Carnada

Carnada

El primer día cabalgaron a través de un bosque imponente. Si los árboles eran los más altos que Shy jamás hubiera visto, las ramas se solapaban unas con otras para bloquear el sol, de suerte que era como si avanzaran a tientas por la sombría y sagrada cripta de un gigante. La nieve se había abierto paso en su interior para cuajar entre los helados troncos y alcanzar una altura de varios palmos. Y como la corteza helada de su superficie despellejaba las patas de los caballos, tuvieron que hacer turnos para romperla. Por aquí y por allá encontraban bolsas de niebla helada cuyos jirones se pegaban a hombres y monturas como espíritus que quisieran robarles el calor. Pero ellos no tenían mucho calor que ofrecer. Cuando les daba por hablar, Roca Llorona los acallaba con un silbido de advertencia ante el cual sólo podían asentir en medio del crujido de la corteza de nieve al romperse, la afanosa respiración de los caballos, las toses de Savian y el parloteo en sordina de Jubair que, según Shy, entonaba sus oraciones. Aunque aquel enorme kantic fuese un maldito beato, cuestión esta en la que todos estaban de acuerdo, Shy no creía que su piedad bastase para cubrirle a ella las espaldas. La mayoría de la gente a la que había conocido y que practicaba una religión solía ampararse en sus creencias para hacer el mal.

Sólo cuando la luz comenzó a atenuarse para alcanzar el brillo del ocaso, Sweet los condujo al interior de la espaciosa cueva que se abría bajo un acantilado, donde hicieron un alto. Para entonces, las monturas, tanto aquellas que cabalgaban como las de refresco, tenían magulladuras y tiritaban, lo mismo que Shy, cuyo cuerpo, que le dolía por entero, sentía rígido, entumecido y lleno de picores, hasta el punto de que todo en él competía para ver qué parte se quejaba más.

Como no podían hacer fuego, comieron fiambre y bizcocho seco, pasándose luego una botella. Y aunque Savian intentase quitar importancia a aquella tos suya que no podía dominar, Shy vio que le preocupaba mucho, porque no hacía más que doblarse y temblar mientras, para abrigarse, agarraba el cuello del chaquetón con aquellas manos suyas tan pálidas.

Uno de los mercenarios, un estirio que tenía una barbilla prominente y que respondía al nombre de Sacri, le pareció a Shy que era de esa clase de gente que busca la comodidad propia a costa de la incomodidad ajena, porque, apretando los dientes, le dijo a Savian:

—Estás resfriado, viejo. ¿No quieres regresar?

—Cierra la boca —dijo Shy, poniendo en sus palabras todo el fuego interior que le quedaba, que, dicho sea de paso, no era mucho.

—¿Y si no la cierro, qué me harás? —dijo él, burlándose—. ¿Darme un bofetón?

—Así es. —Aquel comentario sirvió para que sus brasas se avivaran—. Con una maldita hacha. Así que cierra la boca.

Y aunque le hiciera caso, la claridad de la luna le permitió ver a Shy que seguía dándole vueltas a la manera de salirse con la suya, así que decidió no darle la espalda.

Distribuyeron la guardia en grupos de a dos, repartidos entre los mercenarios y los que quedaban de la caravana, que estaban tan atentos a cualquier posible incursión del Pueblo del Dragón como a lo que el otro pudiese hacer. Como Shy contaba el tiempo por los ronquidos de Sweet, cuando llegó la hora del cambio de guardia zarandeó a Lamb mientras le decía al oído:

—Despertad, Majestad.

Él suspiró antes de decir:

—Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a salir eso.

—Perdonad la necedad de una tonta labriega. Pero estoy abrumada por el hecho de que el Rey del Norte se haya metido entre mis mantas para roncar.

—He pasado diez veces más tiempo sin amigos y tan pobre como un mendigo. ¿Por qué nadie habla de eso?

—En lo que a mí respecta, porque sé muy bien lo que se siente. Y no he tenido muchas oportunidades de llevar una corona.

—Yo tampoco —dijo él, arrastrándose con dificultad para salir de entre las mantas—. Tenía una cadena.

—¿De oro?

—Con un diamante así de grande. —Y, juntando el índice y el pulgar de su mano derecha, indicó el tamaño que suele tener un huevo de gallina y miró por el agujero.

Ella aún no estaba segura de que no le estuviera tomando el pelo.

—Tú.

—Yo.

