a ciegas por el ático, mientras un amasijo de carne oscura le colgaba de la cara. Savian lo siguió y se tiró contra él, arrastrándolo, apuñalándolo, tosiendo y apuñalándolo hasta que dejó de moverse. Entonces se arrodilló encima, sintiendo que cada vez que tosía la herida que tenía en las tripas se le desgarraba más y más.
Escuchó un grito gutural producido escaleras abajo. Luego la voz de alguien, desesperado: «¡No! ¡No! ¡No!», y luego la de Lamb, que decía gruñendo: «¡Sí, cabrón!». Dos fuertes golpes y después el silencio.
Lamb emitió una especie de gemido. Otro sonido, como si estuviera pateando a alguien.
—¿Estás bien? —preguntó Savian, cayendo en la cuenta de que su voz sonaba rara, como estrangulada.
—¡Aún respiro! —dijo Lamb, y su voz le sonó aun más rara—. ¿Y tú?
—Sólo un rasguño. —Savian apartó la palma de la mano de su estómago tatuado y observó que estaba manchada. Sangraba mucho.
Le hubiera gustado hablar con Corlin por última vez. Decirle todas esas cosas que uno piensa pero que nunca dice, porque no son fáciles de decir y siempre se dejan para más adelante. Lo orgulloso que se sentía por aquello en lo que se había convertido. Lo orgullosa que se hubiera sentido su madre. Por seguir luchando. Hizo una mueca. O quizá por dejar de luchar, porque sólo se tiene una vida ¿quieres mirar atrás y ver que sólo tienes sangre en las manos?
Pero ya era demasiado tarde para decirle cualquier cosa. Había elegido el camino que le parecía mejor, y tocaba a su fin. No había estado mal, a fin de cuentas. Con partes buenas y malas, algunas de las que enorgullecerse y otras de las que avergonzarse, como la mayoría de los hombres. Se arrastró hacia la pared que daba al frente, cogió una de las ballestas y se peleó con la cuerda, porque tenía las manos pegajosas. Malditas manos. Ya no tenían la fuerza de antes.
Se puso de pie junto a la ventana, por debajo de la cual seguían moviéndose los mercenarios. La cabaña donde había caído la lámpara rugía con feroces llamas. Su voz retumbó en la noche:
—¿Esto es lo mejor que sabéis hacer?
—¡Por desgracia para ti —respondió Cosca—, no!
Un chispazo y algo que se acerca muy deprisa. Luego, de repente, una gran claridad, tan deslumbrante como la luz del día.
• • • • •
Aquel ruido era como la voz de Dios, que, según afirman las Escrituras, arrasó la ciudad de los presuntuosos Nemai con un simple susurro. Jubair apartó las manos de sus oídos, observó que éstos aún le zumbaban y avanzó titubeante hacia el fuerte cuando aquel humo que le hacía toser comenzó a disiparse.
El edificio estaba muy deteriorado. Tenía agujeros por los que hubiera cabido un dedo, incluso un puño, por no hablar de las hendiduras de la planta baja, por las que cualquiera hubiera podido meter la cabeza. La mitad de la buhardilla había abandonado este mundo, dejando en su lugar un montón de planchas chamuscadas y rotas. Tres vigas partidas aún seguían en un rincón, como si quisieran recordar la forma que había tenido. En aquel momento escuchó un crujido, y medio tejado se desplomó, arrastrando hasta el suelo las ripias partidas.
—Impresionante —comentó Brachio.
—Dominar los rayos —murmuró Jubair, mirando con cara de pocos amigos el tubo de latón. Había saltado de su cureña por la fuerza de la explosión y luego se había quedado atravesado encima de ella, expulsando lentamente humo por su boca ennegrecida—. Ese poder sólo puede tenerlo Dios.
Sintió la mano de Cosca encima de uno de sus hombros.
—Pero nos lo cede a nosotros para que cumplamos Su obra. Coge unos cuantos hombres y encuentra a esos dos bastardos.
