66. El hombre tigre

Era otro anochecer de verano. Algunas tormentas eléctricas habían azotado el Valle de Anáhuac y un pequeño grupo de hombres y mujeres se había reunido afuera de Las Flautas de San Rafael. No para comer tacos ni para oír a orquestas de invidentes en la calle, sino para presenciar el vuelo masivo de murciélagos. Tal parecía que el mamífero volador era una piedra chillante cayendo de abajo hacia arriba.

“Es mejor que el cine, es como si estuvieras en el cielo, y sin haberlo planeado”, dijo el hombre que apareció en la azotea de la casa de Lidia Valencia. Apretaba una piel de tigre bajo el brazo, sobre el costado derecho, como tratando de que no se le desprendiera. Sus ojos columbraban el horizonte atravesado por columnas verdinegras, voraces, vertiginosas que componían millones de murciélagos. Por una erupción del Volcán de los Murciélagos de Balamkú habían sido arrojados al espacio y al ahora. Multitudinarios, se entregaban a un festín de insectos.

“Los murciélagos son mamíferos como tú y como yo”, confió el hombre tigre a un interlocutor imaginario. La piel que llevaba encima, tramada en lana amarilla, tenía manchas claras en el vientre. El animal, colgado de cabeza, miraba con ojos rojo fuego.

“Me fascina observarlos surcando el cielo, como salidos de una película de vampiros”, Napoleón Valencia, enflaquecido y canoso, rasurado y bañado, lucía ropas limpias. Lo acababan de soltar de una institución de salud mental, donde lo había internado un hermano misterioso, pero seguramente muy poderoso, ya que lo había traído él mismo en una camioneta blanca, blindada, sin placas y con vidrios polarizados. Se parecía al personaje vestido de negro que una semana antes de la muerte de Lidia se había visto bajo la luna llena sentado en la banca del patio con ella, mientras en su regazo yacía Menelik. Como se dijo entonces, si no fuera porque era inimaginable, se hubiera creído que era el Almirante RR, el hijo no reconocido de Federico Valencia con una panadera. Pero indiferente a esas infidelidades pretéritas, Napoleón, de nuevo en su territorio, se sentía un hombre tigre, ignorando que Carlos Agustín Carrillo se había ido a los Estados Unidos con pertenencias de su hermana: un collar de perlas, un anillo de ópalos y el cadáver de Menelik.

“La Ciudad de México tiene la mala reputación de haber sido la capital mundial del sacrificio humano, pero yo creo que las ruinas del Templo Mayor son un lugar maravilloso para vivir”, se exaltó Napoleón, mientras en las alturas, en vuelo frenético, los murciélagos, como columnas de alas batientes, ráfagas de chillidos, se cruzaban uno sobre otro sin tocarse, pero evitando chocar contra la luz como contra un escudo.

“Como dijo el sabio Crisóstomo, ‘Tristes son los pueblos que han perdido a sus dioses’, pero esta noche, aquí, asistimos a la resurrección del Dios Murciélago”, entre los pies del hombre tigre, una pequeña figura fantasmagórica pasó corriendo, utilizando el dedo pulgar para arrastrarse. Emperchada luego en una grieta de la pared, de cabeza, se quedó observándolo.

Desde su regreso de las Torres de Bengala, el hombre tigre había reiniciado sus paseos. Aunque la casa le parecía más chica, como sucede con los espacios de la infancia que veíamos enormes y al visitarlos de adultos nos parecen pequeños. Así ahora.

Entre dos luces, como brotado del crepúsculo de un sueño, Napoleón apareció en el patio. Para mí, que lo creía muerto, era la figura de una pesadilla materializada. Lleno de energía, se paseaba por los confines de su alucinación. Después de una larga ausencia se entregaba a los excesos de un amor imaginario y oprimía sobre su pecho el cuerpo de su pareja desgarrada: un antílope. Si existía o no era cosa que a él no le importaba: su corazón latía febrilmente. Y su inocencia era tal que, como Eurípides, hubiese podido decir: “La violencia no es mía, viene de mi madre, de mi abuelo, de numerosas generaciones humanas, como la locura, como el mito”.

Horas más tarde, mientras me preparaba para abandonar el departamento donde me habían guardado los escoltas, noté que Napoleón extraía de debajo de su piel de tigre una cámara digital. Y empezaba a tomar fotos, fotos de sus pasos (antes y después de darlos), de una pared (del otro lado de la casa), de sus extremidades moviéndose (por atrás y por adelante), del vacío que dejaba una nube en el aire (ya pasada), de los rechinidos de un auto en la calle (del ruido, no del auto), del gorjeo de un pájaro (invisible), del prado por el que había caminado treinta años atrás (y ya no estaba), de la sensación de haber hecho el amor con una sirvienta (cuyo rostro, cuerpo y nombre no recordaba), del recuerdo de un chocolate que no bebió (sentado con su padre en una cafetería en San Juan de Letrán), de la sombra de un desconocido parado junto a un árbol (no recordaba dónde), del pelo negro de su madre vista de espaldas en un tranvía, del vértigo que sintió cuando le comunicaron la muerte de su hermana, del vuelo de un murciélago que confundió con una golondrina y de las caras de Miguel Montoya que la televisión mostró. Napoleón tomó close ups de sus zapatos, de su mano de niño en la forma de su mano actual, de una piedra que en un sueño caía hacia arriba. Trató de fotografiar lo infotografiable, así como yo traté de narrar lo inenarrable.

