36. Una visita guiada
Cuando uno está amenazado de muerte lo que menos quiere es llamar la atención sobre sí mismo. Cuando uno peligra en cierta calle, lo que menos desea es ver a fotógrafos de los medios acechándolo desde cada puerta. Pero como la foto de los gatos muertos había aparecido en El Tiempo, por instrucciones del jefe de redacción me integré al grupo de reporteros que haría una visita guiada de la casa.
“¿Están listos? La tarde está de pelos”, Carlos Agustín abrió la puerta. Vestido con sus habituales pantalones de mezclilla, blusa blanca y con arillos en la nariz, lo acompañaban sus amigas lesbianas, la fresa y la proletaria, cogidas de la mano.
“Estamos listos”, Guillermina Durán, la reportera que tenía los ojos de distinto color, lo miró a él con un ojo gris y a mí con un ojo negro.
“Arranca la visita”, el sobrino nos condujo al patio, el territorio de los paseos vespertinos de Napoleón, señalando su retrato barbón, con ojos desafiantes de carnicero. “Todos saben de la locura de mi tío, que se sentía hombre tigre.”
“Al verlo pasear la gente creía que era viejo, muy viejo, así como cuando uno ve los retratos de León Tolstoi tiene la impresión de que el escritor nunca fue niño, que aun en su infancia anduvo con barbas de chivo sobre el pecho”, dijo una de las lesbianas, atrayendo la hostilidad de la Durán.
“Al vaciar un bolso de mi tía encontré el cadáver de Meztli dentro.” Carlos Agustín mostró el viejo bolso negro.
“¿Puedo tomar una foto?”, pregunté.
“Ahora destaparemos esta cazuela donde se conserva el cadáver de Sonia la gata negra”, dijo en la cocina.
“En esas vitrinas, ¿qué hay?”, preguntó Laura Morales.
“Vajillas de la época de Maximiliano de Habsburgo que pertenecieron a la familia Valencia. Los moldes que un día sirvieron para hacer chocolates y galletas en forma de gato los adquirió don Federico en Suiza. Con ellos elaboró los famosos Napoleones y Lidiadores”, dijo, y de una olla a presión sacó a un gato hervido con elotes tiernos, agua de tequesquite, piloncillo, chile y una ramita de hojas de Santa María. Impertinentemente, la Durán introdujo la uña en los granos para ver si los elotes estaban cocidos.
“Allí ella guardó una pareja macho-hembra, o macho-macho, no sé”, Carlos Agustín indicó el aparato electrodoméstico. “En aquel horno de microondas estaba una pareja hembra-hembra. En esa cacerola hallé a tres mininos recién nacidos. Uno parecía haber muerto viendo al diablo. Los otros dos dormían como si hubiesen sido sedados. En los marcos de las ventanas y de las puertas aún es visible la tela adhesiva que empleó mi tía.”
En la sala, llamó mi atención que los muebles antiguos, cubiertos con telas grises, tenían las patas cojas, y los espejos, del siglo XVIII, estaban desportillados. Las mecedoras, desfondadas, parecían desechos de una tienda de chácharas. Lo curioso es que alguien había derramado helado de vainilla sobre el tapete persa.
“La verdad es que mi tía murió de insuficiencia renal. Quien diga lo contrario, miente. La mía es la única versión autorizada. ¿Les molesta si fumo?”, Carlos Agustín encendió un cigarrillo.
“Pasa lumbre, güey”, una amiga le arrebató el fuego.
“A Menelik, al que nunca se le quitaron las malas costumbres de la calle, murió en su regazo. A Menfis, el celoso, lo enterró en el sótano. Maya, a la que le gustaba tanto esconderse en el ropero, se escondió tan bien que para siempre se quedó escondida.”
“En esas macetas, ¿qué hay?”, preguntó la otra amiga.
“Germinan Mesalina, Marieta y Magda. Y Domingo Vargas, el gato de angora. Mi tía le puso ese nombre en recuerdo del primer incinerado en el horno de Dolores.” Antes de abandonar la sala, el sobrino se arrodilló sobre un sofá para ver de cerca la reproducción enmarcada de una revista del siglo XIX. En ella aparecía una turca acusada de adulterio. Sus verdugos estaban a punto de meterla en un saco con un gato vivo. Juntos en el saco, serían echados al agua hasta ahogarse.
“A semejanza de las fotos que tomaron en mil novecientos veinte los fotógrafos Antonio Garduño y Edward Weston de Nahui Ollin, La Dama de los Gatos quiso retratarse en poses provocativas”, en la recámara principal Carlos Agustín exhibió las fotos de Lidia en cueros. “La Loca del Sol ejerció una fuerte influencia sobre mi tía, que quería liberarse de la esclavizante sociedad machista.”
Nos llamó la atención un retrato de ella desnuda sobre la cama. Con trenzas sobre los pechos y flecos sobre la frente, con expresión de niña morbosa, miraba a la cámara. O mejor dicho, se mostraba desafiantemente erótica. Sus ojos verdes fulgurantes parecían atravesar edades y paredes.
“Miren esto”, el sobrino sacó a un gato recién nacido de la boca de un calcetín sellado con clips.
“¿Es Menelik el que está en el autorretrato?”, me referí al gato negro en miniatura que aparecía en la pintura.
“¿Lo conoció?”
“Lo oí maullar algunas noches.”
“El estudio al que entraremos ahora revela la profunda relación que Lidia tenía con los felinos”, Carlos Agustín, delante de la puerta de una habitación oscura, dio la impresión de querer introducirnos a una gatería de imágenes. “Miren su impertinencia”, indicó las ilustraciones de la ópera L’ énfant et les sortileges de Maurice Ravel, las estampas de la Historia Natural de Buffon y de Grandville, y la de Penas del corazón de una gata inglesa de Balzac. “Esta es la mujer que se transforma en gato, inspirada en la fábula de Lafontaine. Este es El gato negro de Poe, según Leroux.”
En el baño, el sobrino pasó de largo frente al cadáver de un gato gris sepultado bajo pesadas toallas en un canasto de ropa.
“Sobre la ventana de la recámara principal, que da la calle, ella pegó la foto de un gato negro enseñando los dientes. Quería ahuyentar a los ladrones, pues desde que le robaron las joyas de la familia tuvo tanto miedo que intentó espantarlos con imágenes de gatos malvados. La visita ha terminado”, anunció Carlos Agustín.
“¿Qué es esto?”, de una cómoda cogí un video en formato beta: La vida secreta de los gatos. Realizado al alimón por Lidia y Napoleón Valencia.
“No lloro, una basurilla se me metió en los ojos”, dijo el sobrino al salir al patio.
En eso se oyó un chillido estremecedor, como el de un gato al que le pisan la cola. Y música tecno. Al levantar la cabeza vislumbré la silueta de Mauro.
Debajo de nubarrones amarillentos como vientres polutos estaba él, vestido de negro, escudriñando el ir y venir de los reporteros.
“¿Por qué estará allá arriba?”, me preguntaba, cuando percibí detrás de los reflejos de sus gafas negras sus ojos homicidas.
“¿Quién anda allí?”, el sobrino subió rápidamente la escalera. Pero Mauro ya se había ido.