12. Llegó el guarura
Temprano llegó el guarura. Con traje Robert’s gris rata, camisa blanca Zaga, corbata de seda Made in Italy y zapatos Domit se presentó en mi oficina. Era de estatura regular, moreno, espaldudo, con brazos regordetes y pelo negro corto. Al verme llegar a mi oficina hizo gala de falsa modestia y se puso de pie.
“Señor, soy Mauro Mendoza Méndez, vengo del Cisen.”
“Mucho gusto.”
“La señorita, muy amable, ya me ofreció café”, dijo.
“No tiene nada qué agradecer”, replicó Matilde, mi asistente peluda (pelo como cabeza de cepillo, suéter cuello de tortuga, falda negra, pañuelo tipo Pancho Villa sobre los hombros, facciones toscas, ojos amables, bondadosos; bajita, quisquillosa, con manos de lavaplatos. Nada sexy, excepto que le gustaba sentarse delante de los visitantes con las piernas abiertas. Cuando las noticias la excitaban la voz le temblaba).
“¿Puedo sentarme?”
“Por favor.”
“¿Le molesta el humo?”, encendió un cigarrillo.
“Allí está el cenicero.”
“¿En qué puedo ayudarlo, señor?”
“¿Está enterado de la amenaza de muerte que recibí?”
“Estoy al corriente.”
“¿Qué le dijo el procurador Bustamante?”
“El señor procurador no habló conmigo, habló con mi jefe el Almirante RR. El señor Almirante me dio la orden de venir a verlo.”
“Le contaré lo sucedido.”
“¿Puedo poner la grabadora?”
“Hágalo.”
“La amenaza es preocupante”, movió la cabeza cuando acabé de contarle lo sucedido. “¿Me ofrece otra agua prieta?”
Matilde apareció con el frasco de café soluble.
“En México hacen el café aguado, a mí me gusta fuerte, me mantiene alerta”, vació medio frasco en la taza. Movió la cuchara con dificultad.
“No va a dormir”, Matilde regresó a su escritorio.
“Desde este momento está bajo mi protección. Le dejaré mi número de celular para cualquier eventualidad. Puede hablarme sin importar la hora del día o de la noche. Hasta en domingo”, bebió el café de un golpe, me miró con fijeza: “Haré lo posible para darle seguridad, excepto saltar de un helicóptero.”
“¿Le teme a los helicópteros?”
“A un secretario de Turismo le encantaba saltar de los helicópteros, y como yo tenía que saltar tras él para protegerlo, una vez casi me decapitan las alas giratorias.”
“Despreocúpese, no acostumbro saltar de helicópteros.”
“Otra vez me mandaron a arrojar las cenizas de un general en el cráter del Popocatépetl. Casi me caigo en el volcán con la urna en la mano”, me miró con cara de mono preocupado.
“¿Sus padres fueron…?”
“Mañana Tal Vez, siempre prometían la comida para el día siguiente.”
“No quise ofenderlo.”
“Mi padre, carnicero, y mi madre, madrota. Cuando era niño me enviaron a Tijuana. Mi hermano mayor, siguiendo el esquema familiar de dedicarse a la carne, puso un negocio de pollos: pasaba ilegales por la frontera. Hasta que lo agarró la Migra. El gringo le dijo: ‘Amigo, no te daremos de comer ni de beber pero todo el desierto es tuyo’. Murió de sed entre los cactos.”
Sin duda exageraba. Pretendí creerle.
“Por razones que no quiero mencionar aquí, la familia se estableció en Cuernavaca, mi padre quería solaz, jardines, piscinas, buen clima, y, en lugar de eso, fue secuestrado.”
“¿Murió? ¿Fue rescatado?”
“Desapareció, desapareció para siempre, solamente quedó de él su equipaje en un hotel de paso.”
“¿Está seguro que fue secuestro?”
Él evitó responder a mi pregunta:
“Hay gente sedentaria que pasa su vida en una oficina o manejando camiones, yo busqué la aventura. Mi primer trabajo fue cuidar a un discapacitado al que le gustaba correr por las calles en su silla de ruedas. Luego me mandaron a vigilar una estación de trenes abandonada. Después, hallé chamba con el Negro Durazo.”
“¿El general del Partenón de la Corrupción?”
“El mismo, oriundo de Cumpas, Sonora, falleció en Acapulco, víctima de un cáncer en el colon. Durazo fue mi modelo: fue general sin haber pasado por el Heroico Colegio Militar, trabajó en el Banco de México sin saber multiplicar seis por seis, llevó toga sin ser jurista, no tenía voz pero mereció corrido, recibió el Micrófono de Oro de la Asociación Nacional de Locutores sin saber la O por lo redondo; cleptómano, estableció la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia. No tenía dos dedos de frente y apenas podía garabatear su nombre, pero el libro sobre su vida vendió un millón de ejemplares. De director general de Policía y Tránsito se convirtió en fugitivo de la justicia hasta su aprehensión en Puerto Rico.”