—¡Quiero a Conthus con vida! —exclamó Lorsen.
—Si es posible —dijo el Viejo, añadiendo después, en voz baja—: Si lo traes muerto, da igual.
Jubair asintió. Muchos años antes había llegado a la conclusión de que, en ocasiones, Dios hablaba por la boca de Nicomo Cosca, porque, la primera vez que lo vio combatir sin que el miedo lo atenazase, sintió en él la chispa de la divinidad, por más que cualquiera habría puesto en duda la condición de profeta de aquel traidor y borracho sin ley que nunca rezaba. Seguro que caminaba bajo la sombra de Dios como el profeta Khalul, que, desnudo y abrigado sólo con la fe, salió indemne de una lluvia de flechas para obligar al Emperador de Gurkhul a cumplir con su promesa de humillarse ante el Todopoderoso.
—Vosotros tres —dijo, señalando con el dedo a varios de sus hombres—. A mi señal, franquead la puerta. Y vosotros tres, conmigo.
Uno de ellos, un norteño, movió la cabeza, abriendo unos ojos tan grandes como la luna llena mientras decía, susurrando:
—Es… él.
—¿Él?
—El… el… —Y, sin poder decir más, dobló el dedo corazón de la mano izquierda como si le faltara.
—Pues quédate ahí, necio —dijo Jubair, burlándose de él. Se echó una carrera hasta una de las fachadas del fuerte, perdiéndose en las sombras, que eran cada vez más profundas, pero sin darle mayor importancia, porque llevaba en su interior la luz de Dios. Sus hombres, que estaban asustados, contemplaron el edificio con la respiración entrecortada, pues no dejaban de pensar que el mundo era un lugar complicado y lleno de peligros. Jubair sintió lástima de ellos. El mundo era sencillo. El único peligro residía en resistirse a los designios de Dios.
Vigas rotas, escombros y polvo estaban esparcidos por la nieve detrás del edificio. Eso y varios hombres con heridas de flecha, uno de los cuales estaba apoyado contra la pared, gorgoteando lastimeramente mientras agarraba con una mano la flecha que le atravesaba la boca. Jubair los ignoró y escaló lentamente la fachada trasera del fuerte. Escrutó el interior de la planta alta. El mobiliario estaba destrozado. La paja salía lentamente de un colchón. No había signos de vida. Apartó unos cuantos rescoldos y se encaramó, desenvainando la espada, cuyo metal relució en la noche, impávido, justo, piadoso. Se echó hacia delante para vigilar la escalera dominada por las sombras. Escuchó el golpeteo que le llegaba de más abajo, tum, tum, tum.
Se asomó hacia la fachada principal del edificio y vio que sus tres hombres estaban muy juntos. Silbó, y el que iba en cabeza abrió la puerta de una patada y entró por ella. Jubair indicó a los otros dos que fuesen hacia la escalera. Al volverse, notó que pisaba algo. Una mano. Se agachó para tirar de la viga que la cubría.
—¡He encontrado a Conthus! —exclamó.
—¿Vivo? —decía Lorsen, que chillaba como un cordero.
—Muerto.
—¡Maldición!
Jubair recogió lo que quedaba del rebelde y lo mandó a rodar por encima de lo que quedaba de pared. El cadáver, que cayó en la nieve amontonada contra los costados del edificio, mostró sus tatuajes cubiertos de sangre y de heridas. Jubair recordó la parábola del hombre altivo. El juicio de Dios llega tanto a grandes como a pequeños, pues todos son inermes ante el Todopoderoso y su juicio inevitable e irreversible, como siempre fue y será. Ya sólo quedaba el norteño y, por mucho terror que impusiese a todos, Dios estaba a punto de dictar sentencia…
Un grito partió en dos la noche, seguido por el ruido producido por algo que aplasta, rugidos, gemidos, el chirrido del acero y, finalmente, una risa tan penetrante como extraña, seguida por otro grito. Jubair se dirigió rápidamente hacia la escalera. Un gemido tan horrible como el de la gente que muere en pecado y va al Infierno, un gorgoteo… y silencio. Jubair se abrió paso con la espada por delante. Impávido, justo… Dudó y se humedeció los labios. Sentir miedo y no tener fe significaban lo mismo para él. No le ha sido dado al hombre conocer los designios de Dios. Sólo aceptarlos.
