56. Las caras de Montoya

“Cayó El Niño, el chaparro, el malvado, el feo niño. El guardaespaldas de Montoya está en nuestro poder”, me dijo Ruiz por teléfono. “Venga a verlo, por su aspecto feroz es un banquete para los fotógrafos.”

Mientras mi mirada cruzaba la calle en busca de El Petróleo, oculto en el edificio de enfrente, me figuré al hampón semejante a un Cara de Niño, el repulsivo Stenopelmatus de los jardines de las casas, de gran cabeza y mandíbulas fuertes.

“El Cara de Niño, a pesar de su apariencia, canta y tamborilea su abdomen con los dedos. Habitualmente nocturno, cuando duerme sobre el pasto lo despierta la lluvia, cuando le llena el hocico de agua”, me dije.

“La cita es en la Unidad Habitacional San Juan de Aragón, Calle 535. A cien metros está una caseta de policía. Allá nos vemos”, colgó Ruiz.

Mi corazón cambió de ritmo. Tal vez allá podía encontrar a Beatriz. O su cadáver. Eché mano al celular. Lo arrojé al bolsillo de mi saco. Bajé los escalones saltándolos de dos en dos.

“Lo llevo”, como si hubiera escuchado la conversación, El Petróleo me esperaba en la calle. “Si pudiera sacarle alas al automóvil, volaríamos sobre el tráfico.”

Juntos atravesamos la ciudad. Nos pasamos altos. Nos metimos en sentido contrario. Estuvimos a punto de chocar. Con el celular pegado a la mejilla, él hablaba con alguien, los ojos ocultos detrás de gafas negras.

La casa en San Juan de Aragón era una fortaleza. Tenía un circuito cerrado de televisión. Por una cámara oculta detrás de un tinaco se espiaba el movimiento de la calle. Por otra cámara, se observaba el lado opuesto. Fuertes rejas defendían las ventanas. La puerta tenía cinco chapas. Dos mirillas adentro. Las paredes despintadas medían siete metros de altura, y no fue posible escalarlas. En la azotea estaba el cuarto de servicio, vacío.

“No perdamos tiempo”, Alberto Ruiz comandaba a los agentes armados. “Los cabrones chillarán como mariquitas cuando tomemos la casa por asalto y les rompamos la madre.”

Ante la presencia de judiciales, policías y Ministerio Público, la gente se juntó. El Topo trató de abrir las chapas con ganzúas, pero falló. Echó mano a un taladro y lo logró.

El comando entró a la casa. En una sala se hallaron figuras Lladró. Y un altar con imágenes de la Virgen de Guadalupe y de la Santa Muerte. Y una reproducción de un Niño Jesús llorón, obra del pintor llorón Francisco Goitia. Un sofá y dos sillones estaban forrados de plástico. En el comedor, rodeaban a la mesa ejecutiva veinte sillas con asientos de cuero. En medio de la mesa estaba una botella de brandy Presidente.

“Montoya y sus cómplices huyeron”, El Topo recogió del suelo una navaja manchada de sangre.

“Con este tesoro podría retirarme a Isla Mujeres”, Ruiz alzó un morral repleto de centenarios de oro.

El Topo forzó con el taladro la chapa de una puerta cerrada por dentro. Lo seguimos por un pasillo sórdido apenas alumbrado por un foco desnudo. En un santiamén estuvimos en la recámara principal. Cinco plagiados estaban sentados en el piso atados de pies y manos a camastros. Vendados de los ojos, al principio no se dieron cuenta de nuestra presencia. Volvieron la cara hacia nosotros con terror. Debajo de un haz luminoso estaba Beatriz. Al quitarle la venda, me miró deslumbrada. Al verla de cerca sentí que había olvidado el color de sus ojos y la forma de su cara. Estaba muy delgada y parecía gato asustado.

Libre de pies y manos, el propietario calvo de una cadena de farmacias, que había sido golpeado en las costillas y las rodillas, se enderezó con esfuerzo. Tan pronto nos miraba con expresión de perro agradecido como fruncía el ceño, sumamente abatido. Dos jóvenes raptados en el Salón Malinche mientras departían con Manuela-Venus de Oro nos escudriñaron con ojos cansados, pero felices de vernos. Aluzada por una lámpara de baterías, la directora de una escuela primaria soltó el llanto. El dueño del restaurante Gourmet Azteca, mantenido durante cuarenta días en calcetines y calzoncillos, estaba sucio y desencajado.