“El seudo general fue notable por sus fechorías”, lo interrumpí.
“Tendría seis años cuando me topé con él, joven aún, en la Nevería Irma. Me impresionó su manera de hablar y su forma de bailar el mambo. No lo volví a ver en años. Hasta que una noche, en un vagón del metro, en un asiento hallé un periódico. Traía su foto. El presidente de la República lo acababa de nombrar jefe de la policía capitalina. Lo busqué para pedirle trabajo.”
“¿Se lo dio?”
“Me mandó recolectar los centenarios de oro que como diezmo de mordidas sus subalternos le entregaban cada noche.”
“Usaba a los policías de albañiles para construir sus mansiones.”
“Me pidió ocuparme de la pecera.”
“¿La pecera?”
“El general Durazo tenía en su oficina una pecera seca con peces especiales: relojes y esclavas de oro, anillos con brillantes, collares de perlas, bolsas con centenarios, llaveros de plata, tarjetas de crédito, billetes de lotería premiados, boletos de avión, carteras con dólares, libras esterlinas, yenes y pesos. A su oficina venían presidentes, ministros, gobernadores, empresarios y capos de la droga, y él los invitaba a pescar. Yo hacía girar los premios. El invitado metía la mano en la pecera y lo que pescaba era suyo. Del tamaño del sapo era la pedrada, ya que sus paisanos de Cumpas sólo pescaban bisutería.”
“La gente menuda, ¿pescaba eso?”
“A los primeros les decía: ‘Pásele a la pecera. Pésquele, pésquele, pruebe su suerte. La pecera tiene peces gordos, a lo mejor pesca un Omega o un Rolex o una esmeralda. O un sobrecito de polvo blanco’. Cuando los de Cumpas sacaban un reloj de plástico, soltaba la carcajada: ‘Se secó la pecera, compa’.”
Mauro vació la otra mitad del frasco de café en su taza:
“El general convocaba a los jefes de las bandas criminales: rateros, zorreros, descontonadores, retinteros, paqueros, narcos, roba coches, secuestradores y padrotes. Les decía: ‘Miren, compas, el crimen en esta ciudad no debe pasar de un average. Si se pasan de ese average, los echo al Gran Canal. Roben tranquilos, pero no se pasen del average. Y no asalten en las colonias de los ricos, porque me sacan en los periódicos y dañan mi imagen.”
Mauro dio un trago largo:
“Una noche su barman falló y el general me dijo que me fuera con él al Partenón, en el kilómetro 23 y medio de la carretera libre México-Cuernavaca.”
“¿Ese palacio construido en once hectáreas de terreno con dinero de la Dirección General de Policía y Tránsito?”
“El Partenón era único con sus rejas de siete metros de alto, su hipódromo, su galgódromo, sus caballerizas, sus lagos artificiales, su helipuerto y su discoteca Studio 54 como la de Nueva York.”
“¿Para hacer qué?”
“Para elaborar su vino rosado, el general vació en una jarra dos botellas de vino tinto Cháteau Lafite Rothschild y dos botellas de vino blanco Puilly Fuissé. Me hizo sostener el embudo para que él pudiera revolver los vinos hasta que los blancos perdieran color y los rojos densidad. Hecha la mezcla, ordenó: “Mauro, sirve el Vino Rosado Durazo a los invitados.”
“Qué alquimista vulgar.”
“Cuando lo embotellaron, acusado de acopio de armas, contrabando organizado, defraudación fiscal, abuso de autoridad y homicidio múltiple (por eso del presunto asesinato de doce colombianos narcotraficantes, cuyos cuerpos con huellas de tortura y tiro de gracia fueron hallados flotando en las aguas del río Tula), me quedé sin empleo. Pero queriendo ser guarura, dedicado al culto de la Santa Muerte, tomé clases de robo esotérico en los altares de Tepito. Cada amanecer me persigné delante de la imagen junto a zorreros, retinteros, descontonadores y paqueros. Hasta que me contactó un teniente coronel de la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales, la que se convirtió en la Dirección General de Investigación y Seguridad Nacional y en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional. Mientras cambiaban esas instituciones de nombre yo ascendía, hasta que alcancé mi posición actual.”
“Bueno”, pretendí leer unos papeles, temeroso de que me recetara todo su currículo.
“Fui escolta de Raimundo Reyes Pescador, el ministro de Agricultura y Ganadería. Pero más cerca de sus dientes que de sus parientes, en cada sentada se comía un cabrito. Para divertir al presidente se subía a una mesa y la partía en dos con su peso.”
“Gracias por haber venido”, lo acompañé a la puerta.
“Lo espero para acompañarlo a casa. Vine preparado para quedarme, desde este momento no me separaré de usted.”
Mientras Mauro bajaba las escaleras, Matilde dijo:
“Con esas habilidades, me extraña que su tarjeta de crédito todavía esté en su cartera.”
“Lo que a mí me sorprende es que la mesa no haya desaparecido, parece buen prestidigitador.”