54. El Águila Arpía
“Vamos de cacería”, Alberto Ruiz recargó contra la puerta del Escort la escopeta. Había convocado a los policías, los cuales cuarenta minutos después habían llegado con metralletas y Beretta en dos carros. Listos los cuerpos policiacos en la calle, descendimos de las oficinas y abordamos el Escort. El Topo iba al volante.
“¿A quién vamos a cazar?”, saqué mi cuaderno de notas.
“Al Águila Arpía. Esa ave que en la mitología griega tiene garras afiladas, rostro de mujer y cuerpo de gallinazo, pero aquí es una secuestradora.”
“¿A Manuela Montoya?”
“A la misma.”
“¿Regresaremos al Salón Malinche?”
“No.” Ruiz me tendió un álbum con fotos. “Lo llevo conmigo en caso de que tenga rápidamente que identificar a ese monstruo.”
Mientras atravesábamos La Merced, cuyas inmediaciones estaban infestadas por prostitutas en minifaldas color rojo, botas negras de plástico y bolsos de mano, las cuales, en pasarela alucinante, eran acosadas por los clientes como en una plaza de toros, me puse a ojear las fotos tomadas clandestinamente a esa mujer cuya indumentaria cambiaba según la circunstancia y el lugar.
“En la primera imagen, captada en el Salón Malinche, se le ve de espaldas con un muchacho, a quien después condujo a un hotel de paso. Su cadáver, desorejado y acuchillado, apareció el domingo en una carretera. En la segunda, la sorprendemos observando la calle desde la azotea de una casa de seguridad en Lomas de Padierna. En la tercera se le ve entrando al Hotel Acuario, su trampa favorita, con un joven baboso al que, mientras ella le hacía el amor, Miguel le cayó encima.”
“Infiero que Manuela es la pieza clave para atrapar a la banda.”
“Es menos inteligente que su hermano, pero más peligrosa. Como también es una torturadora, le dicen Águila Arpía.”
“¿Puedo ver su perfil?”
Manuela, tercera hija de la familia Montoya López, tiene 35 años de edad. En 1990, ella y su hermano Miguel recibieron un auto de formal prisión por robo de autos en Ciudad Moctezuma. Declarada culpable, a los cinco meses salió de la cárcel. Desde entonces, ambos hermanos se dedican al secuestro. Manuela planea los plagios, sirviendo de señuelo, y funge como carcelera de los secuestrados. Se le vincula con los homicidios del empresario Plutarco Pérez, que tuvo lugar el 7 de diciembre de 1995 y apareció muerto en un centro deportivo, a pesar de que sus familiares pagaron el rescate. Los policías que asistían a la familia en las negociaciones se quedaron con el dinero. Además, se cree que estuvo involucrada en el secuestro de Francisco Navarrete, un comerciante en vinos y licores de origen asturiano. Manuela Montoya ordenó a los sicarios El 666 y El Tecolote asesinarlo. Así que de niña alegre, ya adulta se convirtió en cruel secuestradora y lugarteniente de su hermano. Aunque siempre ha ido a la zaga de Miguel, en los últimos años se ha vuelto su mano derecha: Ella es la única persona a quien él confía el cobro de un rescate sin miedo a que lo trancen, y a quien él deja que administre sus negocios. Menos consumida por la heroína que su hermano, puede un día encabezar la banda, ya que se mueve con relativa impunidad en la Ciudad de México, gracias a la protección que le otorgan mandos policiacos. Manuela y Miguel no acostumbran reunirse durante las operaciones de plagio. Cada quien actúa por su lado y sólo se encuentran en alguna casa de seguridad o en las fiestas de celebración de los rescates.
“¿Cómo supieron dónde está Manuela?”, pregunté, rodeados por vendedores ambulantes y carros en doble fila.
“La vimos salir del Hotel Acuario después de llevar a un oso baboso al panal de su sexo. La rastreamos tanto por sus propiedades como por su licencia de manejo. En las buenas y en las malas, dos cómplices están siempre al lado de Montoya: Rosario, su amante, y su hermana Manuela.”
“¿Investigan a la amante?”
“Es la encargada de invertir el dinero de los rescates. Rosario Vargas estaba en la primaria cuando Miguel comenzaba su vida criminal. En la Escuela Ramón López Velarde fue una estudiante regular. Cuando cursaba el tercer grado, en 1985, obtuvo 10 en Educación Artística, Deportes y Educación Tecnológica. Su hermano Vicente, preso ahora en Almoloya y uno de los principales lugartenientes de Montoya, la implicó al integrarse a la banda de robacoches, pues el futuro secuestrador venía a su casa para hacer los trámites para legalizar los autos. Allí conoció a Rosario. Se hicieron novios. Miguel estaba casado con Fátima García y tenía tres hijos con ella, pero eso no le impidió el romance. La pareja solía pasear por los aledaños de la estación San Lázaro, hasta que un día Miguel le dijo: ‘Vamos a llevarles de comer a mis pajaritos’. Miguel y Rosario tienen un niño. Ignoramos su paradero.”
