24. Escrutando los alrededores
Los sellos de Clausurado sobre la puerta de un burdel en la esquina de Tonalá y Chihuahua revelaban que las prostitutas habían sido trasladadas a otra casa. Un hombre sentado en una silla de mimbre daba información a los clientes sobre el nuevo domicilio.
“No podrá comer en una hora”, ese miércoles El Petróleo mostró sorna al verme salir del consultorio dental.
“Vamos al correo”, dije.
“¿Está lejos, señor?”, Mauro trató de fijarse en los nombres de los destinatarios, pero cubrí una carta con otra.
Del correo fuimos a un Sanborns. En la sección de periódicos y revistas abrí un ejemplar de El Tiempo, mientras ellos se colocaban detrás de mí para atisbar. Leí la noticia sobre el arresto de unos sicarios en Tijuana cuando descargaban de un tráiler uniformes militares y rifles de alto poder. Se sospechaba que los sujetos estaban relacionados con el atentado contra la vida de José Luna. El periodista desde entonces vivía sentado en una silla de ruedas y sólo salía a la calle custodiado por escoltas. Por cautela había prometido a los medios (y a los cárteles de la droga) que se retiraba del periodismo, pero nosotros (y ellos) sabíamos que lo seguía ejerciendo. Hasta que lo mataran. El Ganso y El Bateador andaban sueltos, habiéndolos exonerado de todo cargo la Procuraduría de Justicia de Baja California. Su argumento: “Por lo pronto y hasta la fecha no hay pruebas contundentes para determinar su responsabilidad en los hechos ocurridos en las calles de San Francisco y San Isidro.”
El Ganso y El Bateador sólo habían acudido en calidad de testigos con relación a los hechos en que perdieron la vida El Barracuda y el escolta Luis Valdés. La nota periodística explicaba que la reaparición de El Barracuda en Tijuana se debía “a que un hermano del difunto seguramente había adoptado su alias, pues entre los miembros de la Mafia Mexicana del Barrio Logan existe la tradición de que un sicario vivo tome el apodo de un sicario muerto para continuar su leyenda criminal, de otra manera el alma del muerto podría andar vagando por el mundo hasta que habite el cuerpo de un vivo.”
“¿Les interesa la metafísica?”, les pregunté.
“El Barracuda anda cometiendo fechorías.”
“¿Lo conocieron?”
“Algo.”
“¿Aquí acaba el asunto del atentado?”
“El asunto nunca acabará.”
El 7 de marzo, antes de darles a conocer los planes del día, ellos ya los conocían. Antes de establecer Beatriz y yo la ruta para ir al mercado sobre ruedas de Polanco, ellos ya la habían establecido. Y antes de que yo les pidiera que la recogieran en casa, El Petróleo ya la traía en el Chevrolet Malibú 1980.
“¿Cómo no experimentar emoción frente a los hongos silvestres, recogidos de madrugada a los pies del Cerro de la Estrella? ¿Cómo resistirse a las delicias del huitlacoche en crepas, empanadas y quesadillas? ¿Cómo no palpar las papayas y las sandías, los mangos y los melones? Y de los tacos de buche, cachete, sesos y criadillas por los que chorrean salsas chillonas, qué me dice. Porque el mexicano no come si no llora”, El Petróleo se puso lírico delante de los puestos que rodeaban las calles como un cinturón de olores y colores. “¿Cómo diferenciar los hongos comestibles de los venenosos?”
“Le contaré una anécdota”, dije: “Andaban en Oaxaca unos boy scouts muriéndose de hambre, se metieron a un mercado y le compraron tacos a una indígena mazateca. Los tacos eran de hongos alucinantes. Al cabo de un rato los boy scouts empezaron a correr entre los puestos, a hablar solos y a tener visiones.”
“Le hubieran dado una madriza a la vendedora.”
“Era María Sabina, la sacerdotisa de los hongos alucinantes.”
“Señores, no miren hacia atrás, pero unos tipos raros los están siguiendo, parecen ladrones”, nos dijo Luis el verdulero.
“Son mis guaruras, nos están cuidando”, le deslicé las palabras.
“¿La llevamos a casa?”, Mauro ni siquiera consideró ayudar a cargar las bolsas de compras, así que Luis las llevó al coche.
“¿O los acompañamos al restaurante donde comerán con la pintora Leonora Carrington?”, preguntó El Petróleo.
“¿Cómo sabe que comeremos con ella?”
“La señora lo mencionó.”
“Pero si apenas lo decidimos”, Beatriz me vio como confirmando lo que ya sabíamos: que ellos escuchaban nuestras conversaciones y estaban enterados de nuestros planes.
“Cuéntame chismes de políticos”, me pidió la vieja pintora surrealista. “Entre más horribles, mejor.”
“Leonora, si te cuento lo que nos está pasando, no lo vas a creer. Voy a comenzar por contarte una historia de guaruras.”
“Por algo se empieza”, rió la artista.
“No es cosa de risa, cada jueves en la mañana, cuando hay secuestro en Morelos, alguien deposita en la puerta de mi casa una corona de muerto. Siempre con el mismo mensaje: En memoria de mi amor”, dijo Beatriz.
“No lo dejen entrar”, Leonora de pronto se mostró asustada.
Del lado de la calle, un hombre pegaba la cara contra el vidrio de la ventana. Como embarrado por la lluvia, nos escrutaba con ojos crueles. Seguramente nos había estado siguiendo por el mercado y ahora se asomaba al restaurante para ver dónde estábamos sentados. Junto a la entrada, Mauro y El Petróleo bebían cocacolas más interesados en nuestra conversación que en protegernos de posibles secuestradores.
“¿Quién es él?”, les pregunté. Pero cuando salieron a la calle el hombre había desaparecido y solamente escrutaron los alrededores como si las personas que pasaban por la calle fuesen espíritus camino del Inframundo.
Como si cayeran bolos de la azotea. Como ropa que roza ramas. Como zapatos que bajan escaleras. Como pichón que vuela entras macetas. Como ladrón que corta cartucho. Se oyeron ruidos. Mauro y El Petróleo entraron corriendo al edificio. Pistola en mano alcanzaron el último piso. No era El Señor de los Secuestros que se había aventurado en el inmueble, sólo era una gata negra ronroneando.