—Pues eso da para pasar el invierno con algo más que unos simples pantalones.

—Lo cierto es que perdí la cadena —dijo Lamb, encogiéndose de hombros.

—¿Debo tratar a la realeza de alguna manera en particular?

—Alguna reverencia rebuscada no estaría mal.

—Que te jodan —dijo ella, burlándose.

—Que os jodan, Majestad —precisó él.

—Rey Lamb —dijo ella en voz baja, reptando entre las mantas y sintiendo el calorcillo que ya comenzaban a perder—. Rey Lamb.

—Por entonces me llamaba de otra manera.

—¿Cómo? —preguntó ella, mirándole de soslayo.

Lamb se sentó en la amplia entrada de la cueva, una silueta oscura contra la noche salpicada de estrellas, de suerte que ella no pudo verle la cara.

—No importa —respondió—, nunca salió nada bueno de ello.

A la mañana siguiente la nieve se arremolinaba por efecto del viento que llegaba por todos lados, tan amargo como una bancarrota. Montaron a caballo, tan alegres como los que se encaminan hacia su propio ahorcamiento, y siguieron avanzando montaña arriba. El bosque se hacía menos tupido, los árboles tiritaban, se encogían, se retorcían como si sintieran dolor. Pasaron a duras penas entre rocas peladas, pues el camino se estrechaba… quizá fuese el antiguo lecho de un torrente, aunque en ocasiones les recordaba una escalera tallada por la mano del hombre cuyos peldaños se hubiesen ido desgastando por el clima y el paso de los años. Jubair ordenó que uno de sus hombres regresara a Almenara con los caballos, y Shy se quedó con las ganas de irse con él. Los demás siguieron a pie.

—¿Qué diablos harán ahí arriba esos bastardos del Dragón? —le preguntaba Shy a Sweet. No le parecía un lugar que nadie en su sano juicio quisiera visitar, ni mucho menos vivir en él.

—No puedo decírtelo con exactitud… pero supongo que lo averiguaremos en cuanto lleguemos. —El viejo explorador se interrumpía todo el tiempo para tomar aliento—. Nos llevará un buen rato.

—¿No te ha contado nada? —preguntó Shy, mirando a Roca Llorona, que, dando grandes zancadas, avanzaba en cabeza.

—Supongo que acabará por contárnoslo… pero no me gusta hacerle ese tipo de preguntas… lleva conmigo muchos años.

—Pues no me parece que eso haya mejorado tu imagen.

—Hay cosas más importantes en la vida que la imagen —dijo. Y luego, mirándola de soslayo, añadió—. Afortunadamente para ambos.

—¿Para qué crees que quieren a los niños?

Sweet hizo un alto para tomar un trago de agua y luego le pasó la cantimplora. Los mercenarios subían a trompicones por el excesivo peso de sus arneses y armas.

—Por lo que he podido oír, ahí arriba no nace nadie. Hay algo en el suelo que los vuelve estériles. A todos los del Pueblo del Dragón los raptaron cuando eran pequeños. La mayoría estaban antes con los Fantasmas, con el Imperio o incluso con los norteños que naufragaban en el Mar de los Dientes. Da la impresión de que han abierto más la red desde que los prospectores expulsaron a los Fantasmas, pues ahora compran niños a gente como Cantliss.

—¡Menos hablar! —decía Roca Llorona desde más arriba—. ¡Y más caminar!

Aunque la nieve caía con más fuerza, no cuajó, de suerte que, cuando Shy apartó los trapos que le cubrían la cara, notó que el viento no era tan penetrante. Una hora después, la nieve comenzó a fundirse en las rocas que antes había cubierto, y Shy sudó tanto que tuvo que quitarse el chaquetón y guardarlo en la mochila que llevaba a la espalda. Los demás la imitaron. Al agacharse para tocar la tierra con la palma de una mano sintió un calorcillo inusual, como si acabara de ponerla en la pared de una panadería cuyo horno se encontrase al otro lado.

—Hay fuego debajo —dijo Roca Llorona.

—¿De veras? —Shy apartó bruscamente la mano, como si las llamas tuviesen la facultad de atravesar la tierra por donde les apeteciera—. No creo que eso haga que me sienta más optimista.

—Pues eso es mejor que lo contrario, que se te congele la mierda al cagar, ¿no te parece? —dijo Sweet, quitándose la camisa para dejar al descubierto otra que llevaba debajo. Shy se preguntó cuántas se habría puesto. O si seguiría quitándoselas hasta desaparecer cuando se hubiese quitado la última.