Así pues, apretó con fuerza la mandíbula y bajó lentamente por la escalera.
Abajo estaba tan oscuro como en el infierno, la luz se filtraba por los agujeros de la fachada principal, concretándose en rayos de rojo, naranja y amarillo que creaban sombras anaranjadas. Si estaba tan oscuro como en el infierno, apestaba a muerte como en él, tanto que el olor casi se podía cortar. Jubair contenía la respiración, acomodando sus ojos a la oscuridad mientras bajaba de uno en uno los peldaños, que gemían bajo su peso.
¿Qué se le revelaría?
Las cortinas de cuero, destrozadas y manchadas de negro, que habían servido para crear una especie de habitaciones, seguían agitándose a causa del viento. Al llegar al último escalón se fijó en lo que acababa de pisar. Un brazo separado de su cuerpo. Frunciendo el ceño, siguió el rastro reluciente de sangre hasta llegar a un montón oscuro de carne que alguien había ordenado de manera inhumana, cortándola y revolviéndola para que adoptase formas impías, arrancando las entrañas para juntarlas o repartirlas en fragmentos que relucían.
Encima de la mesa situada en medio de la habitación habían amontonado varios cráneos, los cuales, iluminados por la luz de las llamas del exterior, miraban a Jubair con caras espantosamente inexpresivas, o burlonas hasta la locura, que le cuestionaban de manera extraña o que le miraban acusadoras.
—Dios… —dijo Jubair. Aunque hubiese perpetrado todo tipo de carnicerías en el nombre del Todopoderoso, jamás había visto nada igual. Nada de todo aquello se mencionaba en ningún libro de las Escrituras, excepto, posiblemente, en el séptimo, el Prohibido, guardado bajo llave en el tabernáculo del Gran Templo de Shaffa, pues en él se describían las… cosas que Glustrod había sacado del infierno.
»Dios… —musitó. Y una risotada cacofónica brotó de las sombras como si éstas eructasen, y las cortinas de cuero se agitaron, y bailotearon las anillas que las sujetaban. Jubair se echó hacia delante, lanzando estocadas y tajos, cortando la oscuridad, pero sin alcanzar a nada que no fuesen las cortinas; y cuando su espada se enredó en ellas, resbaló en el suelo lleno de vísceras y cayó, para luego levantarse e ir de un sitio para otro mientras no dejaba de escuchar aquellas risotadas.
»¿Dios? —balbució Jubair, que apenas podía pronunciar aquella palabra sagrada, pues la extraña sensación que nacía en sus tripas para luego subir y bajar por su columna vertebral hacía que le picara el cuero cabelludo y se le aflojaran las rodillas. Llevaba muchos años sin sentirla. Era un recuerdo infantil que acababa de volver a su memoria en medio de aquella oscuridad. Y entonces le parecieron muy ciertas las palabras del Profeta: El hombre que convive a diario con el miedo se siente cómodo en su compañía, pero el hombre que nunca lo ha visto, ¿cómo podrá enfrentarse a tan espantoso desconocido?
»Dios… —Jubair gimoteó, retrocediendo hacia la escalera. De repente le rodearon unos brazos.
—Se ha ido. —La voz era como un susurro—. Pero yo sigo aquí.
• • • • •
—¡Maldición! —repetía Lorsen, enfadado. Aquel sueño largamente acariciado, que consistía en llevar ante el Consejo Abierto a Conthus cargado de cadenas, humillado y lleno de tatuajes, entre los que muy bien hubiera podido leerse uno nuevo: Conceded al Inquisidor Lorsen el ascenso que se merece desde hace tanto tiempo, acababa de convertirse en humo. O en sangre. Trece años administrando una colonia penal en Angland para eso. Tantos viajes, tantos sacrificios, tantas indignidades. La expedición se había convertido en una farsa, y no tenía duda respecto a quién sería el indigno responsable de cargar con toda la culpa. Se golpeó en una pierna, furioso—. ¡Lo quería vivo!
