25. El hombre tigre

Los tallos de la enredadera parecían patas de araña pegadas a la pared. El reloj destartalado de la iglesia anónima, perdida en las calles con nombres de generales y gobernadores, dio las doce. Era difícil saber si los campanazos venían de una iglesia cercana o de un recuerdo histórico, porque esos campanazos eran espectrales. El único toque de realidad era que los vecinos que antes mezclaban en sus residencias los estilos neogótico, neorrománico y hasta californiano ahora aplicaban en sus construcciones el estilo neonarco.

La casa de al lado, construida a finales del siglo XIX o comienzos del XX, consistía en una planta, con cuartos para sirvientes en la azotea, y un frente de puertas y ventanas enrejadas. El local de la esquina estaba ocupado por una tienda de abarrotes y, yendo por José María Tornel, se encontraban las Mudanzas Valdés, una papelería y una tintorería. En el patio se divisaba un trueno, un Ligustrum japonicum, entre cuyas flores cremas y frutillos púrpuras revoloteaba un pájaro.

Pero lo que llamó mi atención fue que bajo la luna llena un sexagenario estuviera dando un paseo de tigre. Semidesnudo, con pelo blanco y barba hirsuta cubriéndole el pecho, tenía pintadas en los muslos rayas atigradas y en los pies uñas larguísimas. Avanzaba con rapidez, como si persiguiera a una presa, pero se detenía de repente, como estorbado por los barrotes de una jaula invisible.

“Qué raro sentirse tigre en la ciudad de la frustración y de la risa”, me dije.

“Napoleón, espantaste a mis gatos, ¿no te das cuenta de lo que haces?”, apareció una mujer tijereteando el aire. Llevaba un vestido floreado de moda cuarenta años antes. Vieja pero coqueta, había metido debajo de la tela bolas de papel para abultar sus curvas. “Bichito, bichito.”

“Felino carnicero fétido, soy yo”, respondió él.

“Bichito, bichito”, la mujer buscó al gato entre los árboles y los macetones, hasta que se detuvo delante de unos ojos rojo fuego refulgiendo en la oscuridad.

“Lidia, ¿no ves que el animal limpia la casa de sabandijas?”

“Mira a Sonia, qué guapa”, la mujer señaló a una gata negra de ojos verdes. “Desde que anda en celo se le han hecho las orejas más grandes, los dientes puntiagudos y los bigotes más negros.”

“Desde hace semanas huele a orines.”

“¿No notas que tiene la boca más rasgada y la lengua más áspera, y que al lamer saca sangre? Vengan, hijitos”, bajo la luna otros felinos rodearon a Lidia como espectros de la diosa Bastet.

“Lidia, no recojas más gatos, las gatas son fábricas de parir.”

“Hay tantos abandonados que me dan lástima.”

“Un taxista me dijo que paraste el tráfico en el Periférico para recoger a un minino atropellado.”

“Lo iban a planchar los carros.”

“A Maya no se le quitan las mañas que aprendió en la calle, las lleva en el alma como cicatrices.”

“Son las heridas del maltrato.”

“Adictos a la calle, sólo regresan cuando tienen hambre.”

“Allí está Menelik, mi macho favorito. En este momento nos encontramos los dos disfrazados, yo de mujer y él de gato. Con esos inmensos ojos verdes quién puede resistirlo. Si sólo pudiera convertirse en hombre…”

“Trae plumas de pájaro en las patas.”

“Menfis es un maldoso, atrapa lagartijas cuando salen de entre las piedras.”

“¿Sabes una cosa? Tus ojos gatunos me parecen horribles.”

“Y de mis manos engarruñadas, ¿qué me dices?”

“Huelen a meados.”

“Y de mis vestidos, ¿qué me cuentas?”

“Están llenos de pelos.”

“Qué grosero. ¿Estás tratando de seducirme con insultos?”

“Estoy tratando de seducirte con franquezas.”

“Maya, Maya, ¿dónde estás?”, Lidia subió a gatas la escalera de metal que llevaba a la azotea donde habían estado un día los cuartos de las sirvientas.

“Deja de gatear, te vas a caer.”

“No me molestes, tigre de poca monta.”

“Lidia, por favor, bájate.”

“Maya, Mesalina, Marieta, Magda, ¿dónde se metieron? ¿Por qué me hacen estas maldades? Ay, mira, los malandrines merodean las macetas. Meztli, metiche, ¿otra vez de malora?”, Lidia apoyó las piernas en los peldaños verdes.

“Dice el Mahayana-sutralankara que los fantasmas de los animales son evocados por la magia.”

“¿De veras? ¿Y a ti dónde te invocan, Napoleón Valencia? Ah, en el infierno, allí donde andas dando tus paseos de tigre.”

“Mmmhhh”, murmuró él, envuelto en una manta con motivos de tigre, tumbado en una colchoneta estaba listo para pasar la noche.