6. Las puertas de la prosperidad
“Ese envoltorio es José Luna”, me dijo la enfermera del Hospital Jardín, cuyos cuartos tenían vista al Océano Pacífico.
“Soy yo, no sufro de delirium tremens, sino de narco trémens”, Luna se presentó a sí mismo. “Como ve, en este lugar de cortinas, puertas y paredes blancas estoy a salvo de ratas, alacranes y perros rabiosos, pero no de mis peores pesadillas, las cuales más temprano que tarde se convierten en realidad.”
“Está en un hospital, no en una clínica de desintoxicaciones, los policías a la puerta los puso la PGP, nosotros no”, manifestó la enfermera y se marchó.
“Cuando se restablezca, ¿vivirá en Tijuana?”, pregunté.
“Si salgo vivo de ésta, daré paseos por la playa. En sus arenas, el verano pasado presencié una pasarela de gringas y mestizas nada desdeñables. El problema es que formaban parte del establo de yeguas de El Señor de los Murciélagos. Si no, estaré en mis oficinas de avenida Revolución esperando la visita de mis amigos del barrio Logan.”
“¿Continuará defendiendo la libertad de expresión?”
“Y mi vida.”
“¿No tiene miedo de ser asesinado?”
“Dondequiera que voy corro ese riesgo. Aun leyendo en cama los periódicos. Los sicarios viajan más rápido que las noticias. Y que los hombres marcados, como yo. Cuando la prensa nacional se entera de un atentado en Tapachula, los sicarios ya están en Tarandícuaro. Cuando la policía arresta a un capo en Pueblo Tortuga surgen tres en Tenancingo. Mientras un procurador duerme en Tijuana, un narco despierta en Tamazunchale. Esta es la topografía del terror”.
Las palabras salían de Luna con dolor, como si le saliesen de las heridas.
“La defensa de la libertad de expresión significa cosas distintas en diferentes partes del mundo. En Londres, es un comunicado de prensa, pero en Tijuana uno arriesga la vida y tiene que andar a salto de mata por calles sin misericordia y sin memoria, ¿no cree?”
“Llegará a viejo en Tijuana.”
“¿No se da cuenta que estoy en un hotel de cinco estrellas?”, en un movimiento difícil, tocó el timbre.
“¿Necesita algo?”, preguntó la enfermera.
“Quería saber si estaba allí.”
“Para apantallar a sus visitas no necesita llamarme”, salió ella.
“¿No teme que maten a su esposa? Sus críticos dicen que en su obsesión por destruir al Señor de los Murciélagos no le importa la vida de sus familiares ni de sus colaboradores.”
“Me remuerde la conciencia cuando un compañero es acribillado en una calle o una secretaria sufre un accidente de tráfico. A mi cuñada le balearon las piernas y anda en silla de ruedas. La semana pasada mi asistente perdió un ojo. Con los arreglos faciales y corporales que le han hecho pronto estará lista para participar en el certamen de Señorita México. Siempre y cuando pongamos en su ojo sano una poca de sombra y en sus labios un toque de polvo blanco. Lucirá tan bella que podría formar parte del establo del Señor de los Murciélagos.”
“Sus críticos dicen que cuando usted lucha contra un cártel no le importa el peligro y que más bien, como en el ajedrez, espera el momento de dar a su oponente jaque mate.”
“Más bien tratan de dármelo a mí, y tengo que posponer la partida.” Su voz se oyó como un quejido que emergía de una piñata viva. Los muebles eran tamaño americano y él en la cama parecía más pequeño de lo que era en realidad. “Mientras Doña Muerte afila su guadaña, sus efluvios aroman mi cuerpo.”
“Me sorprende su estado de ánimo.”
“El señor Luna no es mortal, es inhumano, cuando se suponía que estaba agonizando cogió mi mano para trazar en ella la palabra Amor.” Ana, su esposa, que actuaba como enfermera y agente de prensa, se levantó de la silla: “Terminó la entrevista.”
“Acaban de traerle un regalo”, entró la enfermera con una corona de flores. “Adjuntan una tarjeta de Raimunda Gladiola, Reina del Certamen de Belleza Narcos Unidos.”
“La habrá mandado para anunciar mi ejecución”, dijo Luna.
“A lo mejor el destinatario es otro y se confundieron de cuarto”, dije.
“Ojalá, pero no, la Reina de Narcos Unidos, una teibolera, avanza por el tablero de ajedrez nacional sin límite de jugadas. Juega como caballo, alfil y torre al mismo tiempo, y nada ni nadie puede detenerla”, suspiró él, negándose a caer en el escaque de la inconciencia. “¿Escucho el tableteo de una ametralladora? En una calle cercana se enfrentan los sicarios de un cártel contra los sicarios de otro. Si se eliminan unos a otros quedaremos parejos.”
“¿Me llevo las flores?”, preguntó la enfermera.
“No, las flores amarillas del cempasúchil con el rojo sangre de la zarzamora darán color a mis pesadillas.”