María había empacado en dos maletas los trajes, los pijamas, las camisas, los calcetines y un par de zapatos junto a los periódicos con la noticia de la captura de Miguel Montoya y con los editoriales que ponían en duda si El Señor de los Murciélagos era Montoya o era el Almirante RR, ahora ocupando otro puesto público.

Los objetos de cocina, mis libros, películas en DVD, discos compactos, un monedero de Beatriz con pesos devaluados, un diario que llevé en un cuaderno de pastas duras y titulé Entre los secuestradores y una lista de recados de gente que me llamó, y no contesté, los puso en cajas de cartón. Todo era como si las cosas de la vida cotidiana, el miedo y el sueño pudieran coexistir. Todo puso junto, como enterrando el pasado. El azúcar sobre la mesa, la dejó a las hormigas.

Ya estábamos a punto de marcharnos cuando el hombre tigre empezó a dar vueltas en círculo y a tomar fotos, fotos, fotos, a accionar el disparador sin mirar por la ventana del visor. Flashes y sombras negras iluminaban sus pasos. Cada vez más rápido, más rápido, como si quisiera llegar antes que la nada a su cuerpo, antes que la migraña a su cabeza, antes que el olvido al pasado; como si quisiera atravesar una pared o una puerta cerrada con una cámara digital. O buscara retornar a las Torres de Bengala, en cuyos calabozos mentales había sido confinado por su hermano desconocido, porque, quizás, había tenido la revelación de quién era verdaderamente El Señor de los Murciélagos.

Napoleón al fin se detuvo, miró su reflejo en el espejo, fuera del campo de visión que existía en el ángulo muerto. Pero no se reconoció. Y retrató su ausencia en el espejo, y el chillido fugitivo de un murciélago.

Dando vueltas lo hallaría el anochecer. Dando vueltas lo hallaría el alba. Andando de aquí para allá lo hallarían los días, las horas, la muerte, con la cámara digital en una mano.

En ese momento, el conductor de un noticiero de televisión mostraba a dos sicarios que habían sido detenidos en una playa de la costa de Tabasco. Colocados contra la pared, los criminales levantaban las manos como Coatlicues sacrificadoras sorprendidas en un festín de carne humana. Sudorosos, asustados y ensangrentados, tenían los ojos deformes y las narices chuecas por los golpes.

“El sicario de la derecha es un kaibil guatemalteco que de represor de indígenas ahora trabaja como asesino a sueldo de ciertas bandas delictivas de este país. El de la derecha es un sargento desertor del ejército mexicano”, decía Domingo Tostado. “Con estas detenciones, podemos decir que el caso del asesinato de Alberto Ruiz, jefe del Grupo Antisecuestros, ha sido resuelto. Posiblemente esta noche los sicarios también confiesen su participación en las ejecuciones de los escoltas Mauro Mendoza y Peter Peralta”.

“La camioneta blanca que mandó el señor Almirante RR lo está esperando en la calle Tornel”, vino a decirme María.

Dentro del vehículo aguardaba Beatriz. Un chofer-guarura la había recogido en el salón de belleza a donde fue para hacerse un peinado nuevo. Después de su rescate, supuestamente ella se había hecho cirugía plástica, y como le lastimaba la luz llevaba gafas oscuras. Y como días antes había adquirido ropa negra y hasta velo, cuando me senté a su lado estaba cubierta de los pies a la cabeza.

“¿Usas guantes con este calor?”, le pregunté.

“Mis dedos se han vuelto tan delgados que los escondo en guantes”, me respondió con voz quebrada como si tuviera gripe. “¿Aceptas mi nueva condición?”

“Antes de contestar quisiera mirarte a la cara”, balbuceé mientras el auto arrancaba y se perdía entre los demás.

“¿Sabes qué? Rufus nunca reconoció a los guaruras. El perro nunca se les acercó ni les movió la cola. Nunca los quiso.”

“Es cierto”, dije, pero no me atrevía a mirarla de frente, temeroso de tener una mala sorpresa. No fuera a ser que hubiese cambiado mucho.

“Me siento rara”, dijo con voz ronca.

“No te preocupes”, le dije. “Yo también soy un sueño.”