—¿Y ésa es la razón de que el Pueblo del Dragón viva aquí arriba? —Savian apretaba la palma de una de sus manos contra aquel barro caliente—. ¿Para aprovechar el calor que proporciona ese fuego?

—No lo sé. A lo mejor es porque les gusta vivir donde hay fuego. —Roca Llorona miraba fijamente la pendiente, que para entonces se había reducido a rocas, piedras sueltas y manchas de azufre cristalizado, toda ella dominada por las rocas aún mayores que podían ver en la cima—. Si tiramos por ahí, alguien nos verá.

—Pues claro que sí —dijo Jubair—. Dios lo ve todo.

—Si tomamos ese camino, no será Dios quien te meta una flecha por el culo —comentó Sweet.

—Dios pone todas las cosas en el lugar que les corresponde —replicó Jubair, encogiéndose de hombros.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Savian.

Roca Llorona había comenzado a desenrollar la cuerda que llevaba en la mochila.

—Escalar.

Shy se frotó las sienes antes de decir:

—Tenía la desagradable impresión de que iba a decir eso.

¡Vaya con la escalada! Pues no sólo era más penosa que la simple subida a pie, sino que la caída era mucho más peligrosa. Si Roca Llorona trepaba como una araña, Sweet no le iba a la zaga, sintiéndose entre aquellas montañas como en casa mientras preparaban las cuerdas para los demás. Shy subió la última junto con Savian, maldiciendo y apoyándose en la resbaladiza roca con brazos que le dolían por el esfuerzo y manos que le quemaban por culpa del cáñamo.

—No he tenido ocasión de darte las gracias —dijo a Savian cuando ambos se detuvieron en un reborde.

No escuchó sonido alguno que saliera de su boca, sólo el siseo que hacía la cuerda al pasar por sus manos curtidas cuando tiró de ella.

—Por lo que hiciste en Arruga. —Silencio—. Me has salvado la vida tantas veces que ya ni sé cuántas son. —Silencio—. ¿No lo recuerdas?

Le pareció que se encogía un poquito de hombros.

—Quizá no quieras hablar de eso.

Silencio. No quería hablar de nada.

—Quizá no te guste que te den las gracias.

Más silencio.

—Quizá hubiera tenido que dártelas muchas veces… Bueno, de acuerdo, veo que te lo piensas mucho a la hora de contestar… Aun así, gracias de todos modos. Supongo que ahora estaría muerta si no hubiese sido por ti.

Savian apretó ligerísimamente los labios y lanzó un gruñido gutural antes de decir:

—Supongo que tú o tu padre habríais hecho lo mismo por mí.

—No es mi padre.

—Eso son cosas de familia. Pero, si me lo preguntases, te diría que todo te habría salido peor sin él.

—Siempre me lo pareció —dijo Shy, bufando.

—Ya sabes que no era lo que él quería. O que no quería que las cosas salieran de esa manera.

—Eso también me lo pareció siempre. Pero ahora ya no estoy segura. ¿Cosas de familia?

—Cosas de familia.

—¿Qué será de Corlin?

—Ella sabe cuidarse.

—Oh, no lo dudo. —Shy bajó la voz—. Mira, Savian, sé lo que eres.

La miró muy serio.

—¿Y qué soy?

—Sé lo que tienes ahí debajo. —Y miró sus antebrazos, porque sabía que bajo las mangas del chaquetón estaban llenos de tatuajes azules.

—No sé a qué te refieres —dijo él, bajándose aún más una de las mangas.

—Pues imagínatelo. Cuando Cosca comenzó a hablar de rebeldes, bueno, mi maldita bocaza decidió hablar por su cuenta, como siempre. Tenía buenas intenciones, como siempre, e intentaba ayudar… pero no sé si lo conseguí. ¿Lo conseguí?

—No mucho.

—Y ahora tú estás metido en este atolladero por mi culpa. Si ese malnacido de Lorsen descubre lo que llevas en el brazo… lo que digo es que deberías irte. No es tu lucha. Nada te va a impedir que desaparezcas.

—Pero ¿qué dices? ¿Y olvidarme del niño que me robaron? Eso sólo serviría para despertar su curiosidad. Incluso te traería problemas. E incluso me traería problemas a mí, a la larga. Así que seguiré con la cabeza gacha y las mangas bajadas, y me pegaré a ti. Todo el tiempo.