“Oigo sirenas de patrullas y ambulancias”, dije.
“La lista de muertos del día saldrá mañana en los periódicos. No en todas partes como aquí se cuecen tantas emociones. Cuando visito la morgue, tengo la sensación de que ya he visto en sueños el cadáver del ejecutado. Todo sería como un sueño, si la sangre no fuera real.”
“Y si mañana, y pasado mañana, no apareciera otro muerto”, añadió Ana.
“Es tiempo de dejar descansar al paciente”, dijo la enfermera.
“Todavía no se siente bien, obtuvo la entrevista gracias a que él recordó que usted es miembro del Comité de Periodistas”, aclaró Ana. “Otros reporteros consiguieron sólo promesas de mi parte. De José, silencios.”
“No creí que estuviera tan grave.”
“José está contento de haber salido con vida del atentado, pero no hay que fiarse, podría sufrir otro, y otro, hasta que lo maten.”
“Le enviaré los reportajes”, me puse el saco para partir.
“Me serán útiles para colgarlos en la pizarra negra donde terminan las investigaciones oficiales de los crímenes cometidos en esta ciudad.”
“¿No cree que José se ha excedido en denunciar a los cárteles? ¿Está consciente de los riesgos que toma?”, me dirigí a Ana.
“No puede ser de otro modo, las ejecuciones le entristecen el alma. Una plaga de alacranes en dos patas ha invadido esta ciudad fronteriza y las ruedas de los coches giran engrasadas con sangre humana”, ella miró por la ventana como buscando cierto tipo de árbol que no estaba fuera. “Raúl Goldman, de la revista Casual, convalece en el cuarto de al lado. Sufrió una emboscada. ¿Quisiera visitarlo? José debe descansar.”
Estaba a punto de despedirme cuando se oyó un gran alboroto. Había movilización en el hospital.
“Soldados y policías corren como locos por los pasillos cerrando y abriendo puertas. Temen otro atentado. El Bateador y El Ganso todavía andan sueltos”, dijo él.
“Falsa alarma. Un pichón se quedó atrapado en un rosal y, en su desesperación por salir, perdió la cabeza, cayó decapitado”, dijo la enfermera.
“¿No será que el pichón descabezado es un mensaje para José Luna?”, preguntó él.
“No lo creo”, replicó Ana.
“Hasta la vista, José.”
“Hasta el próximo accidente”, Luna miró por la ventana el cielo en dirección de San Diego. “¿Puede ver las puertas de la prosperidad? Del otro lado de la frontera están brillando.”
Del hospital que pertenecía a El Señor de los Murciélagos me fui en un taxi de El Señor de los Murciélagos. La víspera había cenado en un restaurante de El Señor de los Murciélagos y dormido en un cuarto de una cadena de hoteles de su propiedad. No había de qué sorprenderse, Tijuana, Paranoid City, era su ciudad: uno comía, dormía y fornicaba bajo los ojos de El Señor de los Murciélagos.
En el aeropuerto busqué un lugar cómodo para poner en orden mis notas. Me dirigí al mostrador de la aerolínea.
“¿Puedo sentarme en aquella sala?”
“Lo siento, está reservada para los pasajeros de clase ejecutiva”, la recepcionista apenas levantó los ojos de una lista.
“Señorita, es usted una pendeja, no sabe quién es Miguel Medina”, la recriminó un hombre de rostro puntiagudo, bigote rubio y sombrero tejano. Vestía a la usanza de los narcos: botas y chamarra de piel, pantalón de mezclilla y camisa de seda, cinturón con hebilla gruesa, reloj y pulseras de oro. Su guarura, una especie de Frankenstein norteño, no me quitaba los ojos de encima.
“Lo sé, pero si el señor no tiene billete de clase ejecutiva no podrá sentarse allí… Si paga la diferencia, no hay inconveniente.”
“No faltaba más, señorita”, el narcotraficante sacó una tarjeta de crédito de una cartera llena de tarjetas.
“Por favor, no lo haga. Es un viaje corto y no merece la pena pagar tanto dinero. Le agradezco, pero no acepto.”
“Cóbrese”, el hombre arrojó sobre el mostrador la tarjeta y firmó el voucher. “Soy dueño de una flota camaronera. Si viene a Guaymas, será mi invitado”, me extendió su tarjeta de negocios.
Cuando se fue y entré a la sala de espera, sentí ganas de retirarme. Tres capos de la droga estaban sentados allí con sendos guaruras. Todos se me quedaron viendo como tratando de establecer mi relación con el dueño de la flota. No se habían perdido detalle de la situación.
Para ocultar mi cara desplegué el periódico local. Traía la crónica del atentado a Luna en primera plana. En las páginas interiores venían noticias sobre ejecutados, decapitados y torturados menores. Y sobre mujeres halladas en basureros, estacionamientos de antros y calles de mala muerte.
Anunciaron la salida del vuelo y abordé el avión.