46. El ángulo muerto

“Cuando los conquistadores tomaron Tenochtitlan, legiones de nativas sedientas de sangre los atacaron: los mosquitos hembras”, escribía en un cuaderno cuando percibí a Mauro subido a una silla tratando de alcanzar mosquitos en el techo. Con el foco desnudo junto a su cabeza, la sombra de su cuerpo crecía en la pared. De vez en vez daba un manotazo. O con un periódico en la mano giraba hacia otra dirección. En vano: El mosquito ya estaba en otra parte.

“No soporto a esos chupadores de energía”, decía él, con cara de desvelado.

En mi cuarto no había mosquitos. Por la sencilla razón de que en la época de lluvias cerraba las ventanas antes de que cayera la noche. O porque con una toalla mojada me libraba de ellos en el momento en que los veía. Pero esa noche no podía dormir, por la rabia que me causaba el último atentado contra la vida de José Luna. Esa tarde, Ana me había hablado desde Tijuana para decirme que sicarios del Barrio Logan de San Diego, presididos por un nuevo Barracuda, lo habían emboscado a las puertas de su casa cuando estaba a punto de abordar un vehículo para acudir a una cita médica. Con dos balazos en la cabeza, el periodista estaba en coma en el Hospital Jardín. Los sicarios habían dejado un mensaje: “Para que aprenda a respetarnos. José Luna estará disponible para visitas las 24 del día. Firma: MMM.”

Para apartar de mi mente la visión del periodista postrado en una cama de hospital reclamando una justicia que nunca llegaría, me puse a observar los muebles, los cuales, bajo la luz dudosa del alba, parecían crecer de tamaño, mientras los techos mostraban su edad, los pisos su fealdad y las patas del sillón sus arañas embarradas. Como escribió Alejo Carpentier: “Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra que se ignoran a altura de hombre.”

“Me acaban de llamar por el celular. Tenemos cita con Miguel Montoya en la estación de San Lázaro. Querrá hablarnos del secuestro de su esposa”, cuando todavía estaba acostado, se me presentó Mauro.

“¿Dio algunas señas?”

“Pidió que al mediodía lo aguardáramos al borde de la escalera.”

“¿Vendrá El Petróleo?”

“No, sólo iremos usted y yo”, Mauro se aseguró una pistola debajo del cinturón. “Se hace tarde, más vale que nos vayamos.”

Un tren acababa de llegar a San Lázaro. Otro partía. Una muchedumbre subía las escaleras. Otra aguardaba en los andenes. Por los grandes ventanales entraba una luz melosa. Todos pasaban a nuestro lado sin fijarse en nosotros, excepto una mujer.

“¿Se le ofrece algo?”, le preguntó Mauro.

“No”, ella agitó una bolsa de hilo. Tenía las uñas pintadas de rojo.

“Señorita, hábleme a la cara, no estoy en el suelo.”

“Váyase al diablo.”

“¿Por qué el enojo?”

“Me robaron mil pesos en el metro y ahora usted quiere fregarme”, mostró ella su monedero abierto con un cuchillo.

“¿No es usted el contacto?”

“Qué contacto ni qué madres.”

“Qué pase buena tarde.”

“Buena, su madre”, ella se metió en la multitud como si se metiera en una niebla humana de rostros morenos y pies cansados. Un brillo amarillento salía hacia la calle: por un momento vacía, en otro momento llena.

Mauro pisó el acelerador del coche. Habían cambiado el lugar de la cita. En una hora estaríamos en la esquina de Dante y Tolstoi, frente a la taquería del encuentro.

Una muchacha vestida de blanco freía en una sartén piezas de pollo. Parecía una joven Parca. Hígados, cabezas, muslos, patas, alas y pescuezos, como si fueran partes del cuerpo desmembrado de la diosa Coyolxauhqui, rotaban en la sartén. Un hombre corpulento, sentado de espaldas entre dos luchadores enmascarados, tenía tatuados en los brazos el número 666. Estaban conscientes de mi presencia, aparentando no verme.

“Un señor les dejó un recado. Dijo que les dijera que El Ganso vendrá por ustedes”, la muchacha levantó con el tenedor una cabeza del pollo, que sirvió al hombre.

“Tranquilo, no se alarme”, alguien, por detrás, me tapó la cabeza con un capuchón.

“Se va con El Ganso. Yo lo sigo”, me sopló Mauro.

“Usted se espera aquí”, chilló el sujeto.

“Hay otro pasajero en el coche.”

“Soy El Barracuda, Mauro, ¿no te acuerdas de mí?”, dijo el sujeto desde adentro.

“El Barracuda murió en Tijuana”, afirmé.

“Eso se dijo, pero El Barracuda nunca muere, soy su reencarnación”, el sujeto rió y arrancó el coche, yo adentro. Dio vuelta a la manzana, percatándose que no era seguido.