—Mi maldita bocaza —dijo ella, entre dientes.

Savian sonrió, enseñando los dientes. Aunque no fuera la primera vez que veía aquella sonrisa, le pareció que era como destapar un farol, pues las arrugas de su curtido rostro casi habían desaparecido y le brillaban los ojos.

—¿Sabes una cosa? Es posible que tu maldita bocaza no le guste a nadie, pero a mí me gusta. —Y entonces le puso una mano en el hombro y se lo pellizcó—. Mejor será que vigiles a Sacri. No creo que le guste tanto como a mí.

Ella tampoco lo creía. Poco después de aquella conversación, una roca que bajaba a toda velocidad estuvo a punto de chocar contra su cabeza. Al mirar arriba y ver la mueca de Sacri, ya no le cupo duda de que la había empujado con el pie, a propósito. Así que se lo dijo en cuanto tuvo la ocasión de hacerlo, especificando en qué parte de su anatomía le clavaría su puñal si otra roca más volvía a ir a su encuentro. Los demás mercenarios se mostraron encantados con su lenguaje.

—Chica, tendría que enseñarte unos cuantos modales —le espetó Sacri, que, echando hacia fuera la mandíbula todo lo que podía, intentaba mantener el poco tipo que le quedaba.

—Y tú tendrías que aprender antes unos cuantos para poder enseñármelos después.

Cuando Sacri llevó una mano a su espada, más por jactancia que por la necesidad de usarla, Jubair se interpuso entre él y Shy.

—Ya habrá tiempo de desenvainar las armas, Sacri —dijo—, pero, cuándo y contra quién, seré yo quien te lo diga. Son nuestros aliados. Los necesitamos para que nos enseñen el camino. Deja tranquila a la mujer o te las verás conmigo, y vérselas conmigo no es cosa fácil.

—Lo siento, capitán —dijo Sacri, frunciendo el ceño.

Jubair indicó el camino con una mano, diciendo:

—El arrepentimiento es la puerta de entrada a la salvación.

Lamb apenas había mostrado interés mientras discutían, y se alejó cuando todo hubo terminado, como si todo aquello no fuese de su incumbencia.

—Gracias por la ayuda prestada —le espetó ella en cuanto estuvo a su lado.

—La habrías tenido si la hubieses necesitado. Y lo sabes.

—Una palabra o dos no me habrían hecho ningún daño.

—Tal y como yo lo veo —se le acercó aún más—, tenemos dos opciones. Aprovecharnos de estos malnacidos o matarlos a todos. Las palabras soeces jamás ganaron una batalla, pero sí que perdieron más de una. Cuando quieres matar a alguien, decírselo no te ayuda.

Y se marchó, dejándola sola para que pensara en lo que acababa de decirle.

Acamparon cerca de una corriente de agua que desprendía vapor, y Sweet les dijo que no bebieran de ella. No hubiera hecho falta que lo dijera, porque olía igual de mal que los pedos que la gente suele tirarse en las fiestas. Como durante toda la noche aquel siseo acabó metiéndosele a Shy por los oídos, soñó que se caía al agua. Se despertó sudando, con la garganta en carne viva por aquel olor tan fétido y cálido, y descubrió que Sacri, que seguía de guardia, la vigilaba. Incluso le pareció distinguir un brillo metálico en una de sus manos. Después de aquello ya no se durmió, pues no soltó el cuchillo. Igual que mucho tiempo atrás, cuando huía y esperaba no tener que dormir nunca más con un arma en la mano. Se extrañó al caer en la cuenta de todo lo que echaba de menos a Temple. Aunque no fuese ningún héroe, a ella le hacía sentirse más valiente.

Al amanecer aparecieron ante ellos, dominándolos, las sombras grises de unos acantilados que, a través del cambiante velo de la nieve, parecían ruinas de murallas, torres y fortalezas. En las rocas había unos agujeros cuadrados que eran demasiado perfectos para haber sido creados por la Naturaleza, y junto a ellos montones de tierra.

—¿Creéis que los prospectores han podido llegar tan lejos? —preguntó uno de los mercenarios.

—Ni mucho menos —respondió Sweet, disintiendo con la cabeza—. Son excavaciones más antiguas.

—¿Cuánto de antiguas?

—Muy antiguas —afirmó Roca Llorona.