“Ayer en la noche vino Miguel Montoya a tomarnos pruebas de que estábamos vivos para mandarlas a los familiares”, dijo Beatriz.

“Montoya tenía un nuevo look: cabello largo, gafas al estilo de John Lennon, barba medio cortada. Lo acompañaba su joven amante”, dijo uno de los jóvenes.

“No creo que se haya sometido a cirugía estética, su ego no se lo permite, se cree guapo”, dijo el otro joven.

“Está subido de peso, con sombrero tipo campesino y bigote ralo. Anda en un automóvil modesto, pero lleva pistola.”

“Difundiremos retratos hablados de su cara”, prometió Ruiz.

“Me secuestraron cuando circulaba a las nueve de la noche en mi Chevrolet Malibú. En avenida Chapultepec un automóvil compacto me cerró el paso. Bajaron cuatros tipos armados. Me pasaron al asiento trasero de mi automóvil. Calles adelante, Montoya me subió a otro coche. Al verlo a él supe que se trataba de un secuestro”, narró Beatriz.

“En una casa me mantuvieron cuatro días, mientras El Cortaorejas negociaba mi libertad con mi marido”, reveló la directora de la escuela primaria. “Las personas que me cuidaban oían radio a todo volumen; gritaban, cortaban cartucho y abrían y cerraban puertas para intimidarme. Al principio pidieron por mí un rescate de diez millones de pesos. Como mi esposo no tenía dinero rebajaron el precio, pero Montoya siempre me amenazaba con matarme si él no pagaba.”

“Nos encerraron en una habitación con piso de cemento. Nos daban de comer en un plato de plástico. Nos mantuvieron en ropa interior a la espera de la liberación… o de la cirugía. No había ventanas, sólo un mingitorio”, dijo el dueño del restaurante Gourmet Azteca. “Corrí con suerte, no me cortaron las orejas con esas horribles tijeras de jardinero.”

“Siempre creí que detrás de esas paredes se escondía algo sucio”, en la calle nos dijo la vecina Isabel Quirós. “Nunca pensé que fuera una casa del secuestrador más buscado del país.”

“Al principio había cuarenta carros de taxi que salían de mañana y regresaban de noche, como cubriendo turnos de ruleteros”, contó María Gómez, quien vivía en un departamento con grandes ventanas. “Hasta que me di cuenta que era una casa de seguridad de narcos, porque en las noches llegaban carros último modelo. No saludaban. Eran hombres que no hacían amistad con nadie.”

“En la casa jamás hubo un pleito. Excepto en una ocasión cuando amaneció afuera un hombre muerto. Eso fue todo.”

“La casa despertó nuestras sospechas desde que fue reconstruida hace año y medio. Antes pertenecía a la señora Gloria, quien después de veinticinco años decidió venderla para regresar a Michoacán, su lugar de origen. Puso un anuncio en el periódico y el nuevo dueño lo primero que hizo fue tumbar la casa y levantar otra, alta y con seguridad, en cosa de treinta días.”

“Para no arriesgarlos tendremos que separarlos de nuevo”, me dijo El Petróleo. “Yo llevaré a la señora a su casa, y el comandante Alberto Ruiz lo acompañará a su domicilio.”

“¿Dónde está Mauro?”, le pregunté. “¿Vive o muere?”

Sin contestar, El Petróleo y otros agentes subieron a Beatriz a una camioneta con vidrios polarizados y sin placas, y abandonaron la unidad habitacional.

Ya en el Escort, con la escopeta entre las piernas, Ruiz sacó un sobrecito de un bolsillo interior y se puso a inhalar cocaína.

“Es coca pura de los Andes, ¿quiere probarla?”

“No, gracias”, rechacé su ofrecimiento disimulando mi molestia, pues no había podido acostumbrarme a aceptar que la esnifara delante de mí.

Se la pasó a El Topo, mientras yo, por la ventana, empecé a mirar la lluvia que caía a torrentes por las calles sucias de San Juan de Aragón.