“No es aquí, es allá”, dijo El Ganso, cuando el auto se paró.

“Bájese”, ordenó el supuesto Barracuda.

“Suba”, El Ganso me hizo ir con él a la segunda planta.

Al entrar a un cuarto corrieron el cerrojo de la puerta. Me sentaron. Los brazos del sofá estaban arañados. Se oyeron ruidos. Una pareja hacía el amor o se estaba peleando en la habitación contigua. El Ganso y El Barracuda hablaron sobre mi cabeza:

“¿Qué estarán haciendo esas pinches locas?”

“Disputando por otra loca.”

“Anoche la araña de Manuela se llevó a un pendejo a su telaraña. El caliente se metió en un lío del que no saldrá ni pagando un millón de pesos.”

“Al Águila Arpía se le pegan los babosos como moscas. Creyendo que le agarrarán las nalgas caen en manos de su hermano.”

“Mira bien el cuarto para que sepas dónde regresas, si fallas, te mueres”, El Ganso me quitó el capuchón. El lugar tenía el techo bajo y la puerta estrecha. El linóleo iba de pared a pared como una cáscara quebrada. En las paredes había fotos de teiboleras del Salón Malinche. De un espejo desportillado colgaba una toalla sucia. La ventana daba a una pared de cemento.

“¿Dónde dejaste el Pontiac?”, preguntó El Barracuda.

“En avenida Chapultepec”, prendió un cigarrillo El Ganso.

“Ve a ponerle monedas al parquímetro.”

“Mejor que vaya él. Aquí esperamos a Miguel. Vendrá por la mosca que le agarró Manuela.”

El llamado Barracuda me puso el capuchón. A empujones me condujo a la puerta.

“Ponle monedas al parquímetro. Vuelve pronto, cabrón, no te vayas a equivocar de calle. Y que nadie te siga.”

“No se te vaya ocurrir pelarte, no llegarás a la esquina”, El Ganso me agarró con la manaza el hombro derecho.

“Échale cinco pesos.”

“No traigo cambio.”

“Aquí están las monedas.”

“¿En qué parte de la calle está el coche?”

“Frente al Hot-dog. Es un antro. Tiene sellos de Clausurado. Allí detente.”

“¿Cómo se llama este hotel?”

Ángulo Muerto.”

Encapuchado me hicieron bajar las escaleras, salir a la calle, el dinero en la mano.

“No voltees, porque te mato”, profirió El Barracuda.

“Das vuelta en la esquina, cuentas hasta cincuenta y te quitas el capuchón”, El Ganso mascaba chicle.

“Está borracho”, oí decir a una niña.

“Anda drogado”, oí decir a una mujer.

De repente sentí que andaba solo. El Ganso y El Barracuda habían contado hasta cincuenta. Yo, no.

Me quité el capuchón delante del Hot-dog, con sellos de Clausurado.

“¿Desocupas el lugar?”, vino a preguntarme un tipo de baja estatura con un moretón en la cara como si estuviera golpeado. Había descendido de un Volkswagen azul, mientras un hombrecito mal encarado aguardaba al volante.

“No”, puse las monedas en la máquina.

“Lárgate, pendejo”, el tipo se enfureció.

“No lo provoques, carnal, mejor vete”, me dijo en voz baja un hombre que por los mechones sobre la frente parecía un tecolote cornudo.

“Ya nos veremos la caaaara, carnaaaaal”, el tipo se fue arrastrando las palabras. Dio vuelta en la esquina.

“Jo-jo, ¿sabes a quién desafiaste, carnal?”, el hombre que parecía tecolote cornudo me clavó los ojos amarillentos. “A Montoya. Ni más ni menos que a Montoya, jo-jo.”

“¿A Miguel Montoya?”

“No repitas ese nombre, el tipo es un cabrón, y que no te vean conmigo”, el tecolote cornudo dio vuelta en la esquina donde se había desvanecido el supuesto Montoya.

Quise seguir a Montoya, pero él se subió al Volkswagen y partió. Quise volver al hotel, pero no sabía dónde estaba. Pensé: “Si Montoya no me reconoció, no imagina quién soy.”

“¿Sabe dónde está el Hotel Ángulo Muerto?”, pregunté a una mujer vestida de negro, con gafas negras, mallas negras y zapatos negros. Su atuendo repelía la luz.

“Ni idea”, la mujer se fue caminando hacia Insurgentes Sur.

“Se nos hace tarde, Manuela”, los dos luchadores enmascarados que estaban en la taquería vinieron por ella.

Buscando el Hotel Ángulo Muerto, pasé delante del restaurante Círculo del Sudeste. Dejé atrás tiendas de refacciones para automóviles, la Papelería Unión, la Notaría 109, un negocio de alfombras, tapices, losetas y pisos laminados. En la calle de Bucareli, con casas decrépitas, una manta anunciaba:

FIESTA TODOS LOS VIERNES

¿BUSCAS PAREJA?