—Comienzo a preocuparme cada vez más a medida que nos acercamos —le confesó Shy a Lamb cuando ambos se sentaron para recobrar fuerzas.

Él asintió, diciendo:

—Y yo a pensar en los miles de cosas que pueden salirnos mal.

—Tengo miedo de no encontrarlos.

—O de encontrarlos.

—O simplemente miedo.

—Es bueno tener miedo —dijo él—. Los únicos que no tienen miedo son los muertos, y yo no quiero que ninguno de los dos acabemos entre ellos.

Se detuvieron ante una garganta muy profunda por cuyo fondo corría una corriente de agua, puesto que su sonido llegaba hasta ellos, junto con los vapores y el olor a azufre que despedía. Sobre el cañón se extendía un arco de roca negra lleno de humedad, del que colgaban a modo de barbas unos carámbanos calizos que goteaban. De su parte media pendía una cadena muy grande cuyos eslabones, que estaban carcomidos por el óxido y que tintineaban a causa del viento, alcanzaban la longitud de un paso bien medido. Savian se sentó y echó la cabeza hacia atrás, pues le costaba mucho respirar. Los mercenarios se sentaron en círculo cerca de donde ellos estaban, y se pasaron una pequeña botella de licor.

—¡Vaya, pero si es la que busca a los niños! —Sacri se burlaba de ella. Shy le miró, y también a la pendiente que estaba cerca de él, y entonces deseó ardientemente arrojarle por ella—. ¿Cómo se puede ser tan idiota para creer que los niños aún pueden seguir vivos en este sitio?

—¿A qué será debido que los cerebros pequeños y las bocas grandes se den juntos con tanta abundancia? —dijo ella por lo bajo, para luego, recordando las palabras de Lamb y cayendo en la cuenta de que también podía aplicárselas a sí misma, quedarse callada.

—¿No dices nada? —Sacri frunció la nariz mientras levantaba la botella—. Al menos habrás aprendido alg…

Jubair proyectó un brazo hacia delante y empujó a Sacri. El estirio emitió un grito ahogado, soltó la botella y desapareció por el acantilado. Un golpe seco y un ruido de piedras y de metal, seguido por otros más que se perdieron garganta abajo.

Los mercenarios se quedaron atónitos, entre ellos uno que tenía un trozo de carne seca a mitad de camino de la boca, que ya abría para engullirlo. Sintiendo un hormigueo en todo el cuerpo, Shy vio que Jubair se acercaba al borde y, con los labios fruncidos, como si estuviera pensando en algo, miraba hacia abajo antes de comentar:

—El mundo está lleno de necedad y desperdicios. Lo suficiente para perturbar la fe de un hombre.

—Lo has matado —dijo uno de los mercenarios, haciendo gala de ese talento para constatar lo obvio que tienen algunos hombres.

—Dios lo mató. Yo sólo fui el instrumento.

—Pues Dios parece ser un bastardo bastante picajoso, ¿no crees? —dijo Savian con voz cascada.

Jubair asintió de manera solemne antes de decir:

—Es tan terrible como despiadado, pues todas las cosas deben plegarse a Sus designios.

—Sus designios nos han dejado con un hombre menos —apostilló Sweet.

La mochila de Jubair osciló al encogerse él de hombros.

—Mejor eso que la discordia. Todos tenemos que estar juntos en esto. Si no, ¿cómo podremos pensar que existe un Dios para todos nosotros? —Movió una mano para indicarle a Roca Llorona que prosiguiese y dejó que sus hombres avanzasen con evidente nerviosismo, entre ellos uno que no dejaba de tragar saliva sin perder de ojo la garganta.

—En la ciudad de Ul-Nahb, en Gurkhul —dijo tras recoger la botella de Sacri que estaba cerca del risco—, donde nací, gracias sean dadas al Todopoderoso, la muerte es algo importante. Nada se escatima a la hora de cuidar del cadáver, la familia gime, y una procesión de plañideras recorre el camino sembrado de flores que conduce al lugar del sepelio. Pero en este lugar, la muerte apenas es nada. El hombre que espera disponer de muchas oportunidades es un necio. —Frunció el ceño al contemplar el enorme arco y la cadena rota y, mientras miraba, se echó un trago—. Cuanto más me acerco a los límites sin cartografiar de este territorio, más me convenzo de que el fin de los tiempos está cerca.

Lamb cogió la botella de la mano de Jubair, la vació y la lanzó tras su propietario, diciendo:

—El fin de los tiempos es algo que siempre acaba por llegarnos a todos.