—Supongo que él también lo quería. —Cosca miraba el fuerte en ruinas a través de la niebla creada por el humo—. El hado no siempre es grato.
—Si usted lo dice —le espetó Lorsen. Para empeorar aún más el asunto, había perdido a la mitad de sus Practicantes en una sola noche, precisamente los mejores. Frunció el ceño al mirar a Wile, que seguía rascándose por debajo de la máscara. ¿Cómo era posible que un Practicante diese una imagen tan penosa de sí mismo y tan poco amenazante? Aquel hombre irradiaba duda. Tanto que cualquiera que lo viese sentiría las mismas dudas que él. Aunque Lorsen también hubiese tenido dudas durante años, había hecho lo que se suponía que tenía que hacer, relegándolas a la más mínima expresión dentro de sí para que no pudiesen salir al exterior ni envenenar sus decisiones.
La puerta se abrió lentamente, y los hombres de Dimbik se agitaron, nerviosos, apuntando con sus ballestas hacia aquel cuadrado de oscuridad.
—¿Jubair? —Cosca hablaba como ladrando—. Jubair, ¿lo cogisteis? ¡Responde, maldición!
Algo salió volando, rebotó en el suelo con un sonido hueco y rodó por la nieve para detenerse cerca de la fogata.
—¿Qué es eso? —preguntó Lorsen.
—La cabeza de Jubair —respondió Cosca.
—El hado no siempre es grato —musitó Brachio.
Otra cabeza salió desde la entrada del fuerte, describió un arco y rebotó cerca de la fogata. Una tercera aterrizó en la techumbre de una de las cabañas, rodó por ella y se alojó en el canalón. Una cuarta cayó entre los ballesteros, haciendo que uno de ellos se apartase de un salto y soltara su arma, cuyo dardo se clavó en un barril cercano. Más y más cabezas con los cabellos ondeando, la lengua colgando, girando, bailoteando y regándolo todo con su sangre.
La última cabeza voló muy alto, describiendo un recorrido elíptico alrededor de la fogata antes de caer justo al lado de Cosca. Aunque Lorsen no fuese un hombre capaz de desanimarse por un poco de sangre, tuvo que admitir que le enervó un tanto aquella exhibición de bestialidad gratuita.
Menos delicado que él, el capitán general dio un paso adelante y, bastante enfadado, propinó una patada a la cabeza, que cayó rodando en las llamas.
—¿A cuántos han matado esos dos viejos bastardos? —Aunque sin duda él era mucho mayor que cualquiera de los dos.
—Hasta ahora, a unos veinte —respondió Brachio.
—¡Pues, a ese ritmo, nos vamos a quedar sin gente! —Cosca se volvió, enfadado. Sworbreck garrapateaba febrilmente en su cuaderno—. ¿Qué diablos escribes?
El escritor levantó la mirada, y el reflejo de las llamas bailoteó en los cristales de sus gafas cuando dijo:
—Bueno, esto es… bastante dramático.
—¿A ti te lo parece?
—Volvió para rescatar a su amigo, teniéndolo todo en contra… —Sworbreck señalaba el fuerte en ruinas.
—Y consiguió que lo matasen. ¿Al hombre que lucha, teniéndolo todo en contra, no suele considerársele antes un idiota incorregible que un héroe?
—La línea que separa ambos conceptos es siempre muy tenue… —musitó Brachio.
—Vine hasta aquí para escribir una historia emocionante… —Sworbreck le enseñaba las palmas de las manos.