Punto de Encuentro

“¿Quieres un bar con chicas?”, me preguntó un repartidor de tarjetas, cerca de un jardín entre las calles de Enrico Martínez y Tolsá. “Hay vaqueras, gays, lo que quieras. Están allí para ti y para eso.”

“¿Te gusta Jennifer?”, un policía barrigón me indicó a una niña de siete u ocho años sentada con las piernas abiertas sobre el cofre de un coche. Llevaba overol de mezclilla, calcetas rosas, el pelo teñido color sangre.

“¿Jennifer?”, el nombre me sonó conocido. Por un instante creí que podría tratarse de la misma criatura que había sido hallada en el paraje del Cerro La Esperanza en la Sierra de Guadalupe, y que el plagiario mató por haberlo reconocido. “¿Eres Jennifer?”

Como ella se me quedó mirando, el policía la bajó del coche y la metió en una casa de portón verde.

“Hey, regresa”, le dije, infiriendo que el secuestrador había suplantado su cuerpo con el de otra niña.

“¿Se te ofrece algo, cariño?”, del portón salió un hombre con una peluca rubia, el rostro maquillado, las uñas pintadas con esmalte dorado, las pestañas falsas y los pantalones apretados. Llevaba de fuera calzones azules. Se me acercó, como queriendo arañarme la cara.

“Busco el Hotel Ángulo Muerto.”

“Está muy lejos, cariño, aléjate de aquí, toma el metro hasta Jamaica. De allí vete al mercado de La Viga.”

“El hotel debe estar cerca”, me alejé de él.

“Regresa al rato, cariño”, el travesti hizo resaltar sus pechos bajo el sostén blanco, sus dedos como garras.

“¿Sabe dónde está el Hotel Ángulo Muerto?”, entré a una tienda de ropa para niño para evadir su acoso, pues parado en la esquina no me quitaba la vista de encima. No sólo eso, el hombre corpulento lleno de tatuajes que estaba comiendo tacos en la calle de Tolstoi y Dante, y el hombrecito que estaba en el Volkswagen azul, ya estaban a su lado.

“¿Cómo se llama el hotel?”, respondió una mujer con cuerpo de pescado y cara de diosa del vacío.

Ángulo Muerto.”

“Nunca lo he oído.”

Me fui por la calle de Lucerna. En una esquina apareció el hotel, pero sin nombre.

“Busco a El Ganso”, dije en la recepción.

“Aquí los clientes no dan nombres”, el muchacho me dio la espalda, más interesado en la televisión que en mi persona.

“Tienen registrados a tres Alfredos, dos Arturos, a un capitán Tostado, pero a nadie con ese apodo.” En eso apareció Mauro, diciendo: “Aquí no es la cita.”

Mauro cerró con el control la puerta del coche, y, siguiendo el linóleo gris del corredor, juntos desembocamos en la cafetería del Hospital Pediátrico.

“Espere afuera”, le pedí.

Me hizo tanto caso que a los pocos minutos se sentó a una mesa cercana para beber un café de máquina. Bajo el tubo de luz neón, miró lascivo a la mesera.

“¿Por qué tardaste tanto?”, un hombre flaco, de unos cuarenta años, le dijo a una mujer. De cabello lacio y frente chica, tenía una cicatriz de cuchillo en el brazo derecho junto a la muñeca.

“No quiero tener prejuicios, pero el hombre flaco no me gusta”, me dije.

“Traje las medicinas. La niña está histérica, si no se calma tendremos que darle unos buenos calmantes.”

“¿Desde cuándo te compadeces de esa gente?”

“Bueno, tengo que irme.”

“Quédate un rato, vamos a discutir el pago de la tenencia.”

“Nos vemos en la noche”, la mujer partió.

“Señor, ¿le traigo su torta de jamón?”, vino a preguntarle la mesera al hombre flaco.

“Van a operar a Lucinda de un riñón. Está en el cuarto 19, si quieres darte una vuelta”, dijo por el teléfono público un hombre con un parche sobre el ojo derecho.

“Mauro, ¿había estado antes en un hospital pediátrico?”, le pregunté.

“Me gusta la atmósfera.”

“¿No le molesta la tristeza?”

“Me agrada que nadie haya reparado en nuestra presencia y que, cuando nos vayamos, nadie notará nuestra ausencia. Es bueno para las citas.”

“Mauro, nos dejaron plantados.”

“No se crea, si mira bien, en el espejo de esa pared hay un ángulo muerto: El Señor de los Secuestros pudo haber estado cerca de nosotros, pero fuera del campo de visión.”

“No lo vi.”

“El hombre flaco, mientras platicábamos pagó y se fue, nada más vislumbre.”