• • • • •

Se sentaban en cuclillas junto a unos muros en ruinas, entre piedras manchadas de salitre y afloramientos de azufre cristalizado, para vigilar el valle. Llevaban vigilándolo tanto tiempo que les parecía una eternidad, mientras Roca Llorona les decía, siseando, que siguieran agachados, fuera del alcance de la vista, y callados. Shy comenzaba a cansarse de tanto siseo. Lo cierto era que comenzaba a cansarse de todo. A cansarse de todo y a resentirse por todo, pues el nerviosismo producido por el agotamiento propiciaba los accesos de miedo, de inquietud y de esperanza. Los de esperanza eran los peores.

De vez en cuando, Savian sufría un ataque de tos que a Shy la dejaba muy preocupada. Incluso el mismísimo valle parecía respirar, lanzando un vapor acre por sus grietas ocultas que creaba una niebla fantasmal, la cual no sólo convertía en espectros las peñas rotas, sino que cubría el estanque situado al fondo del valle, desvaneciéndose lentamente para luego formarse de nuevo.

Jubair estaba sentado con las piernas cruzadas, entornando los ojos y cruzando los brazos sobre el pecho. Tan enorme y paciente como siempre, movía en silencio los labios mientras su frente se perlaba de sudor. Shy tenía la camisa pegada a la espalda y los cabellos impregnados de sudor frío. Apenas podía creer que hubiera estado a punto de morir de frío uno o dos días antes. En aquellos momentos hubiera sido capaz de entregar sus dientes a cambio de deslizarse desnuda por un ventisquero. Reptó hasta donde se encontraba Roca Llorona, sintiendo con las manos el calor y la humedad de las piedras.

—¿Están cerca?

La Fantasma subió y bajó las cejas durante una fracción de segundo.

—¿Dónde?

—Si lo supiera, no estaría aquí, vigilando.

—¿Dejaremos pronto la carnada?

—Pronto.

—Espero que no estés pensando en lo de la mierda —dijo Sweet, que, con toda seguridad, para entonces sólo tenía puesta la camisa que se le veía encima—, porque no me apetece bajarme los pantalones en este sitio.

—Cierra el pico —dijo Roca Llorona, siseando mientras movía la mano.

Una sombra se desplazaba por la penumbra de uno de los lados del valle, una figura que saltaba de una peña a otra. Aunque no la viera muy bien a causa de la distancia y de la niebla, parecía la de un hombre alto, musculoso y de piel negra, que tenía la cabeza afeitada y llevaba un bastón.

—¿Está silbando? —musitó Shy.

Shh —dijo Roca Llorona.

Aquel hombre, por otra parte bastante entrado en años, dejó el bastón junto a una roca plana situada en la orilla, se despojó de su túnica, la dobló cuidadosamente, la dejó al lado del bastón y comenzó a bailar, dando vueltas mientras entraba y salía del perímetro creado por varias columnas rotas que se encontraban cerca del agua.

—Así no parece que dé mucho miedo —susurró Shy.

—Pues lo da —dijo Roca Llorona—. Es Waerdinur. Mi hermano.

Shy la miró, constatando que era de piel tan blanca como la leche recién ordeñada, y luego miró a aquel hombre de piel oscura que no dejaba de silbar mientras entraba en el agua.

—La verdad es que no os parecéis mucho.

—Salimos de vientres diferentes.

—Bueno es saberlo.

—¿A qué te refieres?

—A que siempre me pareció que podías haber salido de un huevo, porque nada parece afectarte.

—Mis penas van por dentro —dijo Roca Llorona—. Pero están a mi servicio, no yo al de ellas. —Colocó la sucia boquilla de la pipa entre sus dientes y la mordió con ganas.

—¿Qué está haciendo Lamb? —preguntaba Jubair.

Al volverse, Shy se quedó helada. Porque Lamb corría a toda prisa entre las rocas, con dirección al estanque, y ya estaba a una distancia de veinte pasos.

—Oh, diablos —musitó Sweet.

—¡Mierda! —Shy sacó sus rodillas del letargo en el que se encontraban y se encaramó en el muro medio derruido. Sweet intentó agarrarla, pero ella se libró de su mano, abriéndose paso para seguir a Lamb, sin perderle de vista, mientras chapoteaba alegremente más abajo y sin dejar de escuchar su silbido. Se estremeció de dolor al resbalar en las rocas mojadas, teniendo que avanzar casi a cuatro patas. Los tobillos le dolían por todo lo que se resbalaba, mientras se moría por las ganas de gritar a Lamb, aun sabiendo que no podía hacerlo.