“Supongo que para llegar a Miguel tendrán que arrestar primero a Rosario o a Manuela.”
“Hace unos días los integrantes de la banda de El Cortaorejas se pusieron furiosos al descubrir que por cada secuestro Montoya cobraba dos o tres millones de dólares, y no trescientos mil pesos, como les hacía creer. Calcularon las ganancias obtenidas en cada plagio y se dieron cuenta que los había engañado. Decidieron denunciarlo y aportaron datos que nos han servido para localizar a Manuela.”
“¿Qué hará con esa información?”
“Hacer este operativo.”
La casa de Lomas de Padierna parecía vacía y silenciosa, hasta que los agentes que la vigilaban notaron a tres changos venir con comida para el perro dóberman. Acercándose los agentes para ver hacia el interior, la reflexión de los vidrios se lo impidió. Por eso fuimos a inspeccionarla.
Al entrar hallamos una planta de luz, cajas con trastos de cocina y muebles apilados en los pasillos. Todo listo para una mudanza. En la cochera estaban tres motocicletas Honda. El Topo recogió en una habitación carrujos de mariguana, documentos de cuentas bancarias a nombre de Manuela Montoya y una licencia de manejo sellada, sin fotografía, firmada con el nombre de Rosario Vargas. Pósters de águilas arpías adornaban las paredes.
Salimos de la casa al mediodía, en el momento justo en que Manuela se aproximaba en un taxi. La acompañaban El 666 y El Tecolote. Se bajaron y se metieron a la casa, donde se quedaron hasta la una. A esa hora se abrió la cochera y salió una camioneta van blanca con los tres.
Manuela se dio cuenta que era seguida por dos autos y escapó a toda velocidad. Perdió el control y se estrelló contra un microbús estacionado en sentido contrario. Manuela, El Tecolote y El 666 salieron del vehículo disparando contra nosotros. El Escort recibió diez impactos de bala, sin lograr herirnos.
Entre ráfagas de metralletas, me tendí en el piso del Escort. Los casquillos rebotaban dentro. Ruiz y los policías salieron para perseguirlos a pie. Mientras un policía les disparaba, se le encasquilló la pistola.
Ruiz se reía al dispararle a Manuela con su AK-47. Sus dientes castañeteando de emoción. Cuando le dio dos balazos en las piernas detuvo su fuga. Parecía una calavera de Posada echando relajo. Estaba a punto de darle el tiro de gracia, pero algo lo hizo cambiar de idea.
Un contingente de la Unidad Contra el Crimen Organizado, que venía en una camioneta, se sumó a la balacera. Cuando El 666 y El Tecolote cayeron abatidos, Ruiz se acercó a rematarlos. Quería asegurarse de su muerte. Por eso les dio tres balazos en la sien. A cada impacto ellos se sacudieron, como si se murieran de nuevo.
“De ver dan ganas”, chilló El Topo, quien a su vez les dio un tiro de gracia a cada uno.
El Águila Arpía, herida de bala en el muslo derecho y en el fémur izquierdo, los pantalones de mezclilla y la blusa negra rojos de sangre, su cabeza sostenida por mí, fue trasladada en el asiento posterior del Escort al hospital más próximo.
“Si me dejas morir, te digo dónde está mi dinero. Te repito, te doy todo mi botín no para que me dejes escapar, sino para que me dejes morir”, en el camino, desangrándose, ella le dijo a Ruiz.
“No te voy a dejar ir tan fácilmente. Quedarás coja toda la vida, pero no te mueres.”
En la sala de emergencias, un médico la atendió para detenerle la hemorragia. Se le proporcionó oxígeno. Se monitoreó su ritmo cardiaco y luego se le trasladó al Hospital Central Militar para ser vigilada por guardias de la Policía Militar.
Con una bata azul cubriéndole el cuerpo, la blusa negra como almohada y las tetas morenas como lunas desbordadas sobre el pecho, Manuela aún se veía atractiva. En cada brazo tenía tatuada un águila arpía. Atada al camastro, derribada, la mujer que me había violado en la imaginación, y violado a muchos en la realidad, parecía inofensiva, tierna y hasta amable.
A riesgo de ser inapropiado, y hasta obsceno, hubiera querido decirle: “Mi amor está aullando encerrado afuera de tu cuerpo. Quisiera penetrar tus abismos sin alas ni paracaídas que detengan mi caída libre.”
Entró en shock por pérdida de sangre.