—Y como yo no he podido inspirarte… —Cosca no le dejó terminar—. ¿Es lo que querías decir? ¡Incluso mi maldito biógrafo deserta de mi lado! ¡Seguro que acabo siendo el villano del libro que yo mismo encargué, mientras que ese loco que decapita a la gente se convierte en su protagonista! ¿Qué piensas hacer, Temple? ¿Temple? ¿Adónde ha ido ese maldito abogado? ¿Qué pasa contigo, Brachio?
El estirio se enjugó las lágrimas de su ojo lloroso.
—Creo que ha llegado el momento de poner fin a la balada del norteño de nueve dedos.
—¡Al fin alguien con un poco de sentido común! Traed el otro tubo. Lo utilizaré como excusa para arrasar ese fuerte. Quiero a ese necio entrometido hecho puré. ¿Me oyes? Que alguien me traiga otra botella. ¡Estoy harto de que me toquen las pelotas! —De un manotazo, Cosca tiró el cuaderno en el que Sworbreck estaba escribiendo—. ¿Es mucho pedir un poco de respeto? —Luego le atizó una bofetada que lo tiró encima de la nieve, donde el biógrafo se quedó sentado para llevarse una mano a la mejilla, sorprendido.
—¿Qué es ese ruido? —dijo Lorsen, levantando una mano para imponer silencio. Un ruido de algo que corría y pisoteaba salió de las tinieblas, creciendo rápidamente en intensidad. Entonces, muy nervioso, dio un paso hacia la cabaña más cercana.
—Por todos los diablos —masculló Dimbik.
Un caballo de ojos enloquecidos abandonó la oscuridad al galope, seguido un instante después por varias docenas más, que, bajando por la pendiente que rodeaba el campamento, volaban como copos de nieve, una masa hirviente de animales, una marea de carne de caballo que llegaba al galope.
Los mercenarios tiraron sus armas al suelo y huyeron, lanzándose de cabeza hacia cualquier refugio o rodando por el suelo. Lorsen se enredó con los faldones de su casaca y cayó al suelo, desmadejado. Escuchó un alarido y divisó a Dab Sweet, que, cabalgando en la retaguardia de la estampida, hacía unas muecas siniestras, para luego, levantando su sombrero a modo de saludo, desaparecer por uno de los lados del campamento. Poco después, cuando los caballos llegaron a los edificios, todo fue un infierno de idas y venidas, de pisotones, de cascos que golpeaban por doquier, de gritos, de tirones, de bestias que se quedaban rezagadas, mientras Lorsen se apretaba, indefenso, contra la cabaña que tenía más cerca, clavando las uñas en sus ásperas maderas.
Algo que le golpeó en la cabeza estuvo a punto de hacer que se soltara, pero él se agarró, se agarró a la pared, entre un ruido que parecía el del fin del mundo, pues la tierra temblaba por la energía de tantos animales enloquecidos. Boqueó, gruñó y apretó los dientes y los ojos con tanta fuerza que le dolieron, mientras las astillas, el polvo y las piedras desprendidas le golpeaban en la cara.
Luego, repentinamente, se hizo el silencio. Un silencio lleno de latidos. Entonces Lorsen se despegó de la cabaña y, tambaleándose, dio uno o dos pasos por el barrizal lleno de pisadas de caballos, parpadeando a causa de la niebla creada por el humo y el polvo que comenzaba a asentarse.
—La estampida fue provocada —musitó.
—No me diga —dijo Cosca con voz chillona, saliendo del porche más cercano.
El campamento había quedado devastado. Algunas tiendas habían dejado de serlo. Las lonas y lo que había estado bajo ellas —personas y suministros— yacían en la nieve, pisoteados. El fuerte en ruinas seguía desprendiendo humo. Dos cabañas ardían, propagando el incendio con la paja en llamas que caía de sus techumbres. Los cadáveres se hacinaban entre los edificios, hombres y mujeres pisoteados que no habían tenido tiempo para vestirse por completo. Los heridos lanzaban alaridos o vagaban, aturdidos y ensangrentados. De vez en cuando aparecía un caballo herido que coceaba débilmente.