Estaba demasiado lejos para alcanzarlo, pues bajaba en línea recta hacia el borde del agua. Sólo pudo ver cómo se sentaba en la roca plana, usando la túnica doblada a modo de cojín, dejaba su espada desenvainaba encima de una rodilla, sacaba la piedra de afilar y la mojaba con saliva. Cuando la aplicó a la hoja y la movió lentamente, el chirrido que produjo la asustó.

Shy supo que Lamb había tomado por sorpresa a Waerdinur, porque éste movió los hombros de manera casi imperceptible. No obstante, se quedó quieto. Sólo se volvió cuando Lamb pasó por segunda vez la piedra por la hoja de la espada. A Shy le pareció que tenía un rostro amable, pero ya había visto a muchos hombres de rostro amable hacer cosas malas.

—Qué sorpresa. —Parecía más sorprendido que asustado cuando sus ojos oscuros dejaron de mirar a Lamb para fijarse en Shy y luego volver a posarse en Lamb—. ¿De dónde venís?

—De las Tierras Lejanas —respondió Lamb.

—Ese nombre no me dice nada. —Waerdinur hablaba en la lengua común con poco acento. Quizá la hablase mejor que Shy—. Para mí sólo existe esta tierra, pues todas las demás las considero una sola. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

—Primero a caballo, y luego andando —dijo Lamb con voz de pocos amigos—. Pero si lo que me preguntas es cómo hemos llegado hasta aquí sin que te hayas enterado —y volvió a pasar la piedra por la hoja—, te diré que porque quizá no seas tan listo como piensas.

Waerdinur se encogió de hombros.

—Sólo un necio pensaría que es más listo que nadie.

Lamb mantuvo la espada en alto para comprobar su filo y lanzó un tajo con ella.

—Ahí abajo, en Almenara, nos aguardan unos cuantos amigos.

—Algo de eso había oído.

—Son asesinos y ladrones, y los acompaña gente sin carácter. Buscan vuestro oro.

—¿Quién dice que lo tengo?

—Un hombre llamado Cantliss.

—Ah. —Waerdinur salpicó agua con los brazos y siguió bañándose—. Es un hombre sin sustancia. Cualquier brisa podría llevárselo consigo. Me parece que tú no eres como él. —Su mirada fue hacia Shy para estudiarla, todavía sin mostrarse asustado—. Ninguno de los dos lo sois. No creo que hayáis venido en busca del oro.

—Hemos venido en busca de mi hermano y de mi hermana —dijo Shy, con voz tan áspera como la piedra de Lamb.

—Ah. —La sonrisa de Waerdinur se borró lentamente de su rostro a medida que la observaba, y luego agachó la cabeza, de suerte que unas gotas de agua cayeron lentamente de su coronilla afeitada—. Tú eres Shy. Me dijo que vendrías y no le hice caso.

—¿Te lo dijo Ro? —Casi no podía pronunciar aquellas palabras—. ¿Está viva?

—Saludable y floreciente, a salvo y respetada. Y su hermano también.

A Shy se le aflojaron las rodillas durante un instante y tuvo que apoyarse en la piedra que estaba al lado de Lamb.

—Habéis recorrido un largo y azaroso viaje —dijo Waerdinur—. Os felicito por vuestro coraje.

—¡No hemos venido hasta aquí para recibir tus malditas felicitaciones! —le espetó ella—. ¡Sino a por los niños!

—Lo sé. Pero están mejor con nosotros.

—¡Me importa una mierda lo que pienses! —dijo Lamb y, al mirar su cara, que le pareció tan imponente como la de un viejo perro de pelea, Shy se quedó helada—. Esto no tiene nada que ver con ellos, sino contigo, cabrón. ¡Porque tú me los robaste! —Lanzaba espumarajos por la boca mientras le clavaba un dedo en el pecho—. Y, si no me devuelves lo que es mío, me lo cobraré con tu sangre.

Waerdinur entornó los ojos antes de decir:

—A ti no te mencionó.

—Tengo una cara muy fácil de olvidar. Lleva los niños a Almenara y tú también podrás olvidarte de ella.

