49. El demonio del mediodía
En la ventana del edificio de enfrente, como en la página tres de un tabloide vespertino, apareció una mujer desnuda. Una rubia de importación con grandes pechos y piernas largas, como las que promovían las empresas comerciales en revistas y videos pornográficos. Al principio me sorprendió esa visión al mediodía, sobre todo porque ella a toda costa quería llamarme la atención y, si no me equivocaba, insinuarme algo.
“¿Estoy soñando? Parece un Rubens, pero no es un Rubens. Un Renoir, pero no es un Renoir. Más se acerca a una Tongolele”, me dije. Y aunque cerré los párpados como si cerrara la ventana, al abrirlos de nuevo, la mujer desnuda todavía estaba allí. “¿Estoy soñando delante de esta tentación sexual ya vista y vivida por generaciones de humanos? ¿Acaso violadas y violadores no forman parte de la misma trama que tejen los dedos huesudos de la muerte? En tiempo real o simple, los guaruras y yo nos vigilábamos, no sólo de edificio a edificio sino en lugares públicos y privados, comiendo o durmiendo, y hasta con la vista perdida en la nada de la pared (cuando uno localiza al otro, el otro, al ser descubierto, pretende no ser él, no estar allí, o mirar hacia otra parte), pero esta es la primera vez que sufro de alucinaciones.”
Creo que empezaba a sufrir de esa enfermedad que los padres del desierto llamaron acidia. Ese tedio del corazón o perturbación de los sentidos que afectaba a los monjes errantes y a los eremitas; esa fiebre de desasosiego que invadía el espíritu del solitario y se presentaba como un Demonio del Mediodía. En esas condiciones de abatimiento la intimidad más grande la ofrecían unas luces apagadas en un cuarto vacío, y un silencio en los ojos abiertos. Pero, ¿esa intimidad, esas tinieblas, ese silencio no eran semejantes a la muerte?
La verdad es que no sólo sentía hastío por mi vivienda, aversión por los colores que me encerraban, devaluación de los principios que me habían llevado al estado actual, sino creía que ese estado servía de nada, de absolutamente nada. Y como tenía prohibido recibir visitas, correo o llamadas telefónicas, y ni siquiera podía abrir la puerta, el aislamiento me asfixiaba.
Supuestamente Mauro y El Petróleo estaban todo el tiempo allí, en el lugar donde estaba la mujer, con la ventana abierta, observándome mientras yo los observaba. Si no son ellos en carne y huesos, es su sombra la que aparece en la ventana. De piernas para arriba. Sin cráneo y sin frente. Hasta la altura de los ojos. Uno o el otro apuntándome con una cuerno de chivo. Sólo para asustarme o para marcar su superioridad sobre mí, aunque bien podían soltarme un balazo y nadie supo nada.
“Así debe ser el infierno del guarura”, me dije aparte, como en el teatro. “Una eternidad pasada entre muebles feos, programas aburridos de televisión, una panza que no discierne atiborrada de alimentos chatarra, largas horas vacías delante de una puerta, un poste, un coche o una ventana. Una existencia gastada esperando a alguien que no llega. Y si llega, masculla algo y pasa de largo.”
“Las cosas se van de las manos, el centro está desunido, los criminales gobiernan el mundo”, Mauro me llamó por teléfono, seguro leyendo un texto escrito por otro. “Vivimos en el siglo de las putas controladas por los cárteles de la droga y por las campañas de publicidad. Aunque estamos llenos de sexo, sabemos de dónde viene el odio pero no de dónde viene el amor. El odio debe surgir para que el amor se active. El paciente odia al médico por haber abierto la herida y se odia a sí mismo por permitir que se la toquen. La revelación no lo sanará, sino abrirá más heridas. El doctor tiene que perseguir al paciente hasta que comience a odiar. Cuando uno odia no sale tan lastimado como cuando ama.”
“¿Por qué me dice eso?”, le pregunté, pero él había cruzado la calle.
Él dormía con la luz prendida, temeroso de la oscuridad. Yo discernía su figura en las tinieblas. No parado frente a la ventana, sino parado en su propia noche. Cuando trataba de localizarlo con binoculares con visión nocturna, él desaparecía. No obstante, Mauro estaba siempre presente, disfrazado de perchero y ropero, traje vacío, lámpara de pie y de cortina. ¿O intentaba hacerme creer que estaba, pero no estaba? Conociéndolo, sabía que el bulto y la sombra podían ser de otra persona.
¿Sabía lo de la carta al Almirante RR? ¿Me ocultaba su reacción? ¿El Almirante RR se había tomado la molestia de leerla? Todo el mundo sabía que su brazo vengativo alcanzaba grandes distancias y que sus ojos sagaces hurgaban toda oscuridad. Su prestigio dudoso era el de haber participado en varios accidentes-asesinatos en los últimos años. Sin dejar huella de su mano negra. “El Almirante RR le quiebra la espina dorsal a cualquiera”, me había dicho el procurador Bustamante.
Sabido era que al Almirante RR lo protegían docenas de guaruras. Y también era sabido que cuando tenía una cita al último momento no llegaba o enviaba a un ayudante. Los ayudantes siempre eran distintos, pero la sola idea de que una persona se encontrara con él ponía a temblar de miedo a cualquiera, ya que era grande su fama de impartidor de injusticia.
El sábado en la noche, en el restaurante Los Dos Vascos me topé con el Almirante RR. Pero él no llegó en coche blindado ni fue precedido por guaruras ni ayudantes. Llegó solo y por su propio pie, pues no se fiaba de nadie. Mucho menos de sus propios escoltas. Así era el Almirante RR.
A esa hora todas las mesas estaban ocupadas. Excepto una, reservada para él. Pero nadie volvió la cabeza para verlo, tan desconocido era para todos. Yo tampoco hubiera reparado en su presencia si no es que El Petróleo no viene a soplarme al oído que ese hombre calvo y miope que estaba junto a la puerta era el Almirante RR. Al principio no le creí, porque nadie conocía sus facciones y porque él tenía la costumbre de hacer pasar a otros por su persona (más de un ciudadano tenía motivos para matarlo).
El supuesto Almirante RR estaba acompañado por una secretaria joven. Y era seguido por un ropero humano envuelto en una chaqueta de piel negra que le llegaba hasta las rodillas, quizás ocultando un arma larga. No me saludó. No tenía por qué saludarme. Posiblemente ni siquiera sabía quién era yo.
Creía al Almirante RR más alto y de maneras refinadas, pero era de baja estatura y tosco. De cincuenta años, pero pasaba de los sesenta. Atlético, pero era endeble. De cara oval, pero la tenía redonda, como masa cruda.
“Señor, ¿se acuerda de mí?”, lo abordé, el corazón palpitante.
“Claro que sí”, arrojó una larga bocanada.
“¿Cómo me llamo?”
“En este momento no recuerdo.”
“¿Viene a menudo a este restaurante?”
“Nunca, vivo encerrado en mí mismo como un puño.”
“¿Qué hace fuera del Cisen?”
“¿Cuál Cisen?”
“¿No es usted el Almirante RR?”
“Ni a marinero llego, mucho menos a almirante”, cerró el diálogo como se cierra una puerta. Mientras en el restaurante un pianista ciego, como un Chopin salvaje, empezó a dar de manotadas al piano.