Lorsen se llevó una mano a la cabeza. Tenía los cabellos pringosos a causa de la sangre. Un hilillo de sangre le caía por una ceja.
—¡Maldito Dab Sweet! —dijo Cosca, refunfuñando.
—Como dije, tenía una reputación —dijo Sworbreck en voz baja, recogiendo del suelo su destrozado cuaderno.
—Hubiéramos debido pagarle el dinero que pedía —musitó Amistoso.
—¡Pues llévaselo tú, si tanto lo deseas! —Cosca apuntaba al carruaje con uno de sus huesudos dedos—. Está en… el carruaje. —Y entonces su voz murió, convirtiéndose en un graznido de incredulidad.
El carruaje reforzado que le había regalado el Superior Pike, el carruaje que transportaba los tubos de fuego, el carruaje donde el cuantioso tesoro del Pueblo del Dragón había quedado a buen recaudo…
El carruaje había desaparecido. Al lado del fuerte sólo quedaba un espacio vacío lleno de oscuridad, que resultaba tremendamente conspicuo.
—¿Dónde está? —Cosca empujó a Sworbreck mientras pasaba a su lado, corriendo hasta el sitio donde había estado el carruaje. Entre las huellas que los cascos de los caballos acababan de dejar en aquel barro lleno de nieve, podían apreciarse las dos profundas roderas que se dirigían a la Carretera Imperial.
»Brachio. —La voz de Cosca creció en intensidad para convertirse en el berrido de un demente—. ¡Brachio, coge unos malditos caballos y ve tras ellos!
El estirio se lo quedó mirando.
—Me dijo que llevara todos los caballos al corral. ¡Eran los de la estampida!
—¡Alguno habrá abandonado la manada! ¡Encuentra media docena y ve tras esos bastardos! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! —Y, por lo furioso que estaba, dio una patada a la nieve para tirársela a Brachio, y por poco pierde el equilibrio—. ¿Dónde demonios está Temple?
Amistoso miró las huellas del carruaje y enarcó una ceja.
—¡Que todos los que puedan moverse se preparen! —Cosca apretaba los puños.
Dimbik intercambió con Lorsen una mirada de preocupación.
—¿Para ir a pie? ¿Hasta Arruga?
—¡Ya encontraremos monturas por el camino!
—¿Y qué hay de los heridos?
—Los que puedan caminar serán bienvenidos. Y los que no puedan… nos regalarán su parte del botín. ¡Y ahora muévete, maldito idiota!
—Sí, señor —musitó Dimbik, levantándose y quitándose el fajín, que estaba manchado de excrementos de cuando Dimbik se había tirado al suelo para guarecerse.
Amistoso señaló el fuerte con la mano.
—¿Y el norteño?
—El norteño que se joda —dijo Cosca entre dientes—. Empapad el edificio con aceite y quemadlo. ¡Nos han robado el oro! ¡Me han robado mis sueños! ¿Lo comprendes? —Miró, ceñudo, la Carretera Imperial, hacia las roderas que se perdían en la oscuridad—. No volverán a defraudarme.
Lorsen se resistió a la tentación de sumarse a los sentimientos de Cosca y repetir aquello de que «el hado no siempre es grato». En su lugar, mientras los mercenarios se atropellaban unos a otros por las prisas para abandonar el lugar, se quedó mirando el cadáver del que todos se habían olvidado, el de Conthus, que descansaba, roto, junto al fuerte.
—Qué desperdicio —musitó. Y lo era, en todos los sentidos. Pero el Inquisidor Lorsen siempre había sido una persona práctica. Un hombre que nunca se sentía frustrado por las dificultades o el trabajo duro. Así que se tragó la decepción que sentía y la relegó a la más mínima expresión en su interior, junto con sus dudas, dedicando sus pensamientos a lo que aún podía salvarse del desastre.
—Habrá que pagar un precio por todo esto, Cosca —musitó, dándole la espalda al capitán general—. Habrá que pagar un precio.