—Lo lamento, pero no puedo. Ahora son mis hijos. Son del Pueblo del Dragón, y yo he jurado proteger este territorio sagrado y a quienes viven en él hasta la última gota de mi sangre y hasta que me quede aliento para ello. Sólo la muerte me detendrá.

—Pues a mí no. —Lamb pasó nuevamente la piedra por la hoja de la espada—. Ha tenido mil oportunidades de hacerlo y no lo ha conseguido.

—¿Crees que la Muerte te teme?

—La Muerte me ama. —Lamb sonrió, consiguiendo que su sonrisa resultase más siniestra que sus gruñidos a causa de sus ojos húmedos y amoratados—. No podría ser de otro modo después de todo lo que he hecho por ella y de toda la gente que le he enviado. Sabe que no tiene mejor amigo que yo. —Y entonces deslizó su espada en la vaina, que entró en ella con una especie de susurro metálico—. Tienes tres días para llevar los niños a Almenara. Pasado ese plazo, regresaré a vuestro territorio sagrado. —Ahuecó la lengua y lanzó un escupitajo al agua—. Y la Muerte vendrá conmigo.

—Si hay que luchar será… una pena. —El líder del Pueblo del Dragón le miraba con tristeza, aunque sin inmutarse.

—Como la mayoría de las cosas —dijo Lamb—. Hace ya mucho tiempo que renuncié a cambiarlas. —Y comenzó a retroceder hacia la parte del valle donde se encontraban las ruinas.

Shy y Waerdinur siguieron mirándose durante un poco más.

—Lo siento —dijo él—. Por todo lo que ha sucedido y por lo que sucederá.

Ella se volvió y corrió para alcanzar a Lamb. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¿No querías decir lo que dijiste? ¿Verdad? —le preguntó antes de alcanzarlo, mientras se deslizaba entre las piedras partidas, resbalando de vez en cuando—. Lo de los niños. ¿Qué era eso de que no tenía que ver con ellos? ¿Y lo de la sangre? —No hacía más que tropezar y despellejarse las espinillas, maldecir y tambalearse—. ¡Dime que no querías decirlo!

—Recibió el mensaje —dijo Lamb, casi sin volverse—. Confía en mí.

Ahí estaba el problema. Porque a Shy le resultaba cada día más difícil confiar en él.

—¿No me dijiste que cuando vas a matar a un hombre no puedes decírselo, porque eso le pondrá sobre aviso?

—Si la ocasión lo exige, todas las reglas se pueden romper —respondió Lamb, encogiéndose de hombros.

—¿Qué demonios estabais haciendo? —masculló Sweet cuando subieron gateando hasta las ruinas, mientras se hurgaba en el pelo mojado con las uñas y los demás no parecían muy felices por la incursión no planificada que ambos acababan de efectuar.

—Dejarle un poco de carnada para que la muerda —dijo Lamb.

Shy miró el agua a través de una de las grietas. Waerdinur acababa de llegar a la orilla para, luego de secarse, ponerse la túnica sin prisa. Recogió el bastón, observó las ruinas durante un instante, se volvió y comenzó a caminar entre las rocas.

—Lo habéis complicado todo. —Roca Llorona acababa de guardar la pipa y tensaba las correas para el camino de vuelta—. Ahora llegarán, y antes de lo que pensáis. Debemos volver a Almenara.

—Yo no voy a volver —dijo Lamb.

—¿Cómo? —preguntó Shy.

—Acordamos —decía Jubair— que sólo los atraeríamos.

—Pues atraedlos vosotros. La dilación es la madre del desastre, y yo no voy a esperar a que Cosca aparezca borracho para que mis niños acaben muertos.

—Pero ¿qué diablos? —Shy ya estaba harta de no saber lo que Lamb podía hacer en cualquier momento—. Entonces, ¿cuál es el plan?

—Los planes tienen la fea costumbre de salir mal cuando intentas seguirlos al pie de la letra —dijo Lamb—. Así que hay que hacer otros nuevos.

El kantic arrugó mucho la frente al decir:

—No me gusta la gente que incumple lo acordado.

—Pues intenta tirarme por el acantilado. —Lamb dedicó a Jubair una mirada inexpresiva—. Seguro que descubrimos cuál de los dos es el preferido de Dios.

Jubair se pasó el extremo del pulgar por los labios como si tomase en consideración aquellas palabras y luego se encogió de hombros.

—Prefiero no molestar a Dios con cosas sin importancia.